Diecisiete

 

Una tarde a última hora, casi una semana después de haber vuelto, Thomas levantó la mirada y vio a Bessie en la puerta de su habitación privada. Apartó el libro de cuentas, contuvo el aliento y se alegró de estar sentado. Le costaba menos pasar por alto el anhelo que sentía por ella cuando no la veía. Aunque, incluso cuando no la veía, captaba olores más apetecibles que subían de la cocina. También había oído cantar a una mujer al otro lado de una esquina que debería haber estado silenciosa.

—¿Necesitas algo?

—Propongo una celebración —contestó ella con una sonrisa delicada—. Un festejo para celebrar la vuelta de Thomas Carwell.

—Ni necesito ni quiero una celebración.

Él volvió a mirar su mesa para no ver la tentación de sus labios.

—Es posible, pero tu gente sí la necesita —insistió ella.

Había mantenido a su gente a salvo y eso debería ser suficiente. Él levantó la mirada otra vez para intentar interpretar el rostro de ella. Quizá la seguridad no fuese suficiente para ella, quizá quisiera algo más. Le miró el vientre preguntándose si podría ver un abultamiento. ¿Quería formalizar el matrimonio? No, ninguno de los dos lo quería.

—No quiero celebrar nuestro compromiso matrimonial con ellos. Lo complicaría todo más tarde.

Más tarde, cuando él hubiese encontrado la manera de romperlo. Ella negó con la cabeza.

—No es por eso. Le he dicho a Hew que no habrá una boda hasta dentro de algún tiempo.

No era por eso, pero tampoco sintió alivio.

—Entonces, no hay nada que festejar.

Ella se acercó peligrosamente y él se alegró de que la mesa fuese tan ancha.

—Thomas, les has contagiado tu tristeza. Se arrastran por los pasillos sin atreverse a reírse. Tú te escapas a la corte, donde bailas y ríes, pero luego vuelves aquí, donde ni ríes ni hablas.

Sintió remordimiento. Ella había visto lo que él debería haber visto hacía años. Él sabía que no iba a casarse otra vez, pero su gente vivía en la incertidumbre, preguntándose cuándo verían un heredero, preguntándose qué sería de ellos.

—No celebraron la Navidad porque estabas en Stirling —siguió ella—. Celebremos Candlemas, el final de la Epifanía, y el final de la época de incursiones.

Entonces, él se rio.

—Los cuatreros no se rigen por el calendario.

—Las noches con más cortas —replicó ella encogiéndose de hombros.

—Efectivamente —un hombre tenía menos tiempo para ampararse en la oscuridad—, pero a medida que avanza el invierno, la despensa disminuye. ¿Qué queda para hacer un festejo?

Ella ladeó la cabeza como si no lo hubiera oído.

—Has vivido mucho tiempo sin una mujer, Thomas Carwell. Por si no lo sabías, podemos hacer una comida de la nada.

Eso era cierto y empezaba a darse cuenta del tipo de esposa que podía ser una mujer de verdad.

—Si acepto, tienes que prometerme que no dirás nada sobre nuestro compromiso delante de los demás Carwell.

¿El dolor que vio reflejado en la mirada de ella se debía a lo que había dicho?

—¿Qué podré decir? —preguntó ella en el tono sereno que él ya conocía.

—Todo lo que no vayas a negar más tarde.

Ella asintió con la cabeza, pero él quiso rebatir la idea.

Llevar a la familia para una celebración solo podía complicar el equilibrio inestable, una situación tan precaria que podía derrumbarse en cualquier momento. Sin embargo, también le daría la ocasión de aclarar una incertidumbre.

—Muy bien, adelante —los preparativos la mantendrían ocupada y alejada de él—. Hew sabrá quién debe asistir y cómo localizarlos.

Su primo sería uno de ellos. Había llegado el momento de nombrarlo heredero y de que su familia, o cualquier otra persona, dejara de esperar que fuese a casarse otra vez. Asintió con la cabeza y se dio la vuelta para marcharse.

—Espera.

