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Chap estaba tumbado con la larga cabeza apoyada sobre sus cuartos delanteros, su nariz apenas si rozaba la punta de sus patas.

Tenía los ojos medio abiertos y casi no pestañeaba mientras miraba sin descanso todo lo que los rodeaba en el campamento. Sobre el susurro de las hojas y del césped se podía oír la suave respiración de Magiere y los ligeros ronquidos de Leesil provocados por la bebida.

El fuego ardía bajo en la oscuridad de la noche, pero cuando crepitaba salían despedidas miles de brasas multicolores. El campamento estaba bien flanqueado por árboles en una oscura pared del bosque. No muy lejos, restallaban los sonidos del río Vudrask, pleno gracias a las lluvias primaverales; el agua chocaba contra las rocas en su curso constante y descuidado. Magiere se dio la vuelta en la manta con un ligero murmullo. Algunos mechones de su cabello se soltaron de su trenza y quedaron atrapados por los restos de barro que tenía en la cara. Chap la miró unos segundos y después siguió con su vigilancia.

Varios movimientos centellearon entre dos árboles a una media docena de saltos más allá del campamento.

Chap levantó la cabeza y gruñó por primera vez desde que sus compañeros se habían dormido. Su pelo gris y azul plateado se erizó en el cuello y se le arrugaron los hocicos hasta que mostraron todos los dientes entre los labios. El gruñido se convirtió en un bramido.

Magiere se revolvió en su sueño pero no se despertó.

Otra nebulosa se movió en la oscuridad.

Se le tensaron las ancas, los hombros y las patas. Chap bajó la cabeza de nuevo, se quedó en silencio y se echó hacia delante en el suelo.

Una cara blanca con unos ojos que parecían piedras brillantes apareció a dos saltos sobre un arbusto. Miraba a Magiere.

Chap se abalanzó hacia delante con un gruñido agudo. En un abrir y cerrar de ojos se desvaneció en la espesura del bosque.

Magiere se despertó presa del pánico y se quitó la manta de encima a tiempo de ver como el rápido cuerpo de Chap desaparecía en el bosque. Confusa, sacó su cimitarra de la funda. Todavía estaba adormilada y se preguntaba qué sería el ruido que le había perturbado el descanso.

--Leesil, despierta --dijo con rapidez--. Chap se ha ido... detrás de algo.

El perro apenas ladraba, a no ser que se sintiera amenazado.

Nunca atacaba a no ser que Leesil se lo ordenara, y en los años que Magiere llevaba con ellos, el perro nunca había abandonado un campamento.

Un sobrecogedor grito de odio sobrevoló el bosque desde algún lugar cercano al río. No era algo que se pudiera imaginar saliendo de la garganta de un perro.

--Leesil... ¿me has oído? --Magiere se puso en pie--. Hay algo ahí fuera. --Sus amuletos rozaron el hombro de su compañero cuando se inclinó sobre él y le gritó--: ¡Levántate!

Leesil murmuró algo y se dio la vuelta, dándole la espalda. El odre estaba vacío a su lado.

--Borrachín --dijo frustrada.

Otro alarido lleno de ira reverberó entre los árboles. Esta vez Magiere sabía que era Chap. Dudó un momento mientras pensaba en si debía o no dejar a Leesil allí solo. Después cargó hacia el bosque y el sonido.

Algo había asustado tanto al perro que este había atacado sin que se le diera la orden y sin que se molestara en despertarlos.

Magiere se movió con rapidez al ver en su cabeza escenas de lobos estravinianos despedazando al pobre animal. Atravesó entre ramas bajas y arbustos, el sonido del río era cada vez más fuerte.

El perro ni siquiera era suyo, pero había interpuesto su cuerpo entre el de ella y el peligro las veces suficientes como para que el pensar que le pudieran hacer daño la molestara más de lo que hubiera creído. El extraño y sobrecogedor aullido que había oído antes se mezclaba en su cabeza con los ladridos normales de Chap, pero cuanto más se acercaba al río, más difícil se le hacía localizar la procedencia del aullido.

Magiere lo llamaba a la vez que corría:

--¡Chap! ¿Dónde estás?

No llevaba antorcha, pero la luna, que estaba casi llena, le daba la suficiente luz como para poder distinguir pasadizos por el bosque.

Se tropezó dos veces, se sujetó con la mano que tenía libre mientras con la otra agarraba con fuerza la cimitarra. La anterior lucha con Leesil le había dejado los músculos doloridos. Maldijo al perro demasiado entusiasta, tanto por la frustración como por la preocupación que sentía. A través de los árboles pudo ver el reflejo de la luna en el agua que corría.

--¡Chap! --gritó otra vez mientras corría hacia delante.

Una sombra blanca pasó por el lado izquierdo de su campo visual y se detuvo. Del mismo lugar venía el sonido de los ladridos entrecortados de Chap. Magiere corrió hacia el sonido para que se moviera hacia la derecha, de nuevo hacia el río. El bosque se abrió en un pequeño claro al lado del río. Lo que vio hizo que se le congelaran las piernas. Incluso desde detrás de Chap, podía ver las manchas oscuras en su cuello y sus hombros. Se movió hacia su izquierda para no sobresaltarlo.

