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Magiere salió de la taberna a primeras horas de la tarde. Cuando puso un pie en la calle, vio un cartel que decía «Cerrado» con la letra de Leesil. ¿Por qué no se le había ocurrido a ella hacer eso? Le dio unas gracias silenciosas a su compañero y se dirigió directamente a la posada más cercana.

A pesar de que Magiere se refiriera a El León Marino como una posada, estrictamente hablando no lo era, ya que el edificio carecía de habitaciones para huéspedes. Puede que en algún momento se hubieran utilizado las habitaciones del piso de arriba para huéspedes y que el dueño viviera en algún otro lugar. La verdad era que en Miiska solo había tres posadas de verdad en aquel momento, pero a un pueblo pequeño como aquel tampoco le hacía falta más. La mayoría de los marinos y de los empleados de las barcazas dormían en los propios barcos y tampoco es que ella viera a muchos viajeros con ganas de quedarse a pasar la noche en aquel lugar que cogía un poco a contramano. Incluso los pocos vendedores, mercaderes o hasta granjeros de las tierras colindantes tenían más probabilidades de pasar la noche con todas sus pertenencias acampando en el mercado al aire libre del extremo norte del pueblo.

La posada era un establecimiento venido a menos y de aspecto decadente, que tenía un salón principal poco amueblado que olía a pescado y a pan mohoso. Comenzó a preguntar por Welstiel a una mujer que estaba muy delgada y llevaba un delantal raído que supuso que era la encargada de la posada, lo describía como un hombre extraño de mediana edad.

--No tenemos a nadie que tenga ese aspecto --le dijo la mujer enfadada después de oír a Magiere, obviamente creía que le estaba haciendo perder el tiempo--. Inténtelo en La Rosa de Terciopelo. Ahí es donde puede encontrar a la gente como él.

Magiere le dio las gracias a la vieja y se marchó. Todo parecía normal a su alrededor. El sol ardía como una bola naranja entre la bruma de las nubes altas. La gente hablaba, se reía y seguía con sus asuntos. Alguna vez, algún cliente de El León Marino la saludaba a voces, y ella asentía o levantaba la mano en respuesta. De vez en cuando tenía la sensación de que alguien la estaba vigilando, puede que susurraran con un compañero y la señalaran. Pero cuando se daba la vuelta era como si nadie se hubiera dado cuenta de que ella estaba allí. El alcance del mundo había cambiado, no importaba la apariencia que tuvieran las cosas. Y el único que parecía darse cuenta de la situación era un herrero alterado que tenía más músculo que cerebro.

Magiere quería hablar con Leesil y contarle lo que se le estaba pasando por la cabeza. ¿Qué pasaba si el destino, las deidades o lo que fuera que mantuviera el equilibrio entre el bien y el mal en el mundo por fin había dado con ellos, con ella? No podía ni imaginarse lo que Leesil pensaría de una idea tal. Un mes antes Leesil se habría reído y le habría ofrecido su pellejo de vino. Para entonces su mundo se había visto alterado y, o bien él había cambiado con el mundo, o bien había estado escondiendo aspectos de sí mismo. Magiere no acababa de dejar que Leesil se ocupara cada vez de más tareas de las que en teoría eran responsabilidad de ella. Aquella misma mañana, él se había ocupado de Ellinwood en su mayor parte, y esa tarde se había preocupado de poner el cartel de cerrado, temporalmente, en la puerta de la taberna. Ahora ella había salido sola y lo había dejado allí para que reconfortara a Caleb y a Rose.

No, no lo iba a cargar con su propio y profundo sentimiento de culpa, su propia confusión o sus propias sospechas. Estaba muy claro que él no necesitaba preocuparse de nada más.

Sin embargo, había llegado la hora de ocuparse de determinados asuntos ella misma. Había viajado hasta aquel pueblo en busca de paz y alguien la había forzado a meterse en una batalla.

Brenden tenía razón, y las cartas estaban en su lado de la mesa en aquel momento.

Se alejó de los muelles y se adentró en el pueblo. Tan lejos, no había muchos que la reconocieran de cara y los paseantes no la saludaron. Se detuvo frente a La Rosa de Terciopelo. Era un lugar bastante bonito, reflejaba su nombre incluso desde el exterior con sus cortinas rojas de seda de damasco que sobresalían de las perfectamente cuidadas contraventanas encaladas.

A pesar de que llevaba el cabello recogido en una pulcra trenza, se sintió poco vestida con sus bombachos y sus botas, su camisa de muselina y el chaleco negro.

Un gran escritorio de madera de caoba la esperaba a la entrada.

El hombre que estaba tras él le pareció atractivo, aunque de una manera extraña, a pesar de su estado mental en aquel momento.

Magiere había visto unos cuantos elfos de pura sangre a lo largo de sus viajes, aunque no eran muy frecuentes por aquellas tierras. Su cabello castaño claro parecía suave como las plumas de los pájaros, lo llevaba suelto y solo se lo sujetaba por detrás de sus oblongas y puntiagudas orejas. Sin embargo, su cara era más fina y tenía la barbilla más afilada que la de su compañero, y sus ojos color ámbar y las finas cejas estaban más inclinados hacia arriba que los de Leesil.

Cuando levantó la vista hacia ella, Magiere pudo ver que su piel era oscura y más suave que la de cualquier humano que jamás hubiera visto.

--¿Puedo ayudarla en algo? --le preguntó con tono suave.

--Sí --le respondió Magiere, de repente no estaba segura de cómo debía proceder, o de si la dejarían entrar--. Esperaba poder encontrar aquí a un amigo, se llama Welstiel Massing. Es como de mi altura, muy bien vestido y con canas en las sienes.

