Dieciocho

 

Había trabajado incansablemente toda la semana y el resultado, aunque no podía compararse con Stirling, era un salón lleno de sonrisas. La poca antelación y el frío hicieron que la reunión fuese pequeña y predominantemente masculina. En verano habría ido más familia, habría música y baile... Miró a Thomas y dejó de desvariar. Si estuviera allí el verano siguiente...

Los hombres y las mujeres la miraban con curiosidad, pero el clan Carwell no era dado a hacer preguntas directas. Agradeció su discreción, aunque tenían que haberse dado cuenta de que los sirvientes la obedecían, algo que se contradecía con la historia que habían contado sobre su estancia allí. Habían dicho que habían pasado la Navidad en Stirling, en la corte, y que él se ofreció a acompañarla a su casa, pero que sus obligaciones como Guardián de la Frontera habían tenido preferencia.

—Ah, entonces, os conocisteis en la corte. ¿Es verdad que el rey Jaime ya tiene las riendas? Canny Carwell, tía de Thomas, sonrió con interés. Era una viuda que había acudido con su hijo, quien acababa de cumplir dieciséis años. Ella asintió con la cabeza y decidió que no había motivo para explicarle cuándo y cómo conoció a Thomas.

—Sí, el rey tiene las riendas.

—Estoy segura de que mi George y él serán amigos —aseguró la mujer antes de bajar la voz a un susurro—. George es el heredero de los Carwell... o lo será pronto.

Ella se recordó que tenía que ser cortés y hablar con delicadeza.

—Ah, quiere decir que es el heredero hasta que Thomas se case y sea padre de un heredero.

Ella, por instinto, se llevó la mano al vientre, aunque estaba perdiendo la esperanza de que estuviera embarazada. La mujer sonrió con condescendencia.

—Acabas de llegar aquí y no lo sabes, pero él nunca volverá a casarse, a pesar de su obligación, aunque tampoco puedo reprochárselo. Todos creíamos que Annabell, bueno...

La mujer sacudió la cabeza sin acabar la frase. Otra vez la misteriosa Annabell. Ella había llegado a estar segura de que su primera esposa había sido un ejemplo adorado, alguien que ella nunca podría igualar y que Thomas nunca sustituiría. Sin embargo, desde que llegó a Carwell, había oído comentarios y había visto evidencias que decían otra cosa de su rival invisible. Quizá esa mujer pudiera decirle qué era.

—¿Qué piensa exactamente de ella?

Primero, receló y se quedó atónita. Luego, tragó saliva, miró disimuladamente alrededor para cerciorarse de que nadie podía oírla y se inclinó hacia ella para poder susurrarle.

—No era de este mundo.

Dicho lo cual, se dio la vuelta y se alejó.

 

 

A medida que avanzaba la velada, Thomas observaba a su primo George y su convencimiento iba desvaneciéndose. Si no recordaba mal, tenía la edad del rey Jaime y era diez años menor que él mismo. Suficientemente mayor para considerarlo un hombre y suficientemente joven para actuar como un niño. Una combinación peligrosa.

—¿Qué vas a decirles?

El muchacho miró al salón con una sonrisa, como si esperara el momento de ser el centro de atención. Él lo miró de arriba abajo porque todavía no había crecido del todo ni había aprendido los modales que debería tener.

—No lo he decidido.

—¿Le has dicho al rey Jaime que soy tu heredero?

—El rey Jaime y yo tenemos preocupaciones más importantes.

—¿Cuándo lo conoceré?

—Creía que primero preguntarías qué hemos hablado el rey yo —replicó Thomas con el ceño fruncido.

Aun así, George no lo preguntó.

—Quiero ir a la corte. Mi madre dijo que iría a la corte.

Él intentó contener la desesperación e impotencia.

—Antes de preocuparte por la corte, deberías aprender las obligaciones del señor de Carwell y Guardián de la Frontera.

—No hasta que mueras —George se encogió de hombres—. Y me pareces muy sano.

Él lo agarró del hombro con firmeza.

—Antes de que conozcas al rey, harías bien en aprender algo de humildad y gratitud o podría cambiar de opinión.

—No puedes hacerlo. Soy el más próximo en la línea de sucesión.

Él lo soltó y quiso darle una patada para devolverlo con su madre. No mandaría a George a la corte, el rey Jaime se lo comería vivo si él no lo mataba primero.

 

 

Como había pedido Thomas, no habría baile, pero sí música. Los Carwell sabían baladas propias y empezó a cantar en cuanto pudo seguir la melodía. Thomas también cantó aunque mezclado con los demás. Ella pensó que tenía una voz aceptable, aunque no podía compararse con la de Bob el Negro. Además, ella no sería bailarina, pero sí tenía una voz bonita. Thomas la miró con admiración cuando terminó la canción.