Tenía el hocico manchado y le goteaba, y a pesar de que estaba demasiado oscuro como para ver el color, estaba segura de que era sangre. El pelo que no tenía ni enmarañado ni mojado estaba erizado, lo que hacía que pareciera aún más grande de lo que era en realidad.

Tenía los labios retraídos y mostraba los dientes en un gruñido escalofriante. Magiere miró lentamente hacia el contrincante del perro, que estaba atrapado al borde del río.

Tenía forma humana, estaba agachado, en cuclillas en el barro, y las piedras, con las manos en el suelo, como si pudiera andar a cuatro patas si quisiera. Del torso le colgaban harapos que antes habían sido una camisa hasta que Chap la había desgarrado. Hilos de sangre corrían desde las heridas haciendo caminos por los brazos y el pecho del hombre del color de la luna. El largo cabello oscuro que le llegaba por los hombros parecía estar fuera de lugar, como si lo hubieran tallado en madera clara y le hubieran colocado un montón de seda teñida de negro en la cabeza después de haberlo pensado. El pelo fibroso le hacía sombras a la cara, pero sus ojos brillaban como si reflejaran una luz que no existía. Levantó una mano emaciada para poder ver los profundos cortes que le habían dejado las marcas de las dentelladas en las muñecas. De cada uno de sus dedos se extendían unas uñas llenas de nudos, como garras malformadas.

--No... posible... solo perro... pero tocarlo abrasa. --La voz del hombre estaba llena de sorpresa--. Chucho asqueroso... --siseó lleno de ira--, no puede herir a Parko, no de esta manera.

Los ojos brillantes se apartaron de sus heridas y se percató de la presencia de Magiere. Mientras miraba a Magiere la cabeza del hombre empezó a inclinarse hacia un lado, y más y más aún, hasta que casi la tenía apoyada sobre su hombro como un búho. El pelo se le retiró de la cara alargada y Magiere apretó con fuerza su cimitarra.

Los ojos y los pómulos hundidos le hacían sombras oscuras en la piel blanca como una larva de caverna. Alguna enfermedad debía de haberlo consumido hasta dejarlo en los huesos, con aquellos músculos finos y escasos.

--¿Cazadora? --dijo a la vez que cogía aire de golpe y mantenía la voz dulce y melódica. Inclinó la cabeza más aún y después una risa espectral como la de un cuervo salió de su garganta--. ¡Cazadora!

Magiere sintió frío y miedo al oír aquella palabra. El hombre la conocía, o al menos sabía por qué había ido a aquel lugar, aunque ella no lo había visto nunca.

Se echó hacia la izquierda y saltó a cuatro patas.

--Chap, quieto --le ordenó Magiere, pero no fue lo suficientemente rápida.

Chap imitó el movimiento del hombre, pero antes de aterrizar, la figura blanca cambió de dirección y saltó frontalmente hacia la derecha. Las patas delanteras de Chap cedieron en la gravilla suelta mientras intentaba girar hacia atrás. Perdió el equilibrio y derrapó haciendo ruido en la pedregosa playa del río. Magiere vio el movimiento del hombre, a la derecha y luego a la izquierda, y después sus ojos se tornaron hacia Chap cuando el perro caía. Parpadeó.

El hombre estaba en el aire e iba a caer en picado sobre ella.

Magiere se agachó, rodó hacia delante a lo largo del suelo y pasó por debajo del arco que hacía el hombre en el aire. No había tiempo para ponderar cómo se movía tan rápido o saltaba tanto aquel hombre. Giró y se levantó de espaldas al río, justo a tiempo para ver cómo su atacante giraba en el aire y estaba frente a ella de nuevo.

Sus pies apenas habían tocado el suelo cuando volvió a saltar hacia ella.

Magiere blandió su cimitarra dando un golpe corto y rápido entre su cuerpo y el de su atacante. Era un ataque muy débil, pero tampoco era su intención acertar. Lo único que quería era asustarlo para que se alejara. No sería nada bueno para ella matar a un aldeano en aquel momento, después de su gran éxito al sacar a Leesil de su actuación improvisada.

El hombre blanquecino se agachó y saltó a un lado, esquivando la hoja de la espada. Magiere se aprovechó y cambió al lado opuesto para poder alejar su espalda del río. La inquietante risa del hombre resonó entre los árboles que los rodeaban.

--Pobre cazadora --lloriqueó juguetón a la vez que levantaba unos dedos con uñas manchadas y se incorporaba.

Magiere dio un paso atrás.

--Solo quiero el perro. No quiero hacerte daño.

El hombre se rió de nuevo, con los ojos medio cerrados de modo que por su brillo parecían cortes centelleantes en su cara.

--Por supuesto que no quieres hacerme daño --dijo el hombre con una voz tan profunda como sus pómulos.

Después saltó.

 

* * *

 

Se trataba del mismo sueño, pero esta vez ni siquiera el aturdimiento causado por el vino podía eliminarlo.

Leesil, con solo doce años, estaba en cuclillas en el suelo de la habitación oscura que había debajo de la casa de sus padres, escuchando atentamente la lección de su padre.

