Seis

 

Media hora después, Carwell la vio volver con un trozo de tela blanca y basta. Se la entregó y la aceptó sin decir nada porque supo que era parte de la camisola que le cubría la piel.

—Es todo lo que tengo —se justificó ella—. Espero que no te abochorne.

Cualquier mujer que hubiera tenido que cortar un trozo de su ropa interior para entregarlo como prenda se sentiría avergonzada. Sin embargo, aunque la había visto maldecirse por tropezarse al bailar, eso, todo lo que tenía, se lo ofreció sin ninguna vergüenza ni vacilación. Era una Brunson... Cuando se llevó la prenda a los labios, le abrasaron al pensar que había estado en contacto con su piel.

—Nada me habría venido tan bien —él ató el trozo a la lanza—. Está bien hecho, es útil y está cortado de algo de lo que ninguno de los dos podemos prescindir.

—Que te dé suerte —le deseó ella con una sonrisa.

—¿Y mi recompensa?

Súbitamente, deseó sentir los labios de ella entregándose a los de él.

—Les diste tu palabra a mis hermanos —replicó ella dejando de sonreír.

—Tu inocencia está a salvo —contestó él con más naturalidad de la que había esperado—. Puedes estar segura.

Tenía que velar por su vida y su reputación y, en ese momento, lo segundo le parecía más complicado que lo primero.

 

 

«Lo que tienen todas las mujeres y lo que desean todos los hombres» Las palabras de Carwell le daban vueltas en la cabeza mientras subía a la roca de las mujeres arrastrando el vestido prestado por la hierba. Había mujeres así, como yeguas en celo que mandaban señales. Una mirada, una ceja arqueada, una risa... Miró a la docena o más de mujeres que se habían reunido allí y esperó ver la cara conocida de Mary. Era fácil comprobar que esas mujeres tenían lo que deseaban los hombres. Supuso que más de una habría conocido el lecho del rey... o el de Johnnie. También supuso que la mirarían y sabrían lo ignorante que era sobre esas cosas. Carwell la había llamado «inocente». Había muchas muchachas que probaban hombres hasta que encontraban el que les gustaba. Ella no lo había hecho. Era la hija del jefe y los hombres tenían mucho cuidado con ella. Además, si alguno no lo tenía, Rob lo ponía en su sitio.

Rob, Johnnie... La añoranza se adueñaba de ella al pensar en sus hermanos. Estaba lejos y llevaba un vestido prestado. En su fortaleza era una Brunson y eso, por sí solo, le garantizaba el respeto. Allí, ya no sabía quién era. Abajo, vio el verde y dorado de Carwell entre un grupo de hombres que estaba al fondo del recinto. En la frontera, los hombres luchaban con botas, casco y una cota de malla sin mangas. Podían ver los ojos del contrincante. Allí, esos hombres no tenían ni rostro, ni pelo, ni ojos. Eran cuerpos de metal cubiertos desde la cabeza a los pies. Ese Thomas, montado en un caballo castaño y al que solo se le podía reconocer por sus colores, era un hombre completamente distinto al que había cabalgado a su lado. Una mujer alta y de hombros caídos se acercó a ella.

—El vestido te favorece, Eilzabeth Brunson.

Ella dejó de mirar a Carwell y miró a la mujer que tenía que ser Mary la Larga.

—Gracias por prestármelo.

La mujer se acarició el vientre con las dos manos.

—El rey me regalará otro.

Mary la Baja se acercó antes de que ella pudiera interpretar el comentario de la Larga.

—¿Quién es ese?

Ella miró. Thomas se había quitado el yelmo y se lo había entregado a un escudero. Su pelo castaño ondulaba como un estandarte por el viento. Hizo un esfuerzo para contener un suspiro.

—¿El que va de verde y dorado?

—No sé quién es —comentó Mary la Larga—, pero me gustaría saberlo.

Ella se resistió un momento a decir lo que sabía.

—Es Thomas Carwell, el Guardián de la Frontera escocés.

—¿Lo conoces bien?

No lo conocía en absoluto, pero ¿qué podía decir?

—Lleva mi prenda.

