Ocho
Se había previsto un baile después del torneo, pero como el rey seguía abatido en sus aposentos, el salón estaba medio vacío. Solo unos pocos bailarines esperaban a que los músicos empezaran a tocar. Aun así, las cinco chimeneas estaban encendidas y Carwell vio a Bessie junto a la que estaba más cerca de la puerta. Le indicó al sirviente que le llevara una copa de vino caliente. Ella arqueó una ceja, como si le preguntara algo sin decirlo.
—La noticia de tu familia ha puesto de mal humor al rey —contestó él sin decirle nada del tratado—. Mañana irás a conocerlo.
Si había creído que ella palidecería por el nerviosismo, se había equivocado.
—¿Por qué no esta noche?
Porque estaba ocupado con otra mujer...
—Esta noche está de mal humor porque lo he alterado por defender tu maldita inocencia y, seguramente, me costará más trabajo todavía cuando te vea mañana.
Ella parpadeó y se sorprendió tanto como él al oírse decir una verdad clara y concisa.
—Solo pretendo que te ocupes de mi seguridad.
—Tus hermanos me pidieron algo más.
—Mi virtud es responsabilidad mía.
Y si él no tenía cuidado, ella tendría que defenderla de él tanto como del rey.
—En la corte, puede ser difícil diferenciar las dos cosas.
Ella dio un sorbo de su copa y miró alrededor para comprobar si lo que había dicho era verdad.
—Quería hablar inmediatamente con él.
—Es posible que te cueste creerlo, pero el rey Jaime se enfrenta a asuntos de Estado más importantes que la familia Brunson.
Ella le dirigió una mirada tan oscura como si hubiese sido de Rob el Negro.
—Como tú, creo.
El dolor por el torneo hizo que perdiera la calma habitual.
—Hoy he dedicado algo más que tiempo a los asuntos de la familia Brunson. Me he jugado la vida y el favor del rey por mantener la promesa que hice a tus hermanos.
Al menos, había intentado convencerse de que no había otro motivo.
—Y te lo agradezco —reconoció ella a regañadientes—. ¿Has hablado con el rey de mis hermanos?
—Ese no era el motivo de nuestra reunión.
Era una verdad a medias. Quizá ella no lo creyera, pero había hecho más por sus arrogantes hermanos de lo que se merecían.
—Entonces, ¿cuál era el motivo?
Los músicos empezaron a tocar el ceremonioso ritmo de una pavana. Era preferible bailar que desviar sus sospechas con palabras.
—¿Quieres bailar?
Ella ladeó la cabeza y dudó, pero él no pudo saber si se había dado cuenta de su maniobra o seguía dudando de su habilidad como bailarina. Seguramente, las dos cosas.
—Es una pavana, un baile mucho más sencillo —le tendió la mano—. Solo tienes que poner tu mano en la mía y dar un paso adelante, nos tocamos, un paso, nos tocamos, paso, paso, paso. No es más complicado que dar un paseo.
Ella dejó el vino con gesto escéptico y puso la mano en la de él. Tenía los dedos fríos a pesar del vino. Él sonrió para intentar tranquilizarla.
—Paso a paso. No puedes hacerlo mal.
No lo creyó, pero lo acompañó y se quedaron, uno al lado del otro, al final de la fila de parejas. Empezó el baile y los dos avanzaron a la vez.
—Pie derecho, adelanta el izquierdo. Pie izquierdo, adelanta el derecho. Lenta y ceremoniosamente.
Se mordió el labio inferior, se miró los pies e hizo lo que le había dicho.
—Levanta la cabeza. Debes bajar la mirada, pero con el cuello recto y sin mirarte los pies.
Ella, en vez de bajar la mirada con recato, lo miró a los ojos.
—Si no miro ni a mi pareja ni a mis pies, ¿qué miro?
Sus labios carnosos, sus ojos marrón claro, la inclinación de la nariz y el ángulo de la frente lo dejaron sin palabras. En ese baile, sus dedos descansaban levemente en la mano de él, era un contacto tan poco íntimo como si estuviera estrechando la mano de alguien, pero nunca la había retenido tanto tiempo y el recuerdo del beso lo abrasó por dentro.
