Diecinueve
El día que se marchó Thomas, ella paseó por primera vez por la orilla del mar. Se despertó con los ojos hinchados y oyó los caballos que cruzaban el puente levadizo del castillo. Primero pasó él y luego, los demás invitados. Entonces, se hizo un silencio ensordecedor que solo llenaban las olas.
Él ya no estaba allí para impedirle que entrara en su despacho o fuera a la playa. Además, había dejado muy claro que no pensaba ser su marido y ella ya no tenía ninguna obligación de obedecer sus instrucciones. El viento había cesado, pero se puso unas botas y una capa antes de bajar la escaleras, de recorrer el pasillo vacío y de cruzar el patio. El intendente y los sirvientes todavía no estaban acostumbrados a que ella estuviese en el castillo y pudo escabullirse por el patio y cruzar el puente que seguía bajado. Ya se preocuparía más tarde de cómo entraba otra vez. Había salido por fin, estaba libre.
La puerta daba hacia tierra adentro y se dirigió hacia las tierras pantanosas rodeando el foso. Para llegar al mar, habían levantado muro de contención de tierra con un camino, pero las tormentas del invierno lo habían azotado con fuerza. Pensó que tendrían que arreglarlo cuando llegara la primavera. Como si ella fuese a estar allí, como si pudiese hablar en plural. ¿Florecían los cardos en las tierras pantanosas? Una bandada de pájaros levantó el vuelo entre graznidos de miedo. No supo si eran gansos o cisnes, pero le pareció que su corazón volaba con ellos.
Al final del camino, la marea estaba baja y la arena se extendía tan lisa como la pista de baile del salón de Stirling. Parecía llamarla. Cuanto más se acercaba al mar, más blanda estaba la arena y si se daba la vuelta, podía ver las huellas que había dejado detrás. Tomó una bocanada de aire y el olor del mar le llenó los pulmones, le aclaró la cabeza después de dos meses de asfixia, de intrigas en la corte, de bailes torpes, de hacer el amor en habitaciones pequeñas y oscuras con un hombre que parecía no amarla. ¿Quién era ella en ese momento?
No era Elizabeth, una mujer que podía bailar con el rey y sortear cualquier peligro, ni era una mujer digna de ser la esposa de Thomas Carwell. Aunque había aprendido a bailar. Tampoco era Bessie Brunson, una mujer que lo único que había querido en la vida eran los muros entre los que había nacido y el trabajo que hacía allí. Esa mujer nunca se sentiría a gusto en una playa fría y ventosa, esa mujer no se habría olvidado de que los Brunson nunca habían confiado en Thomas Carwell y nunca confiarían en él.
Se dio la vuelta para mirar el castillo, que proyectaba su sombra sobre el foso y las tierras pantanosas. ¿Quién era? Sin embargo, pasó media hora sin que encontrara la respuesta en la arena. Se dio la vuelta para volver por el camino cuando Hew y media docena de hombres aparecieron ante ella.
—Milady, ¿qué hace aquí?
El intendente y los hombres la llevaron al dique de tierra y agradeció que sus hombros la protegieran del viento.
—Estoy dando un paseo —contestó ella.
—No vuelva nunca aquí.
Ella le dirigió una mirada propia de la señora del castillo.
—No eres quién para prohibírmelo.
—Si no lo hago, el señor me cortará la cabeza.
—¿Por qué? —ella miró alrededor y le pareció que si se lo prohibían, le privarían del único placer que le quedaba—. No hay ningún peligro.
—Sí lo hay, milady. Aquí murió lady Annabell Carwell, en las arenas movedizas.
Lo primero que dijo el Guardián de la Frontera inglés fue lo último que Thomas habría querido oír.
—Los Brunson hicieron una incursión en las tierras de Storwick la semana pasada. Incendiaron edificios y se llevaron ganado.
El rey le había dicho que lo consideraría responsable. Él, sin embargo, había retrasado la vuelta al valle de los Brunson para intentar resolver el embrollo del compromiso con Bessie. En ese momento, sería un hombre señalado por las dos partes. Había cosas que sería mejor no contar a lord Acre. Tendría suerte si no descubría que estaba prometido a Bessie Brunson. Entonces, el Guardián inglés no confiaría en él lo más mínimo. Naturalmente, el sentimiento era mutuo.
—Nuestro primer día de tregua desde el tratado va a ser complicado.
—No veo motivo para esperar. El tratado me autoriza a perseguirlos.
—Un tratado que no es lo que nosotros acordamos y lo que propones sería un principio poco propicio para un acuerdo de paz.
