Dos

 

La celebración siguió mucho después de que hubiesen acompañado a Johnnie y Cate hasta el lecho nupcial. Ella llevó más cerveza al salón para que los recién casados pudieran tener algo de intimidad. Una vez en el salón, el baile dejó paso a los cánticos. Jock el Raro intentaba enseñar a cantar al perro de Cate y a ella le parecía que el animal cantaba tan bien como Jock. Los hombres de Carwell se mezclaron sin incidentes. Hasta Rob charlaba amigablemente cuando ella se dirigió otra vez a la cocina. Carwell la vio, pero esa vez no la siguió. La niebla se había convertido en lluvia y, cansada, se apoyó en la puerta de la cocina antes de volver a cruzar el patio para ir por última vez a la fortaleza. Las hermanas Tait y la niña que tenía de sirvienta la ayudarían a recoger al día siguiente, pero todavía no había acomodado a todos los hombres de Carwell. Seis podrían dormir en el salón y otros cinco en la habitación grande del piso superior, pero ¿dónde dormiría el Guardián de la Frontera? Rob iba a dormir con los demás hombres para que Johnnie y Cate pudieran disfrutar del dormitorio principal. Solo quedaba una cama, la de ella. Se apartó de la puerta y miró el saco de avena donde había dormitado la niña de las Tait. Sería un colchón aceptable. La voz de Rob y las conocidas estrofas de la balada de los Brunson la sacaron de su ensimismamiento. Cuando su hermano hablaba, era áspero y lacónico, pero cuando cantaba, su voz era torrencial.

 

Silenciosos como la luna, firmes como las estrellas

Fuertes como el viento que barre Carter’s Bar.

Obstinados y de ideas claras, nunca tristes ni abatidos

Eso dicen de los Brunson

Descendientes de un vikingo de ojos castaños

Descendientes de un vikingo de ojos castaños.

 

Las risas habían cesado en el salón y los invitados estaban acostándose. Ella se acercó a Carwell y le susurró al oído.

—Te he preparado un sitio para que duermas, si me acompañas...

Captó el cansancio en los ojos de él cuando se levantó y se regañó a sí misma por tener una lengua tan afilada. Había cabalgado durante dos días y estaba invitado en su casa. No debería darle motivos para que se quejara de la hospitalidad de los Brunson. Abrió la puerta de su cuarto y se estremeció. Había pensado tanto en sus invitados que se había olvidado de comprobar su chimenea.

—Es una habitación sencilla, pero espero que sea de tu agrado —comentó ella mientras se agachaba para reavivar las llamas.

Él, naturalmente, estaría acostumbrado a tapices, velas y tañidores de laúdes, pero los Brunson se enorgullecían de su valentía y destreza con las armas, no de sus lujos.

—Es tu cuarto —dijo él desde la puerta.

—Sí —reconoció ella limpiándose las manos.

—No te obligaré a que renuncies a tu cama.

—Bueno, no vas a compartirla conmigo —replicó ella mirándolo a los ojos con rabia.

—No estaba insultándote con esa insinuación, no me insultes tú a mí insinuando que sí lo había hecho.

Él lo dijo en un tono airado que ella no le había oído nunca. Al parecer, tenía genio y ella tenía la lengua para provocarlo. Miró al suelo y eso debería haber servido de disculpa.

—Acepta la cama, eres un invitado en mi casa.

—No estoy invitado. Iré al salón con mis hombres —salió al pasillo y le sonrió como si quisiera quitar hierro a lo que había dicho antes—. Que descanses bien.

Ella abrió la cama y se sorprendió al ver que le temblaban las manos. Oyó lo que le pareció un improperio sofocado al otro lado de la puerta.

 

 

A la mañana siguiente, cuando Bessie despertó a los recién casados para que acudieran a la reunión de Carwell, sus sonrisas adormecidas le llegaron al corazón. Esperó que hubiesen pasado una noche maravillosa porque el día prometía ser desagradable. Se reunieron con Rob y Carwell en la zona privada que había detrás del salón. Un brasero en el centro de la habitación ofrecía cierto alivio contra el frío. Parecía como si Carwell hubiese dormido mejor que ella.

—El rey Jaime se ha visto obligado a levantar el asedio al conde de Angus.

El conde, padrastro del rey, también había sido regente hasta hacía unos meses, pero, en ese momento, era el peor enemigo del rey.

—El rey reprocha esa derrota a que nunca llegaron los hombres de Brunson que pidió —siguió Carwell.

Ella intercambió una mirada con su hermano John. Los hombres de Brunson habían estado haciendo cosas más importantes.