Ella se detuvo con los labios separados y un brillo de esperanza en los ojos, una esperanza que él tiraría por tierra.

—No habrá baile.

Bailar con ella lo había metido en ese terreno cenagoso.

 

 

Al final de esa semana, el tiempo mejoró y lo vio ir con sus hombres a reconstruir la cabaña de pesca que los hombres de Storwick incendiaron el otoño pasado cuando escaparon de sus hermanos. Rob y John siempre sospecharon que ese incendio había sido un subterfugio y que Carwell había conspirado para evitar que capturaran a Storwick. Ella, por mucho que lo hubiese prometido, no había encontrado nada que demostrara su culpabilidad.

Él la había dicho que podía hacer lo que quisiera menos meterse en eso. Sin embargo, él estaba más allá del foso y tendría la ocasión de echar una ojeada. Se detuvo en la puerta de su despacho e intentó juzgarlo por cómo era ese sitio. Había creído que la mesa estaba más desordenada que la de su hermano, pero, mirándola bien, pudo comprobar que todo tenía su espacio, que estaba tan ordenada como su cocina. Quizá por eso no quisiera que se metiera allí. A ella tampoco le gustaría que él entrara en su cocina para ordenarle sus cazuelas.

Entró y se preguntó qué podía hacer. No leía ni escribía bien y no sacaría mucho en claro aunque tuviera todo el día para leer esos documentos. ¿Qué había esperado encontrar allí? ¿Por qué les había prometido a sus hermanos que demostraría que era culpable? Para que la dejaran ir con él, le recordó la memoria. En ese momento, después de semanas y ocasiones, no tenía ninguna prueba. Se sentía cómoda cuando se decían las cosas claras, no con los disimulos, y era tan mala espía como bailarina. Salvo que Thomas confesara, o hubiese conspirado con alguien dispuesto a hacerlo, nunca sabría la verdad. Volvió a mirar alrededor ansiosa de encontrar algo. Cada montón parecía idéntico al que tenía al lado. Solo había una cosa que destacaba. En una mesa que había debajo de la ventana, en un sitio de honor, había dejado con mucho cuidado un edicto en pergamino. El lacre negro del rey Jaime colgaba de la parte inferior. Se acercó y consiguió entenderlo al cabo de un rato. Nombraba a Thomas Carwell Guardián de la Frontera escocés. Era Guardián antes que Carwell. Guardián antes que marido e, incluso, que tener un heredero. Quizá esa fuese la única verdad que tenía que saber. Se dio la vuelta, se marchó y cerró la puerta. Podía ir a otro sitio, a la otra habitación del castillo que no había visto.

 

 

El viento llegaba del oeste y aceleraba la marea ascendente. Thomas se detuvo para escuchar y calcular su velocidad. Los restos calcinados de la cabaña de pesca estaban en el borde de la costa. Estaban reconstruyéndola más adentro, pero, aun así, el agua inundaría esa zona pantanosa como hacía dos veces al día. Foso, mar, tierras pantanosas... El castillo estaba bien defendido. Una cabaña de madera era una pérdida insignificante. Un motivo más para que los Brunson recelaran. ¿Todos sus pensamientos tenían que llevarlo a Bessie Brunson? Indicó a los trabajadores que dejaran los martillos y se dirigió al intendente mientras se preparaban para marcharse.

—¿Qué tal van los preparativos del festejo?

—Creo que le complacerá —contestó Hew con una sonrisa.

Estaba seguro. Había asistido al último festejo que organizó ella hacía unos tres meses para celebrar la boda de su hermano. Hubo comida, vino y música para todos y aunque sus hombres y él fueron unos invitados inesperados e indeseados, los trataron como si fuesen de la familia. Además, ella lo hizo casi todo por sí sola.

—Puedes estar seguro de que ella no delega mucho —comentó él mientras volvía al castillo—. Está acostumbrada a trabajar sola.

—Su prometida es una mujer fuerte y preparada —replicó Hew arqueando una ceja.