Sin pensar, se llevó las manos a sus propias sienes, para apoyar su descripción y después se sintió tonta por hacerlo. Odiaba sentirse tan nerviosa y desesperada.

--Sí, el señor Welstiel reside aquí por el momento --le contestó con tono sereno y con una dicción clara y definida--. Sin embargo rara vez recibe invitados, y nunca sin notificármelo a mí primero. Lo siento.

--Se volvió al pergamino que tenía sobre el escritorio, como si sus palabras fueran toda la autorización que necesitara para retirarse.

--No, soy yo la que lo siente. Puede que no tenga una cita, pero él ha venido a verme en varias ocasiones y ahora quería devolverle la visita.

El elfo levantó la vista con sus ojos rasgados con fuerza y sorpresa.

--Joven señora... --comenzó a hablar con tono severo, y, de repente, hizo una pausa como si medio recordara algún detalle olvidado--. ¿Es usted Magiere, la nueva propietaria de lo de Dunction?

--Sí --respondió ella con cautela--. Ahora se llama El León Marino.

--Acepte mis disculpas, por favor. --Se levantó con rapidez--. Mi nombre es Loni. El señor Welstiel mencionó su nombre. No sé dónde se encuentra él ahora, pero voy a verlo. Por favor, sígame.

¿El elegante elfo, que básicamente hacía las funciones de guardia, ni siquiera sabía si Welstiel estaba allí o no? Aquello le resultó raro a Magiere, pero apartó tal pensamiento de su mente por el momento.

Según iban adentrándose en la posada, el lugar se iba haciendo todavía más opulento de lo que Magiere esperaba, las paredes estaban pintadas de blanco nacarado. Alfombras rojas, tan mullidas que se podría dormir en ellas, cubrían el suelo en las salas principales y los pasillos y subían por las escaleras que se veían al otro lado de la entrada. Grandes cuadros en tonos oscuros que representaban batallas, paisajes marinos, praderas y campos tranquilos estaban colgados en lugares estratégicos para aportar buen gusto; y habían colocado rosas de agua salada de un rojo profundo en exquisitos jarrones de marfil.

--No está mal --le dijo a Loni--. No os vendría mal una mesa de faro.

--Bueno... --dijo él--. Sí, por supuesto.

Magiere casi sonrió, sabía que su fachada estirada estaba cuidadosamente construida. Era muy posible que fuera igual de bueno que Leesil en el combate mano a mano, de no ser así no estaría al frente del establecimiento él solo. Magiere lo siguió hasta las escaleras, pero en lugar de subir, sacó una llave del bolsillo de su chaleco y abrió una puerta que tenía a su lado. Al abrirla, Magiere vio otras escaleras que bajaban.

Entonces venía la parte difícil. Para Welstiel, aquella aparición abrupta le parecería como si ella hubiera acudido a implorar ayuda. De alguna manera, Magiere sospechaba que Welstiel lo iba a disfrutar. Si hubiera cualquier otra forma, cualquiera que fuera, Magiere habría elegido cualquier otra opción. Loni bajó por las escaleras y Magiere lo siguió. Cuando llegaron abajo se encontraron con un pasillo que conducía hasta una única puerta. Loni llamó con los nudillos con suavidad a la puerta.

--Señor, si está en sus aposentos, la joven mujer está aquí para verlo.

Al principio no hubo respuesta. Después la voz inequívoca de Welstiel dijo:

--Entre.

Loni abrió la puerta y dio un paso atrás.

Magiere se sorprendió de su propia y suave ansiedad, tragó saliva y entró a la habitación. La puerta hizo un leve sonido al cerrarse tras ella y Magiere oyó los pasos de Loni que se alejaba escaleras arriba.

Magiere se sorprendió por la decoración del interior de la habitación, ya que esperaba encontrar una que siguiera el opulento estilo que mostraba la planta principal de la posada. Encima de una simple mesa, que estaba al lado de una cama estrecha cuidadosamente hecha, había una bola de cristal esmerilado con pedestal de hierro. Dentro de la bola había tres rayos de luz que brillaban con la suficiente fuerza como para iluminar media habitación.

En una esquina había un pequeño baúl de viaje y sobre la mesa había tres libros encuadernados en piel. Cada tapa estaba grabada en una lengua que ella no conocía y tenía una tira que los mantenía cerrados.

Welstiel estaba sentado en una simple silla de madera y leía un cuarto libro. El hombre proyectaba una apariencia tan llamativa que cualquiera que lo mirara a él primero no notaría lo vacía que estaba la habitación. Llevaba una camisa blanca, de corte impecable y perfectamente planchada, y pantalones negros que parecían más una parte de él mismo que una prenda de vestir que se hubiera puesto.

Llevaba el cabello negro peinado por detrás de la orejas, de manera que dejaba expuestas sus canosas sienes, que le daban un aire sabio y noble al mismo tiempo. Y si no fuera por ellas, la suave luz que le daba la bola a su rostro haría que fuera muy difícil adivinar su edad.

Sus huesudas manos reposaban sobre el libro y parecía no darse cuenta de la porción que le faltaba a su dedo, incluso cuando lo miraba.

--Qué agradable verte --dijo Welstiel, con un tono que no expresaba ni sorpresa ni placer por su llegada.

