Catorce

 

Se arrepintió de todo al despertarse. Había dicho que las mujeres Brunson eran fuertes. Una fanfarronada absurda. Ella había sido débil, había buscado el placer en vez de atenerse a cumplir con su deber. Había permitido que la sedujeran, y no solo Carwell. Se había dejado llevar por la música, el baile y las cadenas de oro prestadas, había creído que podría moverse entre el placer y el deber con la misma naturalidad que él, y no lo había conseguido.

En ese momento estaba casada a todos los efectos con un hombre que no se acostaría con ella, con un hombre al que no podría dejar y con el que tampoco podría vivir. Había confiado en él y había recordado, demasiado tarde, que no debería haber confiado en él porque había traicionado sus esperanzas y, seguramente, había traicionado a su familia. En ese momento, sería rehén de Carwell para siempre a no ser que el rey perdonara a su familia y le permitiera volver a su casa para romper ese maldito compromiso matrimonial.

 

 

Para alivio de Carwell, los negociadores volvieron de Berwick al día siguiente. Una vez firmado el tratado, podría marcharse de la corte, aunque faltaba menos de una semana para la Navidad y el rey insistiría para que se quedara a celebrar Yuletide.

El rey lo llamó a sus aposentos, junto a los demás señores y consejeros, para que le leyeran las condiciones. Empezaba con el típico lenguaje burocrático y él se distrajo pensando en un pelo rojo a la luz de la chimenea.

—¿Qué es esa parte sobre el salmón? —preguntó el rey.

—El incumplimiento comercial de los comerciantes de Edimburgo, majestad. ¿No os acordáis?

—Ah, sí...

Él intentó olvidarse de Bessie y centrarse en el tratado. Era la culminación de todos sus esfuerzos para que se castigara a Angus. Sin embargo, a medida que seguía la lectura, el lenguaje le resultaba cada vez más desconocido, y no solo en lo relativo al salmón. Escuchó con un espanto creciente lo que llegó después. Angus perdería todas sus tierras y todos sus castillos, pero podría vivir exiliado en Inglaterra.

—¡No! —gritó él sin darse cuenta siquiera de que se había levantado—. No puedo aceptarlo.

—¿Tú? —el rey lo miró con unos ojos que ya no eran de niño—. No eres tú quien tiene que aceptarlo.

—Eso no es lo que se acordó.

No podía decir mucho más sobre las negociaciones secretas cuando tenía los ojos de los embajadores oficiales clavados en él.

—Yo lo acordé —insistió el rey—. Tú tienes que conformarte.

—Pero iba a resolverse de otra manera.

¿Cuánto podía decir? ¿Tenía alguna importancia ya?

—Se ha resuelto así —replicó el rey en un tono que le pareció tan apenado como se sentía él—. Mi tío el rey siente una afinidad irracional con ese hombre. Me apretó hasta que...

El rey se encogió de hombros. Hasta que cedió. El joven rey, quien no había conseguido atrapar a su odiado enemigo, tampoco se había mantenido firme. El juramento que había exigido a todos los señores se quedaría en eso, en palabras que se llevaría el viento. Angus, el hombre que el rey y él habían jurado aniquilar, cruzaría la frontera para disfrutar de la vida en la corte inglesa. Se dejó caer en su asiento. Todo había sido en vano. ¿Había traicionado a los Brunson? Eso podía justificarlo. Quizá Willie el Marcado escapara una vez, pero atraparían y castigarían a Angus. Eso habría justificado todo lo que había hecho. Ya no podía dar más explicaciones. Siguieron con la lectura del tratado y su espanto creció a medida que las palabras iban amontonándose una encima de la otra. Volvió a levantarse.

—No podemos aceptar esas condiciones. Permitirían que el Guardián de la Frontera inglés invadiera Escocia para mantener la paz.

—Solo, si no puedes mantenerla tú —replicó el rey en tono tajante.

—Pero esto...

La furia lo atragantó ante la idea de que el Guardián de la Frontera inglés entrara en Liddesdale para impartir su justicia a los Brunson.

—Esto es imposible de aceptar. Devolved un...

—Está firmado.

Mudo, miró fijamente al rey y se sintió como si se hubiese quedado sin sangre, como si solo tuviera un caparazón frío y vacío.

—¿Firmado? —consiguió preguntar.

—Cinco años de paz —contestó Jaime con una sonrisa—. Acordado y zanjado.

—Pero darles permiso para que crucen la frontera e invadan...

El rey lo interrumpió como si ya hubiese asimilado el acuerdo.

—Ya pueden hacerlo si persiguen a un jinete que se da a la fuga.