—Además, le han comentado al rey que Willie Storwick el Marcado ha desaparecido y es posible que esté muerto.

Johnnie y Cate se miraron con desasosiego y Bessie frunció el ceño, pero no dijo nada. Sin duda, el rey lo sabía porque se lo había contado Carwell.

—No es una pérdida para nadie a ningún lado de la frontera —intervino Rob por fin—, aunque fuese inglés. Lo habrían colgado hace mucho si lo hubieses entregado a la justicia, como era tu deber.

Ella esperó una discusión o, al menos, una explicación, pero Carwell se quedó en silencio con la mirada fija. Las bolsas de los ojos le daban un aspecto tranquilo, pero también disimulaban su expresión.

—Estoy seguro de que el rey comprendería que alguien, un Brunson quizá, lo hubiese matado en defensa propia.

John se encogió de hombros y Rob negó con la cabeza.

—Un ataque es la mejor defensa.

Quiso pedirle prudencia a Rob, pero se mordió la lengua. Lo que él había dicho era verdad, pero no era lo que el rey o Carwell querían oír.

—¿Lo atacaste? —le preguntó el Guardián de la Frontera sin dudarlo.

Ella contuvo el aliento. Eso era casi lo que había dicho su hermano.

—No. Aunque no me arrepentiría si lo hubiese hecho.

Carwell miró a Johnnie.

—¿Fuiste tú?

Cate tomó la mano de su marido.

—Storwick no murió por mi espada —afirmó Johnnie.

El Guardián de la Frontera asintió con la cabeza, como si ya hubiese sabido que no conseguiría sacar nada en claro.

—Entonces, ¿podéis explicarme cómo consiguió Dios, en su infinita sabiduría, matar a ese hombre?

Carwell se calló como si esperara que alguien se lo explicara. John se quedó mirándolo, no miró ni a Rob, ni a Cate, ni a ella. Nadie dijo nada. Hasta que John se encogió de hombros.

—¿Quién puede adivinar cómo obra Dios sus prodigios?

Ella soltó el aire lentamente. Siempre podía negarse una acusación que no podía demostrarse. Carwell lo sabía tan bien como ellos... o mejor.

—Su muerte es un misterio —siguió Rob—, pero los perros ingleses no tardarán en cruzar la frontera para buscar castigo y necesitaremos a todos los hombres de Brunson cuando eso ocurra.

Esa vez, a Bessie no le costó descifrar la mirada de Carwell. Era de furia.

—La justicia y el castigo a este lado de la frontera son responsabilidad mía, no de ellos.

—Ojalá lo hubieses recordado antes —intervino John—, cuando tenías a Storwick en tus manos.

Ella captó otro destello de furia antes de que pudiera disimular su expresión.

—Sé muy bien cuáles son mis obligaciones —Carwell arqueó una ceja y esbozó una levísima sonrisa—. Además, como bien decís, ese hombre era una amenaza tanto para los ingleses como para los escoceses. Creo que el Guardián de la Frontera inglés está elevando plegarias de agradecimiento, como los escoceses, por el alma inmortal de Storwick.

Se intercambiaron miradas de cautela y ella también elevó su plegaria. Había dicho que la justicia y el castigo eran responsabilidad de él, pero no había viajado dos días para confirmar lo que ya sabía.

—Entonces, ¿para qué has venido?

Él la miró un instante a los ojos y tuvo la inquietante sensación de que podía ver dentro de ella. Volvió a cerrar los ojos como si así pudiese impedir que viera la verdad. Cuando los abrió, él estaba mirando a sus hermanos otra vez.

—Quienes vivimos en la frontera entendemos los misteriosos caminos del Señor. El rey quiere explicaciones terrenales y culpables. En este momento, os culpa de todo.

—Unos cuantos hombres de Brunson no habrían conseguido que ganara el asedio —le explicó John.

También se lo había dicho a su familia. Además, el rey tenía dieciséis años y no era un experto en el arte de la guerra. Carwell arqueó las cejas. Fuese verdad o no, no era lo que quería oír el rey ni era lo que iba a creer.

—Yo, sin embargo, envié a todos los hombres que pude para que lucharan al lado del rey.

El resto persiguieron a Willie Storwick. Ella se dio cuenta de que Carwell conseguía apaciguar al rey y las fronteras... casi todo el tiempo.