—Si tienes que hacerlo, a los pies de la mujer que tienes enfrente. Haz lo que haga ella. Paso, paso, paso...
Agradeció tener que concentrarse en explicarle el baile. Eso evitaba que recordara cuando la sacó del río y la tela mojada dejaba ver todo lo que tapaba el vestido. Ella dio una vuelta con la cabeza levantada y fijándose en las demás parejas. Acostumbrada a los pasos, imitaba a la pareja que tenían delante sin vacilar y con una sonrisa en los labios.
—Estás bailando muy bien.
—Es sencillo.
Tenía un brillo en los ojos y parecía como se hubiese olvidado de todo menos del júbilo de la música y el movimiento.
—Es más una procesión que un baile. Lo ideal para que todo el mundo admire nuestra preciosa ropa.
—Mi vestido es prestado.
Debería haberlo sabido. Una sirviente de Stirling se habría espantado por los vestidos que la había visto llevar. El corte del corpiño mostraba unas curvas que solo se había atrevido a soñar.
—A nadie le importará.
Desde luego, a los hombres, no. Solo verían un pelo como llamas, unos pechos redondeados y unos labios carnosos. Cuando terminara el baile, se vería rodeado de parejas para el baile siguiente. Frunció el ceño.
A nadie le importaría, pero a ella, sí. Lo entendió al ver las parejas. Ese baile permitía que todos se miraran de pies a cabeza. Podrían notar fácilmente que el corpiño le quedaba estrecho y que el vestido era demasiado largo, que estaba hecho para otra mujer, para una acostumbrada a mostrar el cuello y el escote. Sin embargo, levantó la cabeza. Podía bailar ese baile si la llevaba él. Por fin, se sintió como Elizabeth Brunson, como alguien que se sentía a gusto bailando en la corte del rey. Intentó contener esa sensación desconocida de placer. Su padre la habría censurado, pero seguir los pasos le daba confianza. Tenía fuerza suficiente para desafiar a Thomas Carwell y elegancia suficiente para bailar con él.
—¿Está permitido hablar con la pareja durante el baile? —preguntó ella sin apartar la mirada de los bailarines que tenía delante.
Aunque no miró, notó que él sonreía.
—Algunas palabras, sí, pero disimuladamente.
Él susurró como si hablar fuese tan íntimo como bailar. Podía intentar tirarle de la lengua otra vez.
—Esta noche has hablado con el rey.
—Sí.
—Sobre asuntos de Estado apremiantes.
Thomas la miró, pero ella siguió mirando hacia delante.
—Sí, eso he dicho.
—Entonces, solo puedo deducir que el rey y tú habéis comentado asuntos urgentes relativos a la frontera.
—Es posible.
—¿Sí o no?
La sonrisa que había anunciado susurros disimulados se convirtió en un gesto de impaciencia.
—Quería mi consejo sobre el tratado con Inglaterra. Nuestra conversación no te interesaría.
—Mi familia vive a unos ocho kilómetros de la frontera con Inglaterra. Nada podría interesarme más.
—Tus hermanos me han dicho una y otra vez que ellos se ocupan de su guerra y su paz.
—Sin embargo, el rey y tú esperáis que respeten una paz que se ha alcanzado sin contar con ellos. ¿Por qué iba a ser secreto el consejo que le has dado?
Cometió el error de mirarlo. Estaba mirándola como si pudiese ver todos los secretos que ella no podía revelar.
—Tienes secretos que tampoco has contado, Elizabeth Brunson.
Notó que se sonrojaba y esperó que eso no la delatara. ¿Sabía que estaba espiándolo? ¿Cómo iba a decírselo? Esos malditos ojos verdosos o marrones que cambiaban en cuanto podía verlos...
—Había pensado comentarlo con tu hermano durante el viaje —siguió él.
—Sin embargo, no le dijiste nada a él ni a mí. ¿No te preguntas por qué no confiamos en ti? Nunca en tu vida has dicho una verdad completa, Thomas Carwell.
El círculo se había convertido en una fila y llegaron a una pared al fondo del salón.