—Entonces, nosotros podremos hacer lo mismo.

—No.

—¿No?

—Escucha lo que sigue —contestó el rey levantando la voz—. Léelo.

—Los Guardianes se reunirán en febrero de 1529 para fijar días de tregua...

—Eso es. Esa parte —el rey miró fijamente a Carwell—. Los demás Guardianes y tú fijaréis días de tregua. Si mantienes la paz, ellos no tendrán que cruzar la frontera.

—Tampoco tendrán motivos para resolver disputas. Si tienen derecho a entrar, ¿por qué iban a acatar los días de tregua?

Los demás miraron alrededor con desasosiego. Él tomó su espada y se marchó. No podía oír nada más. Mientras recorría los pasillos del castillo de Stirling, se dio cuenta de que sus intentos de solucionar las cosas entre bastidores habían sido inútiles. Los intereses del rey y los de los habitantes de la frontera habían tomado caminos distintos, como habían previsto los Brunson, y sus maquinaciones no lo habían impedido.

 

 

Rodeó las murallas bajo la nevada de diciembre hasta que se le pasó el arrebato de furia y se dio cuenta, con espanto, de que tendría que contarle a Bessie lo que había pasado. Hacía unas semanas pensó, neciamente, que lo confesaría todo, que había conspirado con el Guardián de la Frontera inglés y por qué. Había pensado hacerlo cuando pudiera comunicarle que habían capturado a su odiado enemigo Angus, que se haría justicia y que se vengarían. Los Brunson entendían muy bien la venganza. Sin embargo, ya no podría hacerlo cuando Angus estuviera disfrutando en la corte del rey Enrique. No habría justicia, no habría manera de justificar ese acuerdo. Solo quedaba el fracaso y la esperanza del rey de que participara en la farsa de los días de tregua.

 

 

La encontró, después de mucho buscarla, en la cocina oscura y cálida que había debajo del salón. Parecía tan tranquila como si estuviera sola, pero los sirvientes, no. Cuando lo vio, no le preguntó nada, pero se desató el delantal y lo siguió en silencio a su habitación. Era una mujer fuerte y que sabía el valor del silencio.

La cama era una presencia acusadora para él, pero era el único sitio donde podían hablar sin que nadie los oyera.

—Se ha firmado el tratado —dijo sin preámbulos.

—Pero no estás complacido.

—Las condiciones no son las que deseaba. A tus hermanos tampoco va a gustarle.

Se lo explicó rápidamente y mantuvo la voz serena mientras le contaba las disposiciones sobre Angus.

—¿Y? —preguntó ella cuando terminó—. ¿Cuál es la peor parte?

—Si los ingleses no quedan satisfechos por los castigos a los escoceses, tendrán la autoridad para entrar y obtener el resarcimiento que quieran.

—Entonces, la función del Guardián... —empezó a decir ella con los ojos como platos.

—Se convierte en algo inútil, sí.

Curiosamente, eso era lo que menos le había enfurecido. Aunque ese cargo le había parecido la culminación de sus aspiraciones solo unos meses antes.

—Lo siento.

Ella le puso una mano en el hombro y él se lo permitió porque necesitaba su consuelo. Después de tantos años de pesar, había esperado que las firmas de los reyes lo hubieran resarcido por fin. En ese momento se dio cuenta de que no lo habían hecho ni lo habrían hecho. Aunque hubiesen decapitado a Angus y lo hubiesen nombrado Guardián de la Frontera para siempre, solo le quedaría un castillo vacío y el sonido del mar.

Sin embargo, en ese momento, esa mujer, a la que había creído que tenía que proteger, quería consolarlo y él lo aceptó, que Dios se apiadara de él.

Un beso delicado y vacilante al principio que se tornó en ávido. Unas manos que llevaban demasiado tiempo vacías y que anhelaban acariciar sus pechos, que ella gozara. La sangre que le recorría el cuerpo como un río de lava y la simiente que quería crear una vida por fin, que quería dejar atrás el pasado y la pérdida y crear algo nuevo. Aunque no pudiera imaginárselo ni sabía qué era, sí sabía que implicaba a esa mujer. El cuerpo no mentía. Él lo había dicho sin saber sinceramente lo que quería decir. Había intentado mentirse y mentirle a ella. Había intentado protegerse como el foso protegía su castillo, había creído que si no dejaba que nadie entrase, no podrían hacerle más daño. En ese momento, sus murallas se desmoronaban.

No podía tomarla con brusquedad cuando era el primero. ¿Hacía cuánto tiempo que no tomaba a una mujer? Sin embargo, ella no era el espectro pálido que había sido su esposa. Ella era fuerte. Le había prometido que era lo bastante fuerte para aceptarlo como la tierra podía deleitarse con un aguacero.