Era verdad, pero no tenía el significado que ellas le darían. Entonces, se acordó de él desnudo en el río y se sonrojo. Mary la Baja sonrió elocuentemente y miró a Carwell.

—¿Ese trozo de tela blanca?

Ella se puso más roja todavía.

—Está bien hecha y es útil.

Como Bessie Brunson. Se la utilizaba como hacía falta y no se le hacía caso cuando no hacía falta, se prescindía de ella cuando ya no servía. No era algo que diera placer ni era algo hermoso que aclamar.

—Y está un poco manchada por los bordes —se rio Mary la Larga.

Ella se dio la vuelta hacia el recinto y no hizo caso de las risas. Podían pensar lo que quisieran. Mary la Baja le dio unas palmadas en el brazo.

—Es posible que esté intentando capturar su unicornio.

No lo dijo en francés, pero como si lo hubiera hecho. Eso significaba algo para las Marys que ella no entendía.

—El rey lleva mi prenda —añadió Mary la Larga con una sonrisa.

Carwell, como si supiera que habían hablado de él, se apartó de sus hombres y se acercó al pie de la roca. Aun a caballo, estaba a unos cuatro metros por debajo de ella. Demasiado lejos para que ella pudiera interpretar su mirada. Entonces, dirigió la lanza hacia ella. Las Marys, a sus costados, retrocedieron concediéndole algo más de respeto. Ella tragó saliva sin saber qué hacer. Quizá quisiera distinguirla, pero solo había dejado en evidencia su desconocimiento del protocolo.

—Me has honrado con tu prenda, yo te honraré con mi victoria.

¿Qué podía decir? Un Brunson no se ponía una armadura para alcanzar la gloria y divertir a una multitud de desconocidos. Un Brunson cabalgaba deprisa y en silencio por la noche para mantener a salvo y alimentar a su familia. ¿Por qué cabalgaba Thomas Carwell?

—Cabalga con firmeza y cuidado —replicó ella.

Él galopó hasta el fondo del recinto y empezó el combate.

 

 

Al final del día, solo quedaban los hombres de Carwell y los del rey. Silenciosa, mientras quienes la rodeaban vitoreaban, observó cada acometida con el corazón en un puño, aunque se decía a sí misma que le daba igual que ganara o perdiera. Era mentira. El trozo de tela estaba embarrado, pero todavía ondeaba al viento tan alterado como su propio corazón. La sonrisa de Mary la Larga se había alicaído.

—Tu caballero lucha con arrojo por ti.

—No lucha por mí —replicó ella, aunque le asombró que pudiera mover la lengua—. Solo quiere defender el honor de los hombres de la frontera.

—Unos bribones insubordinados —Mary la Baja se estremeció—. Que el apetito voraz de Enrique los devore a todos ellos.

Ella distinguía a un Brunson de un Storwick y a un Carwell de un Robson, pero para las Marys eran «ellos». Como si su gente fuesen unos bárbaros desconocidos, ni siquiera humanos. Le gustaría que Thomas demostrara que se equivocaban en ese sentido.

—Bueno, Mary —comentó la más baja—, es posible que el rey no goce de tus favores esta noche.

Mary la Larga posó las manos en su abdomen.

—El rey ganará —miró a Bessie—, si tu Guardián de la Frontera es un hombre sensato.

—No creo que a ti fuese a importarte si pierde —comentó Mary la Baja.

Mary la Larga hizo una mueca y Mary la Baja se rio. Thomas le había dicho que el rey ganaba siempre. Eran las reglas de ese lugar y Thomas las obedecería. Sin embargo, también le había dicho que la honraría con su victoria... No prometería una victoria que no pensaba conseguir. Encogió los hombros por el frío y se alegro de que el vestido que le habían prestado tuviera un cuello alto que le protegía el cuello del viento. ¿Qué haría Thomas? ¿Cuándo había empezado a pensar en él de esa manera?