--Aquí... --su padre señalaba a la base de un cráneo humano que tenía en la mano--... es donde se puede aplicar una hoja fina y afilada cuando el sujeto esté distraído. Esto causa una muerte instantánea y silenciosa en la mayoría de los humanoides de cráneo grande.

Padre le dio la vuelta al cráneo para dejar a la vista la abertura donde debería haber ido la columna vertebral.

--Es un golpe muy difícil. Si no se ejecuta con precisión --frunció el ceño al mirar a Leesil-- un golpe lateral fuerte en retirada puede salvarte antes de que el objetivo pueda hacer algún ruido. Hay que usar siempre el estilete o alguna hoja similar fina y fuerte, nunca una daga o un cuchillo. Las hojas anchas se enredarían en la base del cráneo o podrían desviarse con la vértebra superior.

El hombre miraba a su hijo. Una gruesa barba entrecana escondía la parte inferir de su anguloso y delgado rostro. Sostuvo el cráneo en alto. El joven Leesil lo miró, pero en lo que más se fijó fue en lo finas y casi delicadas que eran las manos de su padre, tan agraciadas para todo lo que hacía, sin importar lo malo que fuera.

--¿Lo entiendes? --le preguntó su padre.

Leesil miró hacia arriba, con el estilete en su propia mano, un poco demasiado grande para un niño. Cuando estaba despierto, recordaba haber asentido en silencio como respuesta a su padre, pero los sueños siempre eran diferentes a sus recuerdos. Estaba a punto de coger el cráneo, pero dudó.

--No, padre --contestó el joven Leesil--, no lo entiendo.

De entre las sombras salió otra figura, como si floreciera del oscuro suelo de la esquina de la habitación. Ella era alta, ligeramente más que su padre, delicadamente delgada y tenía la piel del mismo color miel de la de Leesil, aunque suave y más perfecta que la piel de cualquier persona que él hubiera visto en su vida. Tenía el pelo largo y las cejas finas como brillantes plumas de oro, relucientes cual hilos de una telaraña iluminados por el sol. Las puntas de sus orejas casi nunca se le veían debajo de sus brillantes cabellos. Sus enormes ojos color ámbar estaban rasgados hacia arriba, en el mismo ángulo que sus cejas.

--La respuesta correcta es sí, Leesil --dijo ella con su dulce voz, la amonestación de una madre hacia un mal comportamiento.

Sus ojos miraban hacía él, hacia abajo, con calma, y le hicieron tener tantas ganas por complacerla que le dolía, a pesar de que le enfermaba hacer lo que le pedía.

--Sí, madre... sí, padre --susurró--. Lo entiendo.

Leesil se dio la vuelta en su sueño y gimió, se despertó de repente, pero no estaba seguro de qué había sido lo que había interrumpido su sueño. Por un momento, se sintió agradecido hacia lo que fuera que lo hubiese despertado. Le dolía la cabeza, del cansancio y del exceso de vino. No había bebido lo suficiente como para bloquear el sueño aquella noche y apenas lo necesario para caer en un sueño más profundo. Con la vista borrosa le llevo más de un momento darse cuenta de que el campamento que lo rodeaba estaba vacío.

--¿Magiere? --llamó--. ¿Chap?

No hubo respuesta. El miedo empezó a eliminar los efectos del alcohol de sus pensamientos.

De la distancia vino un aullido que no pudo distinguir como humano o animal. Leesil se obligó a ponerse en pie, se metió un par de estiletes en las mangas, en las fundas que llevaba en las muñecas, y se tambaleó a través del bosque hacia el sonido.

 

* * *

 

Magiere se movió a un lado de nuevo, mantenía a su atacante a raya con los movimientos de su espada, que no rompía su guardia. Su respiración se hacía más y más pesada por el cansancio, pero todos sus amagos y maniobras no habían desalentado a su contrincante. Se agachó y esquivó todos los golpes, en un momento sonreía y en otro dejaba escapar una risa socarrona y corta mientras saltaba y bailaba.

Los pies de Magiere barrieron algo de escasa altura sobre el suelo, un arbusto o una rama caída, entonces se dio cuenta de que él la había llevado de vuelta hacia los árboles.

El pánico se apoderó de su garganta. Casi no lograba mantenerlo a raya, no apartaba los ojos de él por miedo a que saltara de nuevo y no pudiera pararlo. Si tenía que concentrarse en no perder su apoyo sobre el bosque, iba o bien a tropezar y caerse, o algo peor, a distraerse y perder la guardia.

--Cazadora, cazadora --cantaba el hombre blanquecino mientras saltaba hacia la derecha y aterrizaba en cuclillas, con las cuatro patas colocadas juntas--. ¡Ven a cazar tu presa!

El pánico se mezcló con la ira.

Seguirle el juego era perder la batalla, y empezó a temerse que aquel aldeano enloquecido por la fiebre, de alguna manera sabía más de sus actividades de lo que debería. De todas maneras, prefería evitar tener que matarlo, si era posible. Un loco que vaya por ahí parloteando acerca de una cazadora de muertos charlatana sería un acusador bastante cuestionable. Un cuerpo con cortes de espada en la noche en que ella pasó por allí levantaría sospechas, puede que las suficientes como para que los aldeanos convencieran al señor de que la buscara. Magiere se quedó quieta y esperó a que él se moviera otra vez; su objetivo era buscar alguna posibilidad para dejarlo inconsciente con un golpe de la hoja de su espada.

