Quince
A partir de entonces, se despertó sonriendo todas las mañanas. Estaba conociendo el cuerpo de él y el suyo propio. Iba paso a paso, pero ya había alcanzado la cima de la montaña. Sabía que algún día terminaría. Quizá estuviesen comprometidos de verdad, pero Carwell no quería una esposa para siempre. Sabía que, incluso en ese momento, estaba pensando la manera de romper el compromiso matrimonial cuando hubiese pasado el peligro. Sin embargo, todavía estaba en la corte del rey, donde un ejército de sirvientes organizaría festines y bailes para celebrar esas fechas, y estaba casada con un hombre al que amaba irracionalmente. Además, se había dado cuenta, sin salir de su sorpresa, de que llevaba unos días sin añorar su casa. Una vez firmado el tratado, el rey había dejado de lado la política y la guerra. Era Yuletide y había que ser felices.
Las celebraciones nocturnas empezaron en serio. Bessie estaba al lado de Thomas cuando empezó a sonar la música. Él se dio la vuelta, le hizo una reverencia y le tendió la mano.
—¿Te gustaría...?
La rodeaban la música, el color, las risas y el delicioso olor de una comida preparada por otros. Además, él, con la mano tendida, la tentaba para que entrara en medio de todo eso, para que fuese una persona distinta, una mujer que se reía y bailaba con elegancia, incluso con despreocupación, una mujer que no se parecía nada a Bessie Brunson, sino a una mujer que podía ser Elizabeth, la esposa de Thomas Carwell. Una mujer llamada Elizabeth podía bailar toda la noche sin tropezarse ni pisar el dedo de un pie. Una mujer llamada Elizabeth podía atraer las miradas envidiosas de los hombres y mujeres que se apoyaban en las paredes del salón.
Tomó la mano de Carwell y lo acompañó a la pista de baile como si se llamara Elizabeth. Tenía la mano cálida y firme y sonreía con franqueza mientras la llevaba al círculo. La habitación giró a su alrededor mientras se mantenía segura con la mano en la de él. Se olvidó de contar los pasos y los acordes y dejó que la música se dirigiera directamente a los pies, que se movieron con voluntad propia y al mismo ritmo que los de él, como si sus cuerpos estuvieran unidos por la música. Algo brotó de un rincón del cerebro, pero el vino lo sofocó y se dejó arrastrar elegantemente por la oleada de la música cambiante y pudo cambiar con ella. Los bailarines se separaron y llegó el momento de cambiar las parejas. ¿Carwell seguía agarrándole la mano? No tuvo tiempo de planteárselo porque la mano que le agarró la suya fue la del rey. Contuvo el aliento y eso cortó por un instante el flujo de la música a través de ella, pero volvió a respirar. Era un sueño. Seguía siendo Elizabeth, seguía flotando por la pista de baile. Hacía mucho tiempo, en sus sueños, bailaba ante el rey. En ese momento, estaba bailando con él.
Esa noche, él tenía una sonrisa de felicidad maliciosa y, durante los momentos que fue su pareja, le pareció que Mary la Larga y Carwell la miraban como si quisieran fulminarla. Le dio igual. Esa noche era Elizabeth y estaba bailando con el rey.
Esa vez fue Thomas quien se tropezó cuando intentó mirar a Bessie y el rey dar vueltas entre las demás parejas. Sin embargo, su parte racional le dijo que era mejor así, que quizá hubiese alguna esperanza de que el rey perdonara a sus insumisos hermanos. Sin embargo, ¿qué pasaría si al rey le gustaba demasiado y el precio por el perdón fuese demasiado elevado? En ese momento, lo que le preocupaba no era la promesa que había hecho a Rob y John. Era algo mucho más profundo y peligroso, era lo que sentía por esa mujer ingenua, obstinada y hermosa.
Una vez terminado el baile, se acercó a él sonriente y sonrojada. Llevaba uno de esos tocados en punta para cubrirle el pelo, pero lo tenía ladeado y un mechón de pelo le caía sobre un hombro. Lo único que quería él era llevarla a la cama otra vez.
—Has bailado con el rey —comentó él en un tono más áspero de lo que le habría gustado.
La sonrisa de ella se desvaneció por el tono y levantó la barbilla.
—Y no me he tropezado.