—Ahora, te llevaré para dar la vuelta —comentó él como si solo hubiesen hablado del baile—. Yo retrocedo y tú avanzas y terminamos de cara a la pared de enfrente.
La agarró con más fuerza de los dedos para animarla a dar el paso siguiente. Ella tragó saliva porque no podía concentrarse en él, en la conversación y en sus pies al mismo tiempo. Notó el calor que le daban sus dedos. Le fastidió sentirse alterada, pero más le fastidió recordarlo como lo vio en el río; mojado y desnudo. Se pisó el vestido e intentó soltarse, pero él no la dejó. La pareja que tenían detrás se tropezó con ellos y alguien le pisó el talón. El momento de firmeza y elegancia se esfumó. La arrastró hacia delante y ella tuvo que acelerar para seguir su paso. No dijo nada durante el resto del baile y no hizo caso de la mirada asesina que le lanzó la mujer que tenía detrás cuando salieron de la pista de baile.
Thomas la llevó junto a la chimenea donde los músicos afinaban sus instrumentos. Se aclaró la garganta y lo miró a los ojos.
—Me parece que bailo un poco mejor la pavana que la gallarda.
Pero no le sonsacaba sus secretos con ninguna de las dos.
—Todos los bailes son difíciles hasta que los has bailado varias veces, pero la gallarda es uno de los más complicados.
Los pasos no lo eran más que sus ojos. Cuando la besó, por muy cerca que estuvieran, él estaba cubierto por una armadura. En ese momento, los hombros y el pecho se inclinaron y se acercaron lo suficiente para... Miró alrededor con la esperanza de ver a Mary la Baja, pero solo vio desconocidos. Sonaron los acordes del baile siguiente y deseó que hubiese alguien, quien fuera, aparte de su pareja. Incluso, se arriesgaría a la humillación con tal de escapar de los ojos de ese hombre. Entonces, dos cortesanos se acercaron y le pidieron que bailara con ellos. Thomas le puso una mano en el hombro como si quisiera detenerla.
—Elizabeth, no creo...
Ella, encantada por poder escapar, tendió la mano a un joven con pelo rizado y ojos oscuros y salió a la pista de baile. Solo se tropezaba cuando pensaba en Carwell. Sería más fácil bailar con un desconocido.
La manó que tomó estaba húmeda, algo muy raro en una noche fría. El hombre tenía rizos morenos, ojos joviales y una sonrisa.
—Me llamó Elizabeth Brunson.
Era Elizabeth, una persona distinta a Bessie. Él se inclinó adelantando una pierna.
—Oliver Sinclair. Eres hermana de Johnnie.
Ella sintió con la cabeza. Era extraño que le recordaran que Johnnie había vivido allí, que tenía toda una vida que desconocían en su casa. Curiosamente, saber que había conocido a su hermano hacia que se sintiera más segura que con Carwell.
—Acabo de aprender a bailar...
Ya lo había dicho, aunque, en cierta medida, los pasos no le habían parecido más complicados que caminar.
—Este es mi favorito —comentó el hombre—. La gallarda.
Ella notó que la confianza se esfumaba.
—A lo mejor prefiere otra pareja. Yo no...
Sin embargo, la música había empezado y el hombre movía los pies tan deprisa que ella no podía seguirlos. No eran pasos sencillos. Los pies avanzaban y retrocedían, se levantaban y bajaban, daban la vuelta. Los bailarines se movían alrededor de ella y no podía fijarse en una persona y seguirla. Además, como no sabía qué hacer, podían darle una patada... o dársela ella a alguien. Entonces, él se dio la vuelta y la dejó sola. Todos cambiaron de pareja y ella no sabía hacia dónde ir ni quién era su pareja.
Había conseguido escapar y tener un momento de gloria, brillar entre pavos reales, paladear cierta dulzura antes de volver a su fortaleza fría y húmeda. Sin embargo, ese torbellino de faldas de todos los colores que enseñaban y ocultaban las piernas de las mujeres solo era un desbarajuste. El salón estaba lleno de tapices con tantos dibujos que casi la mareaban.
