Tres

 

¿Qué estaba haciendo esa mujer? ¿Estaba mal de la cabeza? Carwell la miró con fastidio y luego miró a sus hermanos. Ellos no permitirían ese disparate... ¿Lo era? Analizó la situación intentando disimular lo que pensaba. No era lo que esperaba el rey, pero el rey tenía cierta debilidad por las mujeres. Las disculpas de una Brunson tan hermosa podrían aplacarle el corazón, pero una discusión airada con uno de los insumisos hermanos podría empeorar las cosas. Sin embargo, que una mujer corriera ese riesgo, aunque fuese una tan obstinada como Bessie Brunson... No.

—Imposible —replicó él como si fuese su decisión.

Ella no le hizo caso y se dirigió a sus hermanos.

—Puedo ir a ver al rey. Puedo explicarlo...

—¿Explicarlo? —Rob levantó las manos—. Aunque nos olvidemos de Willie Storwick, invadimos un territorio neutral e incendiamos una fortaleza. Eso es lo que hicimos.

—Sí... —Carwell suspiró. Él lo sabía porque los había ayudado—. El rey quiere vuestro juramento y que prometáis un comportamiento aceptable, no una explicación.

—El rey quiere un castigo —intervino John.

Su expresión sombría era la misma que la de Rob. Además, se había criado al lado del rey y lo conocía mejor que todos ellos.

—Querrá encadenarte —siguió John.

—O algo peor —añadió Carwell conteniendo un estremecimiento.

Otros habían gobernado al rey desde que era muy pequeño y tenía que enmendar muchos años de desaciertos. Ella palideció y él se preparó para agarrarla si se desmayaba. Si se daba cuenta del peligro, eso la disuadiría. Ella, sin embargo, ni se inmutó.

—Que sea lo que Dios quiera.

—No sabes lo que estás diciendo.

La vida allí era difícil, pero las amenazas eran muy claras. La corte estaba llena de peligros ocultos, era engañosa como las arenas movedizas que aprendió a evitar cuando era un niño. Esas arenas podían parecer seguras, pero un solo paso equivocado podía llevarte a la muerte. Bessie Brunson ni siquiera podía bailar sin tropezarse.

—Déjanos —le pidió Rob—. Es una decisión de la familia.

Él, aliviado, asintió con la cabeza. No había ido a negociar con Bessie Brunson. Prefería que sus hermanos se ocuparan de ella. Se dio la vuelta y le susurró al oído mientras se dirigía hacia la puerta.

—No te permitirán que vayas.

—No podrán impedirlo —replicó ella con una sonrisa.

 

 

Bessie no lo miró mientras salía de la habitación. Tendría que pagar un precio por quedar a su merced, pero no sabía cuál sería. Todos expresaron sus reparos en cuanto él cerró la puerta.

—Es demasiado peligroso.

—No es un sitio para ti.

—No puedes —Cate la agarró de un brazo—. No te dejaré.

Su negativa era la más difícil de resistir porque tenían secretos que no podía saber un rey. Sin embargo, Cate, que había sido como una hermana, ya era una esposa y ella dormía sola en su dormitorio. Apretó la mano de Cate.

—No queda nadie más —insistió ella sin alterarse—. Johnnie ya lo ha desafiado. El rey lo encadenará sin escucharlo. Rob, tú solo sabes hablar con una espada. Sin embargo, si voy yo...

Sintió una punzada en las entrañas. ¿Fue de miedo o de emoción?

—Soy una mujer. No puedo jurar en nombre de la familia y el rey no puede obligarme, pero es posible que pueda conseguir que me escuche lo suficiente para explicarlo.

—¿Explicarle cómo murió Willie Storwick? —preguntó John agarrando a su esposa de la mano.

—No tengo que mentir —Bessie se encogió de hombros—. Ninguno de nosotros lo mató y nadie tiene por qué saber nada más.

Sobre todo, Thomas Carwell.

—Ojalá lo hubiese hecho yo —dijo Cate.

—Sin embargo, es posible que consiga que el rey lo entienda...

¿Qué le contaría? ¿Cómo soplaba el viento en lo alto de las colinas? ¿Que los cardos se ponían de color morado al atardecer? ¿Que pasaban los días mirando al sur mientras esperaban que los cuatreros arrasaran el valle? ¿Que su hogar, su vida y esas personas también eran maravillosas?

—Hacemos lo que tenemos que hacer para proteger a la familia —gruñó Rob—. Eso es lo único que tiene que entender un hombre.

—Carwell no lo entiende —dijo ella.

—Al rey no le importa nada nuestra familia —añadió Johnnie—. Solo le importa que no pasó lo que quería que pasara.

