Trece

 

A él se le velaron los ojos. ¿Era incredulidad o deseo?

—¿De verdad?

No era el momento de dudar ni de demorarlo. Le rodeó el cuello con los brazos y lo besó. Sabía poco de besos y menos de lo que llegaba después, pero cuando sintió el cuerpo de Carwell, supo que había mucho más de lo que se había imaginado jamás y que sus labios eran una parte mínima. Se estrechó contra él más que cuando bailaron, pero había aprendido algo durante las pavanas y las gallardas. Aun sin música, supo lo que debería llegar después. Su cuerpo era tan elocuente como sus ojos, sus caderas buscaban con premura las de ella, le tomaba con delicadeza la cabeza, sus labios se deleitaban con avidez con los de ella.

Entonces, todo se detuvo. La apartó con los brazos estirados y con la respiración tan entrecortada como la suya.

—Nada...

Él tomó aliento para intentarlo otra vez. Ella le acarició la mejilla, pero él le agarró la mano como si lo hubiera quemado y, con una veneración intencionada, se la besó, la soltó y retrocedió.

—Nada cambiará.

Ella se miró la mano, que colgaba inerte a un costado. Se quedó inmóvil y atónita. Volvió a ser la mujer silenciosa y cautelosa que sabía ser. ¿Qué había hecho? Lo sabía y sabía el motivo. Su cuerpo todavía le palpitaba por el deseo, por una necesidad más fuerte que el hambre y la sed. Tan intensa y profunda que le había nublado el pensamiento. Una necesidad que había creído que él también sentía. Se había equivocado con él. Seguía sin saber nada de él. No la deseaba, como tampoco la había deseado el otro. Él también había actuado por el deber, para cumplir su promesa o, peor todavía, por lástima.

—Lo siento.

Entonces, se dio cuenta de que era mentira. Él sería un misterio, pero ella rechazaba la protección del silencio. Se había tragado tantas palabras a lo largo de los años que casi se había asfixiado. Levantó la cabeza y lo miró.

—No. No es verdad. No lo siento.

Sí tenía miedo. Al mirarlo a los ojos tuvo miedo de que la rechazaran otra vez, pero, si iba a rechazarla, primero sabría todo lo referente a ella.

—Me he pasado toda mi vida en silencio, a la sombra de Brunsons que rugían, bramaban o utilizaban el silencio como un arma.

Él había dicho que era demasiado franca, que tenía que aprender a observar y esperar. ¿Acaso no sabía que se había pasado toda la vida observando a los demás? A sus hermanos y a quienes vivían en la fortaleza. Tenía en cuenta sus sentimientos incluso antes de que hablaran y nunca permitía que los sentimientos propios se interpusieran. Tomó aliento.

—Solo una vez quise...

Las lágrimas se le agolparon. Por eso había permanecido en silencio, por eso había enterrado profundamente lo que quería, por eso nunca había alargado la mano para alcanzar lo que quería; porque siempre estaba fuera de su alcance. Creyó que allí todo sería distinto, que ella sería distinta. Sin embargo, ya no había sueños ni fantasías. Era Bessie Brunson, la mujer que había sido siempre. Sofocó las lágrimas y enterró el dolor.

—Solo una vez hice lo que quise. No volveré a hacerlo.

Pasó junto a él y llegó a la puerta. Tenía que alejarse de él antes de que la convirtiera en una mentirosa.

 

 

Él la agarró del brazo. Se sentía el necio más grande del mundo. Nada estaba saliendo como había pensado. El hombre que podía sortear las mareas más cambiantes estaba hundiéndose en las arenas movedizas.

—¿Crees que no te deseo?

—Has dejado muy claro que no —contestó ella sin inmutarse.

—He dejado muy claro que no debo.

La miró a los ojos sin saber muy bien quién era esa mujer que acababa de besarlo, que acababa de confesarle sus angustias más profundas. Había hecho daño a esa mujer con los pies en el suelo, a esa mujer que consideraba inamovible. Le había hecho daño porque había intentado no hacerle daño. En ese momento, entre el deseo que lo dominaba, se acordó del hombre que la besó aunque amaba a otra. Con toda certeza, creería que él había hecho lo mismo. ¿Cómo podía explicárselo sin contarle todo lo que no había contado a nadie y tampoco le contaría a ella? Diciéndole la verdad más evidente.

—Lo hago para protegerte. Más tarde, cuando volvamos a la frontera, podrás ser libre otra vez si... no hemos consumado el matrimonio.

—Libre —ella lo dijo como si no supiera el significado de esa palabra—. Tú también serás libre.

¿Libre? No, pero estaría solo, como quería estar. Se sentiría tentado, pero enterraría esa tentación tan profundamente como todo lo que había enterrado. Sin embargo, le resultaría más fácil porque sabía disimular lo que pensaba al Guardián de la Frontera inglés, al rey e, incluso, a ella.

—Duerme en la cama. Yo dormiré en el suelo.

Si dormía al lado de ella, no sería responsable de lo que su cuerpo podría hacer en la oscuridad.