 

 

Thomas, al fondo del prado, se quitó el yelmo, tomó la copa metálica que le había ofrecido su escudero y bebió el vino. El rey siempre ganaba y él lo sabía tan bien como cualquiera. El suelo era un barrizal y el campo de justas estaba envuelto en sombras. Una acometida más que cedería elegante, pero no evidentemente, al rey y podría retirarse junto a la chimenea. Naturalmente, no podía hacer otra cosa. Era un vasallo del rey y si no permitía que el rey ganara, pondría en peligro todo lo que había ido a hacer. Sin embargo, miró hacia la roca de las mujeres y un rayo de sol iluminó el pelo de Bessie. Entonces, sintió un improcedente arrebato de deseo. Quería ganar. Quería recibir el beso que le correspondería.

Su caballo, ansioso todavía, pateó el suelo. Devolvió la copa a su escudero y se dirigió al centro del terreno, debajo de la roca de las mujeres, para encontrarse con el rey antes de que cada uno fuese a un extremo del prado. Jaime miró a las mujeres y sonrió.

—Aumentemos la apuesta —exclamó el rey para que le oyese todo el mundo—. Si gano, me quedaré con... la prenda de tu dama además de la mía.

Él miró a Elizabeth. No se había movido, pero había apretado los puños. Aunque sabía que tenía mucha fuerza de voluntad, no estaba acostumbrada a las insinuaciones de un rey.

Thomas volvió a su extremo del terreno. Ya sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

 

 

Mary la Larga se miró el vientre antes de mirar a Bessie, que estaba al lado de ella.

—Ya se ha fijado en ti.

Bessie la miró asombrada. ¿Qué había podido hacer para que el rey se fijara en ella?

—No era mi intención.

—Quizá sea por eso —intervino Mary la Baja—. Será ese aire que tienes de que no quieres que te toquen.

Iba a decir que, efectivamente, no iba a tocarla, cuando empezó el combate.

 

 

Al final, tres caballos y dos hombres resultaron heridos y el rey estaba tumbado de espaldas sobre el barro. Esa especie de sed de sangre se disipó de la cabeza de Thomas. Madre de Dios... Ya no podría librar a Bessie ni librarse él de la ira del rey. Desmontó y ayudó apresuradamente al rey para que se levantara. Jaime se soltó el brazo con brusquedad y lo miró con los ojos entrecerrados.

—Te pedí que me trajeras alguna garantía de los Brunson. ¿Acaso Thomas el Solitario ha encontrado una novia en cambio?

No, no y mil veces no. Dejaría que su primo heredara su castillo si él no tenía un heredero, pero nada lo obligaría a casarse otra vez... y menos con Elizabeth Brunson.

—Ella no conoce... las costumbres de la corte.

—Pero tú, sí —le espetó Jaime.

Las palabras del rey fueron una acusación merecida. Sabía las reglas, se las había explicado a Bessie. Sin embargo, había permitido que un sentimiento le nublara el buen juicio.

El paje del rey se acercó precipitadamente con agua, vino y una capa para protegerlo del viento de noviembre. Jaime dio un paso, hizo una mueca de dolor, se apoyó en el hombro del muchacho y se alejó cojeando.

—Ven a mis aposentos dentro de una hora. Quiero saber qué está pasando en Liddesdale.

Carwell inclinó la cabeza en silencio. El rey señaló la roca de las mujeres con la cabeza.

—Vete a besarla, te lo has ganado.

La encontró inmediatamente con la mirada, como si hubiese sabido donde estaba entre tantas mujeres. El pelo era como una llamarada sobre el vestido negro que se le ceñía al cuerpo. Recordó con toda claridad lo que había debajo. Había pensado ahorrarle ese beso al que el rey y la corte daban tan poca importancia. ¿Cuándo fue la última vez que besó a una mujer? Quería besarla como no lo había querido nunca con otra mujer. Era verdad... y muy improcedente.

 

 

Entregó el yelmo y los guanteletes al escudero y subió el sendero de la roca de las mujeres con el trozo de tela apretado en un puño. Llegó a lo alto y las mujeres dejaron de hablar y le abrieron paso. Cuando se la encontró delante, curiosamente, no supo qué decir. En ese momento, parecía Elizabeth con el vestido negro, el cuello levantado y el generoso escote. Sin embargo, reconocía y deseaba sus ojos firmes y sus labios carnosos. Ella le pasó con delicadeza los dedos por el corte que tenía en la frente. Tenía las mejillas tan blancas como el trozo de tela antes del combate.

