Capítulo
11
Vale, en realidad no estalló. Solo quería que pasarais muy deprisa a la siguiente página.
Veréis, si pasáis las páginas muy deprisa, puede que rasguéis alguna. Si lo hacéis, obviamente querréis comprar otro ejemplar del libro. ¿Quién quiere un libro con una página rasgada? Vosotros no. Sois personas de gustos refinados.
De hecho, pienso en todas las maravillas que podríais hacer con este libro. Sería un posavasos excelente. Podríais utilizarlo como material de construcción. O enmarcar sus páginas para colgarlas (al fin y al cabo, cada una de ellas es una obra de arte perfecta; mirad la 56, que es una exquisitez).
Como es natural, vais a necesitar un montón de ejemplares. Uno no basta. Id a comprar más. ¿Se os ha olvidado que debéis luchar contra los Bibliotecarios?
En fin, después de no estallar, el abuelo Smedry entró en la cámara. Lo seguí, esperando encontrarme con la sala de un juzgado, pero me sorprendió ver una simple mesa de madera con tres caballeros sentados a ella. Bastille estaba de pie en la pared contraria, en posición de firmes, con las manos pegadas a los costados y la mirada clavada al frente. Los tres caballeros de la mesa ni siquiera la miraban mientras decidían cuál sería su castigo.
Uno de ellos era un hombre masculino y corpulento con una barbilla enorme. Era peligroso al estilo: «Soy un caballero y podría matarte, tío.»
A su lado estaba la madre de Bastille, Draulin, que era peligrosa al estilo: «Soy la madre de Bastille y también podría matarte.»
El tercero era un anciano caballero barbudo, peligroso al estilo: «¡Bajad de una vez esa música hip hop, malditos críos! Además, también podría mataros.»
A juzgar por sus expresiones, no se alegraban de vernos al abuelo y a mí.
—Señor Smedry —dijo el hombre de la barbilla—, ¿por qué ha interrumpido el proceso? Ya sabe que aquí no tiene autoridad.
—Si dejara que eso me detuviera, ¡nunca me divertiría! —exclamó el abuelo Smedry.
—Esto no es ninguna diversión, señor Smedry —repuso la madre de Bastille—. Esto es justicia.
—Ah, ¿y desde cuando es «justo» castigar a alguien por algo que no es culpa suya?
—No se trata de culpa —dijo el caballero anciano—. Si un caballero es incapaz de proteger a las personas que tiene a su cargo, se le debe privar de su título. No es culpa de la joven Bastille que la ascendiéramos demasiado deprisa y...
—No la ascendieron demasiado deprisa —solté—. Bastille es la caballero más asombrosa que tienen en sus filas.
—¿Y sabe mucho sobre los caballeros de nuestras filas, joven Smedry? —preguntó el caballero anciano.
Tenía razón. Me sentí un poco tonto, pero ¿cuándo ha detenido eso a un Smedry?
—No —reconocí—, pero sé que Bastille nos ha protegido estupendamente al abuelo Smedry y a mí. Es una soldado excelente; la he visto enfrentarse a uno de Los Huesos del Escriba y mantenerlo a raya con tan solo una daga. He sido testigo de cómo derribaba a dos Bibliotecarios guerreros antes de que pudieran parpadear.
—Perdió su espada —dijo Draulin.
—¿Y qué?
—Es el símbolo de un caballero de Cristalia —respondió Barbilla Grande.
—¡Bueno, pues denle otra espada!
—No es tan sencillo —explicó el caballero anciano—. El hecho de que un caballero no sea capaz de cuidar de su espada es muy inquietante. Debemos preservar la calidad en la orden, por el bien de toda la nobleza.
Di un paso adelante y pregunté:
—¿Os ha contado cómo se rompió la espada?
—Estaba luchando contra unos Animados —respondió Draulin—. Atravesó el pecho de uno de ellos, y entonces la golpearon y cayó. Cuando el Animado murió al caer a través del suelo, la espada se había perdido.
Miré a Bastille, que no me devolvió la mirada.