 

 

Al parecer, el rey no podía imaginarse que hubieran compartido la habitación y no la cama. Por eso, le hizo pocas preguntas y él dio menos respuestas. Jaime se sintió magnánimo y les dejó la habitación.

Para ella, todo siguió igual menos las noches. Algunas noches había diversión en el salón y otras noches el rey desaparecía para recorrer las tabernas de Stirling creyendo que pasaba desapercibido. Cada noche, Carwell la acompañaba hasta la puerta de la habitación, le daba un beso en la frente y la dejaba sola hasta que se hubiera desvestido y, supuestamente, se hubiese dormido. Oportunamente, volvió a tener el pie «dañado» y no bailaron más. Lo agradeció. Hasta el contacto más leve le recordaba cuánto lo deseaba. Intentó convencerse de que era lo mejor, de que él tenía razón al querer que pudiesen ser libres de dar por terminado el matrimonio. Se recordó que todavía no tenía pruebas de que no hubiese traicionado a los Brunson más de una vez. Se reprochó que tuviese tan poca fuerza de voluntad y que permitiese que el deseo dominara a la sensatez. No sirvió de nada. Su traicionero cuerpo sentía ese anhelo.

Además, aunque la corte estaba llena de gente, ella dormía sola, sin marido ni familia. Las Marys se habían convertido en sus hermanas y pasaba los días y las noches con ellas siempre que podía. Una noche, se reunieron alrededor de la chimenea de la habitación de las Marys, mientras Mary la Larga tocaba el laúd.

—¿Qué tal es estar comprometida? —le preguntó Mary la Baja.

Su mirada, sin embargo, le preguntaba qué tal era acostarse con ese hombre. Tuvo que hacer un esfuerzo para no contestarle que ella lo deseaba, pero él no la deseaba a ella.

—No encuentro mucha diferencia con antes —contestó para decir una verdad.

Mary abrió los ojos como platos.

—Entonces, ya te habías acostado con él antes del compromiso.

Ella se sonrojó. Las Marys creerían que eso significaba que habían intimado antes de la ceremonia, no que seguía intacta desde entonces. Aunque no lo censuraban.

Mary la Larga se había acostado con el rey y ella estaba segura de que Mary la Baja se alegraba de que Oliver Sinclair siguiera soltero. Intentó imitar el talento de Thomas para eludir las preguntas.

—Lo que quiero decir es que no tenemos nada nuestro en la corte.

Vivían en el castillo del rey, atendían los asuntos del rey, se divertían como quería el rey. En el castillo del rey no podían hacer lo que hacían los hombres y mujeres casados, no podían formar un hogar. ¿Podían formar una familia? Él había dejado claro que no quería formarla en absoluto.

—Tengo entendido que él ya estuvo casado —comentó Mary la Larga levantando la mirada del laúd.

—Sí. Ella murió.

Miró a Mary la Larga y se mordió la lengua. No hacía falta decir que ella estaba esperando un hijo cuando estaba hablando con una mujer que pronto tendría que enfrentarse a los peligros de un parto. Ella no correría ese peligro mientras las cosas siguieran así. Un parto... Entonces, todo lo que había hecho Thomas cobró un sentido nuevo. Sus atenciones tan protectoras... Su negativa a transmitirle su simiente... Él había dicho que quería dejar abierta la posibilidad de anular el matrimonio, pero la reina viuda lo había anulado después de tener un hijo. Había algo más. Lloraba a su esposa que había muerto al dar a luz a su hijo. ¿Creía que ella era tan débil que moriría por cumplir con su deber natural? Las mujeres morían en los partos, efectivamente, pero eso no le había pasado a ninguna mujer que hubiera parido a un Brunson. Thomas Carwell tenía que saberlo. Se levantó dispuesta a enfrentarse a él.

—¿Adónde vas?

Abrió la boca para contestar a Mary la Baja, pero se dio cuenta de que era ridículo ir a decirle que ella era más fuerte que su esposa que murió.

—Al excusado. Ahora vuelvo.

Salió al pasillo para ordenar las ideas. No podía presentarse delante de él y decirle que estaba preparada para dar a luz a sus hijos. Tenía que encontrar otra manera de comprobar que lo que sentía él era cierto. Una manera menos directa, más sutil. Había aprendido algunas cosas en la corte. Al menos, eso creía.

Durante los días siguientes, intentó engatusarlo. Se quedaba a su lado cuando empezaba el baile y levantaba los labios cuando llegaban a la puerta. Sin embargo, cada vez que daba un paso para acercarse a él, él daba otro hacia atrás. Iba llegando cada vez más tarde a la habitación, hasta que llegó a temer que no llegara.

