Veintiuno

 

Bessie despertó al lado de él, desnuda, a salvo y segura de que todo estaba en orden. Él había vuelto para salvarla y la había llevado a su cama, con un cardo bordado que adornaba la almohada. La vida era cálida y amable. Se dio la vuelta hacia él y sonrió. Estaba sentado y movía con cuidado el brazo que se le quedó atrapado. Seguramente, le dolería tanto como le dolían las piernas a ella. Hizo un esfuerzo para sentarse y buscó la sonrisa de él, pero no la encontró. Antes de que siguieran, tenía que empezar con la confesión.

—No espero un hijo.

El alivio se reflejó en su rostro más evidentemente de lo que ella había esperado. Se levantó de la cama, lejos del alcance de ella, pero pudo admirar la amplitud de su espalda y la fuerza de sus piernas.

—Perfecto —comentó él—. Las cosas se han complicado.

¿Sus ojos seguían escondiendo secretos?

—¿Cómo?

—Tus hermanos entraron en Inglaterra y saquearon las tierras de Storwick. El Guardián de la Frontera inglés está furioso. Según el nuevo tratado, los juzgarán el primer día de tregua.

—Contigo como Guardián de la Frontera escocés.

La idea era tan desconcertante como el suplicio de la playa. Durante meses, había temido en secreto que Carwell y sus hermanos tuvieran un conflicto. Ya no había ningún secreto. Como Guardián, estaría obligado a hacer cumplir la ley y ella estaba segura de que sus hermanos la habían infringido. No sería la primera vez y ellos tenían que saber que tendrían que pagar la multa. En ese momento, su deber era hacia su marido. No, más allá del deber.

—Saldremos cuando estés bien.

Ella movió los dedos de los pies y quiso decir que estaba bien, pero la verdad era que le dolían todos los músculos.

—¿Adónde? ¿El día de tregua es en Kershopefoote otra vez?

—Voy a llevarte a tu casa.

—¿A mi casa? ¿Qué quieres decir?

—Con tu familia. Como te dije antes de que saliéramos de Stirling, como tú querías.

—¿No me oíste decirte que te amo?

¿Acaso lo había soñado?

—Si lo dijiste, estabas alterada —replicó él sonrojándose.

Ella se sentó en el borde de la cama para levantase, pero tuvo que agarrase para mantenerse erguida.

—Esta es mi casa. Soy tu esposa y quiero quedarme contigo.

Demasiado claro y directo, demasiado tarde para decir nada más. El dolor que vio en el rostro de él tenía que ser amor, pero ¿lo era hacia ella? Tenía que saberlo.

—Estuviste dispuesto a morir por mí, ¿estás dispuesto a vivir conmigo?

Captó la esperanza y la perplejidad en sus ojos.

—¿No lo entiendes? No voy a perderte también.

Su voz tembló con una tristeza que no le había oído nunca. Había dicho «también», como si hubiese perdido a la esposa que los perseguía como un espectro. Abrió la boca para decirle que era más fuerte que ella, pero supo que eso no quería decir nada. Como si pudiera prometerle que no moriría nunca, cuando la noche anterior estuvo a punto de morir. No le extrañó que viviese solo. Así, no podría perder a nadie más. ¿Acaso no lo había hecho ella al encerrarse en su vida de la fortaleza? Una vida segura, invariable y familiar. Sin embargo, desde que la fortaleza quedó atrás entre la niebla, no había habido nada seguro, solo incertidumbre y pasos torpes, aunque uno a uno. Estaba dispuesta a dar el paso siguiente, ¿lo estaba él?

—No solo me has protegido a mí del frío y los peligros, estás protegiéndote a ti mismo.

Él apretó los dientes para no contestar o porque no podía contestar.

—No puedo perder a nadie más. Jamás.

Detener la muerte, como detener el mar...

—Entonces, tengo que perderte para que tú no me pierdas a mí.

Ella intentó sonreír y él, también. Ninguno de los dos lo consiguió. Ella alargó las manos sobre la cama que había entre ellos.