Se quedó inmóvil mientras todos daban pequeño saltos alrededor de ella sin perder el ritmo. La mujer que tenía al lado la miró con desdén. Entonces, Thomas Carwell apareció a su lado.
—Elizabeth, tienes un pie dañado —comentó él con una sonrisa afable—. No deberías haber intentado bailar la gallarda tan pronto.
Se la llevó. Había sido una mentira muy oportuna. Por un momento, durante el primer baile, había sido Elizabeth. Hasta que volvió a meter la pata mientras todos la miraban con rostros críticos y el sueño se disipó. Quedó claro que solo era la paleta y vulgar Bessie, que llevaba un vestido prestado y que estaba tan fuera de lugar como una vaca entre pavos reales.
—Lo que me duele es el orgullo, no el pie —susurró inclinándose hacia él apoyada en su brazo.
Sin embargo, ese hombre había acudido a salvar su orgullo tan deprisa como si lo que estuviera en peligro fuese su vida, como si también hubiese prometido salvaguardar su orgullo. Aunque había sido muy gentil delante de los demás, la miró con el ceño fruncido.
—Intenté detenerte. La gallarda siempre sigue a la pavana.
Otra regla que desconocía. Era un disparate creer que podría pasar una sola noche tranquila en la corte.
—Pavana, gallarda, base dance, tourdion...prefiero un buen reel a todos esos bailes extranjeros.
—El reel llega al final de la velada —replicó él en tono cortante—. Con los bailes populares.
—Los Brunson no bailamos.
—Sí lo hacen cuando están en la corte.
Mientras discutían, Thomas la había sacado del salón, lejos de todas las miradas, y la llevaba por una escalera de caracol que subía a una pequeña torre. Ella se olvidó de la consideración de él y se aferró a su propia ira.
—¿Crees que el rey va a pedirme que baile un reel?
—Bueno, si no lo hace el rey, yo lo haré —contestó él en un tono menos implacable.
Se dijo que estaba tomándole el pelo o que lo decía por lástima y se recordó que ese hombre era, con certeza, un traidor para la familia. Sin embargo, era el único lazo que tenía con su tierra, era un hombre de la frontera que conocía su vida y la de su familia. Un hombre que, por algún motivo oculto, había cabalgado junto a ellos. Cuando llegaron a lo alto de la torre, se dejó llevar por un arrebato de gratitud.
—Me gustaría —dijo ella con una sonrisa.
Al subir esas escaleras, se había acordado de lo que la esperaba en casa. Antes de volver quería vivir otra vez ese momento en el que se sintió como si volara por la pista de baile.
Él le tomó las manos y la miró. Ya no estaba enfadado, pero seguía serio.
—Para sobrevivir en la corte, tienes que aprender las reglas y, a la vez, ser flexible.
—¿Flexible? ¿Se pueden cambiar los pasos de un baile?
—No me refiero solo al baile.
Se refería a los secretos, a las sombras y los motivos que se ocultaban detrás de sonrisas corteses. Se refería a la capacidad de ceder y plegarse, algo que los Brunson, firmemente asentados en su valle, nunca habían aprendido o no habían querido aprender. Sin embargo, ella estaba allí para que su familia recuperara el favor del rey y eran cosas que tenía que aprender deprisa para poder cumplir su tarea y volver a la tierra donde estaban sus raíces.
—¿Puedes enseñarme?
Él le tendió la mano.
—Volveremos a empezar con la pavana.
Ella dejó escapar un suspiro de alivio y puso los dedos en la mano de él.
La velada decaía y la música amortiguada llegaba a lo alto de la torre. Mientras la llevaba, ella aprendió a prestar atención, a prever el movimiento de su cuerpo y dónde pondría el pie. Se dio cuenta de que eso era lo que le había dicho. Ceder y moverse. Entender a la pareja y reaccionar. También se dio cuenta, con inquietud, de que él podía hacer lo mismo con ella.
Se tropezó en el siguiente paso y él la agarró con más fuerza.
—¿Sigue molestándote el pie dañado?
—Me tropiezo por las dudas.