Lo que el rey había querido era que Johnnie hubiese impuesto su voluntad a los Brunson. Johnnie, en cambio, se dio cuenta de que la familia era lo primero, lo último, lo único.

—Si no voy, si no intento que cambie, nos perseguirá a todos —insistió ella.

—Nos perseguirá antes o después —afirmó Johnnie en tono sombrío.

—Es posible, pero si voy, ganaréis el invierno.

Ganarían tiempo. Johnnie y Cate se sonrieron fugazmente y Rob acarició la empuñadura de su puñal. Ella siempre había estado más unida a Johnnie y él la miró con desconcierto.

—Una vez te propuse que fueses a la corte, ¿verdad?

—Sí.

Ella lo rechazó porque sabía que se reirían de sus vestidos anodinos y de su forma de ser tan poco refinada. Dos cosas demasiado egoístas como para que le importaran en ese momento.

—Entonces, ¿quieres conocer al rey? —le preguntó John tomándole las manos.

—¿El rey? ¿Crees que voy para bailar al ritmo de los trovadores?

Era su deber. Su padre se avergonzaría de ella si creyera que había pensado un segundo en la ropa o la música... o en sí misma.

—No me fío de él cuando te tenga cerca —contestó John sacudiendo la cabeza.

—Ne me dejo obnubilar por un rey —se quejó ella.

—No tienes que preocuparte por Bessie —añadió Cate.

John sonrió a su esposa.

—No desconfío de Bessie o del rey, desconfío de Carwell.

Todos se quedaron en silencio. Ese era el problema, ninguno confiaba en él.

—Sin embargo, el rey sí confía en él —intervino ella.

«No me insultes»

Aquello fue lo más mordaz que él había dicho. Dejó de lado ese recuerdo. Sus hermanos habrían combatido a su lado, pero ella no confiaba en ese hombre de medias verdades y con unos ojos tan cambiantes.

—Eso es lo que importa en este momento —siguió Bessie—. Además, si paso suficiente tiempo a su lado, encontraré la manera de demostrar que nos traicionó.

Willie el Marcado había escapado dos veces cuando lo perseguían aliados con Carwell y solo murió cuando los Brunson lo buscaron por su cuenta.

—Él juró que lo perseguiría —dijo John con un suspiro.

—¿Y tú lo creíste? —preguntó Rob resoplando.

—No se mata a un hombre sin pruebas.

—Tampoco mandas a tu hermana a la corte con él.

—Discutid. Yo iré haciendo el equipaje —les advirtió ella mientras iba a hacia la puerta.

Lo primero que vio cuando salió al patio fue a Thomas Carwell.

 

 

Carwell se apartó de la puerta cuando vio el resplandor de su pelo como el pecho rojo de un pájaro de los que sobrevolaban el valle.

—¿Y bien? —preguntó él arqueando una ceja.

Ella ladeó la cabeza sin sonreír.

—¿No lo has oído estando tan cerca de la puerta?

Lo había intentando, pero los muros eran muy gruesos.

—Solo he oído algo sobre hacer el equipaje.

La puerta se abrió detrás de ella y apareció Rob.

—¡Bessie, vuelve! ¡No permitiré que te marches con ese...!

Rob vio a Carwell y cerró los labios.

—Puedes decirlo.

—Con ese renegado en quien no se puede confiar.

Un hombre que escondía su estandarte para disimular a quién debía lealtad. Él apretó la mandíbula para contener una réplica áspera. Si no confiaba en él, no pasaba nada. John asomó la cabeza por encima del hombro de su hermano y casi ni miró a Carwell.

—Bessie, no conoces la corte. Stirling es un nido de víboras. Te comerán viva.

—¿De verdad? —preguntó ella sin inmutarse—. Entonces, las víboras se atragantarán.

Era muy terca. Sus hermanos eran unos obtusos y no confiaban en él, pero sí eran lo bastante sensatos como para saber que no se podía poner a una mujer en esa situación, aunque fuese una mujer fuerte.

—Coincidimos en que ella no puede hacer esto.

Rob se giró para mirarlo y él vio un cambio en el fondo de sus ojos.

—Y tampoco lo apruebo.

Se había precipitado. ¿Lo permitiría Rob solo porque él se había opuesto?

—Yo, sí —intervino Bessie—. Es la única solución.

Sus hermanos se miraron antes de que Rob la mirara a ella.

—¿Estás segura?

—Estoy segura de que es mi deber. Apartaos y dejad de desperdiciar saliva —miró a Carwell por encima del hombro—. Todos.