Al revés que su esposa. Había comprobado que, en realidad, Bessie Brunson no tenía casi nada en común con su difunta esposa. Sin embargo, eso no era motivo para que pasara por alto todas las complicaciones de la situación. Tenía que dejárselo muy claro al intendente.

—Efectivamente, ha habido un compromiso matrimonial, pero por motivos prácticos. No esperes que vaya a haber un matrimonio.

Hew arrugó los labios, pero dio varios pasos en silencio.

—Señor, ¿espera vivir eternamente?

—Claro que no —contestó él.

—Entonces, necesitará un heredero.

—Hoy tienes la lengua muy suelta, Hew.

Las palabras del intendente se mezclaron con el deseo. No de un heredero, sino de la mujer que quizá estuviera esperándolo. Desde que llegaron, se había mantenido alejado de ella con la esperanza de que el anhelo se disipara por la distancia. Sin embargo, se había intensificado y no deseaba solo su cuerpo. Echaba de menos su serenidad. Echaba de menos provocarle sonrisas. Echaba de menos taparla con las sábanas por la noche...

Miró a Hew, quien no había vuelto a decir nada después de que lo regañara. Sin embargo, sus ojos lo decían todo.

Pronto zanjaría todo eso. Había enviado un mensaje privado a su primo con la invitación. Durante ese festejo, celebrarían que los Carwell tenían un heredero.

 

 

Bessie entró en su dormitorio vacío y contuvo la respiración. Era imposible, pero su presencia parecía empapar las paredes y flotar en el aire. Sin embargo, no había ido para atormentarse por un amor perdido. Estaba allí para demostrar la traición de ese hombre. Cuando tuviera las pruebas, el deseo se esfumaría. Había menos que investigar que en su mesa, pero tampoco era un dormitorio tan austero como el de los Brunson. Era sencillo, pero un tapiz daba calidez a las paredes. Al contrario que el del salón, no representaba una escena de una batalla llena de gente. Sobre un fondo de infinidad de hojas verdes y flores, un hombre y una mujer se agarraban de las manos y daban un paso como si fuesen a bailar. Cerró los ojos con todas sus fuerzas por la imagen y los recuerdos. ¿Por qué se le había ocurrido entrar en ese sitio? No era porque hubiese creído que iba a encontrar algo. La verdad era que anhelaba verlo y, aunque vivieran bajo el mismo techo, eso era lo más cerca que podía llegar.

Dio la espalda al tapiz y volvió a abrir los ojos. La cama, tentadora, apareció ante ella. Estaba rodeada de cortinas verdes lo suficientemente gruesas para protegerlo de las corrientes. Se acercó y acarició la tela de una lana tan bien tejida como la de Stirling. Entonces, oculto por las cortinas, lo vio. Encima de la almohada estaba el cardo bordado que le había regalado. Lo tomó con las manos temblorosas. Era el secreto que había esperado encontrar. No era la prueba de que fuese culpable, sino la prueba de que la quería por mucho que intentara negarlo.

No era una prueba en absoluto. Era un objeto valioso que podría vender si quería. Entonces, ¿por qué lo conservaba allí?, le preguntó el corazón.

Había recorrido todo el castillo, desde la torre a la bodega, preguntando a Hew y los sirvientes, pero no había encontrado nada que indicara que Thomas Carwell fuese otra cosa que un fiel Guardián de la Frontera. Un hombre que, si no la amaba, al menos le tenía aprecio. ¿Significaba eso...? Oyó su voz que subía por la escalera. No podía encontrarla junto a su cama y mirando la almohada. Corrió hasta la puerta, pero si salía del dormitorio, él sabría que había entrado y que lo había visto...

Thomas frunció el ceño cuando llegó a lo alto de la escalera.

—¿Qué buscas aquí? —le preguntó él en tono áspero.

Hew, detrás de él, los miraba en silencio.

—No me prohibiste que viniera aquí —contestó ella con una sonrisa.

Si la amaba, ¿no sonreiría él también?

—Es verdad, no te lo prohibí —reconoció él aunque sin sonreír.