Magiere se imaginó que el hombre se veía a sí mismo como un caballero rico que estudiaba tradiciones populares y magia antigua en su tiempo libre. Pero, ¿por qué iba un noble a vivir en aquella habitación de sótano cuando las comodidades más adecuadas seguramente estarían arriba, en las habitaciones normales de La Rosa de Terciopelo? Y si era un erudito hecho a sí mismo, ¿qué hacía en un sitio como Miiska? Era más probable que fuera un estudiante de todo, maestro de nada, que creía que sabía algo del lado oscuro del mundo y sencillamente se había cruzado en su camino por azar. Puede que no pudiera ayudarla como ella esperaba.

--No he venido por una visita social --dijo Magiere abruptamente--. Usted o bien sabe algo, o bien cree que lo sabe, acerca de los asesinatos y desapariciones que ocurren en este pueblo.

Anoche atacaron mi taberna y ha muerto uno de los cuidadores.

Welstiel asintió levemente.

--Lo sé. Lo he oído.

--¿Ya?

--Las palabras viajan con rapidez en Miiska, especialmente si se sabe lo que se quiere oír.

--No se ande con remilgos conmigo, Welstiel --le espetó Magiere a la vez que se adentraba en la habitación--. No estoy de humor.

--Entonces deja de negar lo que ven tus propios ojos y empieza a aceptar la realidad --le respondió con la misma dureza.

--¿Qué significa eso? ¿Qué tiene qué ver conmigo?

Welstiel bajó el libro, se echó hacia delante y señaló hacia el cuello de Magiere.

--Esos amuletos que ocultas bajo la ropa y la cimitarra que habitualmente llevas son signos reveladores. Si yo fuera un vampiro, iría a cazarte desde el momento en que pusieras un pie en mi territorio.

Magiere echó el aire por la nariz.

--No empiece con todo eso otra vez.

Sin embargo, su voz intentaba demostrar una seguridad que ya no sentía. Si de verdad creía que no había nada sobrenatural en lo que estaba sucediendo en aquel pueblo, entonces, ¿por qué había acudido a ver a Welstiel, que no hacía más que hablar de aquellas cosas?

Welstiel estudió el rostro de Magiere como si fuera la portada de un libro, con la esperanza de captar todo lo que se escondía tras él.

--No puedes escapar de esto. Te ven como a una cazadora y por eso te cazarán ellos primero. Lleva la batalla hasta ellos.

Magiere ya no tenía fuerzas, no sentía la inclinación de discutir, por lo que se sentó a los pies de su cama.

--¿Cómo? ¿Cómo los puedo encontrar?

--Utiliza lo que ya tienes disponible. Utiliza a tu perro y los hechos que ya has recopilado. Usa las habilidades de tu medio elfo y la fuerza del herrero.

--¿Chap? --dijo ella--. ¿Qué puede hacer él?

--No seas dura de entendederas. Déjale cazar. ¿Es que no te lo habías imaginado tú sola, al menos eso?

Welstiel se estaba riendo de ella y de repente sintió una oleada de odio hacia la superioridad con la que se manejaba. ¿Cómo podía saber él tantas cosas que ella desconocía?

--Si sabe tanto, ¿por qué no ha cazado a las criaturas usted mismo?

--Porque yo no soy tú --le contestó con calma.

Magiere se puso en pie de nuevo y comenzó a pasearse.

--Ni siquiera sé dónde buscar. ¿Cómo empiezo?

Sin avisar, la expresión del hombre se cerró, como si fuera un libro viviente que se hubiera cansado de dar información. Welstiel se levantó, se acercó a la puerta, la abrió y repitió:

--Utiliza al perro.

El miedo que Magiere sentía acerca de su futuro amenazaba con volver a salir a la superficie conforme la maraña de coincidencias se iba haciendo más enrevesada. ¿Cómo encajaba Chap en todo aquello?

Que Welstiel abriera la puerta anunciaba el final de su visita.

Además parecía tener mucha intención y si lo empujaba más podía estropear la única fuente de información que había encontrado hasta el momento. Salió al pasillo y se volvió hacia él.

--¿Cómo los mato?

--Ya lo sabes. Has estado practicando durante años.

Sin decir otra palabra, Welstiel cerró la puerta.

Magiere subió rápidamente las escaleras y se dio prisa por el vestíbulo, miró a Loni mientras salía. De toda la conversación con Welstiel, solo le preocupaban dos cosas. Primero, por lo que ella sabía, él nunca había visto a Chap y parecía saber mucho acerca del animal. Y en segundo lugar, o bien sabía, o bien hacía que conocía aspectos de su pasado que ella no conocía. A pesar de que aquello último le preocupaba un poco, en realidad, nunca le importó su pasado. No había mucho que mereciera la pena recordar.

En los años anteriores a Leesil, todo lo que ella había tenido era soledad, lo que se convirtió en dureza, que a su vez se convirtió en odio hacia todo aquel que fuera supersticioso. Una madre que nunca había conocido había muerto hacía ya muchos años, y su padre la había abandonado a una vida entre los crueles campesinos que la castigaron por ser su hija. ¿Por qué iba a querer recordar tales cosas?

¿Por qué iba a querer mirar hacia el pasado? No había nada que mereciera la pena en el pasado.

Mientras caminaba con rapidez hacia su hogar, se dio cuenta de que el sol había bajado un poco. De repente sintió el deseo urgente de regresar junto a Leesil. Con todas sus palabras crípticas, Welstiel tenía razón en una cosa. Tenían que abandonar su posición defensiva e ir tras sus enemigos, y solo tenían un par de horas antes de la puesta de sol.

Leesil estaba sentado en su cama, en su habitación, en la más absoluta soledad. Decidió que odiaba la incertidumbre por encima de todas las cosas, incluso por encima de la sobriedad. Por el momento estaba tan sobrio como una deidad virtuosa y eso le proporcionaba claridad, otra situación de mal gusto.