El rey esperaría que evitara que los ingleses cruzaran la frontera e invadieran Escocia. Una cosa eran las incursiones y los robos de ganado, pero que el Guardián de la Frontera inglés llegara hasta Liddesdale con mil hombres era otra muy distinta.
—El tratado también estipula que fijemos un día de tregua al final del mes que viene. Si entras antes, habrás incumplido un acuerdo soberano entre naciones.
Un acuerdo que el rey le había avisado que había que respetar «so pena de muerte». El otro hombre frunció el ceño y nadie salió victorioso. Él dejó un momento de silencio antes de pasar al siguiente asunto.
—Me escribiste que el castillo de Angus está sitiado otra vez.
Acre asintió con la cabeza. Él se dejó caer contra el respaldo y cruzó los brazos.
—¿Por qué te importa? —le preguntó Thomas.
—A mí no me importa, pero a mi rey, sí. Y a ti, también.
—¿De verdad? —sintió un estremecimiento porque el otro hombre estaba dispuesto a negociar—. ¿Qué es lo que te importa?
—Los Brunson.
Tenía que tener cuidado con las palabras, tanto cuidado como si estuviese rodeando las arenas movedizas.
—Entonces, ¿te interesan los Brunson?
—Con día de tregua o no, tengo derecho a perseguirlos, pero también podría perder más hombres de los que quiero perder.
—Razón de más para fijar un día de tregua como estipula el tratado.
Él lo dijo como si le diera igual, como si fuese una decisión que había que sopesar con lógica.
—Salvo que les pasara algo antes —el inglés se encogió de hombros—. Nos ahorraría el engorro de un juicio y no sería tan raro. Todos los días muere alguien. El señor de una de las familias más importantes murió el otoño pasado durante una incursión en la frontera.
El otoño pasado, cuando el cabecilla de una conspiración para secuestrar al rey murió oportunamente en una incursión que, en otras circunstancias, habría sido una más. Una incursión en la que él había participado.
—Si pasara eso —siguió Acre—, si los Brunson encontraran un final prematuro, Angus podría desaparecer en cuanto cruzara la frontera.
Era la venganza que había anhelado durante dos años. Angus moriría como había muerto su padre, como merecía morir. ¿El precio? Los hermanos de Bessie.
—¿Por qué te quedas en silencio, Carwell? Los dos conseguimos lo que queremos, ninguno sale ganando.
Ya no podía ser cauteloso, no podía dar pasos prudentes, no quería dejarse una puerta abierta para que más tarde pudiera cambiar de postura. Independientemente de lo que pasara más tarde, el rey lo consideraría un Brunson... y, gracias a Bessie, quizá lo fuese.
—No —replicó descruzando los brazos.
—¿No? —la sorpresa de Acre solo podía compararse a su furia.
—No. Esperaremos al día de tregua.
—Eso solo retrasará la justicia. Los Brunson no se presentarán y tendré que entrar en Escocia para atraparlos.
—¿No se presentarán? ¿Como no te presentaste tú y permitiste que Willie Storwick se librara del lazo de soga que se merecía?
—Fue lo que se acordó —replicó el inglés con los ojos entrecerrados.
Efectivamente, y él lo había lamentado desde entonces.
—Como lo acordamos nosotros —siguió Acre—. Además, Willie Storwick está muerto.
—¿De verdad? —Thomas se encogió de hombros—. Nadie lo ha visto muerto, nadie ha encontrado su cuerpo. Es posible que Dios se cansara de nuestra demora y de la perversidad de él y se lo llevara al infierno.
—Los dos sabemos que lo mató un Brunson y que sigue impune —Acre resopló y se cruzó de brazos sin disimular su desesperación—. Podemos fijar un día de tregua y esperar a que los Brunson se presenten, pero los dos sabemos que eso no ocurrirá.
Él lo sabía. Después de que se permitiera que Storwick escapara, sabía que los Brunson no volverían a confiar en las leyes de la frontera. Él empezaba sentir el mismo escepticismo. Sin embargo, en ese momento tenía que fingir.
—Se presenten o no, mi rey espera que yo respete el tratado —replicó con una sonrisa—. ¿Volvemos a sentarnos para acordar una fecha?
Acre sacudió la cabeza y gruñó, pero se sentó y negoció un sitio y una fecha, al cabo de unas semanas. Cuando Thomas se levantó para marcharse, Acre no quiso estrecharle la mano.
—Si los Brunson no se presentan, iré directamente a Liddesdale desde ese sitio.
Supo que lo haría y le agradeció la advertencia. Efectivamente, él no podía garantizar que los Brunson fuesen a presentarse el Día del Armisticio. En realidad, iba a decirles que no lo hicieran.
