Diez

 

Una semana más tarde, ya se había adaptado a la rutina de la corte. Seguía fuera de lugar porque su cuna era demasiado alta para la cocina, pero tampoco la habían nombrado dama de compañía. Sin embargo, ayudaba a las Marys. Tomaba mensajes, recogía baratijas olvidadas, aprendía los caminos a los aposentos reales y al salón... En eso, al menos, se sentía como en casa. Además, aprovechaba todas las oportunidades para preguntar y escuchar lo que decían.

—Entonces, ¿por qué odia tanto el rey a Angus? —preguntó una noche a Mary la Rolliza mientras cosían afanosamente a la luz de las velas.

Estaba orgullosa por haber hecho la pregunta indirectamente. Quería indagar sobre el odio de Carwell, no el del rey.

—Bueno, como sabrás, su madre, la reina Margarita, se quedó viuda cuando él nació. Serví para ella incluso en aquel momento. Recuerdo que fue una época muy sombría. La pobre mujer tenía un hijo recién nacido, las facciones rivalizaban por el poder y tenía todo el peso del gobierno sobre sus hombros.

Como no sabía muy bien qué tenía que ver eso con Angus, murmuró algo para animarla. Al parecer, Mary la Rolliza lo sabía todo y estaba dispuesta a contárselo al oyente indicado.

—Estoy segura de que te costará imaginártelo, pero todavía era joven y guapa.

Bessie se mordió la lengua. La había visto de lejos y Mary no era la única que podría llamarse rolliza.

—Entonces...

Mary la Rolliza suspiró, hizo una pausa y dejó escapar un sonido que indicaba que el meollo del asunto se acercaba.

—Entonces, perdió la cabeza por un hombre.

Bessie dejó la aguja y sintió un escalofrío por toda la espina dorsal.

—El conde de Angus.

Mary la Rolliza asintió con la cabeza como si Bessie fuese una alumna aplicada.

—Se puede tentar a una mujer, ya sabes... Se le nubló el pensamiento y se casó con él, en secreto, creyendo que la quería de verdad.

Creyendo que la quería de verdad... Tragó saliva.

—¿Qué pasó entonces?

Mary la Rolliza agitó una mano.

—Demasiadas historias para una noche. Ella convirtió en regente a Angus. Los demás señores protestaron y lucharon por el niño. Ella buscó la ayuda de los ingleses, los franceses...

El rey había dicho que su madre era fuerte pero voluble. No le extrañaba que su hermano Johnnie hubiese sido tan importante para él. Tampoco le extrañaba que Carwell la hubiese prevenido sobre la corte. Un día estaban aliados con los franceses y al día siguiente con los ingleses. El suelo no era firme. Mary la Rolliza hizo otra pausa y la miró con recelo.

—¿No sabéis estas cosas en la frontera?

—Quizá lo sepan mis hermanos —ella había estado demasiado ocupada en la cocina y fregando bañeras—. La corte estaba muy lejos —y nada de lo que hiciera un rey parecía cambiar su vida en el valle—. ¿Qué hizo Angus?

—Bueno... —Mary la Rolliza parecía alegrarse de que no conociera la historia—...la pobre reina Margarita descubrió enseguida que Angus quería su dinero y su poder, no a ella.

No a Margarita y no a Bessie. Thomas Carwell no podía querer a Bessie. Entonces, ¿por qué...?

—Ese hombre era cruel —siguió Mary—. Volvió con su amante y se quedó con el dinero de la reina —Mary sacudió la cabeza—. Al final, secuestró a su hijo. Lo tuvo prisionero y gobernó el país en su nombre durante dos años. El rey Jaime tuvo que escapar una noche para recuperar el control de su propio país.

Entonces, recordó la historia. Ese fue el momento cuando Johnnie volvió a casa.

—La reina ya está libre de él —dijo Mary en tono de satisfacción—. El papa acabó aceptando su petición de divorcio.

Bessie dejó la aguja. La cabeza la daba vueltas. Al parecer, las familias reales no eran como las de la frontera.

—Entonces, por eso odia el rey a Angus.

—Él y muchos otros.

Ya podía preguntar. ¿Habría disimulado su verdadera pregunta lo suficiente?

—Thomas Carwell lo odia por su padre, supongo.

—Tiene más motivos que la mayoría. Los Carwell son Guardianes de la Frontera escocesa por derecho propio. Lo han sido siempre. Angus no solo le arrebato el cargo, también le arrebató la vida.