A diferencia de Magiere, él no se había bañado ni había dormido, y los olores de la sangre, del humo y del vino tinto le entraban por las fosas nasales. Sabía que debía bajar a lavarse, pero algo lo mantenía allí en su habitación.

Brenden había dejado la taberna para irse a su casa y había prometido regresar pronto con las armas adecuadas. Caleb se había llevado a Rose a su habitación hacía ya varias horas para poder hablar con ella. Caleb había cerrado la puerta y no había salido de allí.

Chap seguía tumbado junto al cuerpo de Beth-rae, que Caleb había limpiado y arreglado con sumo cuidado y había puesto en la cocina por si alguien pasaba a presentarle sus respetos. Y Magiere había desaparecido en algún momento de la tarde.

Leesil estaba solo y sobrio. No estaba seguro de cuál de las dos circunstancias le gustaba menos.

Se acercó a un pequeño arcón que le había dado Caleb para que guardara cosas. Desde que el agente Ellinwood examinara, o más bien no examinara, el escenario del crimen, Leesil se había permitido un par de momentos en privado para sacarse la daga de Ratboy de debajo de la ropa, limpiarle la sangre de Chap de la hoja y guardarla.

Ahora la sacó del arcón, con mucho cuidado de cogerla por la hoja y no por el mango. Incluso cuando la limpió, tuvo mucho cuidado de limpiar solo la hoja y no el mango, ya que estaba seguro de que ahí Ratboy sí la había tocado. Necesitaba cualquier prueba por pequeña que fuera de la presencia del pequeño invasor polvoriento que hubiera dejado atrás.

Y de nuevo la incertidumbre lo corroía. Se dejó caer de rodillas y tiró de dos tablas del suelo que había aflojado la noche que llegaron.

Debajo, donde la había escondido, había una caja larga rectangular. El mero hecho de tocarla le hacía tener escalofríos de la repulsión que le causaba. Sin embargo, jamás en su vida había pensado en deshacerse de ella. Sacó la caja y la abrió.

Dentro había armas y otras herramientas hechas por los elfos que le había dado su madre por su decimoséptimo cumpleaños. No eran exactamente lo que cualquier niño hubiera querido de regalo. Dos estiletes finos como agujas de zurcir descansaban bajo un garrote de alambre con finas asa de metal. A su lado había una hoja curva de metal lo suficientemente afilada como para cortar hueso con el mínimo esfuerzo. Escondido dentro de la tapa, detrás de una cubierta plegable, había un conjunto de ganzúas de metal que en sus manos podrían abrir cualquier candado o cerradura. Tan solo eran objetos inanimados, pero el mero hecho de verlos casi lo hicieron bajar al barril de vino y a su copa.

Cerró los ojos y respiró profundamente, con mucha fuerza.

Borracho no le servía de nada a Magiere. Pero la cercanía de aquellos objetos y su actual sobriedad dejaron entrar una oleada de recuerdos que había intentando mantener a raya la mitad de su vida. Con los ojos todavía cerrados podía sentir el dolor.

Aparecieron unas sombras de un verde rico junto con los árboles de su lugar de nacimiento. Tan hermosos. Magiere nunca había viajado tan al norte como estaba Doyasag, el lugar en el que él nació, y él nunca se había molestado en describírselo. Unirse al negocio con ella había sido el comienzo de una nueva vida para él, él había borrado todo lo que había hecho antes. Lo dejó todo atrás la noche en que se conocieron.

Los frescos aromas y paisajes de su tierra natal no eran más que un mero lienzo que escondía una masa de hombres hambrientos de poder que luchaban por dominar. En lugar de estar gobernados por un rey, el país lo dirigía un señor de la guerra llamado Darmouth que no hacía más que ver traición a su alrededor. Los señores de la guerra necesitan tener espías y otros sirvientes ocultos, y Leesil tenía quince años y llevaba ya siete de entrenamiento cuando se dio cuenta de que su padre y su madre no solo trabajaban para Lord Darmouth.

Darmouth era su dueño.

La madre de Leesil, con su piel morena, sus cabellos dorados y su ascendencia élfica, era un arma muy poderosa, ya que creaba la ilusión de ser una chica alta y delicada o una exótica belleza extranjera. Su padre, por su parte, podía mimetizarse entre las sombras como si estuviera hecho de polvo, y al pasar no hacía ruido y no dejaba marcas. Traicionaban a todo aquel que les ordenaban traicionar, y mataban a todo aquel que les ordenaban asesinar.

Enseñaron a Leesil todo lo que sabían. Era la artesanía familiar y él era el único heredero de la familia.

--Tenemos una posición muy inestable aquí, Leesil --le susurró su madre muy entrada una noche--. Necesaria, muy diestra y prescindible. Si nos negamos o dudamos, seremos los siguientes en morir inexplicablemente mientras dormimos o seremos expuestos y ejecutados por nuestros delitos. ¿Lo entiendes, hijo mío? Asiente siempre y haz lo que se te ordene.

Sin importar cuán grande fuera la recompensa económica, Leesil no tenía el temperamento necesario para una vida de servidumbre aislada. Los espías y los asesinos no hacían amigos. Su madre debió de sentir su soledad. El día de su decimoquinto cumpleaños le regaló un enorme cachorro azul plateado que se le subió encima y lo cubrió de risas y lametones. Ese era el único momento de pura felicidad que podía recordar.

--Este es un perro especial --le dijo moviendo sus esbeltas manos hacia fuera--. Su bisabuelo protegió a mi pueblo en los terribles tiempos del pasado. Te cuidará.

