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Bien pasada la puesta de sol, Magiere entró en otro pueblo estraviniano venido a menos sin fijarse en él. Los habitantes de los distintos pueblos vivían de la misma manera en todas las zonas del país. Todas sus lóbregas y deformes chozas se le empezaban a desenfocar en el recuerdo después de seis años; Magiere ya solo las contaba para calcular la población. En aquel pueblo no vivían más de cien personas, o incluso podía ser que fueran solamente unas cincuenta. Nadie se dejaba ver a esas horas de la noche, a pesar de que podía oír el crujido de las puertas y contraventanas a su paso; tal vez alguien que querría curiosear cuando ella no mirara. El único otro sonido era el chirrido de su daga de caza al cortar la madera dura, mientras afilaba la punta de una estaca no más larga que un brazo.
La oscuridad no le daba miedo. A ella no le sugería ninguna de las amenazas conjuradas por el miedo que hacía que esos aldeanos se estremecieran tras sus puertas cerradas a cal y canto. Comprobó la cimitarra que llevaba en su funda, se aseguró de poder desenfundarla con rapidez en caso de que fuera necesario y continuó su paseo hacia el otro lado del pueblo. Comenzó a lloviznar, lo que pronto hizo que se le enmarañara el cabello negro y apagó cualquier destello rojizo que se hubiera podido mostrar a la luz. Con su pálida tez, ella debía de parecerles a los habitantes de aquella aldea una presencia tan nefasta como las criaturas que había venido a eliminar, contratado por los aldeanos.
No muy lejos, a las afueras del pueblo, se detuvo en un cementerio comunal para observar los montículos de tierra fresca, todos rodeados de lámparas de metal para evitar que el mal se hiciera con los cuerpos de los muertos. No había ninguna lápida ni ninguna otra señal en estas tumbas nuevas; los habían enterrado con prisa antes de poder hacer preparativo alguno. Se dio la vuelta a través del pueblo otra vez, estudió los edificios con mayor detenimiento a la vez que buscaba aquel que reuniera más posibilidades de ser la casa común.
La mayoría de los habitantes preferían reunirse en algún edificio común amparándose en la seguridad de estar con más personas.
Echó un vistazo a su alrededor en busca de cualquier construcción de tamaño suficiente, pero todas las casuchas parecían iguales: sosas, hechas de madera ya raída por las inclemencias meteorológicas, con tejados de paja y chimeneas de arcilla. Eran lúgubres y silenciosas, como todo en aquellas tierras que la esperanza había abandonado. En algunas ventanas colgaban guirnaldas de ajos secos. Las únicas señales de vida eran los escasos hilillos de humo que se elevaban hacia el cielo nocturno. Ligeros aromas a hierro y carbón perfumaban el húmedo ambiente. Alguna forja desatendida debía de estar ardiendo en las cercanías. En tiempos como aquellos, la gente dejaba todo en cuanto anochecía…
Algo se movió y atrajo la atención de Magiere. Dos figuras temblorosas cruzaban la calle embarrada a gran velocidad. Los andrajos que llevaban por vestimenta dejaban ver sus pieles sucias.
Magiere metió su daga en la funda sin prestarle atención a lo que hacía y se ciñó su propia y cálida capa. Las figuras corrían hacia el cementerio, a la vez que intentaban evitar que la brisa y la lluvia extinguieran sus faroles.
--¡Hola! --dijo Magiere con suavidad. Las dos figuras saltaron y se giraron hacia el sonido.
Sus caras delgadas se contorsionaron alarmadas. Una de ellas retrocedió y la otra levantó la horquilla de madera que llevaba en la mano. Magiere permaneció inmóvil y dejó que pudieran ver lo que era, aunque asió con algo más de fuerza la estaca. Una gran parte de su trabajo consistía en entender la mentalidad de aquellas gentes. Muy despacio, bajo su capa, la mano que tenía libre se colocó sobre la empuñadura de su cimitarra, preparada para desenfundarla. Había que estar preparado para la posible reacción de los pueblerinos asustados.
El hombre que llevaba la horquilla de madera miraba con expresión de duda a través de la lluvia hacia su coraza de cuero con remaches y la estaca. El miedo de su rostro se transformó en una ligera expresión de esperanza.
--¿Eres la cazadora? --le preguntó.
Ella asintió levemente.
--¿Tenéis más muertos?
Ambos hombres dejaron escapar un lento suspiro de alivio y se acercaron con torpeza.
--No... no tenemos más muertos, pero al hijo del zupán le queda poco.
El segundo hombre dio un grito ahogado y le hizo un gesto para que se acercara.
--¡Ven, rápido!
Los hombres se dieron la vuelta y corrieron por el camino lleno de barro.
Magiere los siguió y se detuvo cuando ellos lo hicieron ante una puerta que tenía un pequeño símbolo encima que el tiempo se había ocupado de dejar ilegible ya hacía mucho. Aquel tosco edificio tenía que ser la casa común de aquel lugar ya que el pueblo estaba demasiado apartado como para tener una hostería que ofreciera comida y bebida a los viajeros. «Zupán» era como ellos llamaban al jefe del pueblo. Era él el que junto con algunos de los habitantes del pueblo le estaría esperando allí dentro.
Un suspiro de expectación se escapó de los labios de Magiere mientras se preguntaba cómo sería este zupán; esperaba que fuera un tipo frío y agresivo. Los que la adulaban, con la esperanza de que no dejara el pueblo seco, eran los que le resultaban más repulsivos. Era más fácil cuando se resistían, hasta que ella hacía que se dieran cuenta de que la única posibilidad razonable era pagar su precio o esperar a morir. Los más peligrosos eran los que estaban de acuerdo a la primera. Una vez que terminara el trabajo, tendría que estar atenta a la posible compañía inesperada que se pudiera esconder entre las sombras cuando caminara para salir del pueblo y que quisiera reclamarle el importe del pago a punta de cuchillo de cosechar o esquilar.
--¡Abrid! --gritó uno de sus acompañantes--. Traemos a la cazadora con nosotros.
La puerta crujió al abrirse hacia dentro. La luz amarillenta y anaranjada del fuego se extendió hacia fuera junto con un fuerte hedor a ajo y sudor. Magiere bajó la mirada hacia una anciana consumida por la edad que asía con fuerza un chal lleno de manchas. Al ver a Magiere, la expresión de la anciana se transformó en un gesto de esperanza lleno de desesperación. Magiere ya lo había visto demasiadas veces.
--¡Gracias a los espíritus guardianes! --susurró la anciana--.
Oímos que vendrías, pero no pensé que... --Se fue quedando callada--. Pasa por favor. Te pondré algo caliente de beber.