—¿Angus lo mató?

Ningún hombre necesitaría un motivo mejor para buscar venganza. Sin embargo, Mary la Rolliza negó con la cabeza.

—Dicen que murió de muerte natural, pero yo creo que tenía el corazón roto.

—Entonces, ¡no se parece nada a su hijo!

Carwell se regía por la cabeza, no por el corazón. Tenía que recordarlo. Menos cuando habló de su esposa...

Mary la Larga abrió la puerta antes de que tuviera tiempo de arrepentirse por haberse ido de la lengua.

—Otra vez está ocupado —se lamentó en tono abatido—. Ya lleva una semana en la que solo se ha reunido con negociadores.

Bessie miró a Mary la Rolliza, quien sacudió la cabeza para avisarla. Se trataba del rey.

—Reuniones por la mañana, reuniones por la noche. No tiene tiempo para nada más.

Bessie se preguntó si no tendría tiempo para nada más por las reuniones o porque el vientre de Mary la Larga estaba aumentando. Pronto habría dos Marys las Rollizas. Ella había heredado otro vestido por ese motivo.

—¿Negociadores? —preguntó.

—Sí. Hubo reuniones con los ingleses para intentar acordar la renovación de la paz, pero hace unas semanas, cuando no alcanzaron un acuerdo, el rey llamó a sus hombres.

—Y no estaba muy contento —añadió Mary la Rolliza.

—Necesitaba diversión —explicó Mary la Larga con una sonrisa muy elocuente—. Sin embargo, la semana pasada empezó otra vez con las reuniones.

Ella estaba en la corte durante la semana pasada.

—¿Ha participado Thomas Carwell en esas reuniones?

—Seguramente —Mary la Larga se encogió de hombros—. Me da igual.

—Bueno, bueno... Pronto volverán todos a Berwick —intervino Mary la Rolliza para tranquilizarla—. Volverás a tenerlo para ti.

Irían a Berwick para negociar con los ingleses. ¿Qué había cambiado durante la última semana para que las negociaciones fracasadas se reanudaran con esperanza? Thomas Carwell había llegado a la corte. Había dicho que el rey quería su consejo sobre el tratado con Inglaterra y que había que esperar y observar. Eso era lo que quería Carwell, pero él era quien debería estar observando con detenimiento.

 

 

Thomas salió muy satisfecho de la reunión con el rey. La última sesión con los negociadores había terminado. Dios mediante, el tratado se habría renovado para Yuletide. Incluso, era posible que para entonces hubieran capturado a Angus. Vio a Bessie deambular por el pasillo y miró alrededor para cerciorarse de que los demás que salían de la habitación no estuvieran diciendo nada que ella pudiera oír.

—Te reúnes mucho con el rey —comentó ella.

—Sí, quiere oír mis consejos.

—Un Brunson podría darle mejores consejos.

Él frunció el ceño porque se imaginaba lo que le dirían. Los inflexibles Brunson nunca habían querido ceder nada por un lado para conseguir algo por el otro.

—Tus hermanos prefirieron quedarse en casa en vez de obedecer la orden del rey —estaba empezando a hablarle tan directamente como ella a él—. No te quejes ahora de que no oye sus consejos.

Notó que ella se arrugaba y supo que había dado en el clavo.

—Pero tengo entendido que van a reanudarse las negociaciones del tratado.

La observó con cautela. Bueno, esa noticia no era un secreto, casi nada lo era en la corte.

—Los negociadores saldrán mañana hacia Berwick.

—Solo hace unas semanas, las negociaciones se rompieron y todo parecía inútil.

Él notó que ella había aprendido a preguntar.

—Así son las negociaciones. Es un tira y afloja, se hacen ofertas y contraofertas.

—¿Alguna oferta secreta?

El contuvo el aliento. ¿Cómo lo había adivinado?

—Si la hubiera, seguiría siendo secreta.

—Si la hubiera, supongo que serías tú quien la habría traído. Incluso, quien la habría conseguido.

—¿Yo? —él arqueó las cejas para intentar mostrar sorpresa—. Soy Guardián de la Frontera escocés, no un embajador.

—Y como Guardián de la Frontera, te reúnes con el Guardián de la Frontera inglés más a menudo que la mayoría de los diplomáticos.