Eso fue todo lo que le contó, y que recordaba, de Chap y de su tierra natal, donde quiera que hubiera sido. En aquel momento Leesil le dedicó unos cuantos pensamientos. Si no hubiera estado tan feliz en aquel momento, habría hecho más preguntas, o se habría acordado de hacerlas después, pero lo único que le importaba era que una parte de su vida era como la de los demás niños. Tenía un perro.

Cuando Leesil cumplió diecisiete años, su padre dio por concluido su aprendizaje, o puede que lo hiciera ante la insistencia de Lord Darmouth. Su madre le regaló una caja con todas las herramientas que necesitaría para desempeñar su labor.

--Ahora eres anmaglâhk --le dijo con voz tranquila y profunda--.

Un hecho que no conlleva orgullo alguno.

Rara vez hablaba en su lengua materna por lo que Leesil recordaba, al menos en su vida. A pesar de que él había aprendido varios de los dialectos de aquellas tierras, ella nunca le enseñó la lengua de los elfos, y lo único que Leesil sabía eran las escasas palabras que había cogido de aquí y de allí por su cuenta. Una vez, cuando le suplicó que se la enseñara, se enfadó con frialdad.

--Nunca tendrás la necesidad de hablarla --le dijo.

Y cuando la dejó, salió rápidamente de su habitación, no sabía bien qué era lo que había visto. Cuando ella se sentó en el banco que había junto a la ventana y miró hacia fuera a través del cristal, alejó su cara de la vista de Leesil y un escalofrío recorrió su cuerpo, como si llorara en silencio.

Ahora Leesil miraba la caja que tenía en sus manos y que ella le había entregado como regalo de cumpleaños. No necesitó preguntarle lo que significaba la palabra que le había dicho. Leesil sabía en lo que se había convertido. Aquel mismo día le ordenaron asesinar a un barón que se decía conspiraba contra Darmouth. La orden se la dio su padre.

Aquella misma noche Leesil escaló el muro de la fortaleza del barón Progae, se deslizó por entre una docena de guardias, y bajó trepando por la torre hasta el dormitorio de su blanco. Le metió el estilete por la base del cráneo al hombre, como le había enseñado su padre, y lo sacó. No encontraron el cuerpo hasta el mediodía siguiente. ¿Qué sirviente iba a molestar a un noble que dormía hasta tarde?

Confiscaron las tierras de Progae. Llevaron a su mujer y a sus hijas a la calle. Leesil buscó la información acerca de la familia después. Una de las hijas entró a la corte de otro barón fiel al señor como cuarta esposa. La esposa y las dos hijas más jóvenes murieron de inanición porque nadie se atrevía a ayudarlas. Leesil no volvió a preguntar acerca de las familias de sus víctimas. Sencillamente se colaba por las ventanas, abría candados y cerraduras que los demás creían imposibles de abrir, llevaba a cabo lo que se le había ordenado y no miraba atrás. Nunca.

Con veinticuatro años seguía teniendo el aspecto de un humano de poco más de quince años. Una noche Lord Darmouth lo llamó personalmente ante él. Leesil odiaba estar en presencia del señor, pero nunca se le pasó por la cabeza negarse.

--Esta vez no quiero que mates, sino que recopiles información

--le dijo Darmouth a través de su espesa barba negra--. Uno de mis ministros me ha dado pruebas para dudar de sus auténticos intereses.

Forma amanuenses por afición. Tu padre me ha dicho que hablas y escribes varios de nuestros dialectos, ¿es cierto?

--Sí, mi señor --respondió Leesil mientras pensaba en lo mucho que despreciaba las brutales manos y rostro de la criatura que era dueña de toda su familia.

--Bien. Vivirás como un estudiante y me informarás de todas sus actividades, comentarios, costumbres cotidianas y demás.

Leesil le hizo una reverencia y se marchó.

Le permitieron llevarse a Chap a su nueva residencia, algo que le resultó de gran alivio ya que el perro era su única unión con la vida más allá de sus obligaciones. Sin embargo, su primer encuentro con el ministro Josiah le resultó casi inquietante después de años de conspiraciones, confabulaciones y muertes silenciosas. Un pequeño hombre de pelo blanco con ojos sonrientes color violeta le cogió la mano a Leesil con abierta calidez y amistad. El hombre vestía en lugar de armadura o ropas para no ser visto, unas vestiduras de color crema.

--Entra, mi niño. Lord Darmouth me ha dicho que eres un estudiante muy prometedor. Vamos a buscarte algo de cena y una cama caliente.

Leesil dudó un momento. Nunca había conocido a nadie como Josiah. El alegre ministro malinterpretó su pausa.

--No te preocupes. Tu perro también es bien recibido. Una criatura muy hermosa, y algo poco habitual, no creo haber visto nunca otro de su especie. ¿Dónde lo conseguiste?

El lomo de Chap le llegaba al muslo a un hombre adulto. Tenía el pelo largo y azul plateado, los ojos de un tono muy pálido, casi azul y un hocico afinado que hacía que se ganara los cumplidos de muchos de los que lo veían. El perro trotó hasta donde estaba el viejo ministro y se sentó. Movió la cola para que lo acariciara. Aquella era la primera vez que Leesil veía que Chap hiciera una cosa así con nadie que no fuera él mismo o su madre.

Leesil no estaba seguro de cómo responder e intentó adivinar con rapidez cuál era la intención que había detrás de esa pregunta, que ocultaba.

--Mi madre --respondió por fin.

Josiah levantó la vista de la cabeza de Chap, que estaba acariciando con suavidad.