Magiere entró en el denso calor de la pequeña casa común. Una de las cosas que más odiaba de su vocación era tener que viajar con el frío. En la habitación se hacinaban ocho hombres y tres mujeres. En una mesa que había a un lado yacía un niño inconsciente. Al menos dos personas permanecían a su lado en todo momento por si el niño fallecía.
Una panda de supersticiosos, eso eran aquellos pueblerinos que creían que los espíritus malignos buscaban los cuerpos de los recién muertos para alimentarse de ellos y de la sangre de los vivos. Las primeras treinta y seis horas eran las más críticas para que un espíritu maligno se metiera en el cuerpo. Magiere había oído todas las otras leyendas y cuentos populares; este era tan solo uno de los más conocidos. Algunos creían que el vampirismo se extendía como una enfermedad, o que tales criaturas no eran más que malas gentes, malditas por el destino y condenadas a llevar una existencia como no-muertos. Los detalles variaban aunque el resultado era siempre el mismo: largas noches dedicadas a temblar de miedo y no de frío mientras esperaban a que un campeón los salvara.
Un enorme hombre de pelo oscuro, como un viejo oso pardo con una barba grisácea de tres días presidía la mesa y miraba los ojos cerrados del niño. Pasó un largo tiempo hasta que el hombre alzó la vista para mirar a Magiere y reconoció su presencia. Sus ropas eran parecidas a las de los demás, puede que tuvieran una o dos capas menos de mugre, pero era su porte el que lo marcaba como el zupán.
Se abrió paso a través de la abarrotada habitación para ponerse frente a ella.
--Soy Petre Evanko --dijo con una voz sorprendentemente suave. Señaló hacia la mujer que le había abierto la puerta a Magiere--. Mi mujer, Anna.
Magiere asintió con la cabeza con educación, pero no se presentó. El misterio era parte del juego.
El zupán Petre se quedó quieto un momento mientras asimilaba su apariencia, algo que Magiere se había confeccionado a medida para su trabajo hacía ya mucho tiempo.
Su armadura de cuero con tachuelas la mostraba como una guerrera que se movía tanto que no podía llevar nada ni más pesado ni más voluminoso. El volumen de su capa hacía que no estuviera muy claro lo que pudiera haber debajo.
Su grueso cabello negro con brillos rojizos estaba recogido en una larga y sencilla trenza, sensata y eficaz. Alrededor de su cuello colgaban dos amuletos extraños que nadie hubiera podido identificar y que solo dejaba a la vista cuando trabajaba en un pueblo. Llevaba un bastón corto y afilado de madera con la empuñadura cubierta de cuero.
Magiere se bajó el fardo que llevaba al hombro. La tapa se abrió cuando lo colocó a sus pies. El zupán Petre miró hacia abajo para ver el variado contenido: frascos sin etiquetar, urnas, sacos, algunos de los cuales estaban llenos de extrañas hierbas y exóticos polvos. Este era el equipo que se esperaba que llevara aquel que luchara contra los no-muertos.
--Me honra, zupán Petre, --dijo Magiere--. Su mensaje me llegó hace dos semanas. Lamento mi demora, pero hay tan pocos cazadores y es tanta la demanda.
Su expresión se convirtió en gratitud.
--No se disculpe. Venga a ver a mi hijo. Se está muriendo.
--No soy una sanadora --dijo Magiere con rapidez--. Puedo deshacerme de los no-muertos que tengan, pero no puedo arreglar los daños que ya hayan causado.
Anna alargó la mano para tocar su capa.
--Por favor, tan solo mírelo. Puede que logre ver algo que nosotros no podamos.
Magiere miró hacia donde se encontraba el niño y se acercó. Los demás habitantes del lugar se apartaron para dejarle paso. Siempre explicaba con cuidado cuáles eran sus limitaciones y así no dejaba lugar alguno a posibles acusaciones de hacer falsas promesas. El niño estaba muy pálido y apenas si respiraba, sin embargo Magiere se sorprendió. No tenía llagas, ni fiebre, no tenía ningún signo de lesiones o enfermedad.
--¿Cuánto tiempo lleva así?
--Ahora hace dos días --susurró Anna--. Es como los demás.
--¿Eran todos niños pequeños?
--No, un hombre mayor y dos mujeres jóvenes.
No había pauta. Magiere miró fijamente al niño que dormía y después se volvió hacia Anna.
--Quítele la camisa.
Esperó en silencio a que Anna terminara antes de examinarle los brazos y el pecho al niño. Después le inspeccionó las articulaciones de las extremidades. Tenía la piel intacta, pero tan pálida que parecía casi azul, incluso a la luz ambarina del fuego de la chimenea. Le levantó la cabeza. Cerró un poco los ojos al ver dos agujeros que rezumaban sangre debajo de su oreja izquierda, sin embargo mantuvo su expresión cautelosa.
Miró rápidamente hacia el zupán Petre.
--¿Ha visto estos?
Las pobladas cejas del zupán se arrugaron al fruncir este el ceño.
--Por supuesto, ¿no es así como lo hacen los vampiros para sacarles la sangre a sus víctimas por la garganta?
Magiere volvió a mirar hacia los agujeros.
--Sí, pero...
Los agujeros eran grandes, aunque podían haber sido causados por una serpiente gigante o de algún otro tipo. Un fuerte veneno podía ser el culpable de la piel pálida y de la respiración superficial.
--¿Ha estado alguien con él en todo momento?
Petre cruzó los brazos.
--O Anna o yo mismo. No podemos dejarlo solo así.
Magiere asintió.
--¿Alguien más?
--No --susurró Anna--. ¿Por qué nos hace esas preguntas?
Magiere lo comprobó por sí misma y acalló su incertidumbre con prontitud.
--No hay dos no-muertos que maten de la misma manera.
Conocer los detalles me será de gran ayuda para prepararme.
La anciana se relajó visiblemente, parecía hasta avergonzada y su marido asintió con aprobación.
Magiere regresó a donde estaba su fardo, cerca de la puerta.
Dos habitantes del pueblo que habían examinado con cuidado su contenido dieron un paso atrás con rapidez. Magiere dejó su bastón en el suelo y sacó un recipiente de cobre de su fardo. Tenía una forma indefinida entre un cuenco y una urna con una tapa de cuero ajustada.
Tanto el recipiente como la tapa estaban llenos de arañazos y garabatos de símbolos ininteligibles.
--Necesito esto para capturar el espíritu del vampiro. Muchos no-muertos son criaturas espirituales.
Todos la observaban embelesados y cuando Magiere estuvo segura de tener toda su atención, cambió de tema. Era hora de hablar del precio.
--Sé que su pueblo está sufriendo, zupán, pero el coste de los materiales que empleo es muy elevado.