Él le había enseñado los pasos y ella estaba dispuesta a darlos con otro. No quería que bailara con el rey, no quería que bailara con nadie que no fuese él. Notó que casi se quedaba boquiabierto al darse cuenta de eso. ¿Cómo había llegado a querer tanto a esa mujer?
—Tiene frías las manos.
—¿Qué? —él hizo un esfuerzo para volver a la realidad—. ¿Quién?
—El rey, claro —contestó ella como habría hecho Bessie Brunson.
Él asintió con la cabeza y contuvo un grito de alegría.
—¿Lo sabe él? —preguntó Thomas suavizando la expresión—. Has bailado muy bien.
Ella sonrió de oreja a oreja como si ese halago fuera más importante que el baile en sí.
—El rey es un bailarín muy bueno —comentó ella con una sonrisa provocadora.
Era una canalla, pero también sonrió al notar que estaba muy cómoda con él.
—Le gusta sobre todo el brintle —replicó él.
Ella frunció ligeramente el ceño.
—No lo conozco...
—Puedo enseñártelo —se ofreció él mirando hacia la zona donde estaba su dormitorio.
—En privado —añadió ella—. Donde nadie pueda verme cuando tropiezo.
Él le tendió una mano y supo, por la sonrisa de ella, que sabía que no había ningún baile que se llamara brintle.
Thomas lamentaba cada día que pasaba. El día de Epifanía, el rey Jaime se marcharía a Edimburgo, donde se celebraría una sesión del Parlamento para ratificar oficialmente el tratado.
Eso lo dejaba con el problema de qué hacer con Elizabeth. Hacía mucho tiempo, había pensado llevarla sana y salva con sus hermanos. Luego, creyó que la protegería con el compromiso matrimonial fingido y que lo romperían cuando estuvieran lejos de Stirling. Nunca había planeado acostarse con ella ni quererla y ese cariño, su debilidad sentimental, los había atrapado.
El rey había pasado por alto despreocupadamente que su familia no había autorizado su compromiso, ni siquiera se lo habían comunicado. Esa sería su primera tarea. Volvería a Liddesdale y negociaría con sus hermanos para intentar encontrar la manera de romper ese matrimonio, si no lo mataban antes.
Sin embargo, el rey esperaba que se reuniera con el Guardián de la Frontera inglés para fijar los días de tregua. Sin embargo, el Guardián lo acusaría de traición cuando descubriera que todo lo que habían negociado tan cuidadosamente descansaba en el fondo de la bahía de Berwick.
Para cumplir con los plazos que exigía el tratado, tendría que volver directamente a su casa y eso le apetecía menos todavía porque Bessie tendría que ir a su castillo, al retiro que había intentado limpiar de todos los recuerdos de su matrimonio. No quería que hubiera una mujer allí, quería retirarse solo a su castillo y librarse de lo que sentía por esa mujer. Además, cada día que pasaban juntos todo se complicaba más.
El día que se dieron los regalos, el rey recibió el castillo de Stirling de su madre. El regalo de Bessie a Thomas no sería tan bueno. Incluso se había planteado si regalarle algo. Los Brunson no tenían la costumbre de hacer esos regalos frívolos. Sin embargo, allí, el rey recibía regalos de sus devotos súbditos y, si se sentía generoso, también les regalaba algo. Por eso, el día de Año Nuevo, se despertó temprano, se sentó en la cama y esperó con ansiedad a que se despertara su prometido.
—Toma —le dijo en cuanto abrió los ojos—. Es para ti.
Le dejó un paquete en el pecho sin esperar a que se sentara. Él miró el regalo y luego la miró a ella. Incluso en la penumbra, pudo ver el pesar reflejado en sus ojos. Thomas dejó el paquete en la cama y se sentó.
—No tengo un regalo para ti.
—Le regalaste una copa de plata al rey y le dijiste que era de los Brunson. Con esto no pago ni una mínima parte de esa deuda. Además, me has regalado... muchas cosas.
Durante esas semanas, le había dado un mundo que nunca se había imaginado que vería, incluido, el que tenía dentro. Él miró el paquete sin decir nada.
—Vamos, ábrelo.
Él tiró de la cinta, apartó la tela que lo envolvía y pudo ver otro trozo de tela bordada.
—Es un cardo —era una extravagancia que solo servía de adorno—. ¿Te gusta?
Él la miró a los ojos.