--¿Tu madre? Yo habría pensado que era más el regalo de un padre, pero es igual --se rió con suavidad y sonrió--, el regalo de una madre es todavía mejor.

Con eso, el viejo ministro urgió a Leesil y a su perro a que entraran en su casa y en su vida.

Las lealtades de Josiah quedaron claras en los días y semanas siguientes. No tenía intención alguna de crear una insurrección, sino que había convertido su enorme estado de campo en un refugio para todos aquellos desplazados por el régimen de Darmouth y sus continuas guerras civiles e intrigas. Había construido barracones y casitas para los refugiados. Leesil se pasaba parte de sus días en sus clases con Josiah, y la otra alimentando y cuidando de los pobres.

Encontraba que tal actividad era algo inútil puesto que aquellas personas seguirían siendo pobres al día siguiente. Los pobres eran pobres. Los ricos eran ricos. Los inteligentes y con recursos sobrevivían. Así eran las cosas.

Sin embargo, su actitud hacia el ministro Josiah era muy diferente. Nunca se le había dado la oportunidad de admitir o reconocer sentimiento alguno de admiración, por lo que no entendía el sentimiento de protección que sentía hacia el anciano. En realidad, fue lo suficientemente tonto como para creer que podía salvarse a sí mismo, a su familia y a Josiah sencillamente con no informar de nada a Lord Darmouth. Después de todo, no desobedecía ninguna orden, no se negaba a llevar a cabo ninguna tarea y no había nada que contar.

--¿Qué quieres decir con que es leal? --le preguntó el señor barbudo en una de las ocasiones en que Leesil fue de visita a su casa.

Leesil se mantuvo rígido y atento en los aposentos privados de Lord Darmouth. A pesar de estar cansado y sediento del largo viaje, no le ofrecieron ni asiento ni agua.

--No alberga ninguna intención negativa hacia usted, no habla de traición alguna --le respondió confundido.

La ira enturbió los ojos de Darmouth.

--¿Y qué hay de esos campesinos que emigran a sus campos?

¡Ningún otro ministro tiene un ejército de pobres! Tu padre cree que eres muy diestro, ¿acaso se equivoca?

Leesil nunca contestaba ninguna pregunta sin pensar cuidadosamente la respuesta, pero en aquel momento se sentía totalmente desorientado. ¿Cómo podía interpretar como traición el gesto de Josiah de alimentar a los pobres?

--¿Acaso esta tarea es demasiado para ti? --prosiguió Darmouth después de dar un largo trago a su bebida, vaciando una copa de peltre llena de vino y dejándola sonoramente en la mesa.

--No, mi señor --respondió Leesil.

--Necesito pruebas, y las necesito pronto. Sus hordas de campesinos no dejan de crecer. Si no puedes traerme una información tan simple, asumiré que tu padre es un tonto y haré que os reemplacen a los dos.

Un escalofrío le atravesó el cuerpo a Leesil cuando se dio cuenta de que Lord Darmouth no quería la verdad. Lo único que quería era algo con lo que poder justificar la destrucción de Josiah. Si Leesil se negaba, tanto él como su padre serían reemplazados, y los sirvientes de su clase no solo dejaban el servicio. En el mejor de los casos, desaparecían una noche sin dejar rastro, como primera tarea de sus sustitutos.

Viajó de vuelta al norte, a los brazos de su nuevo profesor y tomó la cena de cordero asado y melocotones frescos mientras inventaba historias a la mesa cuando Josiah le pedía que le contara todo acerca de su visita a casa.

Esa misma noche, se deslizó al piso de abajo al despacho de Josiah, abrió una cerradura simple de su escritorio y comenzó a leer su correspondencia más reciente. Dejó de mirar más pergaminos cuando su vista se posó sobre un borrador de una carta que aún no había enviado.

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Mi querida hermana:

La situación empeora cada mes que pasa y me temo que se esté perdiendo tanto la visión como la razón en los puestos más altos de nuestro Gobierno. Renunciaría a mi asiento en el Consejo por el trabajo que estoy desarrollando aquí con los más necesitados. Con cada atardecer rezo para que el siguiente amanecer traiga algún signo de cambio, algún cambio a mejor en la dirección de estas nuestras tierras. Estas guerras civiles sin fin nos destruirán a todos...

]]

La carta seguía con una descripción de los quehaceres cotidianos de Josiah, preguntas para la familia y los amigos y otros asuntos personales. Hasta mencionaba a un joven medio elfo que era un nuevo estudiante muy prometedor. Leesil obvió el resto de la carta.

El primer párrafo, a pesar de no señalar directamente a lord Darmouth, sería suficiente para que alguien como él justificara los cargos de traición. Leesil se metió el pergamino en la camisa, fue por Chap y salió aquella misma noche hacia el castillo de Darmouth.

Tres días después, los soldados irrumpieron en el estado de Josiah y lo arrestaron. Dispersaron a los refugiados, matando a unos cuantos de camino. Después de un breve juicio por parte del consejo de Darmouth, que se componía de ministros totalmente fieles a su señor ya que estaban sentados para juzgar a uno de ellos, colgaron a Josiah en el patio del castillo por traición. Una carta dirigida a su hermana probaba su culpabilidad.

Leesil fue muy bien recompensado por sus servicios y aquella noche, en la cama, no podía dejar de estremecerse y temblar de frío, incapaz de entrar en calor. Trató de centrar su atención en la lealtad hacia sus padres y no en lo poco que logró aprender acerca de la ética y la moral de las lecciones del señor Josiah. La ética era para aquellos que se podían permitir lujos como dedicar tiempo al pensamiento filosófico y la moral había que dejársela a los clérigos y a su doctrina.