Petre estaba listo y le hizo un gesto para que lo siguiera a una habitación en la parte de atrás.
--Mi familia fue de puerta en puerta la semana pasada para recoger donativos. No somos ricos, pero todos han colaborado aportando algo.
El zupán abrió la puerta y Magiere miró los bienes que se apilaban sobre una colcha de lona que estaba extendida sobre la tierra del suelo.
Había dos trozos enteros de cerdo ahumado, cuatro bloques de queso blanco, alrededor de veinte huevos, tres pieles de lobo y dos pequeños símbolos de plata, puede que de alguna deidad que no contestó a sus plegarias. En general, era la típica primera oferta.
--Lo siento --dijo Magiere--. No lo entienden. Admito la comida, pero la colcha no me sirve de nada y el resto no cubre mis costes. A menudo trabajo sin obtener beneficio alguno, pero no puedo trabajar por pérdidas. Sin las monedas suficientes, al menos necesito bienes que pueda vender para cubrir lo que gasto en prepararme para la batalla. La mayor parte de los materiales que empleo son difíciles de encontrar y muy costosos de adquirir y preparar.
Petre palideció, estaba sorprendido de verdad. Parecía que él había creído que la oferta era muy generosa.
--Esto es todo lo que tenemos. Mandé a mi familia a mendigar.
No puede dejarnos morir. ¿O acaso tenemos que regatear para salvar nuestras vidas?
--¿Y qué bien le iba a hacer al siguiente pueblo que yo saliera de aquí sin poder prepararme para su defensa? --contestó ella.
Magiere estaba acostumbrada a este intercambio de frases, aunque el zupán Petre parecía ser más inteligente que los líderes de otros pueblos con los que había tratado en el pasado. Mantuvo su expresión comprensiva, pero firme. Los habitantes de los pueblos casi siempre tenían un pequeño tesoro bien escondido lejos de los recaudadores de impuestos. Podía ser una herencia familiar, o una gema o alguna pieza de plata arrebatada a algún mercenario muerto, pero siempre estaba ahí.
--¿Ha hecho todo este camino para no hacer nada? --La piel de debajo de sus ojos se estaba volviendo gris.
Anna alargó la mano y le tocó la camisa a su marido.
--Dale el dinero de las semillas, Petre. --Su voz era calmada, pero el miedo la quebraba.
--No --respondió él con brusquedad.
Anna se volvió hacia los demás, que hasta el momento no habían hecho más que observar en silencio.
--¿De qué nos van a servir las semillas si todos estamos muertos antes de que llegue la primavera?
Petre tomó aire con fuerza.
--¿Cuánto viviremos si no tenemos nada que comer el año próximo? ¿Cuánto tiempo podremos vivir en las mazmorras del señor cuando no podamos pagar los impuestos?
Magiere se mantuvo al margen de estas discusiones predecibles. Avanzarían y retrocederían e irían a favor y en contra hasta que sus miedos empezaran a apoderarse de ellos. Después le seguiría la esperanza de que si al menos pudieran vencer a este terror, algo vendría después y les ayudaría a llevar el año siguiente.
Conocía a esos aldeanos demasiado bien. Eran todos iguales.
Le siguió una corta ráfaga de discusiones. Magiere se entretuvo mirando el contenido de su fardo mientras hacía caso omiso de la discusión, como si el resultado fuera obvio. Pronto acallaron a los que defendían quedarse con las monedas de las semillas y jugársela con los vampiros. La discusión se fue apagando con tanta rapidez que Magiere se hubiera sobresaltado de no ser porque ya lo había oído muchas veces antes.
Al principio no habló nadie. Entonces salió de una esquina de la habitación un hombre desgarbado de mediana edad que se quedó cara a cara con el líder. Por las manchas de carbón de su delantal de cuero pasaba fácilmente por el herrero de un pueblo del tamaño de aquel.
--Dale las monedas, Petre. No tenemos elección.
Petre abandonó el tugurio y regresó en muy poco tiempo, jadeante. Miró a Magiere con fuego en los ojos, como si en ese momento ella fuera la fuente de sus sufrimientos y no aquella a la que mandaron llamar para salvarlos.
--Esto es lo que queda después de pagar los impuestos de este año. --El zupán le tiró la bolsa y ella la interceptó--. Puede que el año que viene no haya cosecha.
--Son libres para mirar --contestó ella y varios aldeanos se refugiaron en las sombras de la habitación--. Yo controlaré a los no-muertos. Quédense en sus casas y miren por las rendijas de las contraventanas y postigos para comprobar el buen uso de sus monedas.
El odio de los ojos de Petre se convirtió en derrota.
--Sí, miraremos como mata al monstruo.
La lluvia había remitido ligeramente. Magiere se arrodilló en el centro del camino del pueblo, iluminado por dos antorchas, dos empuñaduras clavadas a cada lado del camino. Colocó la urna de cobre en la tierra húmeda con firmeza, la giró un par de veces para asegurarse de que estaba sujeta y de que no se volcaría. Al lado de esta colocó un pequeño mazo de madera.
Anna y dos aldeanos miraban por las estrechas rendijas de los postigos de la casa común. Otros cuantos ojos miraban desde las contraventanas y postigos de otras chozas y casuchas del pueblo. Sin embargo el zupán no podía conformarse con ser un mero espectador.
Estaba de pie, a distancia suficiente como para que le dispararan, a la puerta del edificio en el que le había rendido el futuro de su pueblo a una asesina de no-muertos.
Magiere sacó un frasco de su fardo y vertió un fino polvo blanco en una de sus palmas. Después lo espolvoreó hacia delante y hacia atrás entre sus manos. Con una floritura repentina tiró el puñado con fuerza al aire hacia arriba y esperó. Las diminutas partículas no cayeron, sino que se quedaron suspendidas en el aire como una nube vaporosa, creando un maravilloso resplandor a su alrededor cuando las partículas captaban la luz de las antorchas. A sus oídos llegaban los gritos ahogados de los aldeanos.
De otro frasco vertió un polvo rojo en su mano y también lo lanzó, esta vez con una floritura más fuerte de su brazo. El polvo rojo bailaba entre las partículas blancas, contrastaba y se movía como luciérnagas del tamaño de granos de arena.
Magiere se quedó allí de pie en silencio y cerró los ojos un momento. Los volvió a abrir sin mirar a nada en particular. Ente las partículas suspendidas en el aire, su pálida piel y su oscuro cabello hacían que pareciera un espectro de luz, algo sin vida, como si se hubiera transformado en algo afín a las criaturas de la noche que cazaba. Cada vez que un remolino de polvo rojo pasaba cerca de su cabeza, su brillante reflejo de la luz de las antorchas daba a su melena unos tonos carmesíes. Se agachó, cogió la estaca y sujetó la empuñadura de cuero con fuerza.