—Es tan bonito que podría ser para el rey. ¿Lo has bordado tú?
Ella negó con la cabeza.
—Lo hizo una bordadora —contestó ella orgullosa de regalarle un bordado digno de un rey—. A lo mejor, en casa, podría adornar tu...cama.
Sin embargo, entre sus manos, parecía muy pequeño en comparación con las cortinas que colgaban alrededor de ellos. Su regalo no cubriría ni una almohada.
—Gracias. Me recordará al primer Brunson.
—El que se pinchó con un cardo —dijo ella con una sonrisa.
—Y se tragó el dolor.
Él dejó a un lado el regalo, le tomó la cara entre las manos y la besó. No volvieron a hablar durante mucho tiempo, pero ella sintió su agradecimiento en el corazón. Había pagado a la bordadora con la moneda de plata que le regaló Johnnie. Quería que Thomas conservara algo de ella cuando todo hubiera terminado.
Decían que eran unos días frívolos y ella lo fue. Bailó durante días sin pensar en lo que llegaría después porque no quería saberlo.
Cada amanecer se decía que todavía quedaban algunos días. Las celebraciones terminarían el día de la Epifanía, pero no había preguntado qué pasaría después.
—¿Volveréis a casa y os casaréis allí? —le preguntó Mary la Baja una tarde.
Si volvían a casa, lo más probable era que no hubiese ninguna boda.
—No hemos... hablado de eso.
Mary la Baja sonrió con malicia.
—Estoy segura de que no habéis hablado gran cosa.
Ella se sonrojó. No había hablado ni había preguntado. Él no había dicho casi nada de lo que pasaría después y ella, por muy deslenguada que fuese, tampoco había preguntado. Miró hacia las montañas.
—Cuando vine aquí, estaba deseando volver a casa —a ese sitio donde le había resultado casi imposible vivir—, pero ahora...
—¿Echarás de menos Stirling?
—No, tampoco es mi casa.
Era un sitio tan traicionero como le había advertido Johnnie, donde la música y el baile disimulaban los peligros, donde un paso en falso podía precipitarle a uno por un barranco o hacer que cayera en desgracia con un rey que tocaba el laúd y declamaba poesía y que la miraría bailando mientras se dirigía a las mazmorras. Sin embargo, también era un sitio donde la vida había sido más cómoda y donde la belleza limaba los filos del peligro... y donde un hombre se había preocupado para que no pasara frío y aprendiera a bailar.
—Entonces, ¿cómo es tu casa?
Lo primero que pensó fue que era ardua.
—Es la familia, el deber.
Todo lo que le había enseñado su padre. En Liddesdale volvería a un mundo de trabajo, a Jock el Raro, al lamento del viento en las colinas, a las escaleras interminables...
—Allí, las cosas son... ciertas.
—Creía que había incursiones.
—Bueno, eso es parte de la certeza —replicó ella con una sonrisa.
Sin embargo, a medida que hablaba de eso, que era lo único que había conocido, le pareció que se alejaba más, como si fuera un recuerdo, no un sitio. ¿No quería volver a ver a sus hermanos? Pensó en Johnnie, que vivía con Cate, el hermano al que tanto había echado de menos durante todos los años que pasó fuera. Pensó en Rob, el áspero y malhumorado Rob, quien estaba adaptándose a su papel como jefe de la familia. Seguía queriéndolos, pero Johnnie y Cate estaban casados y Rob también tendría una esposa algún día, una mujer que sería más importante para él que su hermana. Entonces, ¿quién o qué sería Bessie aparte de una mujer solitaria que subía escaleras? Se miró las palmas de las manos. Estaban en pleno invierno, pero las tenía suaves. Los callos y los cortes habían desaparecido casi y un encaje muy delicado ribeteaba las mangas doradas, un encaje que acabaría destrozado el primer día de trabajo en su casa. Lo guardaría con mucho cuidado para que la vistieran cuando muriera. Su padre había tenido razón. Los Brunson no bailaban ni llevaban encajes. Seducida por la música, el baile, la ropa y Carwell, se había olvidado de quién era. Si no volvía, ya no sería una Brunson y si no era una Brunson, ¿quién o qué era? ¿La esposa de Thomas Carwell? ¿Se casaría de verdad con ella o encontraría la manera de sortear el juramento y la unión carnal? Fingía que lo conocía y confiaba en él porque su cuerpo había conocido el de él, pero no sabía nada de uniones carnales ni de otros hombres. Podía confiar en sí misma tan poco como en él. A pesar de su desconfianza, había ido paso a paso con él. En ese momento estaba perdida en un terreno con tan pocos senderos como Tarras Moss. Sí, había perdido la orientación. ¿Quién era y qué quería? Incluso se había olvidado de su deber de descubrir si Carwell había traicionado a su familia.