Sin embargo, él había destruido a un hombre al que admiraba, un hombre que había acogido a un medio elfo en su casa y lo había valorado, a las órdenes del hombre al que más despreciaba Leesil.

No, aquello ya no era correcto. Se odiaba a sí mismo aún más de lo que odiaba a Darmouth. No podía dejar de temblar.

Aquella misma noche, Leesil dejó atrás la mayor parte del dinero que había ganado derramando sangre para sus padres, ya que sabía que lo iban a necesitar una vez que se descubriera su desaparición.

Cogió unas cuantas monedas de plata, sus estiletes de diario, su caja de herramientas y huyó a Stravina con Chap a su lado.

A pesar de todo el entrenamiento que había recibido y de su talento, Leesil encontró la vida en la carretera mucho más dura de lo que había imaginado. Chap y él cazaban la comida juntos y dormían al aire libre. Cada noche, la oscuridad que se abría tras sus ojos cerrados se veía invadida por sueños de su vida pasada hasta que se despertaba al amanecer bañado en sudor.

Cuando llegaron a la primera ciudad grande, se le ocurrió una nueva posibilidad al ver un monedero muy gordo que sobresalía del cinturón de un noble.

Robar carteras le sería tan fácil como respirar. En un segundo había cortado el monedero y había desaparecido entre la muchedumbre. Muerto de hambre fue directamente a la posada más cercana y pidió comida. Cuando vio el dinero del medio elfo el posadero sonrió.

--Querrás algo con lo que bajar todo eso --le dijo.

--Té estará bien --contestó Leesil.

El posadero se rió y le llevó una copa grande de vino tinto.

Ninguno de los padres de Leesil bebía alcohol por lo que él nunca lo había pensado. La vida que llevaban requería una mente totalmente alerta en todo momento. El vino sabía bien, así que lo bebió. Pidió otra copa, y luego otra.

Esa misma noche experimentó la primera oleada de insensibilización y olvido, no soñó nada hasta que casi había pasado toda la noche. El malestar y el dolor de cabeza que sintió a la mañana siguiente eran un pequeño precio que pagar por el sueño de toda una noche, y otra y otra.

Había empezado una nueva vida para Leesil El Carterista, que se emborrachaba cada noche hasta caer dormido. Las frecuentes visitas a posadas y tabernas lo expusieron a juegos de cartas y azar, y aprendió a completar sus ganancias manuales con el juego. Por supuesto que corría riesgos, sobre todo si bebía y hacía trampas a la vez. La verdad es que lo pillaron y metieron en la cárcel dos veces, pero ninguna de las dos cárceles lo mantuvo encerrado mucho tiempo, incluso sin las herramientas que siempre guardaba antes de irse a sus negocios nocturnos. Pasaron los años.

No vivía en ningún sitio, y solo reconocía a Chap como amigo, y justo cuando esta vida parecía carecer de sentido alguno como la anterior, vio a una mujer joven y alta con el cabello negro con reflejos rojizos a la luz de las lámparas de la calle. Un extraño deseo de robarle la cartera le llenó la mente.

Era una mala idea, pero vaciló al intentar alejarse. Las mujeres jóvenes con una coraza de cuero y que llevaban espadas no es que ofrecieran mucha riqueza. Y por poco frecuentes que fueran, tenían que estar muy curtidas y ser muy diestras para sobrevivir; si algo salía mal daría más problemas de los que él quería. La coraza de esta estaba desgastada por el tiempo y aclarada por el sol, por lo que seguramente no acababa de salir de la granja en busca de una vida mejor que solo casarse y ordeñar vacas. Nunca se acercaba a las de su clase, pero la voz de su mente se hizo imposible de ignorar, lo acosaba una y otra vez...

Sería fácil. Sería rápido. Y además, podía ser que aquella llevara algo que mereciera la pena robarle. En silencio y sin hacer ningún ruido se deslizó tras ella.

Ella no llevaba ningún monedero visible pero sí un gran fardo a un hombro. Con mucho cuidado adaptó su paso al de ella, observó como el gran fardo bamboleaba de un lado a otro y le rebotaba en la espalda. Era un pequeño problema tener que poner tiempo a sus movimientos. Leesil alargó la mano, perfectamente colocada cuando el fardo rebotó en la espalda de la chica, y cuando dejó de tener contacto con su cuerpo metió la mano dentro. Tuvo mucho cuidado de no modificar el balanceo del fardo mientras hurgaba dentro con la mano.

Le rebotó dos veces más en la espalda antes de que se diera cuenta de que su mano estaba dentro.

La mujer se dio la vuelta bruscamente y a la vez lo cogió con fuerza de la muñeca.

--¡Eh! ¿Qué estás...? --empezó a decir.

Leesil podría haberse deshecho de ella con facilidad y haber salido corriendo, pero sus ojos oscuros lo atraparon. Por un segundo ella se enfadó y después se quedó allí quieta valorándolo a él. Leesil estaba seguro de que no la había visto nunca antes, pero por alguna razón, no salió corriendo y ella no llamó a los guardias. Al principio no habló ninguno de los dos:

--Eres bastante bueno --dijo ella por fin.

--No lo suficientemente bueno --respondió él.

Así fue cómo conoció a Magiere y comenzó la que él consideraba la tercera y mejor de sus vidas. No recordaba muy bien en qué momento se les ocurrió que se implicara en su negocio de cazadora, pero la contenida aprobación de Magiere tras la prueba lo llenó de un extraño sentimiento de satisfacción que nunca había sentido antes. Después de aquello, tuvo muy pocas responsabilidades aparte de hacer el papel de vampiro varias veces cada luna, y viajar en la capaz y cómoda compañía de Magiere.

