Cuatro
Desconcertado, pensaba ella cuando se despertó a la mañana siguiente. No le gustaban los misterios. Los problemas, sí. Los problemas podían tener una solución. Podía persuadir a los combativos Brunson para que aceptaran una tregua temporal. Podía convencer al rey para que devolviera el cargo de Guardián de la Frontera a su propietario legítimo.
Podía incitar a los ingleses para que negociaran en secreto el destino del conde de Angus. Podía solucionar esos problemas aunque la solución no fuese perfecta. El secreto estaba en no revelar nunca cuál era el propósito, en permanecer flexible y reservado y que cada parte creyera que había ganado.
Sin embargo, no se podía lidiar así con las mujeres. Eran frágiles, delicadas y hasta irracionales, y un hombre solo podía aceptarlas y protegerlas... a cualquier precio. Porque si no podía, el precio sería mucho más elevado. Bessie le había dicho que lo consideraba responsable y él había fracasado. Traicionado por el traidor, había permitido que un forajido escapara. Un leve recordatorio de pecados mayores.
Sin embargo, no sabía quién era Elizabeth Brunson ni cómo lidiar con ella. Hablaba poco y cuando lo miraba con esa calma desesperante, quería zarandearla.
Podía lidiar con habitantes de la frontera que eran apasionados e iracundos. Él era uno de ellos aunque lo disimulara bien. Sin embargo, estaba acostumbrado a mujeres dispuestas a agradar, a doblegarse, a cumplir sus deseos con una sonrisa. Esa mujer escuchaba sus deseos, los pasaba por alto y hacía lo que quería. La canción de los Brunson decía que eran firmes como las estrellas, pero debería decir que ella era inamovible como una roca. Esa obstinación podría ser bien recibida en la frontera, pero en Stirling solo podía acarrearles problemas a los dos. También iba a tener que proteger a esa mujer, pero de una forma muy distinta que a la mayoría.
Se levantó. Tenía que llegar a Stirling para comunicarle al rey Jaime la oferta secreta de los ingleses antes de que se reanudaran las negociaciones oficiales sobre el tratado. En cuanto a Elizabeth Brunson, la llevaría a Stirling y la devolvería sana y salva. Lo que pudiera pasarle después no era asunto suyo.
Bessie abrió los ojos y creyó que seguía soñando. ¿Dónde estaban las paredes y el techo que la habían protegido del viento y la lluvia durante los dieciocho años que tenía? Naturalmente, ya había estado fuera de casa. Había visitado todas las casas de los Brunson desde la muerte de su madre, pero nunca había estado tan lejos. Nunca había perdido de vista las colinas de Chevist. En ese momento, estaba en una tierra desconocida, con un hombre desconocido y se dirigía a un sitio que podría haber estado al otro lado del mar. Se sentó y se sacudió el pelo. Cumpliría con su deber. Al menos, había dormido bien. Miró el arroyo. Esa mañana, protegida del resto del campamento, tenía intimidad. ¿Cuándo volvería a tener agua e intimidad?
Se quitó el manto a cuadros y el vestido y se quedó solo con la camisola. Había luz, pero el sol seguía detrás de las colinas. Hacía frío y estaba nublado, pero no había nieve. El agua estaría helada, pero podría lavarse el polvo del viaje antes de que volvieran a dirigirse hacia las colinas. Se metió en el agua y se quedó inmóvil al oír algo más abajo. Giró la cabeza y vio a Thomas Carwell como Dios lo trajo al mundo y metido en el arroyo hasta la cintura. Abrió los ojos al ver su amplia espalda y su poderoso pecho que se estrechaba hacia... Cerró los ojos. Oyó un chapoteo que le indicó que se había sumergido y se atrevió a abrirlos otra vez.
Entonces, él se levantó, echó la cabeza hacia atrás y dejó que el agua le cayera por el pelo castaño y lacio y le bajara por el cuello y los hombros hasta el pecho. Se agachó con la esperanza de que no la viera. Si la veía, sabría lo que lo había visto. Aunque tenía tanto derecho como él a bañarse en el río. La próxima vez que se sumergiera en el agua, se escondería detrás del recodo, donde no pudiera verla...
—Vaya, estás mirándome...
Ya era demasiado tarde y un Brunson nunca debería esconderse. Abrió los ojos y se levantó conteniendo un escalofrío. ¿Cómo podía estar tan tranquilo metido en esa agua gélida hasta la cintura?
—Pusiste mi cama al lado del río. Supuse que querías que lo usara.
Por un instante, pudo interpretar sus ojos con toda claridad. Recorrieron su cuerpo desde los dedos de los pies hasta el pelo y le despertaron un calor por dentro para combatir el frío que hacía fuera. El agua lo tapaba a él de cintura para abajo, pero la tela blanca que la cubría a ella resultaría transparente. ¿Se le notarían los pechos? ¿Podría verle las piernas? Se cubrió con el manto a cuadros con los colores de los Brunson.