Esa noche era el último de los días festivos. Los franceses la llamaban la fiesta de los locos y había sido un loco al tomar a esa mujer. No una vez, sino una y otra vez. Peor aún, además, había permitido que los sentimientos se adueñaran de él. El rey había ordenado que esa noche se celebrara como ninguna otra. Habría música, baile, lectura de poemas y representaciones. Una celebración por todo lo alto, como si hubieran colgado a Angus en vez de liberarlo. La última noche en ese mundo incierto donde el resplandor se sustentaba sobre arenas movedizas. Toda la semana le había dado vueltas a lo que pasaría después y le había extrañado que Bessie no se lo hubiese preguntado. Había demorado la decisión con la esperanza de que llegase a ser más fácil, pero no lo era. En ese momento, mientras bailaba, ella sonreía como si el día siguiente fuese a ser igual que ese.
Esa noche, cuando empezó la música, Bessie sonrió como si solo pensara en disfrutar. Solo quedaba una noche de canciones, bailes y risas. El día siguiente y la realidad llegarían enseguida.
Bailaron la pavana, la gallarda y hasta la volta, que la dejó sin aliento y entre sus brazos. Una noche más, se repitió otra vez. Estaba allí con todas las damas refinadas de la corte y bailando con un hombre que había jurado ser su esposo ante el arzobispo. Una noche como esa podría no repetirse jamás. Quizá su cabeza se nublara por el vino francés, un vino que no había probado en la frontera, y quizá también la ayudara a respirar mejor aunque no sabía qué pasaría cuando saliera el sol, quizá la ayudara a conformarse con esa noche.
Cuando el poema del sueño de sir Lindsay pasó de la rememoración al infierno, cuando toda la corte seguía cautiva del rey y la fastuosa celebración, Thomas la agarró de la mano, se escabulleron del salón y no pararon hasta que la puerta del dormitorio se cerró tras ellos.
Se besaron, sus cuerpos se estrecharon y ninguno de los dos dijo nada. No hubo preguntas. En ese momento, solo confió en que el cuerpo de él no mintiera.
Cuando, inesperadamente, la tumbó en la cama y metió la cabeza entre sus piernas, ella le dejó aunque no sabía qué iba a hacer. Un contacto de su lengua. Hipnótico y desconcertante. Eran sensaciones que no sentía la mujer que creía que era, la mujer que se había contorsionado arrastrada por el placer, cuyo cuerpo bailaba una música que habían creado ellos dos.
Entonces, se deshizo en mil pedazos.
Él no la soltó. La abrazó con la cara al lado de la suya otra vez como si así pudiera reunir los pedazos y que ella volviera a ser la mujer en la que la había convertido.
Volvió a unirse con ella y Bessie lo recibió profundamente, lo rodeó plenamente con todo su ser, creyó con certeza que conocía a ese hombre y supo que nunca le haría daño.
Él se durmió fugazmente sin dejar de abrazarla. La música del salón entraba por la ventana como un sonido lejano. Entonces, abrió los ojos, se apoyó en un codo y la miró. Ella sonrió con delicadeza y lo miró con unos ojos tan velados como los de él, quien se aclaró la garganta porque iba a costarle hablar.
—El rey se irá mañana a Edimburgo.
Ella cerró los ojos.
—Todavía no es mañana.
—Sé que prometí devolverte sana y salva a tus hermanos.
Y con la reputación intacta. Había mantenido su reputación intacta, aunque no su inocencia.
Ella asintió con la cabeza y una sonrisa vacilante.
—¿Lo permitirá el rey?
—Al rey solo le importa que los Brunson respeten la paz, no cómo lo consiga.
Ella sacudió la cabeza con una sonrisa tan escéptica como la de él.
—El rey no conoce a mis hermanos.
—Efectivamente —él sí los conocía y el compromiso les había dado tiempo, no la paz—. Sin embargo, todavía no puedo llevarte a Liddesdale.