Un terrible gemido vino del río y Magiere se acordó de la enorme caída que había sufrido Chap. De manera instintiva tanto Magiere como el hombre miraron hacia el lado, y después volvieron a mirarse con la suficiente rapidez para ver los errores del otro. Él se lanzó sobre ella, con las manos como garfios dirigidas a su cuello. Magiere no tuvo tiempo para reaccionar y actuó instintivamente. Bajó la cimitarra de un golpe seco. La mano-garra no dio en su objetivo, sino en el pecho. La hoja de la espada le dio en la clavícula. Las uñas le arañaron la coraza de cuero. El afilado acero cortó la tela maltrecha y mordió la blanca piel.

Magiere notó como el suelo se le movía bajo los pies y la tiraban hacia atrás. Se dio con un tronco en la cabeza y en la espalda, cayó mareada hacia un lado y aterrizó con fuerza en el suelo. Su corazón latió una vez mientras esperaba a que le cayera encima el peso de su contrincante, pero no llegó. Magiere miró hacia arriba mientras intentaba obligar a su vista a que se aclarara.

El hombre blanquecino estaba sobre ella. Sus enormes ojos miraban hacia abajo, a la poco profunda herida que tenía en el pecho, como si el pensamiento de que la hoja le pudiera hacer daño nunca se le hubiera pasado por la cabeza hasta aquel momento. Su enfermizo sentido del humor se desvaneció y se convirtió en una máscara de ira.

--No es posible... --murmuró.

Ya no quedaban esperanzas de no tener que matar a aquel hombre. Magiere asió su cimitarra con más fuerza e intentó levantarla para protegerse. Antes de que pudiera terminar, el hombre salió de su estupor y se tiró sobre ella. Una mano huesuda le había agarrado la garganta y le estaba sujetando el cuello contra el suelo. Intentó darle un golpe con la cimitarra en la cabeza, pero él le cogió la muñeca y la estrelló contra el suelo.

--No me puedes hacer esto --le dijo en un gruñido--. ¡No es posible!

A Magiere se le volvió a nublar la vista mientras él apretaba más la mano alrededor de su garganta.

--No puedes hacer daño a Parko. --Era una negación más que otra cosa.

Magiere empezaba a sentirse mareada por la falta de aire.

Cuando el bosque le empezó a dar vueltas también sintió como el frío le atravesaba la piel. Los dedos que le apretaban la garganta parecían exprimirle el calor del cuerpo.

Magiere golpeó con la mano que le quedaba libre hacia el bulto ovalado que era la cabeza del hombre. El impacto le frenó el puño y le envió tal retroceso que hizo que le doliera el hombro. La cabeza del hombre apenas se movió. Puso una mano sobre su cara y trató de alejarla todo lo que pudo.

Su piel era tan poco flexible como los huesos sobre los que se extendía y una sensación helada volvió a llegarle a través de la mano.

El terror se mostró en el rostro de Magiere cuando la cara blanquecina se desvaneció por completo y supo que no le quedaba mucho hasta quedar inconsciente. El frío fue calando cada vez más profundamente hasta que llegó al pecho, incluso hasta que su miedo flaqueó y se ahogó en la sensación. El frío se filtró por su garganta también y por la muñeca que tenía sujeta contra el suelo.

Una punzada dentro de ella respondió al creciente frío.

No venía de la vida que se estaba desvaneciendo de su cuerpo, sino que venía de algún lugar dentro de ella, algo escondido que se movía sin cesar. Logró trasladar una creciente fiebre que pasó de sus huesos a sus músculos y a sus nervios, dejando a su paso un calor de hormigueo. Al final se quedó en su estómago, el calor se convirtió en un nudo creciente de dolor que ni el frío podía contrarrestar, después se extendió a su garganta. En su interior se abrió un vacío que esperaba ser llenado.

Hacía que se sintiera... hambrienta.

Magiere se sintió famélica. Un enorme deseo iba creciendo con la ira y buscaba una manera de acabar con el hambre. Quitarle la vida a su atacante pondría fin a esa hambre.

Empujó la cabeza del hombre. Esta vez cedió un poco.

El hambre se extendía desde su estómago, iba calentando sus extremidades hasta que eliminó la fatiga y el miedo y consumió el frío de aquel hombre. Intentó levantar el brazo que sujetaba la cimitarra y sintió cómo su muñeca iba separándose poco a poco del suelo a pesar de la presión del hombre. En la oscuridad en la que se hallaba pudo oír un silbido frenético que escapaba de los labios de su asaltante, cuando aflojaba la sujeción de su cuello para quitarse la mano de Magiere de la cara. Ella cogió aire y se llenó los pulmones.

--¡No... no... no! --gritó él--. No eres rival para Parko.