¿Estaba haciendo un esfuerzo para no abrazarla o eso era lo que ella quería ver? Él no esperó a que ella hablara otra vez.

—Sin embargo, no hay ningún motivo para que estés aquí.

—Ropa de cama para nuestros invitados —replicó ella inmediatamente—. Pensé que habría más en tu cuarto.

—No la hay.

Él no dijo nada más ni la miró. Ella asintió con la cabeza, asimiló la decepción en silencio y se dirigió hacia las escaleras.

—Entonces, buscaré en otro sitio.

Sin embargo, cuando pasó a su lado, los dedos de él le rozaron la manga.

—Bessie, la próxima vez, pídele a Hew o a algún sirviente que busque lo que quieres.

—Hew estaba contigo y no quería interrumpir el trabajo de los demás.

—Ayudarla no es una interrupción, milady —intervino Hew mientras entraba en la habitación que le había vedado Thomas.

—Bessie... —la llamó Thomas con una voz más amable una vez que Hew había desaparecido—...no hace falta que lo hagas todo tú sola.

Él lo hacía, pero no lo dijo y sonrió con más tristeza de la que había esperado. Lo habían llamado Thomas el Solitario y en ese momento sabía por qué. No tenía ni esposa ni familia y, que ella pudiera ver, tampoco tenía planes para tenerlas. Al menos, alguno en el que entrara ella.

Él seguía con los dedos en su brazo y miró debajo de su muñeca. Ella intentó captar esperanza en su expresión y se acarició el vientre.

—Todavía, no.

Él retiró la mano e hizo un gesto para despedirla. Ella se dio la vuelta y se marchó. Quizá, una vez más, necesitaría algo más fuerte que una sonrisa.

 

 

La noticia de que el rey Jaime había vuelto a sitiar a Angus no le llegó con un mensajero del rey. Le llegó en un mensaje del Guardián de la Frontera inglés. El rey le había mandado un mensaje muy distinto en el que ordenaba a todos los súbditos escoceses que respetaran el nuevo tratado con los ingleses «so pena de muerte». Sin embargo, William, lord Acre, le decía de su puño y letra, y firmaba, que el castillo de Angus estaba sitiado y que el nuevo comandante del rey disparaba bombas contra sus murallas. Thomas miró los mensajes a la tenue luz del atardecer, le dio vueltas a las repercusiones e intentó valorar sus significados. Su primer impulso fue reunir a sus hombres y acudir a luchar contra su enemigo ancestral, aunque, a su juicio, disparar los cañones contra una fortaleza de muros tan gruesos y rodeada de mar por tres lados era un desperdicio de pólvora.

No obstante, era algo que el joven rey haría. Intentaría desesperadamente cobrarse una venganza que sería imposible cuando Angus hubiera cruzado la frontera y estuviera al amparo de los ingleses. Sin embargo, el rey no lo había llamado. Peor aún, no le había notificado el ataque. ¿Qué indicaba eso sobre su relación con el rey? Que las arenas podían estar moviéndose. Volvió a mirar el mensaje de lord Acre. Aunque la noticia de que el rey escocés había atacado a un señor escocés le había llegado del Guardián de la Frontera inglés, los datos parecían tan ciertos que lo creyó. Lo que no sabía era por qué se lo había mandado. Quería creer que significaba que Acre estaría dispuesto a capturar a Angus si escapaba a Inglaterra. Sin embargo, sospechaba que era una amenaza velada, que si Escocia incumplía el espíritu del tratado, Inglaterra incumpliría la letra... y que su viaje para reunirse con el Guardián inglés en Carlisle, al otro lado de la frontera, podía ser más peligroso de lo que se había imaginado.

Eso no le sorprendía. Conocía los peligros de esa vida y, normalmente, podía evitar lo más grave. Lo que le sorprendió fue lo siguiente que pensó. No fue ni el miedo a morir, ni la decisión de nombrar heredero a su primo para que la sucesión estuviera clara. Fue algo más sencillo y primitivo. Si moría, ¿quién se ocuparía de Bessie?