—A mí me parece que eres tú quien me miras, Thomas Carwell.
Aunque ella había hecho lo mismo, lo había mirado como a un hombre, no un Guardián de la Frontera. No tenía una espalda tan ancha con Rob ni era tan alto como Johnnie, pero recordó cuando la tapó con la capa y se acercó a ella. Su cuerpo parecía adaptarse al de ella... Entonces, lo miró a los ojos. Ya no había ambigüedad. Solo había avidez que no disimulaba... o que no podía disimular.
Él abrió la boca y habló lentamente, como si le costara.
—Es posible que solo quisiéramos... lavarnos en el río.
Ella asintió mecánicamente con la cabeza y sin poder articular palabra, como si nunca hubiese visto el pecho de un hombre. Había visto muchos hombres, pero ninguno que pareciera...
—Entonces, dejaré que termines —dijo ella dándose la vuelta.
Él no dijo nada, pero ella oyó más chapoteos y unas pisadas como si subiera precipitadamente la orilla. Luego, oyó el susurro de ropa, como si estuviera poniéndose las calzas. Entonces, le pareció oír unos pasos que se acercaban por detrás de ella. Se giró para que no la sorprendiera y él se detuvo a una distancia prudencial con una camisa sobre un hombro. Aun así, podía ver el vello que tenía diseminado por el pecho y los músculos que la espada había formado en sus brazos. Lo había considerado un Guardián de la Frontera, un cortesano quizá, pero eso le recordaba que era un guerrero como cualquier otro hombre de la frontera.
—No quería molestarte —se disculpó él.
Ella negó con la cabeza. Había sido ella quien lo había sorprendido.
—El agua está fría —siguió él—. No te metas demasiado.
—Tú te has metido.
No había pensado hacer semejante tontería, pero sería ella quien lo decidiría, no él.
—Por eso sé lo fría que está.
Él sonrió, pero ella pudo ver que tenía carne de gallina en los brazos. Tuvo el increíble impulso de cubrirlo con su manto escocés, de abrigarlo...
—Entonces, vete. Termina de vestirte y déjame.
Se puso la camisa por encima de la cabeza y, gracias a Dios, se cubrió, pero el suspiro que dejó escapar fue más de pena que de alivio.
—Me quedaré ahí de espaldas. Cuando hayas terminado, dímelo.
Ella asintió con la cabeza y bajó por la orilla. ¿Se daría la vuelta? Se sintió como si los dos estuvieran en la misma situación. Si ella se daba la vuelta para sorprenderlo, ¿qué pasaría? Era mejor no comprobarlo, era mejor dar por supuesto que era un hombre de palabra. Aun así, mientras se lavaba la cara y los brazos, tuvo la extraña necesidad de desafiarlo. Si no estaba mirando, no sabría si se metía en el agua. Se levantó la camisola por encima de las rodillas y entró. El agua estaba tan fría como le había dicho.
Había prometido no mirar y se entretuvo metiéndose la camisa dentro de los pantalones, poniéndose la pelliza sin mangas y poniéndose las medias en los helados pies. Bessie era una mujer sensata y no tardaría. Intentó captar algún sonido aparte del susurro del agua para no girar la cabeza. El sonido del río era algo tranquilizador. Era muy distinto a las implacables mareas de la ría, pero, al contrario que las colinas, se movía constantemente. Ellos también tenían que moverse. Si no le transmitía el mensaje al rey antes de... Oyó otro sonido. ¡El grito de una mujer! Se dio la vuelta y salió corriendo ¿Se había metido? ¿Estaba ahogándose? Efectivamente, se había metido. Era una necia, pero no estaba ahogándose, tenía el agua hasta los muslos, estaba empapada desde la cabeza hasta los pies y el pelo le tapaba los pechos y los pezones que se ocultaban bajo la fina tela mojada. Parecía tan enfadada como él.
—¡Ni se te ocurra bajar un pie de la orilla!
—Te dije que no te metieras.
—La fortaleza de los Brunson está pegada al río Liddel. Sé bañarme en un río.
Sin embargo, estaba tiritando. Desde luego, era la mujer más fuerte que había conocido, pero si se enfriaba y moría...
—Sal de ahí antes de que te congeles —le ordenó apartando la mirada de los pechos.
—¡Lárgate! Prometiste no mirar.
Se miraron con furia y él no supo si el calor que sintió fue por esa furia o por el deseo. Intentó mirarla a la cara, pero la tela se ceñía a un cuerpo como solo se había imaginado hasta entonces. Era delgada, como su hermano Johnnie, pero nadie habría dicho que no era una mujer. Sus pechos, que intentaban asomar entre los mechones de pelo, eran abundantes, altos y orgullosos. Las piernas eran largas y entre ellas, donde se le pegaba la tela mojada... Tragó saliva.