--El rojo llama a la bestia, como la sangre --gritó--. No lo puede resistir. --Se agachó hasta quedar en cuclillas, la trenza le caía sobre el hombro izquierdo hacia delante, y miró hacia arriba por el camino por el que sabía que vendría la bestia.
Un pálido titileo corrió como una flecha entre los edificios.
Señaló con el dedo hacia una casucha decrépita a unos diez pasos más abajo del camino.
--¡Allí! ¡Ven, ahí viene!
Con los dedos de la mano que le quedaba libre abrió la tapa de la urna de cobre y cogió otra botella de polvos rojos cuyo contenido también lanzó al aire a su alrededor.
Sin aviso alguno, algo sólido chocó contra su espalda y la hizo caer hacia delante con tanta fuerza que la dejó aturdida. A su espalda Anna gritó. Magiere escupió barro y se giró en el suelo para apartarse del camino de su atacante. Volvió a acuclillarse y se giró en todas direcciones para ver lo que le había pegado. El camino estaba vacío.
Durante un momento largo se giró de un lado a otro en busca de cualquier signo de movimiento entre las chozas del pueblo. El zupán había retrocedido hasta quedar con la espalda contra la puerta de la casa común, con los ojos abiertos de par en par, pero se quedó fuera, observando.
--¿Qué...?
Le dio otra vez, desde el lado, y empujó su espalda hacia abajo.
El agua le empapaba las calzas y le caía por la armadura mientras resbalaba por el barro hasta que su hombro chocó con el mango de una de las antorchas clavadas en el suelo. La antorcha se volcó y se apagó.
Magiere se puso en pie de nuevo, buscaba. Las sombras que había a su alrededor se acentuaron al estar alumbrada solo por una antorcha.
Podía oír con total claridad cómo cerraban contraventanas entre los gritos y sollozos de los aldeanos que eran presa del pánico. Una rápida mirada mientras giraba le permitió ver que incluso Petre se había metido en el umbral de su puerta y estaba preparado para cerrarla de un portazo si era necesario.
El zupán gritó:
--¡Ahí, a tu izquierda!
Una masa borrosa apareció en una esquina de su campo visual y ella se agachó rápidamente a la vez que movía un brazo. Intentó cogerlo mientras pasaba.
--Se acabaron los juegos --dijo entre dientes mientras intentaba recobrar la respiración.
Su mano se cerró apresando un tejido de lana y tiró hacia atrás.
Entonces se produjo un gran desgarro cuando su propia fuerza colisionó con la de su atacante, pero el tejido aguantó. Incapaz de mantener el equilibrio, su cuerpo se torció hacia un lado mientras ella y su oponente giraban, porque la criatura se negó a soltar su prenda.
Cayeron juntos, ambos intentaban afianzar sus pies en el fango. Giró sobre una rodilla para quedar frente a la cosa y preparó la estaca. Su atacante levantó la cabeza a la luz de la antorcha.
Delgado y sucio, su piel brillaba tan blanca como los primeros polvos que lanzó Magiere al aire. Un pelo rubio platino se balanceaba en mechones cubiertos de barro alrededor de una cara estrecha, cubierta de tierra, con ojos rasgados color ámbar y orejas ligeramente puntiagudas. La capa que ella había logrado asir le colgaba en harapos de los hombros.
Magiere se desplazó dos pasos hacia atrás, todavía con la estaca fuertemente asida en la mano e intentó asentar los pies sobre el barro sin dejar de mirar a la figura blanca.
Su atacante embistió de nuevo, se movía rápido. Una mano con apariencia de garra se metió en su guardia y le cogió el extremo de la trenza. Los dos estaban calados y embarrados, lo que hacía que todos sus movimientos fueran resbaladizos y desesperados. Magiere cayó al suelo, esta vez a propósito, y rodó. Cuando terminaron de rodar, Magiere se puso encima y clavó la estaca hacia abajo mientras la sujetaba lo más fuertemente que podía.
Del pecho de su atacante salió un chorro de sangre hacia arriba mientras golpeaba el suelo y lanzaba un gemido de lamento. Magiere se mordió la lengua accidentalmente en su esfuerzo por sujetar la cosa hacia abajo con la estaca bien afianzada en su corazón.
La criatura golpeaba salvajemente. Arqueó el torso, medio levantó a Magiere del suelo, y un grito gutural salió de las profundidades de su garganta. Después su cuerpo se aflojó y cayó salpicando barro.
Magiere siguió sujetándolo hasta que la criatura estuvo totalmente inmóvil y acto seguido se agachó con rapidez sobre la urna de cobre. La levantó, cogió el mazo y golpeó con fuerza un lateral del recipiente.
Un tañido desgarrador reverberó en el aire. Magiere corrió hacia el extremo más lejano del cuerpo sin dejar de golpear el recipiente una y otra vez. En la puerta de la casa común el zupán se tapó los oídos con las manos para evitar el doloroso clamor. Cuando el último tañido hubo desaparecido, Magiere cerró la tapa con fuerza contra el recipiente de cobre y lo dejó prácticamente sellado. Se quedó allí, todo el pueblo estaba en silencio a excepción de sus propios jadeos.
El zupán Petre empezó a correr hacia ella, puede que con la intención de ver al monstruo de cerca o para ofrecerle su ayuda, pero ella levantó una mano para que no se acercara.
--No --dijo Magiere con la voz entrecortada mientras movía la mano hacia delante y hacia atrás, exhausta--. Quédese donde está.
Aunque estén muertos pueden seguir siendo peligrosos.
--Cazadora... --Petre buscaba las palabras, su expresión era una mezcla de emociones--. ¿Ha visto antes alguna bestia como esta?
Magiere negó con la cabeza a la vez que miraba el cuerpo empapado en sangre que yacía en el suelo.
--No zupán, nunca había visto algo así.
Mientras el zupán la observaba atónito en silencio, Magiere sacó una cuerda y un trozo de lona polvoriento de su fardo. La lona tenía manchas oscuras resecas y entremetidas en el tejido. Envolvió el cuerpo con la lona, y le ató la cuerda alrededor de los tobillos.
Después rápidamente recogió todo su equipo, lo metió en el fardo y se lo echó al hombro. Llevaba el recipiente de cobre sellado bajo el brazo.
--Entonces, ¿ya se ha terminado? --preguntó Petre.
--No. --Magiere cogió la cuerda--. Ahora debo disponer correctamente de los restos y mandar a este espíritu a su descanso final. Por la mañana, ya serán libres.