Se detuvo, aunque sabía que no podía esperar más que un instante, y la miró a los ojos. Ella entendió la pregunta, le tomó las manos y se las llevó a las caderas.

—Ninguna mujer Brunson ha muerto por eso.

Pensaba en que su esposa había muerto en el parto y quería tranquilizarlo. Volvió a besarla. Era mejor que ella creyera eso.

 

 

Al principio, se movió en la danza del amor con tanta torpeza como si fuese una gallarda. ¿Dónde ponía la nariz? ¿Dónde ponía el brazo? ¿Cómo se adaptaban los cuerpos?

Nunca había amado a un hombre, pero, enseguida, su cuerpo empezó a moverse con el de él como si estuviesen bailando, como si no hiciese falta que le enseñaran los pasos. Su cuerpo encontró su propio ritmo y el de él aunque no hubiese música. No había nadie que pudiese criticar esos pasos que solo eran suyos. Entonces, dejó de pensar. Vagamente, se dio cuenta de que por eso siempre habría hijos, de que por eso las familias seguirían a lo largo del tiempo.

No era el beso vacilante de un muchacho adolescente y una chica muy joven. Eso era una fuerza de la naturaleza. «Firmes como las estrellas, fuertes como el viento...» Eso cantaban de los Brunson. Eso era más poderoso todavía. Él era delicado e implacable. La acariciaba con cuidado al principio. Le tomaba la cabeza entre las manos, le levantaba la barbilla con mucho cuidado. Ella, que tenía presente el dolor de su corazón, también intentó ser delicada, intentó encandilar su espíritu tanto como su cuerpo, aunque desconocía los dos. Sin embargo, enseguida, el cuidado y la delicadeza fueron esfumándose y apareció la voracidad del anhelo. No se trataba de dar pasos a un ritmo establecido ni el beso después de un torneo que se fingía ante el público. Era el reel desenfrenado con un ritmo demasiado personal.

Entonces, entró en ella, la hizo partícipe de todos los secretos que había intentado ocultar con el silencio. Ella se puso tensa, se resistió, perdió el ritmo de ese baile nuevo. Toda la fuerza de la que había presumido se convirtió en debilidad. ¿Cómo podía entrar tan profundamente un hombre, tan íntimamente, y no fundirse con sus huesos? Ese hombre tenía que conocerla como nadie la había conocido hasta entonces. Más profundamente de lo que se conocía ella misma.

Sin embargo, eso tenía que significar que ella también podía conocerlo. Se quedó inmóvil para intentar percibir sus secretos. Notó vulnerabilidad acompañada de fuerza, hasta que notó que se entregaba al deseo de él, y al suyo propio. Fuerte, duro, apremiante, implacable como el viento de las colinas o las olas del mar. Entonces, él se estremeció y se quedó inmóvil, como si hubiera alcanzado la cima de la montaña y no tuviera que ascender más. Arropada entre sus brazos, cálida y segura, se preguntó si podría sentir algo más. Tendría tiempo de descubrir eso también. Esa noche, se conformaba. Lo abrazó hasta que se quedaron dormidos mientras una parte remota de su cabeza le susurraba en sueños que estaba prometida. El compromiso quizá hubiese sido falso, pero en ese momento era auténtico. Más auténtico que cualquier otra cosa que hubiese sentido en su vida.

 

 

Thomas se despertó y se dio cuenta de lo que había hecho. Fue como la embestida de una ola. Había prometido protegerla, pero, en cambio, se había casado con ella aunque les había dicho, a ella y a su familia, que la devolvería sana y salva, aunque se había dicho a sí mismo que el compromiso matrimonial se desharía y no se casaría en realidad. A pesar de que había jurado que nunca más sería responsable de una mujer, cada paso de ese baile tan peligroso los había acercado más y la había tomado. Se sentó sin saber muy bien qué día ni qué hora era y la miró tumbada entre las sábanas. La unión había sido tan intensa que ni siquiera había intentado satisfacerla. Sin embargo, sonreía dormida. Dejaría de sonreír cuando despertara. Su primera esposa nunca sonrió.