Magiere se esforzó por deshacerse de la presión que el hombre ejercía sobre su cuello, no podía mover su espada ni golpearle la cabeza con la mano que tenía libre. Su atacante comenzó a echar el cuerpo hacia delante sobre el de Magiere y esta oyó un sonido seco, como un chasquido extraño. Conforme su vista regresaba a la normalidad pudo distinguir el óvalo de la cabeza del hombre que se acercaba a su rostro, clic, después retrocedía y volvía a avanzar, crac, el hombre luchaba contra la fuerza de Magiere. El sonido era como el de la mandíbula de un animal al cerrarse.

Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo aquel hombre. Con las fuerzas de ambos compensadas, su atacante recurría a lo único que le quedaba para deshacer el punto muerto. Estaba intentando morderla.

Magiere arqueó la espalda para mover la cara hacia arriba y que él no pudiera alcanzarla y después empujó con fuerza con ambos brazos. Un gruñido despiadado vino de su izquierda y de repente algo arrastraba el cuerpo de Magiere por el suelo. El hombre blanquecino dejo escapar un aullido de ira al sentir como perdía fuerza su sujeción de las muñecas de Magiere y esta perdió la concentración al intentar entender lo que acababa de pasarle.

Pudo ver a Chap que volaba a su izquierda, golpeaba al hombre y rebotaba por el golpe. El cuerpo del hombre salió disparado hacia la derecha y Magiere volvió a sentir cómo la arrastraban, esta vez hacia la derecha, al acompañar al hombre por el suelo. La nebulosa que gruñía volvía a la carga y Chap golpeó al hombre blanquecino en un lado. Tanto el hombre como el perro cayeron y dejaron de ser una carga para Magiere, luego rodaron por el suelo hacia las sombras nocturnas de los árboles. Era imposible distinguir los aullidos y gruñidos de uno y de otro.

Magiere se apresuró a levantarse del suelo y le preocupó que Chap no fuera rival para este contrincante. Magiere se tambaleó y se equilibró contra el tronco sin ramas de un árbol. La extraña sensación de hambre que tenía en el estómago seguía allí aunque se había debilitado. Mareada y desorientada, sentía que sus pies no pisaban tierra firme mientras trataba de acercarse a la pelea y se esforzaba por distinguir al hombre del perro.

El hombre giró hacia ella, pero aún no lo podía alcanzar. Chap tiró de la pierna del hombre y él intentó golpearlo con la mano. Sin embargo, el perro era demasiado rápido y un chillido de dolor se clavó en los oídos de Magiere cuando Chap le mordió la muñeca al hombre.

En aquel momento, el sonido, las sensaciones y la vista desparecieron de la mente de Magiere. El perro y el hombre parecían estar muy lejos, demasiado para que ella los alcanzara. Todavía sentía la garganta constreñida y le costaba respirar.

El grito de dolor apenas había terminado cuando ella cogió la cimitarra con las dos manos y dio un latigazo hacia los lados con ella, reforzando el golpe con todo su peso. Lanzó el golpe alto, pero lo hizo ciegamente, no sabía dónde estaba su objetivo, pero sabía que era muy probable que el hombre se incorporara para sacar el brazo de las fauces de Chap. El impulso le hizo perder el equilibrio, las sombras del bosque se difuminaron y todo le dio vueltas.

Magiere se golpeó la cabeza contra el suelo blando del bosque al caerse. Toda el hambre que había sentido le desapareció de golpe.

Presa del pánico, intentaba saber por dónde debía levantarse, rodó por el suelo antes de que el hombre cayera sobre ella. Pero no lo hizo.

Se dio por vencida y se quedó quieta, tumbada, todavía no era capaz de incorporarse y mucho menos de ponerse en pie. Cuando la noche empezó a dejar de darle vueltas dentro de la cabeza y fue dando paso a un intensó dolor, pudo oír ruidos a su alrededor. Por un lado estaba el gorjeo del río al pasar por su lecho rocoso y por otro el suave tableteo de las ramas de los árboles en la brisa. Oyó su fuerte y desesperada respiración, el crujido de las agujas de pino y las hojas caídas que había debajo de ella al moverse e intentar levantarse.

Y eso fue todo. Todos los pequeños sonidos, los sonidos de la noche, dejaron de acaparar su atención y entre ellos lo único que había era silencio. Cuando las sombras que había sobre ella empezaron a recuperar su forma real y pudo distinguir ramas y estrellas en el cielo sobre los árboles, se dio la vuelta hacia un lado con todo su peso.

Dos ojos brillantes la miraban fijamente.

La respiración se le quedó atrapada en la garganta hasta que pudo distinguir un hocico manchado de sangre y unas orejas caninas.

Chap la miraba expectante.

En el suelo a sus pies yacía una araña de piel blanca y ropas hechas jirones. Chap lo miraba arrugando el morro y gruñía incómodo.

Bajó la cabeza y jadeó.

Magiere se arrastró por el suelo a cuatro patas. Se sentía como si hubiera corrido toda una legua sin parar. Conforme se iba acercando al cuerpo del hombre iba levantando le cimitarra, apenas si la podía mantener, lista para defenderse. El hombre no se movió.

--Chap, apártate --dijo Magiere con la voz seca.