--¿Necesita ayuda? --Petre Evanko parecía inseguro al preguntar, pero no iba a permitir que su miedo lo retuviese.
--Para esto tengo que estar sola --le contestó tan secamente que su respuesta pareció más una orden que debía ser obedecida--. El espíritu no se va a ir por su propia voluntad. Luchará por vivir otra vez, con más fiereza de lo que han visto aquí, todavía, y si por allí hubiera otro cuerpo que pudiera tomar a cambio del suyo, mis esfuerzos no habrían servido de nada. Que nadie entre en el bosque hasta por la mañana o no me hago responsable de las consecuencias. Si todo va bien no volveremos a vernos.
Petre asintió para demostrar que entendía lo que Magiere le había dicho.
--Nuestro agradecimiento, cazadora.
Magiere no dijo nada más, se dirigió hacia el bosque mientras arrastraba el cuerpo tras de sí.
El barro se había colado por todas las aberturas de la coraza y la vestimenta de Magiere. La arenilla contra su piel combinada con la larga caminata mientras tiraba del cuerpo y su equipo hasta el corazón del bosque la irritaron bastante. Salió de entre los árboles a un pequeño claro y miró tras de sí otra vez. Sería una pena tener que matar a un aldeano estúpido, pero no veía ni rastro de nadie y lo único que era capaz de oír era la charla natural de los árboles con el viento.
Dejó caer su carga.
Un enorme gruñido sordo vino desde los arbustos de la zona más lejana del claro del bosque y Magiere se tensó. Las hojas se balancearon y salió un enorme perro. Era un perro con apariencia de lobo por su constitución y su color, sin embargo, sus grises eran muy azulados y sus blancos más brillantes que los de cualquier lobo. Unos extraños ojos, azul plateado, brillaron en dirección a Magiere. Con un gruñido menos audible el animal miró hacia el bulto que había en el suelo detrás de ella.
--Anda cállate, Chap --refunfuñó entre dientes--. Después de todo este tiempo ya deberías conocer mi sonido.
Magiere curvó la espalda de repente al sentir el golpe de dos pies en ella. Abrió los ojos de par en par por la sorpresa y se deslizó por el mantillo húmedo del suelo del claro del bosque y se golpeó contra la base de un arce. Se puso en pie. Al otro lado del claro del bosque, una figura blanca con una estaca clavada en el pecho salió a golpes de la tirante lona y se puso en pie.
--Maldita seas, Magiere. Eso ha dolido. --Bajó la mano para coger el mango de la estaca--. No la engrasaste lo suficiente,
¿verdad?
Magiere corrió al otro lado del claro y de una patada en los tobillos lo derribó. La delgada figura cayó de espaldas, gruñó y ella se puso sobre él de manera que le sujetaba los brazos al suelo con sus rodillas. Sus dos manos rodeaban con fuerza el mango de la estaca.
La ira crecía en su interior como la fiebre. Algunos mechones de pelo mojados por la lluvia y llenos de barro se le pegaban a la cara mientras miraba a la figura blanca que tenía debajo de ella. Tiró de la estaca hacia arriba.
--¡Tú, irritante medio lelo! --le soltó--. Si te hubieras atenido al plan y no me hubieras mandado rodando por el estiércol, puede que la funda no se hubiera llenado de tierra.
Donde antes había habido una punta en la estaca ahora no había nada. La estaca se detuvo en el fondo de la funda de cuero.
Magiere le echó una mirada rápida al extremo hueco de la estaca y la golpeó contra la raíz expuesta de un árbol. Entonces se oyó un sonido rasgado y agudo cuando el extremo afilado salió del hueco y se colocó en su sitio.
--¿Qué estabas haciendo allí? --Lo agarró por la parte delantera de la camisa--. Sabes hacerlo mejor, Leesil. Lo hacemos siempre de la misma manera. Sin cambios, sin errores. ¿Qué problema tienes?
Leesil bajó la cabeza al suelo otra vez. Miró el dosel de árboles con un suspiro de melancolía demasiado exagerado para el gusto de Magiere.
--Es lo mismo todo el rato --lloriqueó--. ¡Me aburro!
--Anda, ponte de pie --le espetó mientras tiraba de él para que se levantara.
Tiró la estaca entre sus cosas y metió la mano bajo un arbusto de donde sacó un segundo fardo y una linterna hecha con una lata. La linterna todavía estaba encendida, Leesil la había encendido antes de ir al pueblo para su actuación. Magiere abrió la tapa, giró la manivela para alargar la mecha y la luz aumentó un poco.
Leesil se incorporó y empezó a abrir la pechera de la camisa.
Por debajo del cuello se vio el auténtico color de su piel, no era blanco cadavérico sino de un cálido moreno. Se rascó el polvo blanco que tenía en el cuello. En el pecho llevaba sujeta con correas una bolsa de piel deshinchada que todavía goteaba tinte rojo. Estaba endurecida con un montoncito de cera que sujetaba la estaca sin punta en su sitio para que diera la impresión de que se le había clavado la estaca en el pecho. Hizo una mueca de dolor al desatar el cordel que sujetaba el conjunto en su sitio.
--Se supone que me tienes que atacar de frente, donde pueda verte. --Magiere levantó la voz levemente a la vez que enrollaba la lona manchada y la cuerda que había utilizado para sacar a Leesil del pueblo--. ¿Y dónde aprendiste a desaparecer de esa manera? Al principio no podía verte.
--Mira esto --le respondió Leesil sorprendido y asqueado, a la vez que se limpiaba el tinte con una mano--. Tengo un verdugón enorme y rojo en mitad del pecho.
Chap, el enorme perro, se acercó a paso medio a donde estaba Leesil. Le olisqueó el polvo blanco de la cara y dejó escapar un aullido contrariado.
--Te está bien empleado --le contestó Magiere. Metió en su fardo la lona, la cuerda y la urna de cobre y después se lo echó al hombro--.
Ahora recoge la linterna y vámonos. Quiero pasar la curva del río antes de acampar. Todavía estamos demasiado cerca del pueblo como para pasar la noche aquí.
Chap ladró y empezó a moverse nervioso a cuatro patas. Leesil le dio unas palmaditas.
--Y tenlo calladito --añadió Magiere a la vez que miraba al perro.
Leesil recogió su fardo y la linterna y empezó a caminar detrás de Magiere, Chap iba a su lado haciendo su propio camino entre los arbustos y la maleza. Parecía llevarle poco tiempo cubrir la distancia y Magiere se sintió aliviada cuando se acercaron a la curva del río Vudrask. Ya estaban lo suficientemente lejos del pueblo para poder acampar y encender un fuego con seguridad. Se giró hacia dentro, para dar la espalda a la orilla del río y eligió un claro del bosque que estaba muy bien escondido por los arbustos. Leesil se dirigió inmediatamente hacia la orilla del río para lavarse, Chap lo siguió y Magiere se quedó a encender una pequeña hoguera. Cuando Leesil regresó ya había casi recuperado su apariencia habitual, lo que no quiere decir que tuviera un aspecto normal según la mayoría de los cánones. Su aspecto era algo a lo que Magiere se había acostumbrado, incluso antes de que le hablara de la herencia de su madre.
