Veintidós
El júbilo se esfumó del cuerpo de Bessie. Miró a Thomas, pero no pudo descifrar su expresión. Había dicho que los llevara a Edimburgo para colgarlos. ¿Qué estaba pensando? ¿Se debatía entre el rey y la familia? La elección de ella era más tremenda todavía. Su marido o sus hermanos. Debería haber sabido que llegaría a eso. Esas noches bailando y haciendo el amor, esos momentos de felicidad... Había llegado a creer que podía poner el placer por encima del deber. Para su hermano, por lo menos, el placer y la familia se habían mezclado en Cate, la mujer que lo había devuelto a casa y a ser él mismo. Él había nacido Brunson, pero Thomas era un Carwell y su deber como Guardián era para él lo que el valle era para los Brunson. Sin embargo, no decía nada.
—¿Alguna respuesta? —preguntó por fin el mensajero.
—¿Qué se puede responder al rey?
Ella ya sabía que Thomas nunca decía una mentira, pero que algunas veces disfrazaba la verdad. El mensajero se marchó y ella esperó que Hew se ocupara de alojarlo y de que comiera y bebiera algo antes de que volviera a Edimburgo porque ella no podía.
Se quedaron solos y en silencio y ella supo que tenía que volver a su casa.
—¿Cuándo salimos? —preguntó ella por fin.
—Tú no vas a ir. ¿No lo has oído? Tus hermanos son considerados traidores. Correrías peligro con ellos.
—¿Por ti?
Él te tomó la cara entre las manos y la miró con la intensidad de un beso, aunque no la besó.
—Nunca.
Ella lo miró para intentar memorizar sus ojos y sintiendo su cuerpo todavía en el de ella.
—Aun así, tengo que volver. Iré contigo o iré sola.
Tenía que estar allí pasara lo que pasara, no podía quedarse sola en ese castillo. Él suspiró y dejó caer las manos.
—Entonces, saldremos mañana.
—¿Intentarás apresarlos?
No lo conseguiría, pero ¿quién caería en el intento?
—Intentaré... encontrar otra salida.
Sin embargo, aquello era una trampa más mortal que las arenas movedizas. Una trampa que temía que él no pudiera sortear.
Cabalgaron durante dos días con más hombres que los que llevó hacía unos dos meses para la boda, con hombres suficientes para luchar si era necesario. Ella cabalgó junto a él, por delante de los hombres, para que sus hermanos no les dispararan flechas o dardos. Aparte de eso, solo se le ocurría rezar para que hubiese otra salida y que Thomas la encontrara. Confiaba en que Thomas la devolvería sin atacarlos y esperaba acertar. Sin embargo, cuando vio la fortaleza, le pareció que algo iba mal, algo olía mal. Azuzó el caballo y los hombres la siguieron al galope.
Era demasiado tarde. Los atacantes habían golpeado y se habían marchado. Los edificios exteriores estaban reducidos a cenizas y hasta la torre, la última defensa, estaba completamente negra, como si las llamas se hubiesen enfurecido porque no ardía. Fue la primera en llegar a la entrada y vio a Rob en la muralla. Lo habían llamado Rob el Negro, pero su expresión era más que sombría, era como si hubiese estado entre las llamase del infierno y hubiese visto a Satán. Levantó la ballesta y apuntó a Carwell.
—Entra, Bessie. Carwell si tú o alguno de tus hombres dais un paso, te meteré una flecha en el cuello.
Otros hombres se unieron a él como si quisieran corroborar la amenaza.
—Déjalos entrar, Rob —intervino ella—. Yo respondo por ellos.
Se sintió aliviada cuando su hermano no le preguntó por qué.
Carwell esperó mientras Rob, apuntándolo con un puñal, lo desarmaba antes de que entrara en el patio. Ella se agarró al brazo de Rob rodeada por las cenizas de su casa. Los dos se tambalearon como si les hubiesen herido las piernas a la vez que su casa y no se volvió hacia su marido para buscar consuelo. Los tejados de paja de la cocina y del edificio público del patio habían ardido y se habían derrumbado. Las mesas y armarios eran un montón de ceniza. Fue a la cocina, que había sido su orgullo y su dominio privado, y levantó una cazuela de cobre chamuscada. Él vio que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no las derramó. Entonces, miró a Rob como si, de repente, se diese cuenta de lo que había pasado.
—¿Hemos perdido...?
—Sí. A Jock el Raro, pero ellos han perdido a más —contestó Rob con cierto orgullo.
—Entonces, ¿dónde están Johnnie y Cate?
—Cabalgando, cerciorándose de que no han atacado a nadie más de la familia.
—¿Eran hombres de Storwick? —preguntó Carwell con la esperanza de que fuese así de sencillo.