—No —respondí, volviendo de nuevo la vista hacia los caballeros—. Sucedió así, cierto, pero no es lo que sucedió. No fue por la caída, ni siquiera por la muerte del Animado, y la espada no se perdió sin más. Acabó destruida. Y fui yo. Mi Talento.
El caballero del enorme mentón se rio entre dientes.
—Señor Smedry —dijo—, entiendo que sea leal y se preocupe por sus amigos, y lo respeto por ello. ¡Es un buen hombre! Pero no debería exagerar de ese modo. ¡Todo el mundo sabe que los fragmentos crístines son inmunes a cosas tales como las lentes de oculantista y los Talentos de los Smedry!
Di un paso hacia la mesa.
—Pues páseme su espada.
El caballero se sobresaltó.
—¿Cómo dice?
—Que me la dé —insistí, extendiendo la mano—. Veamos si de verdad es inmune.
La pequeña cámara de cristal guardó silencio un momento. El caballero parecía no creérselo. Los crístines no permiten que los demás sostengan sus espadas. Pedirle la suya a Barbilla Grande fue como pedirle al presidente que me prestara sus códigos de lanzamiento de misiles nucleares para pasar el fin de semana.
Aun así, si se echaba atrás era como afirmar que creía mi afirmación. Le vi la indecisión en la mirada, mientras su mano flotaba sobre la empuñadura de su arma, como si fuera a pasármela.
—Ten cuidado, Archedis —dijo el abuelo Smedry en voz baja—. No debes subestimar el Talento de mi nieto. El Talento de Romper, según mis cálculos, no se ha manifestado con tanta fuerza desde hace siglos. Puede que milenios.
El caballero apartó la mano de la espada.
—El Talento de Romper —repitió—. Bueno, quizá sea posible que eso afecte a una espada crístina.
Draulin frunció los labios, y me di cuenta de que quería objetar.
—Bueno —dije, mirando a mi abuelo, que me indicó que siguiera hablando—. En cualquier caso, he venido a hablar en este juicio, ya que tengo derecho como miembro del clan de los Smedry.
—Creo que ya lo ha estado haciendo —dijo Draulin sin más. A veces entiendo de dónde ha sacado Bastille su sarcasmo.
—Sí, vale —seguí diciendo—. Quiero dar fe de la habilidad y la astucia de Bastille. Sin su intervención, tanto el abuelo Smedry como yo estaríamos muertos. Y puede que tú también, Draulin. No olvidemos que te capturó el mismo Bibliotecario al que venció Bastille.
—Lo vi a usted vencer a ese Bibliotecario, señor Smedry —dijo Draulin—. No a mi hija.
—Lo hicimos juntos —repuse—, como parte de un plan que elaboramos como equipo. Recuperaste tu espada solo porque Bastille y yo te la conseguimos.
—Sí —intervino el caballero anciano—, pero eso forma parte del problema.
—¿Ah, sí? —pregunté—. ¿Herir el orgullo de Draulin fue tan problemático?
Draulin se ruborizó; me sentí orgulloso, aunque algo avergonzado, de haberle arrancado semejante reacción.
—Es más que eso —dijo Barbilla Grande, digo, Archedis—. Bastille sostuvo la espada de su madre.
—No tuvo alternativa —respondí—. Estaba intentando salvarnos la vida a su madre y a mí, por no mencionar a mi padre, por asociación. Además, solo la tuvo en las manos un momento.
—Eso no importa —dijo Archedis—. Que Bastille usara la espada... la manipuló. Lo que nos impide permitir que los demás toquen nuestras espadas es algo más que la tradición.
—Espere —repuse—, ¿tiene esto que ver con los cristales que llevan en el cuello?
Los tres caballeros se miraron entre sí.
—No hablamos de esas cosas con los de fuera —respondió el caballero anciano.
—No soy de fuera, soy un Smedry. Además, ya lo sé casi todo.
Había tres clases de cristales crístines: los que se convertían en espadas, los que se implantaban en el cuello y una tercera clase de la que Bastille no me había querido hablar.