¿Lo había adivinado? No. Si lo supiese estaría acusándolo, no preguntándole. Ni ella ni sus hermanos entenderían jamás que se hubiese pasado casi todo el otoño pasado entrando y saliendo furtivamente de Inglaterra para tener conversaciones secretas con el Guardián de la Frontera inglés. Los dos habían llegado por fin al acuerdo que había presentado al rey. Angus no sería protegido. Permitirían que lo capturaran en Inglaterra si huía allí, que lo llevaran al otro lado de la frontera, que lo juzgaran por traición y que lo colgaran si quería el rey. ¿A qué precio? Un respiro provisional para un inglés sin ningún valor. Sin embargo, volvió a verlo en sus ojos acusadores. Lo consideraría responsable. Otra cosa que sabía: Storwick estaba suelto y ni las fuerzas unidas de los Carwell y los Brunson habían podido dar con su rastro.

—Sí, ese es el trabajo de los Guardianes de la Frontera —confirmó él en un tono condescendiente, para intentar disimular el temblor de la voz—. Tenemos que imponer juntos la ley en la frontera. Claro que nos reunimos. Ahora, si me disculpas, están esperándome en la armería.

La dejó dominado por el remordimiento, pero no podía soportar las preguntas que veía en sus ojos. Después de aquel desastre, el Guardián de la Frontera inglés estaba en deuda con él. Se alegraría cuando firmaran el tratado y pudiera librarse del remordimiento.

Sin embargo, al día siguiente, mientras los negociadores cabalgaban hacia el sur, hacia Berwick, se preguntó si se podría confiar en el Guardián de la Frontera inglés. Quizá no se pudiera confiar en alguien dispuesto a participar en un trato así... ni en él mismo.

 

 

No volvió a verla hasta esa noche. El rey había aparecido en el salón y tocaba el laúd, aceptablemente bien, acompañado de los músicos contratados. El rey no le pidió a Bessie que bailara, pero él sí lo haría. Tenía que conseguir que se olvidara de sus tratos con el Guardián de la Frontera inglés y que no estuviera ni enfadada ni recelosa. Quizá con el halago y un tono más delicado...

No tuvo que hacer ningún esfuerzo cuando la vio. Llevaba un vestido que se ceñía en la cintura y de un color azul que hacía que fuese más resplandeciente.

—Llevas un vestido nuevo —comentó él mientras la saludaba con la inclinación de rigor.

El comentario tenía cierto tono interrogatorio que la obligó a contestar.

—Es de Mary la Larga. Ha engordado y algunos de sus vestidos ya no le sirven.

¿Era tan ingenua? Se sabía que Mary la Larga se había acostado con el rey. Se inclinó para susurrarle al oído.

—Su vientre aumenta porque espera un hijo —¿podría decir alguna vez eso sin sentir un dolor en el corazón?—. Del rey.

Ella abrió mucho los ojos y lo miró antes de mirar a Mary la Larga, que estaba cerca de la mesa del rey.

—¿Ese... bebé...?

Él sonrió más de lo que había querido por el desdén de ella.

—Lo llaman el rey del amor.

Ella puso los ojos en blanco con una expresión que le indicó claramente que no veía el atractivo y dejó escapar una risa que atrajo la mirada de curiosidad de varias personas. También se inclinó para susurrar al oído de él y notó el roce de su aliento. Deseó sentir el roce de sus labios.

—No creo que vaya a ser reina...

Él negó con la cabeza. Hasta Bessie sabía eso. Esperaba que Mary la Larga se hubiese ocupado de preparar su matrimonio. Tener un hijo del rey no era una deshonra. El rey ya había tenido siete bastardos con cuatro mujeres, pero, a juzgar por lo que había visto en los aposentos del rey, los días de Mary la Larga en su cama estaban llegando a su fin. Entonces, cuando estaba a punto de decir algo, otra Mary, la baja, se llevó a Bessie para que se uniera a un círculo que bailaba un branle. Contuvo las ganas de recuperarla. Era uno de los bailes corrientes que se parecían al reel del que había hablado ella. El círculo fue de izquierda a derecha y luego se convirtió en una fila que recorría el salón. Frunció el ceño al ver que Oliver Sinclair la agarraba de la mano y le miraba el escote con demasiado descaro. Ella parecía no darse cuenta y sonreía mientras seguía el ritmo. Dejaría que se divirtiera, solo era un baile. Sin embargo, Sinclair era un libertino licencioso y uno de los acompañantes más asiduos de rey desde que John Brunson se marchó de la corte, y una de sus peores influencias.