Sería peor si hubiese sido Acre. Rob lo miró a los ojos, como un guerrero a otro.
—Sí, pero había más. Me pareció ver algunos Grahams y Rutledges. Incluso los colores del estandarte de Acre.
Él miró alrededor. Seguramente, Acre habría unido sus fuerzas con Storwick. Una venganza suficiente para todos ellos. Rob lo miró con el ceño fruncido.
—No pienso oír sermones tuyos sobre acusarlos el día de tregua.
—No, no los oirás porque lo que han hecho ya no es una infracción.
Los ojos de Bessie reflejaron la profundidad del dolor. Él se lo había contado, pero las condiciones del tratado habían sido algo abstracto. En ese momento, lo entendía plenamente.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Rob, quien no sabía nada—. Eres el Guardián de la Frontera y conozco las leyes de la frontera aunque las incumpla.
Él sintió como si una mano estuviera agarrándolo del cuello para estrangularlo.
—El nuevo tratado permite que los ingleses hagan cumplir la ley si deciden que yo no lo he hecho.
—¿Y nosotros no tenemos el mismo derecho? —preguntó Rob como si fuese un animal herido.
—No.
—¿Cree el rey que vamos a quedarnos sentados mientras los ingleses nos aniquilan? —le furia que Rob no podía dirigir contra los atacantes la dirigió contra Thomas—. ¿Esa es tu justicia, Guardián de la Frontera?
No lo era. Los ingleses nunca reconocerían que una incursión solo era una incursión. Siempre habría un castigo para un delito, fuese real o imaginario.
—No es la mía, pero creo que sí es la del Guardián de la Frontera inglés.
—Te reuniste con él —intervino Bessie sin disimular el desprecio y la incredulidad—. Sabías que iba a hacer esto, pero no los avisaste...
Él negó con la cabeza.
—Amenazó, sí, pero luego prometió que respetaría el día de tregua.
También había prometido que los ingleses aceptarían el tratado que habían negociado ellos dos. Todo lo que había dicho era mentira, una verdad a medias, una evasiva. Sin embargo, ¿acaso él no había dicho lo mismo?
Miró fijamente a su marido, al hombre que amaba, y su vida se redujo a unas cenizas tan frías como las que tenía a los pies.
—¿Creíste al Guardián de la Frontera inglés? —lo miró a los ojos como si no lo conociera en absoluto—. ¿Cómo pudiste confiar en él?
Sin embargo, ella había hecho lo mismo. ¿Acaso no había confiado en un hombre que la había traicionado? Lo más fácil sería considerarlo responsable y odiarlo, pero ni siquiera tenía esa certeza. No solo desconfiaba de Thomas, no sabía si podía confiar en sí misma. El cuerpo no mentía... ¿o sí? Creyó que lo conocía, se había dicho a si misma que la quería, había dejado que la encandilara y que olvidara quién era y cuál era su deber. En ese momento, su familia había pagado por su egoísmo.
Él también la miró a los ojos sin ocultar nada.
—No debería haberlo creído. No fue su primera traición.
Ella se quedó inmóvil porque supo lo que seguía, lo que siempre había sospechado, lo que no había querido ver cuando ya no quería creerlo. Rob levantó su espada y apuntó al pecho de Thomas.
—Habla.
Thomas se mantuvo tranquilo, con la cabeza alta y la espalda recta.
—El otoño pasado, mantuve unas negociaciones secretas con el Guardián inglés sobre el tratado —se dirigió a ella como si estuvieran solos—. Me consideraste responsable de lo que pasara ese día y lo era. El acuerdo fue que me entregaría al cabecilla de una conspiración contra el rey Jaime y él recibiría a Willie el Marcado el Día del Armisticio.
Todo lo que ella había temido y no había querido creer era cierto. Sin embargo, Thomas nunca había sabido cuáles eran los peores delitos de Storwick. Solo cinco personas los sabían y una estaba muerta. Aun así, ella intentó justificar a su marido.
—Pero nos acompañaste, lo buscaste con nosotros.
—Y nunca lo capturamos —intervino Rob—. Como dijimos Johnnie y yo, le informaba de todos nuestros planes.
—No —Carwell sacudió la cabeza—. El resto fue casualidad.
—No lo creas —replicó Rob en tono tajante.
—No hay motivo para que me creas, pero es la verdad. Le dije a lord Acre que podría encontrar a Willie el Marcado, nunca le dije que podría quedárselo.
Ella los miró. ¿Cuál era la verdad?
—Entonces, conocías el tratado desde el principio —insistió Rob—. Sabías lo que iban a hacer.
Carwell negó con la cabeza.
—Cambiaron todo nuestro acuerdo. Yo hice todo porque quería que se juzgara a Angus por lo que le hizo a mi padre.