Ella asintió con la cabeza y, extrañamente, sin decir nada.
—El día de tregua, el tratado... —él, que siempre hablaba con soltura, estaba balbuciendo—. Primero tengo que ir a mi castillo para organizar algunas cosas con el Guardián de la Frontera inglés. Después, encontraré la manera de romper el compromiso matrimonial.
Ella se sentó con una almohada detrás de la espalda y su cabeza estuvo por encima de la de él.
—Como no vamos a casarnos, tampoco hay ninguna necesidad de que te acompañe. Déjame en la fortaleza de los Brunson de camino a tu castillo.
—¿Y que Rob me clave un dardo? —preguntó él con una sonrisa forzada.
—Si no se lo decimos, él no sabrá...
No terminó la frase. Era la primera vez que proponía mentir a alguien. Aunque pareció fácil, no se sintió tentado.
—Imposible —había otro motivo para no dejarla marchar todavía, pero era más difícil de exponerlo—. Tomaré el camino directo, por el noreste. No pasaremos cerca de las tierras de los Brunson.
Ella parpadeó con los ojos más abiertos de lo normal.
—Entonces, cuando lleguemos, puedes disponer de algunos hombres para que me acompañen hasta que... podamos decidir qué hacer.
La mujer que le había mostrado su cuerpo y su alma se había retraído y volvía a encontrarse con la que le ocultaba sus secretos en silencio. Sin embargo, ya no podía engañarlo igual porque había vislumbrado su verdadero rostro.
—No es tan sencillo. También tengo que convencer al rey de que tu familia obedecerá y a tus hermanos de que dejen las armas. Las condiciones del tratado lo han complicado todo.
—¿Y qué haré yo en tu castillo mientras tratas esos... asuntos complicados?
Lo preguntó tan tranquilamente como si estuviese comentando una compraventa de ganado, tan desapasionadamente como si estuvieran vestidos a mediodía y no desnudos y saciados. Otra vez, se encontró con la maldita obstinación de los primeros días.
Era una mujer que le hacía preguntas que él debería haber previsto antes de haber tomado ese camino, porque tenía que estar seguro antes de que pudiera romper el compromiso matrimonial y de devolverla a sus hermanos.
—Te quedarás y no harás nada hasta que esté seguro de que no estás esperando un hijo —contestó él con toda la calma que pudo.
Ella no se habría puesto más rígida si la hubiese abofeteado. Aunque, en realidad, era ella la que solía decir las cosas sin rodeos y debería aceptarlo.
—¿Podríamos al menos comunicarles a mis hermanos que estoy bien?
—¿Les comunicamos también que estás prometida conmigo y que quizá estés esperando un hijo mío?
Ella lo miró y negó con la cabeza.
—¿Cuánto tardarás... en saberlo? —preguntó él cuando ella no dijo nada.
Ella se puso roja como un tomate.
—Tres o cuatro semanas. No soy muy... Cada vez es distinto.
Él se sonrojó tanto como ella. No eran cosas de las que deberían hablar.
—Nos marcharemos mañana. Estate preparada.
Ella volvió a asentir con la cabeza.
—¿Podrías decir «sí» por lo menos?
Ella ladeó la cabeza como si le desconcertara que se lo pidiera.
—Sí.
—Vaya, ¿sí puedes decir «sí» o sí estarás preparada?
Él notó que levantaba la voz y que cada vez estaba más furioso.
—Sí puedo decir «sí». Ya te he dicho que estaría preparada.
Con la reticencia de todos los habitantes de la frontera que había conocido.
—Entonces, buenas noches.
Se dio la vuelta y le dio la espalda. La realidad había hecho trizas su última noche de ilusión. Aun así, se preguntó si podría evitar tocarla durante las horas que quedaban hasta el amanecer.
Ella no se movió al principio, pero acabó acurrucándose bajo las sábanas y se dio la vuelta con mucho cuidado de que sus espaldas no se rozaran.
Él pensó en todo lo que tenía que hacer con la esperanza de sofocar así el deseo. El tratado, los Brunson, el rey... Cuando estuviera en su tierra, donde estaba acostumbrado a estar solo, le costaría menos despegarse de ella. Entonces, cuando había creído que estaba dormida, oyó una vocecilla.
—Nunca he visto el mar.
En ese susurro captó todos los peligros que tenía ese camino para ella y para él.