—Háblame de ella, de esa mujer que es tan fuerte que puede separarnos.

 

 

Se sintió en carne viva y se dio la vuelta para no ver su expresión de lástima, la expresión que daba por supuesto que la había amado en vez de sentirse aliviado cuando murió. ¿Qué podía decir de Annabell que no hubiese dicho ya?

—Era... delicada, estaba esperando un hijo y murió.

No había ocultado la verdad sobre su esposa, había ocultado la verdad sobre sí mismo.

—Eso ya me lo has dicho y me hiciste creer que había muerto en el parto.

Volvió a mirarla.

—¿Quién...?

La había dejado sola y cualquiera habría podido decirle... cualquier cosa.

—No era delicada físicamente solo, ¿verdad?

Ella dio un paso, se tambaleó y se agarró al colchón para mantenerse erguida.

—¿Qué quieres decir?

—No sabía blanquear la ropa blanca, ni avituallar a los soldados, ni hacer cerveza. Bailaba y tocaba el laúd, pero no ayudaba en las tareas de una esposa. No se enfrentaba a la vida.

Cada palabra, cada paso, la acercaba a la verdad. Annabell no había hecho nada de eso, Annabell había vivido en un mundo que se había imaginado ella y en el que no tenía marido. Se agarró al brazo de él para no caerse y se estrechó contra él.

—Murió en la playa, en las arenas movedizas —lo zarandeó un poco para que la mirara—. Pero yo no he muerto, no he muerto.

Entonces, él la abrazó con fuerza, la besó y supo que ella era fuerte, tan fuerte que incluso podría salvarlo a él. Esperó ser lo bastante fuerte para amarla.

 

 

Desnudos, volvieron a la cama, ella se puso encima de él, le habló con la piel y el pelo le cubrió el pecho. La danza del amor era extraña bajo la luz del tenue sol invernal. Sus penas, las de él, los brazos, las piernas se chocaban. No le importó. El apremio se sumó a lo extraño. Entonces, él se dio la vuelta con un gemido, la puso de espaldas y la tomó. Ella separó más las piernas y arqueó las caderas para que pudiera entrar más dentro. Algo giró dentro de ella como cuando era niña y daba vueltas mirando al cielo con los brazos extendidos y acababa cayéndose al suelo. Esa vez, el gozo mareante la elevó en espirales que subían cada vez más hasta, que explotó entre las estrellas, hasta que cayó entre sus brazos, no sobre la tierra, entre el sonido del mar.

 

 

Se sintió nuevo y se dio cuenta de que Bessie nunca temía la unión carnal ni gritaba, salvo de júbilo. Dejó que ese júbilo le nublara la cabeza. La escuchó cuando se sentó en la cama y habló, con júbilo, de lo que podían contarle a Rob y Johnnie Brunson. Dejó que lo transportara a un mundo en el que él no tenía ni un pasado ni un presente que pudieran entrometerse en su felicidad.

—Puedo empezar diciéndoles que el rey nos obligó a casarnos —comentó ella como si estuviera organizando un banquete.

—Eso no cambiará nada para ellos —replicó él arqueando una ceja.

—Entonces, les diré que soy como el primer Brunson y que voy al mar, de donde vengo.

Su hermosa y franca esposa se había vuelto fantasiosa. Sería él quien tuviera que hablar claro y con sensatez.

—No les pediré nada.

Normalmente, una boda exigía una dote, pero él no quería vacas u ovejas de los Brunson. Una prueba más de que estaba obnubilado y hechizado.

—Ellos no querrán un trato de favor.

—Entonces, si quieren darme algo valioso, les pediré que me juren que no entrarán en guerra contra los deseos del rey.

Eso le borró la sonrisa y él la abrazó con fuerza. Una vez, creyó que podía resolver cualquier problema. Había sido un necio. El rey podría considerarlo un Brunson y hasta el Guardián de la Frontera inglés podría dudar de su lealtad. Sin embargo, la familia lo era todo para Bessie. Podía decir que lo amaba, pero ¿podría estar casada con él y cumplir con su deber para con su familia?