Bessie estaba bailando bien, mejor que la última vez que había bailado con él. Frunció más el ceño. Había querido ser su guía en el placer del movimiento y la música. En cambio, estaba siguiendo a ese jovenzuelo con más facilidad de lo que lo había seguido a él jamás. Dejó de mirarla la cara y bajó la mirada el escote, al vuelo de sus faldas y al tobillo que asomaba por debajo del vestido mientras daba una elegante patada al aire. No se tropezaba con los pies de ese hombre, pero si no tenía cuidado, acabaría cayendo en su cama. Parpadeó perplejo por lo que había pensado. ¿Por qué pensaba siquiera en acostarse con ella?

En realidad, no lo pensaba, solo le preocupaba que lo hiciera Sinclair, solo le molestaba porque estaba encargado de preservar su reputación. Sin embargo, una vez admitida la idea, se dio cuenta de que no era la primera vez que pensaba en eso. No era tan raro, se tranquilizó a sí mismo. Llevaba solo más años de los que podía contar y podían esperarse esos pensamientos. Bastaba con la confesión y la absolución.

Evidentemente, mirarla hacía que pensara cosas ridículas. Se dio la vuelta y vio que el rey lo miraba con una sonrisa.

—Encantadora de una forma muy... terrenal, ¿no?

El muchacho lo dijo con una mezcla de burla y admiración, pero él, desconcertado, volvió a mirarla y se dio cuenta de que la descripción era muy adecuada. Ojos marrones y pelirroja. Era una mujer de la tierra donde había nacido. Enraizada y segura de quién y qué era. Una mujer en la que se apoyaban los demás, en la que se podía confiar. Muy distinta a las mujeres que él había conocido.

Cuando terminó el baile y la fila se deshizo, Sinclair siguió con un brazo alrededor de su cintura y susurrándole algo con los labios demasiado cerca de su oreja. Era una mujer sensata, se dijo a sí mismo, demasiado sensata para que ese hombre la engañara. Sin embargo, su rostro resplandecía, no era el rostro serio que siempre presentaba a todo el mundo. No se reía, ni siquiera sonreía, pero algo brillaba. Quiso machacar en mil pedazos a ese muchacho.

 

 

Estaba orgullosa consigo misma cuando terminó el baile. Le había resultado conocido y los pasos habían sido más fáciles que otros que había intentado. Aunque, quizá, se había sentido más libre porque bailaba con Oliver, un hombre que no significaba nada para ella.

—Jaime y yo nos escabullimos anoche y estuvimos por Stirling —le contó él con una sonrisa maliciosa—. No volvimos hasta después del desayuno.

—¿Anoche?

Ella no había oído el bullicio de los preparativos, ni las trompetas de recibimiento por la mañana.

—Sí, no fue un asunto... oficial —hasta sus rizos parecieron sonreír—. Nadie supo que era el rey. Le dijo al tabernero que era un ciudadano honrado de Ballengeich.

Ella miró hacia la tarima, donde el rey estaba susurrando algo a Thomas. ¿Más secretos? Volvió a dirigirse a Sinclair.

—¿Qué hacéis el rey y vos cuando paseáis por Stirling como dos ciudadanos honrados?

—No acostamos con una jovenzuela o dos.

Él contestó con una sonrisa orgullosa, como si quisiera impresionarla.

—¿El rey no tiene bastante con Mary la Larga? —preguntó ella arqueando las cejas.

Él miró a Mary y volvió a mirar a Bessie.

—Una mujer nunca es bastante —contestó él conteniendo la risa.

Una mujer nunca era bastante... ¿Así era la vida de las mujeres en la corte? No le extrañó que las Marys fuesen tan escépticas. Un día era la favorita y al siguiente prescindía de ella. Al parecer, ni siquiera una vez casada podía esperar un marido fiel en la cama. Era un sitio más extraño que lo que se había imaginado.

El baile terminó, pero la mano húmeda de Sinclair seguía sujetándole la suya. La sacó de la pista de baile y la llevó a un pasillo vacío. Ella intentó retroceder, pero él le tapó el paso y le levantó la barbilla para que lo mirara a los ojos. Johnnie había dicho que era un nido de víboras y eso fue lo que le pareció al mirar a ese hombre que la miraba como una serpiente.