Ella vio una sombra de comprensión en los ojos de Rob, pero la espada no se movió.
—Además, el rey también lo quería —añadió Thomas—. Al menos, eso dijo.
Rob sacudió la cabeza como si Thomas fuese un ingenuo.
—Los reyes hacen lo que quieren.
—Ahora, lo que quiere el rey es declarar insubordinados a los Brunson —dijo ella mirando a Rob para no mirar a Thomas—. Carwell tiene que llevaros a Edimburgo para que os cuelguen.
Rob sonrió por primera vez.
—Es él quien va a ser colgado.
Obligó a Thomas a que se arrodillara. Estaba desarmado y a merced de su hermano. Rob tomó una cuerda de su caballo y la ató alrededor del cuello de su marido. Algo cambió dentro de ella. Estaba otra vez en casa, en la tierra de los Brunson, rodeada de piedras Brunson y hermanos Brunson. Debería haberse sentido plenamente Brunson otra vez, sin preguntarse quién era, no a quién debía lealtad. Miró a Rob y supo que él esperaba su respaldo incondicional. Sin embargo, apoyó la mano en el hombro de Thomas y él se la agarró.
—No lo harás salvo que me cuelgues a mí primero. Es mi marido.
—¿Marido? —Rob, sin salir de su asombro, soltó la cuerda—. Te la confío y esto es lo que pasa...
—Solo soy su prometido —replicó él como le había explicado muchas veces a ella—. Para evitar que el rey la entregara a unas manos peores.
Ella no pudo contener las palabras cargadas de furia.
—¿Peores que las tuyas?
No podía confiar ni en sus manos, ni en sus labios, ni en sus ojos, como no podía confiar en los de ella misma... ¿o sí?
—Cuando lo mate, ya no estarás prometida —añadió Rob.
Ella contuvo el aliento para sentir alivio y que eso era lo que había que hacer, para sentirse una Brunson otra vez, pero no lo consiguió. Cuando se marchó de esa fortaleza, dejó un mundo tan inamovible e incuestionable como las colinas. Era una Brunson y no podía imaginarse otra cosa. La decisión de los Brunson, la decisión de Rob, era muy clara; Carwell tenía que morir. Sin embargo, el corazón le decía otra cosa. Apartó la espada de Rob con la mano.
—No lo matarás. Es mi esposo.
Thomas la miró penetrantemente.
—No hace falta que lo hagas, Bessie. Estás en tu casa, como prometí. No hace falta...
—No tendría otro —le interrumpió ella sacudiendo la cabeza.
—¿Aunque...?
—Aunque.
Lo sujetó mientras lo levantaba y él la miró con unos ojos rebosantes de felicidad. Cuando intentó hablar, ella le puso un dedo en los labios porque no quería oír más palabras. Entonces, la abrazó y dejó que sus labios se expresaran de otra manera. Rob, detrás de ella, quiso gritar.
—No daré mi autorización.
Ella dejó de besarlo y se apoyó en Thomas para quedarse entre él y la espada de Rob.
—No la he pedido.
La espada de su hermano tembló.
—Si lo haces, ya no serás una Brunson.
Sí lo sería, pero también sería algo más. Algún día, cuando Rob se enamorara, lo entendería.
—El rey me dijo que si los Brunson seguían haciendo incursiones, me consideraría responsable —intervino Thomas—. Supongo que eso me convierte en un poco Brunson.
El rostro de Rob reflejó la angustia. Su pobre hermano mayor, el jefe del clan, no había conocido otro mundo, nunca había tenido otras alternativas, nunca había salido de la fortaleza, como Johnnie y ella, y nunca había tenido que replantearse todo lo que creía saber. Temía lo que podría pasar si alguna vez se encontraba ante algo que le trastocara su mundo.
—¿Por qué, Bessie? —preguntó Rob bajando la espada—. ¿Por qué nos abandonas por él?
Ella miró a su marido con una sonrisa. Todo lo que había considerado firme se movió bajo sus pies, pero se mantuvo erguida.
—Porque me enseñó a bailar —contestó ella.
Thomas Carwell, Guardián de la Frontera, no llevó a los Brunson a Edimburgo para que los colgaran, ni apareció para encontrarse con lord Acre el Día del Armisticio de febrero. En cambio, mientras el Guardián de la Frontera inglés permanecía solo en la calle principal de Kershopefoote, la fortaleza de Storwick, escasamente defendida, recibió toda la ira de una incursión de cuatreros. Secuestraron a Hobbes Storwick, jefe de la familia, y lo llevaron al otro lado de la frontera. Nadie supo a dónde. Sin embargo, sí supieron quién había sido. Fue la familia Brunson con los hombres de Carwell.