Bessie se consoló con la playa mientras Thomas estaba ausente. Aunque estaba nublado y el viento soplaba del oeste, desafiaba al frío y el batir de las olas la tranquilizaba. Observaba la subida y bajada de las mareas, que todos los días variaban, y aprendió a salir de paseo cuando había más arena. Para aplacar a Hew, salía de paseo con una vara y lo escuchaba a medias cuando le explicaba que las arenas podían ser muy peligrosas. El intendente no le habló más de la muerte de Annabell ni de nada más sobre ella. Antes, ese silencio la habría convencido de que la primera esposa de Thomas era hermosa y culta y de que bailaba como un ángel. En ese momento, pensaba otra cosa. Quizá hubiese sido un ángel de otro mundo, pero lo que enseñó a los sirvientes, si les enseñó algo, se había olvidado hacía mucho tiempo. Ella había mejorado la mezcla de hierbas para hacer la cerveza del castillo y había insistido en que se blanqueara toda la ropa blanca, aunque se hubiesen quejado ruidosamente por tener que recoger orina para hacerlo. Al menos, eso era algo que podía ofrecer a Thomas, eran cosas que le harían la vida más cómoda cuando ella ya no estuviera allí. Le había dicho que lo sabría cuando volviera y ya lo sabía. No esperaba un hijo.
Cayó una tormenta diez días después de que se hubiese marchado. El viento arrastró la marea hasta las tierras pantanosas y llegó a temer que el mar desbordara el foso. Un cubo con agua que se quedó olvidado por la noche apareció congelado por la mañana.
—¿Hace el mismo tiempo donde está Thomas? —le preguntó Bessie al intendente.
¿Estaba seguro? Eran preguntas que haría una esposa y que ella no podía evitar hacer. Él negó con la cabeza.
—El tiempo aquí es singular. A unos kilómetros, podría estar luciendo el sol.
Al día siguiente, cuando el sol volvió a brillar, tuvo que hacer un esfuerzo para no salir, pero el deber era lo primero. Inspeccionaron el castillo para buscar goteras y piedras caídas. Para cuando pudo salir, la marea había bajado y había dejado la playa despejada.
Antes de llegar allí, el agua solo había sido algo con lo que se podía lavar. Los ríos de Liddel no le habían llamado la atención y solo sus hermanos chapoteaban allí y se salpicaban el uno al otro. Sin embargo, allí era muy distinto. Sin nadie que la viera, extendió los brazos y dio vueltas gritando a las gaviotas sin saber si era por pena o por alegría. Había esperado estar embarazada. Lo había esperado incongruentemente porque eso habría hecho que Thomas y ella quedaran unidos para siempre. ¿Cómo había llegado a amar tanto y tan deprisa a ese hombre? ¿Cómo había llegado a amar ese lugar tan alejado de su valle?
¿De dónde había llegado el primer Brunson? Del mar. Dejó de dar vueltas y cayó en la arena. Del mar.
Siempre había creído que ser una Brunson significaba ser del valle. Siempre había creído que sus raíces estaban en aquellas colinas. Sin embargo, allí, junto al mar, era como si algo que llevaba latente en la sangre reconociera que ese era su sitio, que acudir a Thomas y al mar era acudir a casa. Habían mandado lejos a Johnnie y se encontró a sí mismo cuando volvió a casa. Ella nunca había salido de su casa ni lo había querido. Sin embargo, en ese momento, quería quedarse allí para siempre. ¿Podría aceptarlo Thomas? ¿La aceptaría a ella?
La marea empezaba a subir ola a ola y ella corrió para bailar la gallarda con el mar de pareja y dejando neciamente que le mojara los pies cuando no se apartaba lo suficientemente deprisa. Sintió un escalofrío y se acordó de la calidez de Thomas y de cómo la cuidaba. Volvió hacia las tierras pantanosas para alejarse de la marea ascendente.
Él volvería pronto. ¿Qué pasaría entonces? Caminó con grandes zancadas y deseó poder caminar más deprisa que la preocupación. El ritmo del mar la había sofocado durante algún tiempo, pero no podía quedarse allí todo el día. El sol ya no estaba en lo más alto y le dio la espalda para volver al castillo. El paso siguiente se hundió más y en vez de avanzar, el pie derecho se hundió hasta el tobillo. Tiró de él para líbralo, pero la arena lo agarraba . Volvió a intentarlo, pero fue la arena quien tiró del pie con más fuerza. Entonces, se dio cuenta de que el otro pie también estaba hundiéndose. Le habían contado que ella se murió allí, en las arenas movedizas. El miedo le atenazó las entrañas, pero lo dominó. Thomas había dicho que su esposa era delicada. Al parecer, demasiado delicada para pasear por la playa. ¿Y ella? Ella había sido demasiado terca como para hacer caso de las advertencias.