—Tienes una voz de ángel.

Era curioso pensar que nunca la hubiese oído cantar.

—Los Brunson cantamos —replicó ella con una sonrisa.

No bailaban, era lo que decía su padre y lo que ella le dijo la primera noche.

—¿Nos cantarías algo? —le pidió Canny Carwell.

Ella miró a Thomas para pedirle permiso. Luego, miró a los invitados, que estaban relajados por el festejo que ella había organizado, y, por un instante, se sintió como en su casa.

—Os cantaré la balada de los Brunson.

 

Esta es la historia que han referido los siglos

Del vikingo de ojos castaños que tanto tiempo ha

Fue abandonado por el resto de su clan

Abandonado a su suerte fue el primer Brunson

Abandonado a su suerte fue el primer Brunson

 

Las estrofas recorrían los siglos desde el primer Brunson hasta su padre.

Enseguida, los invitados cantaron también cuando llegó al estribillo.

 

Silencioso como la luna, firme como las estrellas,

Fuerte como el viento que barre Carter’s Bar.

 

Llevaba esas notas en la sangre y la letra en los huesos. Era una Brunson, no era esa mujer desconocida de Stirling, y si decidía entregarse como esposa a Thomas Carwell, sería muy afortunado. Esa noche, se lo recordaría.

 

 

Thomas no cantó esa vez, se limitó a escuchar sobrecogido.

Era raro pensar que se había acostado con ella y que no supiera que su voz podía acariciarle la piel como si fuese de terciopelo. Le había oído palabras descaradas y la había visto en silencio, pero nunca había oído las notas que podían brotar de su garganta y flotar en el aire. Hasta ese momento, su voz había sido firme y fuerte, pero tembló al llegar a la siguiente estrofa, la última, la que hablaba de su padre.

 

Un hombre de la frontera

Un hombre leal como ninguno.

Leal hasta la muerte y más allá.

Leal hasta la muerte y más allá.

 

Las últimas notas se desvanecieron en un silencio muy emotivo, en una admiración más intensa que los aplausos. Ella le sonrió.

—Los Brunson cantan, desde luego —comentó él.

—Sí. Algunas también bailan.

Alguien, en un extremo del gentío, empezó a tocar un violín. Otro lo acompañó y todos empezaron a forma un círculo para bailar. Él había dicho que no se bailaría, pero tampoco podía privar a sus invitados de esa diversión. Ella se levantó y le tendió una mano.

—Vamos.

Él dudó. Temía que si la tocaba, querría tomarla entre los brazos y llevarla a la cama otra vez. Sin embargo, era un baile en círculo con todos los invitados. Mientras estuviese en público, en el salón, estaría a salvo. Tomó su mano y la llevó al círculo.

 

 

Bessie nunca se había divertido tanto bailando. Notaba que después de haber cantado el recelo de la familia era mucho menor. En ese momento, todos bailaban por el salón, se intercambiaban las parejas entre risas y a nadie le importaba si se equivocaban de paso. El baile los había separado, pero él la seguía con la mirada y con su sonrisa. Quiso decirle que así podía ser su vida, que podrían tener una casa llena de música y risas. ¿Oiría él sus pensamientos desde el extremo opuesto del salón? ¿Pensaría lo mismo?

 

 

Al terminar el baile, Thomas estaba al otro lado del salón, muy lejos. Ella sonrió, se apartó el pelo de la cara y se sonrojó conteniendo la respiración. Un primo lejano se inclinó para hablar con ella y Thomas fue a acercarse a ellos. Ese hombre no tenía por qué estar tan cerca... Sin embargo, su tía Canny se plantó delante de él.

—Es el momento de comunicarlo, ¿no? —preguntó ella aunque no esperó la respuesta y pidió la atención de todo el mundo—. El señor de Carwell tiene que decirnos algo. Escuchad.

Él miró por encima del hombro de su tía y vio que la sonrisa de Bessie se convertía en desconcierto primero y en preocupación después.

 

 

Lo miró y contuvo el aliento. El rostro de Thomas no reflejaba alegría. ¿Habría descubierto alguien que estaban prometidos? ¿Estaban obligándolo a que lo comunicara? Le había pedido que no dijera nada que tuviese que negar y ella no había dicho nada. Miró alrededor. Podría haber sido un comentario imprudente de un sirviente o cualquier otra cosa, pero si se había sabido, daría igual cómo había sido, daría igual que ella no hubiese tenido la culpa, su furia sería tremenda. Aunque, quizá se tratase de otra cosa, de algo peor.