En realidad su piel tenía un tono moreno, no tan blanco como los polvos hacían creer, y eso hacía que Magiere se sintiera pálida a su lado. Pero su pelo era algo totalmente distinto, tan rubio que parecía blanco inmaculado en la oscuridad. No había muchas razones para tener que empolvárselo para sus actuaciones en los pueblos. Una cabellera con brillo blanquecino y amarillento hasta los hombros. Y
luego estaba la forma ligeramente oblonga de sus orejas, no muy puntiaguda al final, así como el leve atisbo de rasgado en sus ojos ambarinos, enmarcados por unas cejas altas y finas del mismo tono que su pelo.
Más de una vez Magiere se había dado cuenta de que el hombre era como un negativo de su propia apariencia. La mayor parte del tiempo Leesil llevaba el pelo recogido y sujeto por un pañuelo, de manera que también ocultaba la parte superior de sus orejas. La raza de su madre era tan poco frecuente en aquellas tierras que Magiere creía que su apariencia podía atraer una atención no solicitada, cosa que no sería nada buena teniendo en cuenta cuál era su papel en la profesión a la que ambos se dedicaban.
Una vez que se hubo sentado alrededor de una agradable hoguera y se hubo medio arropado con una manta, Leesil alargó la mano hasta su fardo y sacó un odre.
Magiere le lanzó una mirada.
--Creía que lo habías dejado.
Leesil sonrió.
--Cogí un par de cosas indispensables en aquel pueblo que pasamos hace un día.
--Espero que usaras tu propio dinero.
--Por supuesto --Leesil se calló un momento--. Hablando de dinero, ¿qué tal se nos ha dado este último pueblo?
Magiere abrió la pequeña bolsa y se puso a contar las monedas.
Le pasó dos quintos del botín a Leesil y se quedo con la mejor parte del reparto. Leesil no se quejaba nunca, ya que Magiere era la que tenía que tratar directamente con todos los pueblos. Metió las monedas en una bolsa que llevaba en el cinturón, echó la cabeza hacia atrás para dar un trago largo y apretó el saco mientras tragaba.
--No te emborraches --le advirtió Magiere--. No queda mucho para que amanezca y no quiero que te quedes durmiendo hasta el mediodía cuando deberíamos estar en marcha.
Leesil la miró, frunció el ceño y eructó.
--Cálmate. Esta es la mejor parte, dinero en el bolsillo y tiempo para relajarnos. --Se alejó a toda prisa del fuego para recostarse contra los restos de un árbol caído y cerró los ojos.
El fuego crepitaba. Chap se tumbó cerca de Leesil. Magiere se recostó y dejó que se aliviara parte de la tensión de sus hombros. En momentos como aquel no era capaz de recordar cuántas noches habían pasado desde la primera como aquella. Si de verdad se ponía a contarlas no podían haber estado en el negocio más de tres años.
Se frotó un músculo que le dolía en la nuca. Aquella vida era mejor que la que le hubiera tocado vivir por su nacimiento, que hubiera consistido en envejecer con rapidez por ser explotada hasta la muerte en la granja. De todas maneras, los «jugueteos» de Leesil de aquella noche y su inesperado cambio de estrategia parecían una profecía y la dejaban algo temerosa acerca de su meticulosamente planeado futuro.
Un futuro que todavía no le había mencionado a él. Se le ocurrió que estaba siendo tan tonta y supersticiosa como los aldeanos a los que escarmentaba, pero la intranquilidad no se le pasaba. Puede que solo fuera la manera en que la criaron.
Había nacido en el país vecino de Droevinka. Magiere no había conocido a su padre, pero a lo largo de su infancia logró averiguar algunas cosas acerca de él. Como vasallo de noble, dirigía a los aldeanos para el señor y recogía los impuestos y alquileres de las tierras, por lo que se quedaba en el mismo sitio durante meses o a veces años, pero, al final, siempre se mudaba a donde quiera que el señor lo mandara. Muy pocos lo habían visto a no ser que fuera por la noche temprano en las recaudaciones, después de que se hubiera ido la luz del día y se pudiera encontrar a toda la gente en sus chozas y casitas, fuera de la labor diurna. Su madre era tan solo una joven de un pueblo cercano a la casa de la baronía. El noble la tomó como amante y estuvo casi retirada un año. Circularon rumores acerca del destino de su madre por todo el pueblo, pero la verdad más sencilla y que menos se contaba resultaba demasiado mundana. Algunas leyendas hablan de que la habían visto por la noche en las tierras del feudo, pálida y lánguida. Fue durante el final de su estancia en la casa de la baronía cuando algunos se dieron cuenta de que estaba embarazada. Murió en el parto al dar a luz a una niña y al noble lo mandaron a otro feudo nuevo. Como el noble no quería cargar con una hija ilegítima le dio el bebé a la hermana de su madre y desapareció. Fue su tía la que le dio el nombre de Magiere por su madre, Magelia. La mayoría de los habitantes del pueblo ni siquiera conocía el nombre del padre de Magiere. El abismo que mediaba entre clases era muy profundo. Él tenía poder. Ellos no. Eso era lo que cualquiera necesitaba saber.
La tía Bieja intentaba ser amable y tratarla como si fuera de la familia, pero el resto de los aldeanos no sentían tal inclinación. El hecho de que su padre fuera noble y que sencillamente hubiera tomado a una de las hermosas jóvenes del pueblo, solo porque podía hacerlo, era razón suficiente para que la gente quisiera tener a alguien, quien fuera, a quien castigar. Él se había ido y Magiere seguía allí. Pero todavía había algo más, no era simple resentimiento.
Susurros, miradas llenas de miedo, y llamadas nada educadas eran frecuentes cada vez que se cruzaba con otros habitantes. No permitían que sus hijos se relacionaran con ella. El único que lo había intentado, Geshan, un hijo de cabrero, terminó apaleado, como aviso para que se alejara de la niña engendrada por la oscuridad. Había algo de su padre que los había asustado, algo más que su posición de decisión sobre la vida y la muerte legal. Al principio Magiere quería saberlo todo, quería saber qué era lo que había sido tan aterrador en él y por qué la rehuían por ello.
La tía Bieja una vez le dijo con compasión:
--Tienen miedo de que tu padre fuera algo antinatural --pero eso era lo máximo que le decía.