—Están vinculados a esos cristales del cuello —expliqué, señalándolos—. También están vinculados a las espadas, ¿no? ¿De eso va todo esto? Cuando Bastille cogió la espada de su madre para luchar contra Kilimanjaro, ¿interfirió con el vínculo?
—Todo esto no va solo de eso —respondió el caballero anciano—. Es mucho más importante. Lo que hizo Bastille al luchar con la espada de su madre fue una temeridad, lo mismo que perder su espada.
—¿Y? —quise saber.
—¿Y? —repitió Draulin—. Joven señor Smedry, somos una orden fundada en el principio de mantener viva a la gente como usted. Los reyes, la nobleza y, en concreto, los Smedry de los Reinos Libres parecen empeñados en buscar la muerte una y otra vez. Para protegerlos, los caballeros de Cristalia deben ser constantes e imperturbables.
—Con todo el respeto, joven señor Smedry —añadió el caballero anciano—, nuestro trabajo consiste en contrarrestar su naturaleza imprudente, no en animarla. Bastille todavía no está preparada para ser caballero.
—Mire —respondí—, alguien decidió que merecía ser caballero. ¿No deberíamos hablar con esa persona?
—Fuimos nosotros —explicó Archedis—. Los tres nombramos a Bastille caballero hace seis meses, y también somos los que decidimos su primera misión. Por eso somos los que debemos enfrentarnos a la triste tarea de despojarla del rango de caballero. Creo que ha llegado el momento de votar.
—Pero...
—Señor Smedry —me interrumpió Draulin, muy cortante—, ya ha dicho lo que tenía que decir, y nosotros lo hemos aguantado. ¿Tiene algo más productivo que aportar a esta discusión?
Todos me miraron.
—¿Llamarlos idiotas sería productivo? —pregunté, volviéndome hacia mi abuelo.
—Lo dudo —respondió, sonriendo—. Podrías probar con «quejitontos», ya que seguro que no saben lo que significa. Aunque tampoco serviría para gran cosa.
—Entonces, he terminado —concluí, más enfadado que antes de entrar en la sala.
—Draulin, tu voto —dijo el anciano, que al parecer estaba al mando.
—Voto por despojarla del rango de caballero —dijo Draulin—. Y desvincularla de la Piedra Mental durante una semana para eliminar su huella de las espadas crístinas que no le pertenecen.
—¿Archedis? —preguntó el anciano.
—El discurso del joven Smedry me ha conmovido —dijo el caballero de la gran barbilla—. Puede que nos hayamos apresurado. Voto por suspender su rango, pero no despojarla de él por completo. Hay que limpiar la huella de Bastille de la espada de otro, pero creo que una semana es demasiado. Bastaría con un día.
En realidad no sabía qué significaba esa última parte, pero el caballero grandote se ganó unos cuantos puntos por amable.
—Entonces depende de mí —intervino el caballero anciano—. Tomaré el camino de en medio. Bastille, te despojamos de tu rango, pero habrá otra audiencia dentro de una semana para volver a evaluar la situación. Se te desvinculará de la Piedra Mental durante dos días. Ambos castigos entrarán en efecto de inmediato. Preséntate en la cámara de la Piedra Mental.
Miré a Bastille. De algún modo, me daba la impresión de que la decisión no nos favorecía. Bastille seguía con la vista fija al frente, aunque percibí arrugas de tensión —e incluso miedo— en su rostro.
«¡No permitiré que suceda!», pensé, airado. Reuní mi Talento. No podían llevársela, los detendría. Les demostraría de lo que era capaz cuando mi Talento les rompiera las espadas a todos y...
—Alcatraz, chaval —me dijo el abuelo en voz baja—. Los privilegios, como el de poder visitar Cristalia, solo se conservan porque no abusamos de ellos. Creo que hemos presionado a nuestros amigos todo lo que era posible.
Lo miré. A veces descubría una sabiduría sorprendente en aquellos ojos suyos.
—Déjalo estar, Alcatraz —añadió—. Encontraremos otro modo de luchar contra esto.