—Sé que te has sacrificado —siguió él—. Sé que has hecho todo lo que podías por tu familia, hasta casarte conmigo.

Se apartó de él, lejos de su alcance, pero donde podían verse las caras. Parecía como si algo llegara a sus ojos desde muy lejos, algo que ella había intentado ocultar, algo que había intentado sofocar. Apretó los puños como si quisiera contenerlo, pero seguía llegando a sus ojos en forma de lágrimas y formándole un nudo en la garganta que le impedía hablar. Hasta que las palabras brotaron temblorosas entre los labios temblorosos.

—No lo hice por ellos —Bessie se llevó los puños cerrados al pecho—. Lo hice por mí.

 

 

No podía creerse que lo hubiera dicho y que fuese verdad. Lo había hecho por ella misma. Siempre había sido la firme, la que no causaba problemas, la que cargaba con todo sin que se lo pidieran. Incluso, se había dicho a sí misma que iba a la corte, que sería una rehén, por ellos. No era verdad. Fue una treta, una argucia, para encontrar algo que no habría sabido de otra manera, pero todo le había explotado en las manos. Había querido algo que le parecía inofensivo para todos, pero había enojado al rey, había metido en un problema mayor a su familia y se había casado con un hombre cuya lealtad no se limitaba a los Brunson. Lo que más remordimiento le daba de todo era que no lo lamentaba. Volvió a mirarlo sin poder disimular el anhelo.

—Esa es la verdad. Tómala y haz lo que quieras con ella.

Los ojos de él cambiaron tan deprisa como la marea que subía.

—¿Querías casarte conmigo? ¿No lo hiciste solo por tu familia?

Ella tragó saliva y negó con la cabeza.

—¿Por qué?

Sus hermanos la protegían, claro, de todos los peligros del mundo, eran un baluarte tan sólido como las murallas de la fortaleza, pero no la cuidaban como hacía ese hombre. Él también desenvainaría la espada por ella, lo había hecho, pero se daba cuenta de que cuando tenía frío, necesitaba algo que le tapara el cuello y los brazos, de que dormía con la manta por encima de los hombros y de que cuando se quedaba callada, no era porque no tuviera nada que decir. Lo miró porque sabía que estaba esperando.

—Porque me tratas como si te importara.

 

 

La besó dispuesto a dejarse arrastrar por ella otra vez, incluso a esperar... Llamaron a la puerta y reconoció los nudillos de Hew. La soltó a regañadientes y la ayudó a arroparse con la manta hasta la barbilla.

—Adelante.

El intendente abrió la puerta, pero solo entró un paso.

—Señor, ha llegado un mensajero del rey.

La cruda realidad se había abierto paso entre los sueños.

—Llévalo a la estancia privada. Ahora mismo bajo.

Hew asintió con la cabeza, miró a Bessie y se marchó. Un mensajero del rey... No le gustaba lo que implicaba. Tuvo que haber salido de Edimburgo antes de que el Parlamento ratificara el tratado. Ella se destapó a la vez que él, agarró su vestido y recordó que estaba manchado de agua salada.

—Mándame una doncella y pídele que me traiga un vestido de mi cuarto.

Él abrió la boca para decir algo, pero ella levantó una mano para callarlo.

—Si el rey nos ha metido en unas arenas movedizas, tendremos que salir los dos juntos.

 

 

Poco después, Thomas saludó al mensajero del rey. El hombre, curtido y disciplinado, ni siquiera arqueó una ceja cuando vio a Bessie al lado de su marido. Él se preguntó si sabría quién era. El mensajero le entregó un pergamino, pero no esperó a que lo leyera.

—Es un comunicado oficial. El rey Jaime ha declarado insubordinadas a todas las familias que no lo ayudaron en la guerra contra el traidor Angus y lo requiere, como Guardián de la Frontera, para que los lleve a Edimburgo para colgarlos.

Bessie se quedó rígida e inmóvil. El rey le había dicho que lo consideraría responsable de los Brunson, pero estaba obligándolo a elegir entre su rey o su esposa.