Por fin, Magiere terminó por apenas si sentir curiosidad acerca de sus padres y comenzó a odiar a los aldeanos por sus supersticiones e ignorancia. Con el paso de los años los aldeanos apenas se ilustraron y la hostilidad hacia ella aumentó. Al final, su pasado acabó por no importarle nada y su actitud hacia los que la rodeaban se endureció.
Cuando cumplió dieciséis años, la tía Bieja la llevó aparte, sacó una caja de madera con cerrojo de debajo de su cama y se la enseñó.
En el interior de la caja había un fardo atado, envuelto en un hule para evitar la humedad. Dentro de este había una cimitarra, dos amuletos de extraña apariencia y una coraza de cuero con remaches, adecuada para un joven caballero. Uno de los amuletos era una piedra de topacio colocada en un peltre que colgaba con sencillez de un cordón de cuero. El otro amuleto era un pequeño medio óvalo con un respaldo de lata que sujetaba lo que parecía una esquirla de hueso con una escritura imposible de reconocer grabada cuidadosamente. A diferencia del otro, este colgaba de una cadena que pasaba por el lado cuadrado del amuleto, de manera que la mitad ovalada colgaba hacia abajo dejando siempre el lado de hueso hacia fuera.
--Supongo que esperaría tener un hijo varón --le dijo la tía Bieja a Magiere refiriéndose a su misterioso padre--. Puede que por lo menos los logres vender por algo.
Magiere levantó la cimitarra. Era excepcionalmente liviana para la apariencia que tenía y la hoja brillaba a pesar de la escasa luz de velas que iluminaba la habitación. Un pequeño jeroglífico que parecía una letra había sido grabado en la base de la empuñadura. El metal brillante sugería que la tía Bieja lo había mantenido limpio durante años, pero la caja estaba cubierta por una gruesa capa de polvo, lo que indicaba que no la habían tocado en mucho tiempo. Por la hoja podía sacar un buen precio en el mercado, pero los pensamientos de Magiere empezaron a correr en otra dirección a partir de esa noche.
Una noche de primavera, ya bien entrada la oscuridad, Magiere se marchó del pueblo sin hacer ruido ni alertar a nadie, y sin mirar atrás.
Tenía que haber algo mejor en el mundo... algo mejor que salir cada día a ver caras llenas de odio o gente que hacía como si no la viera. No le importaba nada ni su desconocido pasado ni ningún futuro con gente tan horrible. La soledad sería mucho más llevadera si de verdad estaba sola.
Los años que siguieron fueron duros, de pueblo en pueblo, trabajando en lo que fuera para mantenerse con vida y aprendiendo todo aquello que deseaba aprender: cómo luchar, dónde ir a cazar comida y cómo sacarle una moneda a los tontos poco precavidos. No había mucho trabajo para una mujer joven que fuera de aquí para allá y estuvo a punto de morir por inanición en dos ocasiones. Pero no iba a volver a casa. Nunca iba a volver a casa.
Su odio hacia las supersticiones nunca desapareció. Incluso se percató aún más de cuál era la naturaleza de las supersticiones de los lugareños y cómo de frecuentes entre un lugar y otro. Al final era fácil decidir qué cosas explotar. Lo que la gente más temía eran la oscuridad y la muerte, y aún más cualquier cosa relacionada con estas. La idea del jueguecito no fue algo que se le ocurriera de repente así sin más. Se fue desarrollando por etapas conforme se fue dando cuenta de que podía ganarse la vida aprovechándose del miedo, ese mismo miedo que años atrás la había condenado al ostracismo.
Al principio trabajaba en solitario, convencía a los campesinos de que los vampiros a menudo eran criaturas espirituales a las que se podía atrapar y destruir. El elaborado despliegue de polvos voladores, los embrujos y hechizos de pega hacían que los campesinos se creyeran de verdad que ella podía atrapar en su urna de cobre a los no-muertos. Hasta se le había ocurrido el truco del tinte en el odre para poder así aterrorizar a sus clientes con heridas repentinas que sangraban mientras luchaba con sus atacantes invisibles. En las zonas a las que viajaba solía seleccionar un lugar de un pueblo para que le mandaran los mensajes, normalmente una taberna bien llevada y llena de cotilleos, donde sus hazañas pudieran pasar rápido en una ola de susurros. Fuera de uno de esos sitios fue donde conoció a Leesil. Él era muy bueno en lo suyo. Tan bueno que nunca debería haberlo atrapado.
Mientras se alejaba de la taberna una noche, notó un picor tembloroso en la zona lumbar que le subía por la espalda y le llegaba hasta la cabeza. Toda la noche que la rodeaba parecía cobrar vida al agudizarse sus sentidos, y en realidad fue capaz de oír más que de sentir la mano que buscaba en el saco de tela que le colgaba del hombro. Cuando se dio la vuelta y le agarró con fuerza la muñeca, totalmente preparada para ocuparse de aquel ladrón, se topó con algo sorprendente: una cara extraña, morena, con brillantes ojos color ámbar, bajo unas cejas rubias muy finas.
Magiere no era capaz de recordar las palabras exactas que se dijeron para intentar suavizar el momento de tensión. Puede que fuera un mutuo reconocimiento de los especiales talentos de ambos. La poco habitual apariencia de Leesil confundía los pensamientos de Magiere. La verdad era que ella nunca antes había visto un elfo, se sabía que no viajaban y que vivían muy al norte. La mezcla de sangre humana y sangre de elfo le daban una apariencia muy exótica tanto a su cara como a su físico. Durante la noche bañada en vino que pasaron conversando, Leesil llegó a quitarse el pañuelo de la cabeza para mostrarle sus orejas. A la mañana siguiente abandonaron el pueblo juntos, acompañados por un perro de extraño parecido con los lobos que Leesil llevaba consigo. De eso hacía ya cuatro años.
El fuego crepitó de nuevo. Chap levantó la cabeza y aulló, a la vez que miraba dentro de la oscuridad.
--Para ya --dijo Leesil arrastrando las palabras por los efectos del alcohol. Ya se había bebido la mitad del contenido de su petaca--.
Ahí fuera no hay nada. --Le rascó la parte de atrás del cuello al perro y Chap se dio la vuelta para lamerle la cara hasta que Leesil se vio obligado a apartar el hocico del animal.
Magiere se inclinó hacia delante y miró al interior del bosque.
Chap no solía inquietarse por nada que no fuera importante, pero, de todas maneras, no dejaba de ser un perro. Era más que probable que no se tratara más que de una ardilla o una liebre.