—¿Qué? —preguntó él en tono lastimero—. ¿No vas a darme un beso? ¿Crees que no estoy a tu altura?

Una furia inesperada se adueñó de ella y lo empujó.

—¿Creéis que solo estoy a la altura horizontal?

En su casa, la vida de una mujer solo consistía en trabajar. Allí, donde los sirvientes hacían el trabajo más arduo, la mujer tenía que proporcionar un placer muy distinto. Ella no pertenecía a ninguno de esos mundos.

Entonces, sintió que el poderoso brazo de Carwell le rodeaba la cintura y que la apartaba con elegancia de Sinclair.

—Ven, Elizabeth. Te necesitan para bailar.

Ella no tuvo tiempo de sofocar la rabia y, mientras él se la llevaba, solo vio a otro hombre que quería plegar su voluntad.

—¿Crees que hay alguna diferencia entre obligarme a bailar y obligarme a dar un beso?

—¿Lo crees tú? —preguntó él sin aminorar el paso.

Ella negó con la cabeza y deseó poder escapar de todos ellos, escapar de los sentimientos contradictorios que sentía hacia ese hombre.

—Si pasa algo, tus hermanos me considerarán responsable.

Las palabras quedaron flotando entre ellos, pero la miró a los asombrados ojos queriéndole decir que esa vez no le fallaría.

Se debatía entre la gratitud y en rencor. No quería estar agradecida a ese hombre, no quería sentirse protegida por su mera presencia y se enfrentó a él irreflexivamente.

—Te dije que puedo cuidarme sola.

—Aquí, una mujer necesita un tipo de cuidado distinto. Creo que ya lo has comprobado.

Se detuvieron en el arco que daba paso al salón y se sintió abrumada por el torbellino de color y movimiento.

—¿Podemos salir afuera?

Necesitaba sentir el suelo debajo de los pies y algo de equilibrio. Necesitaba sentirse Bessie Brunson otra vez. Él la miró sin decir nada y asintió con la cabeza.

De repente, se encontró cubierta con una capa y él la llevó a un rincón de palacio que no conocía. Pudo ver la nieve en las montañas a la distancia y, encima de ella, el cielo, sorprendentemente despejado, estaba lleno de estrellas. Tomó aire y agradeció que, aunque fuese frío, no oliera a especias, asado y sudor. Más serena, podía decirle lo que tenía que decir.

—Te lo agradezco.

Él asintió con la cabeza. Sus ojos también miraban hacia las montañas, en dirección a su casa.

—Estás muy atento, captas los peligros mejor que yo. Sin embargo, en tu casa no hay mujeres.

Él se puso rígido sin dejar de mirar las montañas, como si quisiera sofocar un recuerdo doloroso.

—Vivo... solo.

—¿No tienes amigos o familia?

Ella intentó imaginarse una vida sin padres, hermanos y primos, pero no pudo.

—La familia Carwell...

—Se ha quedado reducida a mí y a un primo lejano —contestó él intentando esbozar una sonrisa.

—Entonces, tienes que casarte.

No lo había pensado antes y pensarlo no le gustó. Sin embargo, ¿qué le importaba lo que hiciera ese hombre o con quién compartiera la cama y la vida? Él debía un heredero a su familia.

—Me casé.

No dijo nada más, como si una vez hubiese sido bastante, como si no pudiese haber otra mujer que la que murió. Súbitamente, ella sintió celos de alguien que lo conoció y entendió íntimamente, alguien a quien él tuvo que haber amado. Fue un sentimiento que no le agradó.

—Ahora, me harás más preguntas.

Ella parpadeó porque había evitado las preguntas intencionadamente.

—Soy demasiado directa —reconoció ella dándose cuenta de que era verdad y de que en la corte nadie preguntaba nada ni decía la verdad claramente—. No es mi sitio.

—No —reconoció él con más franqueza de la habitual—. No lo es.

Se hizo un silencio, pero ella se mordió la lengua porque tenía la sensación de que él tenía más cosas que decir.

—Estaba esperando un hijo.

—¿Qué? —preguntó ella porque no sabía si había oído bien su susurro.

—Ella estaba esperando un hijo cuando murió.

El corazón volvió a dolerle por él. Había engendrado un heredero, pero se había encontrado con las manos vacías.

—Lo siento.

—Fue hace mucho tiempo.

Sin embargo, no era el tiempo suficiente porque podía darse cuenta de que no lo había olvidado.