Miró alrededor y agitó la vara por encima de la cabeza. Alguien del castillo la vería. Sin embargo, había doblado el recodo y ya no se veía el castillo en la penumbra... y la marea seguía subiendo.
Thomas había querido volver antes, pero la tormenta les cayó encima y sus hombres se cobijaron durante un día más de lo que había previsto. En ese momento, estaba ansioso por llegar. El castillo estaba construido para aguantar tormentas más fuertes que esa. Aun así, Bessie había pasado la tormenta sin él y quizá se hubiese asustado... Sonrió. No se habría asustado, pero habría pasado frío sin que la abrazara por la noche. Habría estado ocupándose de todo el mundo y él no habría estado allí para ocuparse de ella, para que se sentara y descansara, para darle calor, para dejar que bailara. Azuzó a su caballo para que corriera más los últimos metros, casi había llegado. Pudo ver el sol que se ocultaba por detrás del castillo y los tonos rosas y azules que se reflejaban en el foso. Las ruidosas gaviotas volaban en grupo como si buscaran dónde pasar la noche. Conocía esa sensación. Él también estaba volviendo a casa, a su esposa. Cruzó el puente por encima del foso, entro por fin en el patio y la buscó con la mirada antes de desmontar. Hew tomó la brida mientras se bajaba del caballo.
—¿Dónde está mi prometida?
Le gustaba llamarla así, pero le gustaría más cuando le pidiera que fuese su esposa.
—No lo sé, milord.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él con impaciencia.
—Seguramente, estará paseando por la playa, lo hace casi todos los días.
El pasado se adueñó de él y nubló los sueños de un futuro dorado.
—¿Cómo se lo has permitido?
El intendente se encogió de hombros, menos preocupado de lo que él habría esperado.
—La avisé, pero ¿cómo iba a impedírselo?
Él también había sido un necio al decirle que no lo hiciera y al haber esperado que le hiciera caso. Era terca, siempre era demasiado terca. Quiso estrangular a Hew, pero le habría llevado unos segundos preciosos.
—Llama a los hombres. Tenemos que buscarla. ¡Ahora!
Él salió corriendo por el puente en dirección al mar.
Paso a paso, paso a paso. Tenía los dos pies atrapados. Ya no daría más pasos. Cuanto más esfuerzo hacía por tirar, más se la tragaba la arena. Intentó respirar y pensar. Intentó gritar, pero el mar y los graznidos de las aves eran más fuertes que sus gritos. Estaba lejos del tierra firme y de las rocas. Si tenía las raíces en el mar, tenía que demostrarlo y sobrevivir. En ese momento, podía entender por qué Thomas la había prevenido contra las arenas, por qué había aprendido a dar pasos cuidadosos y por qué era sensible a los cambios. Ella no había sido bastante cuidadosa o bastante rápida. Las olas la habían atraído, pero todavía tenía que aprender muchas cosas si el mar y ella querían vivir juntos y en paz. Volvió a mirar hacia el castillo. Hew la echaría en falta enseguida e iría a buscarla. Sin embargo, la playa era grande, la marea subía deprisa y ella se había alejado más de lo habitual después de haberse pasado todo el día metida en el castillo. Tomó aire e hizo un esfuerzo para no mover los pies. Se hundió menos. Thomas le había dicho que el cuerpo no mentía, pero su madre también tenía un dicho. No se podía oír a la cabeza cuando el cuerpo gritaba. Se olvidó de ese dicho la noche que se entregó a Thomas. En ese momento, tenía que silenciar el cuerpo para que le trabajara la cabeza. La arena ya le llegaba por las rodillas y la marea se acercaba.
Se detuvo al final de las tierras pantanosas, donde la arena se juntaba con la tierra, y miró con angustia hacia todos lados.
—¡Elizabeth! ¡Bessie! —gritó con todas sus fuerzas.
Solo oyó las olas. La playa giraba bruscamente hacia la derecha por detrás de unas rocas. Sabía que al otro lado volvía a ensancharse. A la izquierda se extendía amplia y larga, era más fácil pasear por allí, pero, en la oscuridad, lo que habría sido una vista clara y diáfana se difuminaba por los contornos.
—¡Bessie! ¿Estás ahí?
¿Podría oírlo por encima de las olas? ¿Podría contestar? Miró hacia atrás. Sus hombres llegarían, pero demasiado tarde. Tenía que tomar una decisión. Volvió a mirar hacia la derecha y corrió hacia allí.