—Tú, en cambio, desobedeciste la orden del rey de mandar hombres de Brunson —siguió Carwell mirando a John—. Eres sospechoso de haber matado a un inglés y, además, te has casado sin siquiera informar al rey, por no decir nada de pedirle permiso —el Guardián de la Frontera suspiró—. En estos momentos, solo hay un hombre a quien el rey odie más, el conde de Angus.

John también suspiró. Una vez, llegó a estar tan unido al rey como a un hermano, pero había sabido que habría repercusiones cuando eligió a la familia por encima del rey. Aun así, su familia se alegraba de que lo hubiera hecho.

—Tenéis una ocasión para redimiros —siguió Carwell—. El rey ha exigido a todos los hombres leales a él que hagan un gran juramento.

—¿A favor de él? —preguntó John.

—No, contra Angus. Que os comprometáis a hacer todo lo que podáis para acabar con él.

Eso era algo que el rey no había conseguido, ni mucho menos. Bessie miró a Rob, quien, como jefe de la familia Brunson, tendría que tomar la decisión.

—No aprecio a Angus ni a su familia, pero tampoco juraré nada contra una familia que no ha hecho nada a la mía —replicó Rob sin apartar la mirada de Carwell—. Ya hay bastantes que sí lo han hecho.

Carwell perdió la paciencia que había mantenido con mucho cuidado. Dejó escapar un suspiro y se pasó los dedos entre el pelo.

—Juradlo, por el amor de Dios. Ya se enojará bastante cuando se entere de que Johnnie se ha casado.

Rob y John negaron con la cabeza al mismo tiempo y ella sonrió al ver a su padre en ellos, al ver a su familia unida otra vez.

—Un juramento es sagrado —replicó John porque era una de las cosas que había aprendido al volver a su casa—. No lo haremos solo porque lo quiera el rey.

Ella vio que Carwell se ponía muy recto, como si todo lo anterior hubiese sido un mero preámbulo, y contuvo la respiración mientras esperaba a que dijera por qué estaba allí.

—Entonces, no me dejáis alternativa. Como Guardián de la Frontera, tengo la obligación de conseguir que la familia Brunson se comprometa con la paz, algo que garantice vuestro buen comportamiento en el futuro.

—¿Tan censurable es nuestro pasado? —preguntó ella. ¿Quién era ese hombre para exigir juramentos y compromisos—. Si no vamos a jurar nada, ¿por qué íbamos a comprometernos?

Sin embargo, John, que conocía los procedimientos del rey, lo entendió enseguida.

—El rey no quiere palabras, quiere un rehén.

—«Rehén» es una palabra muy desagradable.

Carwell volvió a sonreír y ella empezó a detestar esa sonrisa.

—Si volvemos de disgustarlo, el rey será mucho más desagradable —comentó Johnnie.

Rob, Bessie, John y Cate se miraron.

—Debería ir yo —siguió John—. A mí me conoce.

Él lo había defraudado.

—No le gustará lo que tienes que decirle —replicó Rob.

—Puedo soportarlo —afirmó John con un suspiro.

Rob el Negro sacudió la cabeza y miró a todos los presentes.

—Hará que lo soportes colgado de una soga, Johnnie.

A ella se le aceleró el pulso. Johnnie había vuelto por fin a casa y acababa de casarse... Su esposa entrelazó los dedos con los de él.

—Si tienes que ir, te acompañaré.

Rob se levantó para intentar imponer su tamaño.

—No te lo permitiré.

—Cuando vine, le prometí al rey...

Carwell intervino en medio de la discusión.

—Entonces, tú —señaló a Rob—. Si el jefe de la familia Brunson fuese a la corte y jurara, el rey...

—¡Bah! —exclamó Rob—. No juraré nada que me impida proteger a mi familia.

Ella contuvo el aliento. Rob no bajaría la cabeza ante nadie, ni ante un rey. Solo empeoraría las cosas para sí mismo y para todos.

—Lo pensaremos —propuso el hermano pequeño levantándose también.

Ese era Johnnie. Ganaba tiempo sin comprometerse. Sin embargo, el tiempo no cambiaría nada. Su padre había muerto hacía menos de tres meses y Rob había ocupado su puesto como jefe de la familia. Johnnie estaba en casa y feliz. Sus hermanos, su cuñada Cate... la familia que amaba con todo su corazón tenía que seguir unida, tenían que dejarla en paz.

Carwell se levantó y la dureza de su mirada no se correspondió con su elegancia cortesana.

—No lo penséis mucho tiempo. El rey no es un hombre paciente.

Ella también se levantó casi sin darse cuenta. No permitiría que ese hombre les hiciese eso.

—Entonces, iré yo. Yo serviré de... garantía para los Brunson.