—Estás bien...

El corte le palpitaba y podía sentir el dolor de los golpes en las dos piernas.

—Siempre que me mantenga alejado del rey.

—Creía que el rey ganaba siempre.

—El rey también lo creía.

—Ahora... —ella tragó saliva, pero sus ojos nos se inmutaron—...has venido a reclamar tu premio.

Quería reclamar mucho más, pero por muchos motivos, como sus fracasos del pasado y la promesa que había hecho a sus hermanos, no debería probar ni un beso.

—Les extrañaría que no lo hiciera —le explicó él inclinándose hacia delante.

Ella no apartó la cara. Asintió con la cabeza y arrugó los labios como si el beso solo fuese un deber y con tanta pasión como si le ofreciese una jarra de cerveza. Era preferible así. Ya había sentido bastante pasión por ese día. Un momento de pasión inoportuna lo había llevado hasta allí. La besaría en la frente y el asunto quedaría zanjado. Sin embargo, sus labios estaban demasiado cerca. Eran delicados y parecía como si solo pudieran dejar pasar palabras muy dulces, como si estuvieran moldeados solo para besar. La besó y sintió que sus labios transigían. Por un instante, los golpes, las preocupaciones y todo lo demás se disipó y solo quedó Bessie. Había pensado que su beso podría ser tan abrupto como sus palabras. Sin embargo, era delicado como una almohada, como si estuviera sumergiéndose en ella cada vez más profundamente y nunca fuese a salir a tomar aire, como si estuviese hundiéndose en unas arenas movedizas.

Se inclinó hacia él y se estrechó contra su armadura. ¿Acaso la había imaginado? ¿Acaso la franqueza de ella era un disfraz? La tomó de los brazos y notó que se movía para adaptarse a él. Sintió que brotaba algo tan imparable como la marea sobre la arena de una playa... Sus brazos, más sensatos que sus labios, la apartaron con delicadeza para acabar con el beso. Ella abrió los ojos bruscamente.

Él parpadeó y ella, también. No pudo apartar la mirada de sus ojos, marrones como todos los de su clan, aunque algo más claros. Si bien había estado seguro de que se había entregado a su beso, sus ojos no reflejaban la misma pasión que sentía él. No era una mirada velada o brumosa, pero tampoco era dura y acerada como le había visto tantas veces. Se limitó a mirarlo sin disimulo.

—Entonces, eso es un beso, ¿no?

Él le dio vueltas en la cabeza a la pregunta.

—¿Es el primero que das?

Ella miró alrededor. La roca de las mujeres estaba vacía. Todas las mujeres habían ido a buscar comida y calor junto al fuego.

—El primero desde hace mucho, mucho tiempo.

Le tomó la barbilla y le giró la cara para que lo mirara. Captó un dolor en sus ojos que intentaba disimular.

—¿Cuánto tiempo?

Ella se encogió de hombros y sacudió la cabeza.

—Hablas de todo sin rodeos, ¿por qué de esto no?

—Hay cosas que no se hablan.

Entonces, lo entendió claramente y se preguntó por qué no lo había visto antes. Su franqueza, su forma de hablar sin rodeos solo era una coraza. Sus secretos estaban preservados por sus silencios. Empezó a bajar la roca para dirigirse al castillo y él la acompañó.

—El rey me ha llamado. Me preguntará por John.

Ella bajó la mirada y se sacudió el vestido como si acabara de salir de la cocina y quisiera limpiarse de harina. Luego, lo miró con la coraza otra vez en su sitio.

—Tengo que ir contigo.

—Esta vez, no. Es mejor no recordarle tu presencia en este momento.

—Pero para eso he venido.

—El rey y yo tenemos que hablar de otras cosas. Nos veremos más tarde, en el salón.

Esperó que fuese mucho más tarde, cuando su corazón volviera a latir al ritmo normal, después de que le hubiese transmitido al rey la oferta de paz de Inglaterra.