Alargó la mano para tantear al hombre con la espada, seguía sin moverse. Cuando se acercó a rastras le quedó claro por qué no se había movido.

Donde debería de haber estado su cabeza solo estaba el muñón de su cuello.

Dio un salto hacia atrás y su espada cayó pesadamente en el suelo.

Habían sido ya tantos pueblos que no podía recordarlos todos.

Pero siempre había habido una razón aparentemente racional para la muerte de los aldeanos. Este pueblo no era distinto. La blancura y frialdad del hombre eran claros síntomas de enfermedad y no sería la primera vez que esa fuera la auténtica razón de que madres y padres, esposas y hermanos se reunieran para rezar por los espíritus de los muertos. La enfermedad con frecuencia atraía la locura, como le había pasado a este hombre. Y ella lo había matado.

El hambre ardiente había desaparecido. El frío del hombre en su piel había desaparecido. Recordar todas las sensaciones extrañas hacía que tuviera escalofríos y le revolvía las tripas, pero no tenía tiempo de sorprenderse. Había matado a un aldeano y eso era lo peor que le podía pasar. Se tropezó, dejó caer la cabeza desesperada y una pequeña y pálida luz captó su atención.

Para su desconcierto, miró hacia abajo y vio su amuleto de topacio. Creía recordar que lo había guardado, pero allí estaba, colgado de su cuello pendiendo sobre su coraza de cuero. Brillaba con tal suavidad que le podía haber pasado desapercibido de no haber sido porque lo miró directamente. Lo miró hasta que se apagó y después se preguntó si la suave luz no habría sido más que producto de su imaginación, por el cansancio y la falta de aire.

Miró al perro, que estaba sentado cerca de ella y la miraba expectante. Tuvo que esforzarse por empujar las palabras a través de su constreñida garganta.

--Ven aquí, Chap.

Chap trotó por el corto camino y se sentó frente a ella. Le costó un gran esfuerzo levantar las manos para inspeccionarlo. El perro no parecía tener ninguna herida grave, solo un par de rasguños en los hombros y en los costados. La sangre que cubría su garganta venía de un corte superficial que no era preocupante. Una sensación de alivio recorrió todo su cuerpo. Al día siguiente estaría rígido y dolorido, pero lo lógico es que hubiera estado peor después de tal pelea.

Al frotarse el cuello sintió como si ya le estuvieran saliendo los cardenales. Chap se lanzó sobre ella de repente y sacó la lengua para lamerle la barbilla y las mejillas.

--Para --le espetó--. Puedes guardarte eso para el borracho de tu amo.

Chap se alejó y se paseó de un lado a otro del cuerpo sin vida del hombre. Dejó escapar un ladrido corto y bajo, y después salió disparado entre los árboles en dirección al río.

Magiere no podía entender qué era lo que lo había disparado de nuevo, pero al ver el agua se acordó del inminente problema al que debía enfrentarse. La oscuridad iba remitiendo. Se acercaba el amanecer. Había que hacer algo con el cuerpo.

No había tiempo para enterrarlo y puede que aunque escondiera muy bien la tumba alguien pudiera encontrarla antes de que ellos se alejaran lo suficiente. No sabía cuánto solían alejarse de sus casas y campos los aldeanos para buscar madera o lo que quiera que produjera aquel bosque. Como no disponía de medios para trasladar el cuerpo, el río era su única posibilidad. Magiere empezó a tirar del cuerpo por los pies hacia la orilla.

La camisa estaba demasiado deshecha como para utilizarla, así que en seguida hizo una cuerda con la hierba. Con eso ató juntas las perneras del pantalón y las llenó de piedras. Mientras hacía todo eso evitaba mirar al cuerpo. Tocarle la piel la ponía enferma y le revolvía las tripas. Estaba helado, como si llevara muerto más del poco tiempo que en realidad llevaba. Cuando hubo terminado, se dio la vuelta para dirigirse al bosque a buscar la cabeza. Una náusea le subió por la garganta cuando vio lo que tenía ante sus ojos.

Allí estaba Chap con la cabeza del aldeano colgando de su hocico con el pelo entre los dientes. Se acercó a ella y dejó su carga a los pies de Magiere; luego se sentó mirándola, esperándola expectante.

No era capaz de decidir qué era más desagradable: la visión de la cabeza cortada con los ojos abiertos en su último momento de conmoción, o la tranquilidad con la que el perro la manejaba. La náusea desapareció y se le volvió a helar la sangre al recordar cómo Chap se había paseado a lo largo del cuerpo y después había corrido hacia la orilla del río. Miró dentro de los ojos azul plateado del perro.

Chap sabía lo que había que hacer, incluso antes de que ella lo pensara. Sin embargo, era solo un perro.

Magiere se agachó para coger la cabeza sin dejar de mirar al perro hasta que se arrodilló junto al cuerpo. No tenía tiempo para considerar tan sorprendente descubrimiento. Como no tenía otra cosa a su disposición utilizó el propio pelo largo para atar la cabeza al cuerpo, hizo varios nudos en el cinturón. Arrastró el cuerpo hasta dentro del río, hasta meterse ella misma hasta mitad del muslo, y lo empujó para hundirlo y alejarlo con todas sus fuerzas.