—El cuerpo no miente, capta tus dudas. Déjalas a un lado. Estás haciéndolo mucho mejor.
Ella sonrió por el halago.
—Has sido muy paciente.
También había sido amable. ¿Cuándo le había dedicado alguien tanto tiempo?
—Ahora, pasaremos a la gallarda.
Ella tragó saliva. Tenía que dejar las dudas a un lado.
—Vete paso a paso —siguió él—. Lo primero que tienes que saber es que es un baile para que el hombre se luzca.
Ella parpadeó. Era mucho reconocer para ser un hombre que nunca decía casi nada.
—¿Te sorprende? Piénsalo. ¿Para qué son esos saltos y esas patadas al aire? Se miran con detenimiento todos los pasos de los hombres.
Al recordar el baile, se dio cuenta de que no se había fijado en las mujeres. Había intentado seguir a los hombres y le tranquilizó que no tuviese que ser perfecta.
—Entonces, si salto en los momentos adecuados, bastará con eso.
—Nadie puede ver lo que hacen tus piernas debajo del vestido. Basta con que te muevas arriba y abajo al ritmo de la música. Crearás la ilusión de que bailas.
Crear una ilusión... ¿Sería una de las lecciones para sobrevivir en la corte?
—Mira al hombre e intenta parecer que lo admiras.
Ella arqueó las cejas.
—¿Crees que vas a conseguir que te mire con admiración?
Se inclinó hacia delante, parpadeó y lo miró con los ojos bizcos, una mirada que ponía a Rob en su sitio cuando se daba demasiada importancia. Sin embargo, cuando lo miró a los ojos, la exageración perdió sentido. Admiraba algunas cosas de ese hombre. La paciencia para enseñarla; que se hubiese arriesgado a la ira del rey por protegerla; el pelo sedoso que oscilaba con cada salto; las piernas poderosas que no solo podían cabalgar, sino saltar y dar patadas al aire; los ojos cambiantes que guardaban secretos... Esa calidez era por el baile, por el alivio de poder hacerlo y no sentirse abochornada la próxima vez, por eso sonreía. Si se movía para acercarse, solo era por la costumbre de seguir el ritmo de su cuerpo...
La abrazó antes de que él mismo se diera cuenta. La otra vez, la armadura y la gente que los rodeaba lo habían protegido a él... y a ella. Esa vez, la ropa le parecía demasiado fina y ella tenía que notar su erección. Esa vez, estaban solos y nadie podía ver lo que hacían. Por fin, ella estaba tranquila y contenta con él. Había soñado con esos labios y lo tentaban, lo... Ella se puso rígida y lo empujó.
—No. No juego a eso. Los besos no son naderías que se toman o se dejan como si tal cosa.
Él se dominó enseguida. La risa y la tranquilidad habían desaparecido de la cara de ella y habían dejado paso al enojo y el arrepentimiento.
—¿Quién fue él? Dímelo.
Tenía que haber un hombre que le hubiese hecho daño. La sorpresa que se reflejó en su rostro le indicó que tenía razón. Además, ni siquiera fue capaz de negarlo.
—¿Por qué iba a decírtelo?
Porque la quería y no se había dado cuenta hasta ese momento... y no quería reconocerlo. Sin embargo, ella no esperó a que contestara. Seguramente, tampoco esperaba que lo hiciera. Se olvidó del momento de debilidad. Era fuerte y obstinada, era Bessie otra vez.
—¿Así es como lo haces? —le preguntó mirándolo a los ojos—. ¿Así es como mantienes tus secretos y haces que los demás se olviden de ellos? Aquí no hay ningún secreto político, nada que vaya a beneficiarte a ti o al rey. Solo me afecta a mí.
—Jugó contigo, ¿verdad?
Ella se quedó pálida y separó los labios como si fuese a protestar. Entonces, lo vio claro.
—Te besó a la luz de la luna y te acarició en los establos. Quizá, incluso, te...
No encontró la manera de decirlo. La furia contra ese hombre anónimo lo dejó sin habla.
—Entonces, se casó con otra mujer y esperó que bailaras en su boda.