Los recuerdos se consumieron poco a poco.

Leesil se arrodilló en el suelo de su habitación y miró a los remanentes metálicos de su primera vida, la vida de la que ninguno de los presentes sabía nada. ¿Cuántos años habían pasado?

Sinceramente no lo recordaba. Además, se dio cuenta de que las destrezas que un día odió y afinó, iban a ser necesarias de nuevo si quería ayudar en algo a Magiere, puede que incluso a salvar la vida.

Cerró la caja con un chasquido y se la metió dentro de la camisa.

Un suave rasgar y gemir que venía del otro lado de la puerta llamó su atención.

--¿Chap? --Caminó hacia la puerta y la abrió--. Entra, chico.

Miró hacia abajo y vio que el perro llevaba en el hocico un trozo del pañuelo ensangrentado que Caleb le había quitado a Beth-rae antes de vestirla para las visitas y para el entierro. Los ojos transparentes de Chap brillaban por el sufrimiento. Gimió otra vez y le empujó el pie a Leesil con su pata.

Leesil se agachó y miró a Chap con expresión confusa. Leesil sabía que los perros eran capaces de sentir el duelo por las personas a su manera, pero Chap había acudido a él con una prenda específica de la mujer muerta.

--¿Qué es? ¿Qué quieres?

Parecía ridículo hacerle esas preguntas a un animal. Después se dio cuenta de que no necesitaba preguntarle. Sabía lo que quería el perro. Chap quería darle caza al asesino de Beth-rae.

Unas pisadas provenientes de la escalera hicieron que el perro y el medio elfo levantaran la mirada.

--¿Qué le pasa? --preguntó Magiere mientras dejaba las escaleras y se adentraba en el pasillo. Se la veía limpia, tranquila y recompuesta de nuevo.

Leesil hizo caso omiso de la pregunta.

--¿Dónde has estado?

--Fui a conseguir unas cuantas respuestas. --Magiere se dio cuenta de que Chap llevaba un trozo de tela en el hocico. Frunció el ceño confundida y asqueada--. ¿Eso es el pañuelo de Beth-rae?

--Sí --asintió Leesil--. Lo ha traído de la cocina.

--¿Lo tocó la criatura que mató a Beth-rae?

--No lo sé, pero...

Leesil titubeó. Por alguna razón, Magiere estaba siguiendo la misma línea de pensamiento que él. Podía ser que hubiera llegado la hora de comprobar lo que había tenido en mente cuando escondió la daga de Ratboy y decidió no dársela a Ellinwood. Se acercó a su arcón y sacó la daga que el asesino de Beth-rae se había dejado atrás, lo hizo con mucho cuidado para no tocar la empuñadura y estropear cualquier olor que quedara.

--Aquí Chap, prueba con esto.

--¿Dónde encontraste eso? --le espetó Magiere a la vez que alargaba la mano para coger la hoja de la daga--. ¿Y por qué no se la has enseñado a Ellinwood?

Leesil negó con la cabeza y le alejó la mano.

--Sabemos con certeza que el pequeño niño mendigo tocó esto, y Ellinwood no tiene a nadie como Chap.

--Me lo deberías haber dicho --dijo Magiere. Siguió a Leesil y también se agachó junto al perro.

--Era una apuesta, mi apuesta --respondió Leesil--. Y no se te podía responsabilizar de lo que no sabías.

Sujetó en el aire la empuñadura de la daga y Chap olió cada centímetro de ella ansiosamente.

--¿Crees que puede seguir el rastro para nosotros? --le preguntó Magiere.

--No lo sé seguro --contestó Leesil--. Pero sí, creo que puede.

Magiere cogió aire una vez.

--Preparémonos también. No tenemos mucho tiempo.

Leesil la miró desconcertado.

--El sol se pondrá pronto --le respondió a la pregunta que él no había hecho.

Ninguno de los dos pronunció la palabra «vampiro». Mientras Magiere fue a coger su espada, Leesil le rompió las patas a la silla de su dormitorio e improvisó unas estacas. Las metió en el fardo junto con su caja de herramientas y se dirigió a la planta de abajo a recopilar más utensilios para la batalla.

 

* * *

 

Después de que Magiere se fuera, Welstiel se quedó sentado en su silla un buen rato mientras con su mente trataba de ubicar con exactitud una presencia sin invitación. Había estudiado con detenimiento cada centímetro de su habitación, pero hasta el momento, lo único que habían registrado sus agudos ojos eran libros, estanterías y la mesa.

--Sé que estás aquí --murmuró, más para sí mismo que para la presencia.

Lo notaba. ¿Por qué estaba allí y qué era lo que quería? Los tres rayos de su bola proporcionaban una buena iluminación. Puede que más de lo necesario.

--Oscuridad --dijo Welstiel y los rayos de la bola se apagaron de inmediato.

Sin ninguna luz en la habitación, Welstiel vio de inmediato un brillo amarillento que flotaba en la esquina más alejada, pero solo lo vio un momento. Se desvaneció y dejó atrás un leve residuo de miedo e ira.

Las posibilidades eran demasiado variadas como para que Welstiel se quedara tranquilo. Podía haber sido cualquier cosa desde un espíritu hasta una conciencia astral. Pero, ¿por qué? Cerró los ojos e intentó sentir cualquier pista, cualquier camino en el residuo que había dejado la presencia invisible. Los restos de miedo e ira ya no estaban. La presencia se había evaporado. No podía seguir nada.

Welstiel frunció el ceño.