Salió a flote un momento y la corriente lo arrastró un poco.

Después, por fin se hundió bajó la superficie. Un sonido metálico hizo que se diera la vuelta en el agua.

Chap estaba sentado en la orilla. La miraba con las orejas levantadas. Esta vez lo que tenía a sus pies era la cimitarra que ella se había dejado en los árboles.

--¡Déjalo ya! --le espetó frustrada mientras salía del río. Cogió el arma. Al agacharse se volvió a marear y todo le dio vueltas. Se detuvo hasta sentirse mejor--. Deja de hacer estas cosas.

Chap dejó escapar un gruñido lastimero y agachó la cabeza mientras la miraba.

La hoja todavía tenía una mancha oscura. Miró al perro y se fue al bosque donde la limpió con el césped. Cuando terminó, alguien salió del claro del bosque y se tropezó en la rocosa orilla del río.

Leesil.

Miró atrás y delante. Cuando vio a Magiere corrió por la orilla, se tropezó dos veces, aunque no llegó a caerse de bruces. Chap corrió hacia él y dio una vuelta alrededor del delgado hombre sin dejar de mover la cola.

--Escuché... y os habíais ido. --Leesil escupió mientras jadeaba--. ¿Qué pasa? ¿Por qué estás...?--Miró hacia las desarregladas ropas de Magiere, al césped y las hojas que tenía en el pelo y después miró a Chap y vio las manchas de sangre que tenía en el pelaje. Abrió mucho los ojos. Leesil inspeccionó rápidamente al perro y una vez que hubo comprobado que no tenía ninguna herida que pusiera en peligro su vida, miró a Magiere.

--¿Qué ha pasado? --preguntó con más claridad.

Magiere apartó la vista de sus ojos inyectados en sangre. El sol estaba ya en algún sitio por debajo del horizonte y las nubes estaban teñidas de rojo. Todavía no había empezado el día, pero toda su vida había cambiado su curso. Si ella hubiera sido un campesino supersticioso habría dicho que era una profecía.

--Para mí se ha terminado, Leesil --dijo ella--. Todo se ha acabado.

Leesil frunció el ceño y las dos delgadísimas cejas rubias se juntaron sobre sus enormes ojos en una mezcla de sorpresa, desconcierto e ira.

--¿Qué pasa? --gritó--. Íbamos a hablar de esto.

Magiere desvió la vista hacia el agua. El cuerpo se había sumergido pero la corriente podía cambiar eso. Pensó en el cuerpo arrastrado por la corriente sin poder evitarlo.

--Me voy a Miiska --dijo Magiere--. ¿Vienes?

 

* * *

 

Èn el pequeño pueblo costero de Miiska, un almacén de los muelles rebosaba actividad a pesar de que todavía no había amanecido. La enorme planta principal entre las paredes sin terminar estaba llena de botellas de cerveza, fardos de trigo y madera en el lado de las importaciones; y pescado seco y algunas piezas de artesanía en el de las exportaciones. Los empleados anotaban todos los cajones, barriles y fardos dobles que entraban y salían constantemente. Incluso con la puerta abierta, el almacén olía a cuerda tratada con aceite, madera húmeda y metal, sudor de los animales y empleados, y lo que quiera que la marea hubiera arrastrado en los dos días anteriores. Un niño pequeño con aspecto de abandonado, con una camisa verde grande y el pelo pardo, no dejaba de fregar el suelo bajo los pies de todos para intentar evitar el continuo almacenamiento de polvo y suciedad. Los empleados estaban muy ocupados preparando la carga para una barcaza que zarpaba al amanecer. A pesar de la furiosa actividad, apenas un par de personas hablaba con las otras.

A la derecha de las puertas que daban al muelle, que eran lo suficientemente anchas como para que pasara un carro, había un hombre alto que supervisaba todo el trabajo con cuidadoso desapego.

No daba órdenes y apenas si comprobaba algo, como si supiera que todo se haría a su plena satisfacción. Su enorme altura física hacía que pareciera como si estuviese acostumbrado a mirar a los demás desde arriba, incluso a aquellos que no fueran de menor estatura.

Tenía unos brazos largos y musculosos que, dentro de la túnica verde, estaban cruzados sobre su pecho. Su pose arrogante sugería que no había logrado semejantes músculos a base de levantar cajones él mismo. Tenía el pelo muy corto, del color de la seda teñida de negro y aún más oscuro alrededor de sus pálidas facciones. También tenía los ojos de un azul cristalino, casi transparentes, y con ellos lo observaba todo.

--No, Jaqua --dijo una voz desde atrás--. Ordené veinte barriles de vino y treinta y dos de cerveza. Has confundido los números.

Miró hacia el fondo del cavernoso receptáculo. Una joven con el cabello marrón, que medía solo dos tercios de lo que él medía, reñía al empleado de recepción.

--Señorita Teesha, estoy seguro de que usted... --empezó Jaqua.

--Sé lo que ordené --dijo con calma--. No hay manera de que podamos vender todo ese vino ahora. Devuelve doce barriles. Y si el capitán de la barcaza intenta cobrarnos el transporte dile que podemos encontrar a otro con el que hacer negocios.