 

 

Había amado a Annabell o, al menos, eso fue lo que se dijo a sí mismo. Era más bien baja, con el pelo dorado y una risa melodiosa. Era la mujer más hermosa que había visto a los veintidós años. Si no disfrutaba en la cama, él creyó que era por ser tan delicada. Era la hija menor de un caballero de Lothian. Si bien el castillo Carwell era el más refinado de Dumfries, el vino francés y los músicos trotamundos no llegaban tan lejos al oeste. Ella los añoraba. Aunque tocaba el laúd y bailaba la gallarda perfectamente, no sabía avituallar a los guerreros ni quería aprender. Después de los primeros meses, se pasó casi todo el tiempo mirando el mar con un gesto abatido y el labio inferior tembloroso. Intentó hacerla feliz, pero el rey era un niño por entonces. Las distintas facciones luchaban por hacerse con el poder, las familias luchaban en la frontera, su padre era el Guardián de la Frontera, su madre había muerto hacía mucho tiempo y el castillo de los Carwell podía ofrecerle poca cosa aparte de su compañía. Sin embargo, le garantizaba seguridad. Al menos, eso creía él.

Cuando no estaba mirando al mar, desaparecía para pasear por la playa. Le advirtió muchas veces que tuviera cuidado con las traicioneras arenas que se formaban cuando se retiraba la marea. Sin embargo, parecía no escuchar y volvía con el vestido mojado y manchado de arena y barro justo después de que la marea hubiese subido con la velocidad de un caballo desbocado. Él sentía un escalofrío al darse cuenta de que había vuelto a correr un peligro y se preguntaba si debería encerrarla para que no le pasara nada.

Con el tiempo, aunque parecía sentir repulsión por el contacto carnal, le dijo que estaba esperando un hijo. Su felicidad fue inconmensurable. Sería el primer hijo de muchos. Ella encontraría un sentido a la vida al ser madre y él tendría un heredero. Con el tiempo, quizá tuviesen una familia tan amplia y unida como los Brunson. Los chicos se cuidarían los unos de los otros como hacían los de la familia de la mujer que dormía a su lado en ese momento.

La miró y vio que tenía los ojos abiertos y que sonreía como si fuese feliz. Debía de haberla complacido...

—Ojalá me resultara tan fácil bailar.

Él sonrió de oreja a oreja, sin ocultar nada.

—Lo será cuando te dejes llevar. Pareces contenta.

Ella se acurrucó junto a él.

—Lo estoy. La gente me ha observado y ha esperado que sonriera al estar prometida. Fruncieron el ceño cuando no sonreí, pero ahora, lo haré.

—Tus sentimientos son solo tuyos.

Él no los expresaba. También se había dado cuenta de que ella solo había expresado algunos para preservar los demás.

—Frunce el ceño o sonríe a quien quieras —añadió él.

—A nadie le interesaron mis sentimientos hasta que vine a la corte.

Él se preguntó por sus hermanos, pero no se lo preguntó a ella. Casi ningún hombre zarandearía una barca estable.

—A mí me interesan.

Se sorprendió a sí mismo por decirlo porque era una afirmación que se parecía mucho a los celos. Desde luego, no quería que nadie supiera de ella más de lo que sabía él. Ella se sentó con las rodillas pegadas al pecho y se cubrió con la manta.

—Te importan mis sentimientos, pero no quieres tener que cargar conmigo como esposa.

No quería cargar con nadie como esposa. Se dio la vuelta en la cama y se levantó como si la distancia entre ellos importara algo cuando ya era demasiado tarde, cuando, pese a sus intenciones, ya no podían seguir cada uno por su lado. ¿Habría todavía alguna manera? Si tuviera tiempo para pensar... Sin embargo, todavía estaba demasiado cerca y lo agarró de la mano para arrastrarlo a la cama otra vez.

—¿Fui más torpe que... ella?

—¿Quién?

—Tu otra esposa.

Él no había esperado la pregunta y no pudo mentir.

—No.

Ella volvió a sonreír, con alivio.

—No me has contado casi nada de ella, ni siquiera quién era.

—No es el momento.

Estaba desnudo, en la cama y deseando a esa mujer otra vez. No quería recuerdos de Annabell en esa habitación.

—Estamos casados en todos los sentidos. ¿No puedes contarme la verdad?

—¿La verdad? ¿Por qué crees que hay que darle tanta importancia a eso?

—¿Son mejores las mentiras?

—Las mentiras no son necesarias.

La mayoría de las veces bastaba con eludir la verdad, con el pecado de omisión.

—En cambio, te diré lo que siento —siguió él metiéndose debajo de las sábanas—. Quiero volver a hacerlo contigo.

Ella sonrió y abrió los brazos. No podía decírselo en ese momento, no podría soportar que lo odiara por la verdad. Algún día, ella lo descubriría todo sobre el tratado, sobre lo que él hizo aquel día de tregua, incluso, sobre cómo había fracasado antes. Sin embargo, todavía, no.