--Yo no veo nada --dijo Magiere mientras volvía junto al fuego. A la luz roja de la hoguera recordó la poco iluminada casa común y los dos inexplicables agujeros sangrantes que tenía en el cuello el hijo del zupán Petre. Le empezó a doler la cabeza. Le daba pavor pensar en la conversación que había planeado tener con Leesil. Se había pasado un mes posponiéndola, siempre esperaba encontrar un momento mejor. Sin embargo, este último trabajo le hizo preguntarse cuánto tiempo más iba a poder aguantar. Ya se estaba cansando de todo aquello y Leesil se estaba volviendo descuidado. Las cosas se estaban volviendo un poquito impredecibles.
--Antes de que hayas bebido demasiado, tenemos que hablar
--dijo con toda tranquilidad.
--Yo nunca bebo demasiado, siempre bebo lo justo. --Dio otro gran trago a su odre. Estaba a punto de dar otro cuando el tono de la voz de Magiere hizo que se parara a medio camino. Bajó el odre--.
¿De qué?
Magiere alargó el brazo hasta su fardo y sacó un pergamino doblado, algo arrugado.
--Hay un banco en Belaski en el que voy metiendo dinero cuando pasamos y donde me dejan los mensajes hasta mi siguiente visita.
Leesil se quedó atónito.
--¿Mensajes? ¿De qué estás hablando?
Le acercó el pergamino doblado.
--Esto es de un vendedor de tierras.
Leesil cogió el pergamino con la boca abierta de la sorpresa.
--¿Has estado acumulando dinero?
--Ha estado buscando un tipo específico de taberna para mí, en algún lugar de la costa... parece que me ha encontrado una. --Hizo una pausa--. Voy a comprar una taberna en un pueblo de Belaski llamado Miiska.
Leesil no hacía más que parpadear como si no entendiera ni una palabra.
--¿Qué?
--No quería contártelo hasta que encontrara el sitio adecuado.
No tenía pensado seguir jugando a la cazadora para siempre jamás, y además estoy cansada.
--¿Has ahorrado dinero? --Leesil negó con la cabeza--. No me lo puedo creer. Todo lo que yo tengo es lo que hay en la bolsa de mi cinturón.
Magiere puso los ojos en blanco.
--Eso es porque te lo bebes todo, o te lo dejas en una mesa de cartas.
Entonces vio como Leesil tomaba aire y las palabras empezaron a fluir de su boca.
--¿Así de sencillo? --El elfo casi gritaba, no hacía caso de su respuesta--. Ni un aviso. Ni siquiera un: «Por cierto, Leesil, estoy ahorrando para comprarme una taberna». Y encima nunca mencionaste nada. ¿Cuánto has estado metiendo en...? No, déjalo, da igual. Estamos juntos en esto. Lo que yo digo es que nos hagamos cuatro o cinco pueblos más y entonces hablemos de dejarlo.
--Yo ya he terminado --contestó Magiere con suavidad--. Quiero tener algo mío.
--¿Y qué pasa conmigo?
--Te gustará el pueblo --se apresuró a decir--. Solo tenemos que dirigirnos a la costa y girar al sur. Está a diez leguas al sur de la capital, Bela, por la costa. Yo me ocuparé de las bebidas. Tú puedes llevar el juego. Te he oído hablar mil veces de que te gustaría llevar una mesa de faro... cada vez que pierdes tu última moneda en una.
Leesil hizo un gesto de apartarla con la mano y frunció el ceño contrariado.
--Chap puede vigilar las cosas --continuó Magiere mientras el perro levantó la cabeza al oír su nombre--. Dormiremos a cubierto cada noche y dejaremos de correr todos estos riesgos.
--¡No! Yo no estoy preparado para dejarlo.
--Serás el que se ocupe de las cartas...
--Es demasiado pronto.
--... una cama calentita, cantidad de cerveza y aguamiel...
--No quiero oír más.
--... y ponche casero caliente, de vino y especias de nuestra propia chimenea.
Leesil se quedó callado. Magiere podía ver como se movía el engranaje de sus pensamientos, como iba examinando las diferentes posibilidades. Leesil no era tonto, más bien todo lo contrario. Por fin dejó escapar un gruñido exasperado, o puede que fuera un eructo.
--Vale, si quieres.
Y con eso, Leesil se dio la vuelta para quedar de espaldas al fuego. Magiere se inclinó hacia delante, cogió el pergamino que Leesil ni se había molestado en mirar y lo volvió a guardar dentro de sus vestiduras. Mientras se sentaba, Leesil se incorporó tan de repente que hasta Chap, que estaba tumbado a sus pies, se sobresaltó y se puso en pie.
--¿Cómo puedes haber ahorrado tanto dinero? --le espetó, confundido y exasperado.
--Anda, calla y duérmete --dijo bruscamente Magiere.
Leesil se dio la vuelta otra vez mientras gruñía en voz baja.
Magiere no se podía dormir, se sentía inquieta y ansiosa. Leesil no se iba a rendir con facilidad ante este cambio de planes tan repentino. Hasta ahí se lo esperaba, pero por lo menos ahora ya se lo estaba pensando. Esperaba que no fuera demasiado difícil empujarlo a lo demás, aunque puede que le llevara un tiempo. Esperar a que tuviera monedas en el bolsillo era la mejor opción. Con el monedero vacío habría opuesto mucha más resistencia y habría querido esperar a que le volviera a llover dinero del cielo.
Magiere observó como bailaban las llamas ante ella. Se dio cuenta de que Chap no se había acurrucado a lado de Leesil como tenía por costumbre, sino que estaba sentado un poco separado de su amo y miraba fijamente hacia los árboles. Finalmente, cansada de mirar como el perro no miraba nada, cerró los ojos. No vio como Chap cambiaba de sitio y se sentaba al lado del fuego a la misma distancia de Leesil que de ella.
* * *
Fuera, en la espesura del bosque, algo se movió. De un tronco de un árbol, a un arbusto, a una rama caída, a otro tronco de árbol, algo zigzagueaba, a la vez que se iba acercando a las volutas del fuego. Se quedó detrás de un roble viejo que tenía escamas de hongos a los costados y miró a escondidas a las dos figuras que dormían tranquilamente. Entre ambas había un perro, su cuerpo brillaba demasiado a la luz de la hoguera para tratarse un perro normal, o eso le parecía al observador. Pero el observador escondido no le dio mayor importancia al perro cuando sus ojos de luz minúscula se fijaron en la mujer que yacía bajo una manta de lana.
Su pálida piel brillaba a la luz del fuego y su oscuro pelo estaba salpicado de brillos rojos como la sangre.
--Cazadora --susurró el observador para sí mismo a la vez que reprimía la risa y tamborileaba con sus uñas como garras en la parte de atrás del tronco del roble.