Ella cruzó los brazos con los hombros abatidos y se dio la vuelta para mirar a la oscuridad. Se oyó la melodía del laúd y él supo que si bien no sabía todos los detalles, estaba muy cerca.
—Y no bailé.
Sus palabras parecieron llegar desde muy lejos. Él apostaría cualquier cosa a que no había bailado desde entonces. Hasta ese momento.
—¿Quién era?
—Da igual —contestó ella sin darse la vuelta—. Un muchacho bruto y sin sensibilidad. ¿Quién era yo? Una chica ingenua que creyó que el primer hombre que la besara sería el último. Casi no me acuerdo de su cara.
—Sin embargo, te acuerdas de lo que hizo —susurró él como si eso fuese a aliviarle el dolor—. Te acuerdas del daño que te hizo.
Ella se dio la vuelta para mirarlo con una expresión crispada.
—¿Y tú no? ¿No tienes ninguna cicatriz? ¿No recuerdas a alguien? —ella sonrió para indicarle que no había disimulado su tormento mejor que ella—. Sí, puedo verlo. Nos pasa a todos. ¿Quién era ella?
Él se encogió de hombros. Había recuperado el dominio de sí mismo.
—Como has dicho, nos pasa a todos.
—Vaya, estabas deseoso de saber mis secretos. ¿Y los tuyos? Si lo intento, a lo mejor lo adivino, como has hecho tú. Veamos...
Indagaría, desenterraría otra vez el dolor que había intentado enterrar durante tanto tiempo. Le diría algo que ya supiera, lo que fuera con tal de detener eso.
—No hace falta que lo adivines. Ya lo sabes. Angus quitó a mi padre el cargo de Guardián de la Frontera, de la frontera escocesa, y eso lo aniquiló.
Sus ojos reflejaron compasión, la compasión de una mujer cuyo padre había muerto hacía unos meses.
—Y por eso quieres aniquilar a Angus.
Él se encogió de hombros. No quería decir nada más.
Su padre había sido tan fuerte, orgulloso y directo como un Brunson. Si hubiese estado más dispuesto a ceder y hubiese sido más capaz de llegar a acuerdos, quizá hubiese conservado el cargo. Al menos, eso era lo que se decía a sí mismo. Bessie, sin embargo, estaba empezando a aprender a interpretar sus silencios.
—Sin embargo, no vives solo en ese castillo enorme junto al mar por lo que le hicieron a tu padre.
Sus ojos ya no reflejaban compasión. Parecía un animal herido y amenazado dispuesto a destrozar a su atacante.
—Dijiste que en tu casa no hay mujeres. ¿Quién era ella, la mujer que te hizo daño?
Efectivamente, tenía secretos, pero ese no podía saberlo ella ni nadie.
—Estuve casado. Ella murió.
Era una verdad a medias, pero quizá se conformara. Ella retrocedió tambaleándose.
—No es fácil hablar de eso, ¿verdad?
—No —reconoció él arrepintiéndose de haber hablado de eso—. No lo es.
—Lo siento. Tienes derecho a tener secretos —se disculpó ella mirándolo con más comprensión—. Como yo.
Entonces, se dio la vuelta en silencio y empezó a bajar las escaleras dejándolo solo con su pasado. Él miró hacia otro lado con la esperanza de oír las olas, que rompían tan lejos. La primera vez que salió de su casa, acogido por una familia de tierra adentro, evocaba ese sonido en su cabeza para dormir. En ese momento, también lo echaba de menos. Era como si su sangre hubiera asimilado su ritmo desde antes de nacer. El mar, con la certeza de su incertidumbre, lo había preparado para la vida. Pronto aprendió que la luna, las mareas, los hombres, las mujeres, los reyes y las alianzas eran cambiantes. No había nada que un hombre pudiera afianzar en vida, nada a lo que aferrarse salvo la certeza de que cambiaría. Él tenía que estar preparado para cambiar a la vez, para seguir las mareas si quería sobrevivir. La vida era tan incierta como las arenas movedizas. Un paso equivocado y ya no daría más pasos. Un hombre tenía que conformarse con eso... con eso y con el recuerdo de un beso.