El alto supervisor abandonó su puesto junto a la puerta y se acercó a la discusión.

--¿Hay algún problema? --preguntó en tono monocorde.

--No señor. --El empleado, Jaqua, retrocedió. Su cara se tornó inexpresiva, pero cuando cogió su carpeta con las dos manos se le quedaron las uñas blancas.

Teesha sonrió y dejó ver sus pequeños y blancos dientes. Miró sin preocupación a su altísimo compañero.

--No, Rashed. Solo un error con el pedido de vino. Ya se van a ocupar de ello.

Rashed asintió, pero no se movió y Jaqua se apresuró a corregir su error.

--Últimamente se ha equivocado en muchos pedidos --dijo Teesha--. Puede que haya estado probando mucho los vinos, o con demasiada frecuencia.

Rashed era incapaz de devolverle la sonrisa, pero a ella parecía no molestarle. Muy pocos dirían que era guapa, pero tenía ese brillo en su cara de muñeca que hacía que los hombres pensaran en casarse con ella nada más verla. Rashed sabía que su exterior no era más que una prenda dulce que no hacía más que cubrir la verdad, pero, aún así, su apariencia le agradaba tanto como a los demás, o puede que más. También le agradaba su compañía.

--Si no te gusta Jaqua --dijo él--, sustitúyelo.

--¡Oh! No seas tan duro. No quiero que lo sustituyan. Solo quiero... --se detuvo a mitad de la frase y lo miró fijamente.

Rashed miró hacia la pared que daba al norte del almacén y se llevó una mano a la garganta. Sintió como se le dormía todo el cuerpo, se congeló de la cabeza a los pies. Hacía muchos años que no sentía dolor y su regreso lo sorprendió. Sus pensamientos se volvieron borrosos y se desvanecieron antes de poder tomar una forma definida en su mente.

Se acercó a la pared y se dio la vuelta para apoyarse en una de las maderas. La línea helada que le cruzaba la garganta le daba la vuelta al cuello.

Teesha le cogió el brazo, al principio con suavidad y luego apretó sus finos dedos.

--Rashed... ¿qué te pasa?

--Teesha --logró susurrar.

Sus infantiles manos lo cogieron de la túnica con firmeza, para ayudarle a mantener el equilibrio. Cuando empezó a caer en picado Rashed sintió como las manos de Teesha lo erguían otra vez. Era tan fuerte... más fuerte que cualquier hombre del almacén, aunque nadie lo sabía. Le puso un brazo alrededor de la cintura, lo sujetó, y lo urgió a salir por una puerta lateral para alejarlo de las miradas de sospecha.

Una vez fuera, Rashed se esforzó por ayudarle a que lo sostuviera en pie. Sintió como sus manos le tocaban la cara y la miró a los ojos, que estaban llenos de preocupación.

--¿Qué es? --le preguntó--. ¿Qué pasa?

Una gran tristeza se le echó encima como una enorme ola y después vino la ira. Una cara blanca con los ojos y los pómulos hundidos brillaba en el ojo de su mente. Después se apagó y se desvaneció. Se encontró a sí mismo mirando sobre los tejados de los edificios hacia el bosque y el horizonte hacia el noreste.

--Parko ha muerto --dijo en un susurro siseante; estaba demasiado atónito como para hablar en voz alta, demasiado enfadado como para decirlo con claridad.

La suave frente de Teesha se arrugó confusa.

--Pero, ¿cómo lo sabes?

Negó levemente con la cabeza.

--Puede que porque durante algún tiempo fue mi hermano.

--Nunca habías sentido una conexión tan fuerte con él, incluso antes de que se fuera para seguir el camino salvaje.

Rashed bajó la mirada para mirarla a los ojos mientras la ira sobrepasaba al resto de sus emociones.

--Lo sentí. Alguien le cortó la cabeza y... algo húmedo... agua corriente.

Teesha lo miró, congelada en el tiempo, a través de sus manos Rashed pudo sentir como un escalofrío recorría su pequeño cuerpo.

Apartó rápidamente sus manos de la cara de él, como si lo que le había descrito le provocara repulsión, después apoyó la frente en su pecho.

--No. ¡Oh! Rashed, lo siento.

Él volvió a levantar la mirada hacia el horizonte hacia el noreste y un escalofrío como el agua corriente sobre la carne viva lo volvió a atravesar. Era perturbador de una manera que ya había olvidado, hacía varias décadas que no sentía algo tan frío que hiciera daño.

--Tenemos que descubrir quién lo ha hecho. ¿Dónde está Edwan?

--Está cerca. --Teesha cerró los ojos un momento--. Mi marido dice que también lo siente.

Rashed hizo caso omiso de las condolencias.

--Mándalo fuera. Dile que encuentre a quien sea que hizo esto y que me traiga un nombre. Dile que mire al noreste. --Volvió a mirar hacia tierra adentro--. Y dile que se dé prisa.

Una suave luz de brillo trémulo tembló en el aire cerca de los dos, poco más que la luz de un farol con la tapa rota. Teesha volvió la cara hacia ella y movió los labios como si hablara, sin embargo, no se oyó palabra alguna. La luz se desvaneció.