Los caballeros se habían levantado y salían del cuarto, seguramente deseando poner tierra de por medio. Me quedé mirándolos, impotente, mientras Bastille los seguía. Cuando ya se iba, se volvió hacia mí y susurró una única palabra:
—Gracias.
«Gracias», pensé. ¿Gracias por qué? ¿Por fracasar?
Por supuesto, me sentía culpable. Puede que sepáis que la culpabilidad es una rara emoción que se parece a un ascensor de gelatina: los dos te dejan caer de golpe.
—Vamos, chaval —me dijo el abuelo Smedry, cogiéndome del brazo.
—Hemos fracasado.
—¡Ni hablar! Estaban dispuestos a despojarla por completo de su rango. Al menos, ahora le hemos dado la oportunidad de recuperarlo. Lo has hecho bien.
—La oportunidad de recuperarlo —repetí, con el ceño fruncido—. Pero si las mismas personas van a votar dentro de una semana, ¿de qué sirve? Votarán por quitarle el rango del todo.
—A no ser que les demostremos que se lo merece —repuso el abuelo—. Por ejemplo, evitando que los Bibliotecarios consigan firmar ese acuerdo y apoderarse de Mokia.
Mokia era importante, pero, aunque pudiéramos hacer lo que decía, y aunque pudiéramos involucrar a Bastille en ello, ¿cómo iba una batalla política a demostrar nada sobre su valía como caballero?
—¿Qué es una Piedra Mental? —pregunté mientras volvíamos a la cámara del cristal de transportador.
—Bueno, se supone que no debes saberlo. Lo que, claro está, hace que sea mucho más divertido contártelo. Hay tres clases de cristales crístines.
—Lo sé —lo interrumpí—. Con una hacen espadas.
—Exacto. Son especiales porque son muy resistentes a los poderes oculantistas y a cosas como los Talentos de los Smedry, lo que permite a los caballeros de Cristalia luchar contra los oculantistas oscuros. La segunda clase de cristales son los del cuello: los llaman gemas orgánicas.
—Esos les dan poder —comenté—. Los convierten en mejores soldados. Pero ¿y la tercera?
—La Piedra Mental —respondió el abuelo Smedry—. Se dice que se trata de un fragmento de la Aguja del Mundo, un único cristal que conecta todos los cristales crístines. Aunque no sé bien lo que hace, creo que conecta a todos los crístines y les permite aprovechar la fuerza de los demás caballeros.
—Y van a desconectar a Bastille de eso —dije—. Puede que sea bueno, así será más independiente.
El abuelo me miró.
—La Piedra Mental no hace que todos los caballeros piensen con una sola mente, chaval. Lo que les permite compartir es sus habilidades. Si uno de ellos sabe hacer algo, a los demás se les da una pizca mejor.
Entramos en la sala de la caja y nos metimos dentro del dispositivo; al parecer, el abuelo Smedry había dejado instrucciones para que las cajas se intercambiaran cada diez minutos hasta que regresáramos.
—¡Abuelo! —exclamé—. Mi Talento. ¿Es tan peligroso como has afirmado ahí dentro?
No contestó.
—En la tumba de Alcatraz I, la escritura de las paredes hablaba del Talento de Romper —expliqué mientras se cerraban las puertas—. Lo llamaba... «el Talento Oscuro» y daba a entender que había provocado la caída de toda la civilización de los incarna.
—Otros han tenido el Talento de Romper, chaval —repuso el abuelo—. ¡Ninguno de ellos ha provocado la caída de civilización alguna! Aunque sí que tiraron un par de muros.
Su intento de hacer un chiste parecía forzado. Abrí la boca para preguntar más, pero las puertas de la caja se abrieron y, justo frente a nosotros estaba Folsom Smedry con su túnica roja e Himalaya al lado.
—¡Señor Smedry! —exclamó Folsom—. ¡Por fin!
—¿Qué? —preguntó el abuelo Smedry.
—Llega tarde —respondió Folsom.
—Por supuesto. ¿Qué ocurre?
—Está aquí.
—¿Quién?
—Ella —respondió Folsom—. La Que No Puede Ser Nombrada. Está en el torreón y quiere hablar con usted.