Una noche, se quedó desnuda dentro de la cama. Contuvo la respiración cuando se abrió la puerta y mantuvo los ojos cerrados mientras él iba de un lado a otro. Se quitó la espada y las botas y se tumbó en el suelo cubierto solo por una manta. El fuego se había apagado y hacía frío. La respiración de él fue serenándose hasta que estuvo segura de que estaba dormido. Se levantó de la cama y se acercó de puntillas para verlo. Se había dado la vuelta y se había destapado. Pudo ver su pecho y el inicio de las caderas. Contuvo el aliento, se mordió el labio y tragó saliva. Después de lo que estaba a punto de hacer, no habría marcha atrás. ¿Le quitaba la manta? ¿Lo besaba? ¿Se tumbaba sobre su pecho para despertar su pasión? Según Mary la Larga, a los hombres, una vez excitados, no había que obligarlos. En realidad, una vez excitado, una mujer no podía contener a un hombre más de lo que él podía contenerse. Contaba con eso. Contaba con que la tomara antes de que se hubiera despertado del todo, antes de que la reconociera y rechazara. Se detuvo un instante. Quizá, en sueños, creyera que era la otra esposa, a la que todavía amaba. Quizá la amara a ella como quería. ¿Qué quería? Quería que la amara a ella, no a la otra. Se tumbó en la manta, al lado de él, y lo besó.

 

 

Al principio, él se deleitó con el sueño aunque el cuerpo lo torturaba. No, el cuerpo no mentía. Ella era su futura esposa y la deseaba. Mantuvo los ojos cerrados para no despertarse, para disfrutar del sueño, de esa fantasía inofensiva, durante esos minutos en los que podría amarla sin que ninguno de los dos sufriera.

Sin embargo, entonces, con los ojos todavía cerrados, supo que no era un sueño. Sus pechos desnudos le abrasaban el pecho. Sus labios, todavía inexpertos, le recorrían la boca y él notó entre las piernas que estaba más que preparado para tomarla.

Abrió los ojos y deseó no haberlo hecho. Todo lo que había soñado se había hecho realidad a su lado.

El pelo, rojo como una llamarada, le caía sobre los hombros y los pechos. Las curvas se repetían por todo su cuerpo, por los labios, las cejas, los pechos, las caderas, y parecían estar hechas para adaptarse a las de él.

Tenía los ojos cerrados y no podía ver que él ya no estaba dormido. La agarró de las muñecas, le separó los brazos, la apartó y la puso boca arriba. Entonces, ella lo miró a los ojos y él pudo captar su decepción y su dolor.

—¿Querías engañarme para que fuese tu marido irremediablemente?

—¿Engañarte para que hagas algo que deseas tanto como yo?

Otra vez esa sinceridad atroz.

—Sabes los motivos para que sea imposible.

—Me dan igual.

La soltó, se sentó y agarró la manta de la cama para taparla con mucho cuidado de no rozarle la piel.

—¿Sabes que eres la primera persona que se da cuenta de que siento el frío? —le preguntó ella con una voz increíblemente serena.

Él la miró fijamente. ¿Cuándo empezó a darse cuenta de esas cosas? Desde el principio.

—Las mujeres que he conocido eran... delicadas.

—Yo no lo soy —replicó ella con una risa breve y cortante.

Él se levantó. Cuanto más cerca estaba de ella, más le costaba no tocarla.

—¿Estás segura?

—El cardo no es una flor delicada.

Él tuvo que sonreír. Una vez la comparó con un cardo.

—Hasta los cardos mueren si los arrancan del suelo.

—¿Eso crees? —ella también se levantó y se acercó a él—. ¿Crees que como me han arrancado de mi familia y me han traído al castillo de Stirling me quedaré mustia y me moriré?

—Algunas lo harían. Intento protegerte.

Ella estaba acercándose demasiado. Él estaba demasiado cerca de revelar cosas que no quería que nadie supiera.

—¿Quieres protegerme? Yo creo que, en realidad, quieres protegerte a ti mismo.

—Bobadas.

—¿Prefieres volver a tu castillo vacío y llorar a tu esposa muerta?

Él levantó la cabeza para mirarla a los ojos. Lo que le sorprendió no fue que ella hubiese descubierto su miedo oculto, lo que le sorprendió fue darse cuenta de que hacía muchísimo tiempo que no lloraba a su esposa muerta.

 

 

Al ver su rostro, pensó que había tenido razón. Su esposa había muerto en el parto y él había querido evitarle ese final. Alargó una mano, pero él se dio la vuelta y tuvo que bajarla otra vez. Había sido un plan absurdo, unas esperanzas absurdas. Le había recordado el dolor de una forma tan real que nunca se arriesgaría a amarla. Era un hombre que no permitiría que pasara frío, pero que rechazaba lo único que le daría calor.

—Al parecer, no vamos a casarnos de verdad, pero, entonces, volveré a dormir con las mujeres.

—No vuelvas con las Marys —replicó él—. Eso nos abochornaría a los dos y el rey tendría la tentación de entregarte a Sinclair.

Ella sacudió la cabeza,

—Las mujeres Brunson somos fuertes —aunque las lágrimas lo desmentían—, pero no soy tan fuerte como para estar tumbada a tu lado y no desearte.

Él recogió su ropa y se vistió apresuradamente.

—Entonces, te dejaré que duermas aquí, sola.

Cerró la puerta y le pareció un estruendo.