Ella se había dado cuenta de su mirada y había captado su deseo. Separó los labios, se cruzó los brazos por encima de los pechos, le flaquearon las rodillas como si algo la debilitara... y podría caerse de espaldas en cualquier momento. Se metió en el agua, la tomó en brazos, volvió a la orilla y la dejó en el suelo sin soltarle los hombros. La miró y volvió a pensar en lo carnosos y tentadores que eran esos labios... Ella le golpeó el pecho con los dos puños, se soltó y retrocedió dos pasos.
—¿Así preservas mi reputación?
Él se miró los pies y se dio cuenta de que se había metido en el agua con las botas de cuero. Esa mujer lo había ofuscado, solo había pensado en protegerla y luego la tuvo tan cerca, tan tentadora...
—Tu reputación no corría peligro, era tu salud.
—No he estado enferma un solo día de mi vida. Ahora, aléjate y date la vuelta.
—No. La última vez que me di la vuelta te metiste en el río. Ahora, voy a acompañarte a tu tienda de campaña y esperaré ahí hasta que estés vestida y preparada. Hoy tenemos que recorrer mucha distancia.
Además, él tenía la ropa empapada de cintura para abajo. Iba a ser un viaje largo y frío.
El bochorno, y algo más peligroso, la abrasaron por dentro mientras entraba en su tienda de campaña. No se podía confiar en él. Había pasado por alto los sentimientos que despertó en ella la noche que llegó a la fortaleza. Sus manos juntas al bailar, lo cerca que estuvieron... No tenía ni tiempo ni ganas para esas tonterías, sobre todo, con ese hombre, quien, con toda certeza, había traicionado una vez a su familia y podría traicionarla otra vez.
También pasó por alto que, por un capricho muy necio, ella se hubiese metido en el agua cuando había dicho que no lo haría, cuando no tenía intención de hacerlo. Ni siquiera le gustaba el agua. Solo había pasado una noche lejos de su casa y ya no era ella misma. Le chasquearon los dientes y los apretó con fuerza. Era como si hubiese abandonado a Bessie en el valle. Toda su vida había sido la que se tapaba con mantas y se ponía medias y guantes. Entonces, ¿por qué se había metido en un río helador a mediados de noviembre?
Ese hombre la había alterado. Era una mujer sensata, firme, sólida y formal. Sin embargo, ese hombre hacía que fuese torpe con los pasos más sencillos, que todo lo hiciera mal.
Una vez dentro de la tienda, se quitó la camisola mojada, se secó el pelo y se puso algo seco con los dedos temblorosos. Tuvo un escalofrío y estornudó. Nunca había estado enferma y no lo estaría en ese momento. No iba a darle ese placer. No, cumpliría con su deber y en ese deber no entraba arrojarse a los brazos de un hombre, y menos a los de un hombre que había traicionado a su familia. Había prometido a sus hermanos que encontraría la prueba de esa traición. Recogió el resto de sus cosas y las metió en la bolsa de viaje. Lo interrogaría y descubriría la verdad.
Sin embargo, cuando salió de la tienda de campaña y se montó en su caballo, miró a Carwell y comprobó que no podía mirarlo sin contener el aliento, sin recordar... Entonces, se mantendría muy erguida y miraría al frente. Volvería a ser ella misma al cabo de unos días. Al cabo de unas jornadas de viaje podría actuar como si nunca se hubiesen encontrado en el río. Al menos, eso esperaba.
La verdad era que se alegraba de haberse metido en el agua gélida. Evitó la erección cuando miró a Elizabeth Brunson y recordó lo que sintió con ella entre los brazos. Sin embargo, a medida que pasaban los días y las distancia bajo los cascos de los caballos, el recuerdo volvía a abrirse paso dentro de él.
Efectivamente, había un motivo para que no hubiera querido que Elizabeth Brunson lo acompañara en ese viaje. Tenía que olvidar algunos recuerdos, tenía que ocultarlos, y tenerla cerca lo complicaba mucho. Pronto llegarían al castillo de Stirling, donde la alojarían lejos de él y donde ningún río o lago le servirían de tentación. Tenía que tener presente por qué iba y lo que podía encontrarse. Un rey nuevo. Mayor, efectivamente, pero diez años más joven que él. Más joven incluso que Elizabeth Brunson.
Esperó que el niño que conoció superficialmente fuese prudente. Escocia no podía permitirse una guerra con Inglaterra en ese momento, pero, al menos, el rey y él tenían un objetivo común. Atraparían y castigarían al conde de Angus. No podía escapárseles entre las manos, cruzar la frontera y encontrar la protección de su amigo y aliado, el rey Enrique VIII de Inglaterra, tío del rey Jaime.