Él tomo aliento para rebatir ese disparate.

—Es mi saliva y...

Entonces, se encontró con tres hermanos y una cuñada y todos tenían ese gesto de «tercos como un Brunson».

—Tiene razón, lo sabes, ¿verdad? —preguntó John sacudiendo la cabeza.

—Sí —reconoció Rob con un suspiro.

Ella le había dicho que sus hermanos no podrían impedirlo. ¿Cómo lo había sabido? Los dos hermanos se giraron hacia él.

—Si le pasa algo, cualquier cosa, tú responderás —le advirtió Rob.

—Será rehén del rey Jaime por lo que habéis hecho vosotros —replicó él sofocando la furia—. Si violáis la paz, ¿esperáis que desafíe al rey por vosotros?

Todos se miraron con escepticismo. No, no esperaban eso. Todavía le reprochaban lo que salió mal el Día del Armisticio, pero no más de lo que se lo reprochaba a sí mismo.

—Su vida, tienes que prometer que protegerás su vida con la tuya —le exigió John con rabia.

Él miró a Bessie, quien tenía la barbilla levantada y los labios apretados. Deseó con todas sus ganas negarse. La última vez que hizo una promesa así, no la cumplió, pero esa vez... Esa vez tenía que cumplirla.

—Defenderé su vida con la mía.

Su libertad... Eso no podía prometerlo.

—¿Y su reputación? —añadió John.

Bessie abrió los ojos como platos.

—No necesito que...

—Sí —insistió John.

Tenía que ocuparse de que fuera y volviera intacta.

—Eso también.

—Si le pasa algo...

—He dado mi palabra —Carwell interrumpió la amenaza de Rob.

Si le pasaba algo, su conciencia lo castigaría mucho más que lo que podrían hacerlo los Brunson.

—Saldremos al amanecer —le dijo a Bessie.

Ella asintió con la cabeza. Su tranquilidad era como un cardo que le arañaba la piel. Era inalterable como una roca.

—Estate preparada —le advirtió él antes de darse la vuelta y marcharse.

 

 

A la mañana siguiente, mientras Bessie bajaba la escalera de caracol, pasó los dedos por el mismo muro de piedra por donde los pasaba siendo un bebé en brazos de su madre. Los escalones llegaron al suelo demasiado deprisa. «Paso a paso», solía decir su padre cuando una tarea parecía excesiva. En ese momento, cada paso era una despedida. Cada piedra, cada tablón y cada vela se merecían una despedida propia. Cate la abrazó cuando llegó abajo y fueron juntas hasta la puerta.

—Hay suficiente harina para todo el invierno si no haces demasiadas tartas. A Rob no le gustan las zanahorias. Cuando hagas un guiso, saca su ración sin echárselas. La chica de los Tait puede ayudarte a hacer la cerveza. La hace bien, pero es perezosa y tienes que vigilarla para...

Se abrió la puerta y vio el patio lleno de hombres a caballo. Su arcón de madera, penosamente pequeño, ya estaba atado a las parihuelas de madera que arrastraría el caballo. Ya no quedaba tiempo y Cate le puso una mano en el hombro.

—Todo saldrá bien.

Bessie levantó la mirada hacia las colinas cubiertas por la niebla. Era la época de las incursiones. Cualquier cosa podía pasar mientras estaba lejos y miles de espantos se le pasaron por la cabeza. Levantó la barbilla para alejarlos. Rob y John estaban esperándola. No podían dudar de ella, no podía dejarlos intranquilos. Se despidió primero de Johnnie, quien nunca había tenido reparos en mostrar cariño y la abrazó con fuerza.

—Ten cuidado. El rey no es mala persona, pero es más joven que prudente.

—No me retendrá allí mucho tiempo, ¿verdad?

Johnnie le revolvió el pelo como hacía cuando eran más jóvenes.

—¿A una mujer tan guapa como tú? Le costará perderla de vista.

Él sonrió con los labios, pero no con los ojos. Ella sacudió la cabeza.

—Entonces, no te preocupes, volveré para la fiesta del solsticio de invierno, para Yuletide.

Entonces, Johnnie le dio una moneda de plata tapándose con la espalda de la mirada de Rob.

—Toma, por si la necesitas... para algo.

Ella abrió los ojos como platos.

—Tiene acuñada la cara de rey —le explicó él.

Ella pasó el pulgar por el perfil coronado.

—Tiene una nariz muy grande.

—Y una voluntad mayor todavía.