Canny Carwell se apartó un poco con una sonrisa de oreja a oreja. Le había dicho que era el heredero... o que lo sería pronto. Los labios apretados de Thomas y el brillo asesino de sus ojos no presagiaban una buena noticia.

—Quiero daros la bienvenida y agradeceros que hayáis viajado con este frío invernal —empezó él—. Sé que las cosas han sido...

Ella notó que buscaba la palabra. Él volvió a empezar.

—Durante los últimos años, desde la muerte de mi padre...

Se oyeron murmullos de «Dios lo tenga en la Gloria» y todos se hicieron la señal de la cruz mirándose con perplejidad. Él se aclaró la garganta.

—El rey Jaime se ha hecho con el trono y ha expulsado al conde Angus del poder. Nosotros volvemos a ser Guardianes de la Frontera y se ha firmado un tratado con Inglaterra que amplía la paz. Ha llegado un día nuevo y eso es motivo suficiente para celebrarlo —levantó su jarra—. Por el rey Jaime V. Que tenga un reinado duradero.

Todos levantaron sus bebidas.

—Por Thomas Carwell. Que tenga una vida duradera —brindó alguien.

Él sonrió, parpadeó e inclinó la cabeza para agradecerlo. Mientras daban un sorbo de cerveza, ella miró a Canny Carwell, quien parecía como si hubiese visto un ratón muerto en el fondo de su copa.

 

 

Cuando terminó el festejo, dejó que Hew acompañara a los invitados a sus habitaciones y ella salió del salón con Thomas.

—Sé que tu gente suscribe lo que has dicho —comentó ella.

—¿Y tú?

Ella intentó interpretar su rostro, pero la luz de la vela era demasiado incierta, como también se sentía ella.

—¿Qué quieres decir?

—Creíste que tenía que reírme y bailar. ¿También crees que fue suficiente para ellos?

Le preguntaba sinceramente su opinión, como si fuese quién para dársela, como si fuese su esposa aunque no hubiese anunciado a bombo y platillo su compromiso. Le agarró un brazo y apoyó la cabeza en su hombro.

—Sí —contestó ella—. Creo que es suficiente por el momento.

Quiso añadir que podían ser muy felices. Entonces, llegaron a la puerta del dormitorio de ella y le rodeó el cuello con los brazos arrastrándolo adentro con delicadeza.

—Soy tu esposa, Thomas, para lo bueno y para lo malo. Independientemente de lo que decidan hacer mis hermanos, estamos prometidos ante Dios y hemos consumado nuestra unión —ella sonrió—. Más de una vez. Ha llegado el momento de que ocupe mi puesto junto a ti —ella señaló con la cabeza hacia el otro extremo del salón—. Y en tu cama.

Notó que él cedía y se acercaba a ella. Levantó los labios para que se encontraran con los de él, se abrazaron... y notó su erección. Él apartó los labios, la soltó y retrocedió.

—Estamos cansados y no pensamos con claridad. Has trabajado demasiado durante la semana pasada. Que duermas bien.

Él fue a dirigirse hacia su torre, pero se detuvo y miró hacia atrás.

—Me habré marchado cuando te despiertes.

Se recordó que era una Brunson, pero la oleada de humillación desbordó su orgullo. El cardo en la almohada no había significado nada. No la deseaba más de lo que la deseó el primer muchacho. No podía estar más claro.

—¿Adónde vas?

—A reunirme con el Guardián de la Frontera inglés. A fijar el día de tregua, como estipula el tratado —contestó él en tono cortante.

—¿Cuándo volverás?

—Cuando vuelva ... ya lo sabrás —él abrió la puerta del dormitorio para que ella entrara—. Buenas noches.

Bessie mantuvo la cabeza alta hasta que cerró la puerta. Entonces, lloró.

 

 

Thomas se marchó antes del amanecer porque no podía arriesgarse a verla otra vez. La noche anterior, la miró, fuerte y obstinada, y quiso aceptar. Quiso tomarla, reconocerla como su esposa y conservarla a su lado, proclamar ante todos que estaban prometidos y que compartirían sus vidas. Sin embargo, supo que no podía y volvió a arrepentirse de todo. Las previsiones, los planes, los intentos para protegerla, los disparatados días que pasó en sus brazos. Visto después, cada paso fue un error. Paso a paso, y sin saberlo, se había metido en las arenas movedizas del cariño y todos los motivos que se había buscado para ella y para él solo eran excusas porque si descubría alguna vez la verdad, sería ella quien lo abandonaría.