Ella se guardó la moneda en la bolsa que llevaba colgada de la cintura y se volvió hacia Rob, quien, incómodo al tener que expresar sus sentimientos, levantó los brazos sin saber qué hacer con ellos. Ella le rodeó la cintura con sus brazos y apoyó la mejilla en su pecho durante un instante. Cuando fue a acariciarle la mejilla, él la apartó. Rob era como su padre, incapaz de ser cariñoso ni siquiera con ella.

—No te preocupes —lo tranquilizó agarrándole una mano y parpadeando para no llorar.

Rob, en vez de mirarla a los ojos, miró con el ceño fruncido a Carwell.

—Tráela sana y salva o te arrepentirás. Si le pasa algo, te encontraré te metas donde te metas.

—No le pasará nada.

Sin embargo, Carwell no miró a Rob, sino a ella, quien sacudió la cabeza como si no quisiera su promesa. Nunca volvería a confiar en él.

—Me cuidaré de mí misma.

Sabía quién era, qué estaba haciendo y por qué. Además, si para conseguirlo tenía que soportar al arrogante e indigno de confianza Carwell, lo haría.

Montaron en sus caballos, salieron de la fortaleza y se dirigieron hacia el este, hacia el sol. Entonces, el viento le llevó las voces de Rob y Johnnie que cantaban la canción que definía a los Brunson.

 

Silenciosos como la luna, firmes como las estrellas...

 

Se había criado sabiendo cuál era su sitio. Una sirviente silenciosa, un apoyo firme, el centro sereno y sólido de la casa. En ese momento, estaba alejándose de todo lo que conocía y amaba, pero lo hacía para poder conservarlo. Miró a Carwell por el rabillo del ojo y le sorprendió que estuviera observándola. Miró hacia otro lado. Podía haber otro motivo para que fuese a la corte. No era por los bailes y lo vestidos, era para poder llevar la cabeza de ese hombre en una bandeja cuando volviera. La melodía fue desvaneciéndose y se dio la vuelta para ver su hogar por última vez. Sin embargo, solo vio la niebla.

 

 

Bessie había pensado hacerle hablar mientras viajaban, pero hacía frío, soplaba el viento y cabalgaban demasiado deprisa para hablar. Conocía las tierras de los Brunson como la palma de su mano, pero al final de la jornada se encontró rodeada de colinas desconocidas.

—Este es el límite de las tierras de los Brunson —comentó él mientras desmontaban para acampar—. Las tierras de Robson empiezan en la siguiente cima.

Entrecerró los ojos para intentar ver en la penumbra. La siguiente cima le pareció casi idéntica a la que acabaña de pasar.

—¿También mandas en esta parte de la frontera?

—¿Mandar? El Guardián de la Frontera no manda nada.

—Pero dejaste muy claro que eres el responsable de este lado de la frontera.

—Responsable, sí, pero el rey no manda casi nada aquí, como han dejado muy claro los Brunson. Solo intento que los brutos como tus hermanos no se maten entre sí... ni me maten a mí —añadió con una sonrisa.

¿Cómo podía sonreír? La vida y la muerte no eran un juego.

—A los que vivimos aquí, no nos parece gracioso.

—No me he reído. Solo quería romper tu silencio y que sonrieras.

Ella, contra su voluntad, esbozó una sonrisa. Era verdad que Rob podía ser un bruto.

—Si tuvieras que pasar tu vida entre esos dos zopencos, tampoco hablarías mucho.

En casa no tenía que hablar mucho. Eso la había dejado torpe para juntar las palabras con Carwell, y mucho más con el rey...

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Stirling? —preguntó dejando de sonreír.

—Cinco días si el tiempo se mantiene así.

Ella asintió con la cabeza. Era noviembre y el tiempo no se mantendría así. Por detrás de ellos, los hombres se habían dispersado para montar el campamento y encender una hoguera. Cada uno parecía saber cuál era su tarea y, por primera vez en su vida, ella no lo sabía. Miró alrededor para encontrar algo que hacer y vio a un hombre que calentaba una plancha para hacer tortas de avena. Carwell la agarró de la muñeca con su mano enguantada antes de que se moviera.

—Le dije a tus hermanos que me ocuparía de ti.

Era un hombre muy raro. ¿Nunca había visto a una mujer haciendo pan?

—Doy de comer a mis hermanos y no creo que una plancha caliente vaya a parecerles una violación de tu promesa.

Tiró de la mano y él la soltó lentamente.

—No obstante, harás lo que he dicho.

Ella abrió la boca para protestar, pero él se alejó para supervisar el trabajo de sus hombres. Ella se quedó en jarras y con la boca abierta. Sus manos, desacostumbradas al ocio, cayeron a sus costados. El viento le llevó el olor de las tortas en la plancha. Carwell creería que la protegía, pero sus hombres agradecerían su ayuda. Miró por encima del hombro y lo vio de espaldas. Fue hasta el fuego y se agachó para recibir el calor en la cara. El hombre que manejaba la plancha la saludó con la cabeza.

—Yo me ocuparé —se ofreció ella.

Sin esperar permiso, agarró el mango de hierro. Le abrasó, soltó la plancha encima de las llamas y se llevó los dedos a la boca. El hombre de Carwell frunció el ceño, rebuscó entre las ascuas con una mano enguantada y recuperó la comida. Ella se disculpó, se levantó y retrocedió unos pasos. ¿Cómo había podido ser tan necia? Se dio la vuelta y cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas de dolor. Nunca habría cometido ese error en su cocina, donde conocía cada piedra del suelo. Sin embargo, allí hasta la tierra le parecía desconocida e implacable. Estaba lejos de su hogar y a expensas de un hombre en el que no confiaba y al que no entendía.

—Toma una.

La voz de Carwell, justo detrás de ella, le sonó tan próxima que le pareció que había oído sus pensamientos. Le ofrecía una torta de avena. ¿Habría visto su torpeza? Lo miró a los ojos y maldijo la penumbra que no le permitía descifrar su expresión. Aun así, el enojo que mostró cuando la abandonó se había disipado... o lo disimulaba. En casa, podía interpretar los sentimientos de sus hermanos aunque no hablasen. Allí, era el eje de la rueda sobre el que giraban los demás. En ese momento, no tenía una función y el hombre que tenía delante era tan desconcertante como los pasos del baile que había intentado enseñarle. Tomó la torta caliente con la mano que no le dolía.

—Recién hecha.

Su lengua quiso rechazarla, pero su estómago, no. La aceptó y esbozó una sonrisa involuntaria mientras se deleitaba con el primer bocado caliente. Entonces, dio un respingo al notar que Carwell le ponía una capa por encima de los hombros. Lo miró perpleja. No conocía ningún hombre que pudiese oír los pensamientos de una mujer solo con mirarla detenidamente. Los hombres que conocía ni siquiera oían los pensamientos que decía en voz alta. Tenía frío, era verdad, pero no necesitaba que la mimaran. Se quitó la capa y se la devolvió.

—No la necesito.

Él la tomó y volvió a ponérsela sobre los hombros demostrando que podía desdeñar lo que decía como cualquier otro hombre.

—No quiero que enfermes por el camino.

Tenía las manos sobre sus hombros y el viento, que soplaba por detrás de ella, los envolvió con la capa como si fuesen unos enamorados. ¿Qué se sentiría al tener a un hombre que la abrazaba y la protegía? Se movió tentada de dejarse caer sobre su pecho... No. Ese viaje no era para hacer lo que ella quisiera, era un deber para con su familia. Por eso, si bien no podía sucumbir al deseo de que la protegieran, tampoco podía permitir que su orgullo injustificado le impidiera aceptar ropa de abrigo y buena comida.

—Entonces, debo darte las gracias.

Esas palabras le dejaron un regusto tan amargo como delicioso se lo había dejado la torta.

—No te esfuerces —replicó él soltándola.

Ella se mordió el labio inferior. Había vuelto a meter la pata. Él esperaba que dijera «gracias» y «por favor», que sonriera e inclinara la cabeza, que actuara como hacían en la corte. Sin embargo, le había dado las gracias y eso era un honor para ser una Brunson.

—Te he instalado aquí —siguió él.

Habían colocado una manta desde el suelo a un árbol para formar una tienda de campaña improvisada. Ella la miró sin salir de su asombro. Ningún habitante de la frontera se cubría cuando viajaba por las colinas. Dormían al raso para ver mejor al enemigo si se acercaba. Sin embargo, al verla, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Le había facilitado un espacio privado y cerca del agua para que pudiera beber y lavarse fácilmente. Esa vez, el arrebato de agradecimiento fue sincero, pero no iba a doblegarse dándole las gracias cuando había rechazado el intento anterior.

—Tus mujeres deben de ser delicadas.

Ella lo dijo con cierta envidia, aunque había sido involuntariamente. Una sombra de dolor cruzó el rostro de él.

—Ya veo que tú no lo eres —replicó él intentando ponerse la careta otra vez.

Entonces, se acordó de que, en ese momento, no había mujeres en su casa.

—Lo siento. No quería...

Sus palabras irreflexivas quedaron flotando en el aire. Era tan torpe hablando como bailando. Pisaba los pies y se chocaba con la gente. Él se dio la vuelta para marcharse antes de que lo pisara otra vez.