Dieciséis
A la mañana siguiente, mientras Thomas se ocupaba de los caballos y los hombres, ella dobló cuidadosamente los vestidos de Mary la Larga y subió a devolvérselos a su dueña. El rey también se marchaba esa mañana, aunque la reina viuda se quedaba.
Mary la Rolliza y Mary la Baja estaban muy nerviosas ayudando con los detalles de última hora. Ella dejó los vestidos en la cama.
—He traído esto para Mary la Larga con mi agradecimiento.
Acarició las delicadas telas negras y azules. Nunca volvería a ponerse unas parecidas.
—Quédatelas —dijo Mary la Baja—. Ya no los necesita.
—Pero cuando nazca el bebé...
Ella no podía pensar en bebés. ¿Cuánto tardaría en saber si esperaba uno?
—Se ha marchado. La han mandado a Perth para que se case con un terrateniente —le explicó Mary la Rolliza mientras salía por la puerta.
Se había marchado tan deprisa como la mujer que acababa de desaparecer de la habitación. A Mary la Larga, quien había dormido con el rey, quien daría a luz a su hijo, la habían mandado a casarse con otro hombre como si solo fuese una yegua de cría.
—He oído decir que es afortunada —comentó Mary la Baja—. Él no es tan viejo como pueden llegar a ser otros.
Ella recogió los vestidos y los estrechó contra sí. Su ropa no era lo único que no encajaba con Stirling.
¿Mary la Larga también habría creído que conocía al hombre con el que se había acostado? ¿Había sido también demasiado confiada? No. Solo las paletas de la frontera eran tan ingenuas. Mary la Baja le dijo que quedaría en deuda con ella y, sin embargo, estaba a punto de marcharse de la corte sin siquiera la moneda que le dio Johnnie, una moneda que había dilapidado en un regalo para un hombre que creía que conocía.
—Toma —Bessie le dio los vestidos—. Quédatelos. Sé que estoy en deuda contigo, pero es todo lo que tengo.
No era gran cosa para todo lo que Mary había hecho, pero Mary la Baja negó con la cabeza.
—Quédatelos tú. Me has dado más de lo que te imaginas —su amiga sonrió—. Es posible que Johnnie esté casado, pero Oliver Sinclair sigue soltero.
Ella se mordió la lengua. Al parecer, ninguna mujer veía los defectos de los hombres. Un buen recordatorio. En ese palacio había comido, bebido y bailado como si ella también pudiera vivir como la realeza, pero había llegado el momento de bajar a la tierra, de abrir los ojos y afrontar la verdad sobre Thomas Carwell, y la verdad era que no sabía absolutamente nada de él.
Él había dicho que las condiciones no eran las que le habrían gustado, pero pareció conformarse hasta el último día. Las negociaciones se reiniciaron en cuanto ellos llegaron a la corte y ella seguía sospechando que fue por algo que había hecho Carwell, aunque él dijera que el resultado le había defraudado. ¿Había mentido? ¿Había ideado él el tratado que permitiría a los ingleses cruzar la frontera y luego había fingido la indignación cuando estuvo firmado?
Mary la Baja extendió los brazos para abrazarla.
—Que seas feliz.
¿Feliz? Había pensado demasiado en su propio placer. ¿Qué haría en el castillo de Carwell? Ya lo sabía. Haría lo que había prometido a sus hermanos, descubriría la verdad sobre Thomas Carwell y sus engaños. Ese había sido el único motivo por el que había accedido a ir a la corte. No sabía mentir, ni a sí misma.
Cuando se marcharon de Stirling, los gansos volaban y el cielo tenía un color blanco grisáceo, como una tela desgastada de tanto lavarla. Los hombres que mandó Carwell para ayudar al rey durante el asedio a Angus volvían con ellos. Eran cerca de cien personas, demasiadas para alimentarlas fácilmente y en la ruta del norte no encontrarían sitios que fueran a acogerlos con los brazos abiertos. No encontrarían una cama cálida para dos personas que habían tenido que prometerse para apaciguar al rey. Cabalgaron a marchas forzadas y al cuarto día irrumpieron en el valle que eran las tierras de Carwell. A medida que cabalgaban hacia el sur, la tierra iba haciéndose más llana hasta que, a última hora del día, perdieron de vista las montañas y se encontraron rodeados por unas tierras pantanosas. Era un paisaje más extraño todavía que el de Stirling, donde, al menos, se veían montañas en el horizonte.
Había nevado y la nieve cubría esa planicie, hasta que, de repente, el camino giró y el castillo de Carwell apareció como una mole oscura contra el cielo rosado del atardecer. Stirling la había intimidado, pero ese castillo la impresionó de una forma distinta. Tenía las torres redondas, cuando las de su casa eran cuadradas. Estaba rodeado por llanuras, no por montañas, y no se oía el viento, sino las olas. Al menos, eso fue lo que se imaginó porque no había visto el mar.
Entraron en el patio a caballo, pero todo se organizó rápida y eficientemente. Un intendente se hizo cargo de los caballos y de la armadura y un sirviente se acercó con una palangana para que se lavaran el polvo y una jarra de agua para saciar la sed. Había dicho que no había mujeres y vio muy pocas. La esposa del intendente, algunas cocineras y algunas doncellas. Todas estaban haciendo algo y no se fijaron en ella al principio.
Entonces, Thomas se acercó para ayudarla a bajar del caballo y vio que la miraban sin saber qué pensar. Los hombres que los habían acompañado desde Stirling permanecieron en silencio, pero el intendente y demás sirvientes retrocedieron un poco para disimular las miradas de curiosidad al no saber quién era exactamente.
—Soy Elizabeth Brunson —se presentó ella para aclararlo—. Seré la esposa de Thomas Carwell.
Él la agarró con más fuerza y la miró penetrantemente antes de darse la vuelta como señor del castillo.
—Al rey le complacería que nos casáramos. Por favor, tratadla con todo vuestro respeto y alojadla en los aposentos del fondo del ala oeste, en el extremo opuesto de los míos.
Así fue como la puso en su lugar, lejos del de él. Ella inclinó la cabeza como si esa decisión fuese lo que había pedido ella. Todos aplaudieron y sonrieron como si ya estuvieran viendo a la nueva señora y al heredero. Carwell se alejó en silencio y la dejó con la sonriente esposa del intendente. Aunque ella alegó cansancio para eludir sus preguntas.
Mientras la acompañaban a la torre norte, pensó que así sería mejor, que así no caería en la tentación de su cama. Estaba claro que los sirvientes querían un heredero, pero estaba más claro que Thomas no lo quería. Al menos, de ella. Se quedaría allí solo hasta que comprobaran que no esperaba uno. Además, ella podría buscar la prueba de que era culpable si él no podía seguir todos sus movimientos. Lo encontraría culpable por la fuga de Willie Storwick, por las espantosas condiciones del tratado, por algo, por lo que fuera. Entonces, quizá dejara de amarlo.
Thomas había esperado encontrar la tranquilidad cuando volviera a su casa, pero no iba a poder. Ella estaba allí. La había instalado en una habitación alejada de la suya, había intentado mantenerla lejos de su vista para poder resistir con fuerza. Durante el viaje, se había mantenido ocupado organizando a cien hombres, pero ya había entrado en su castillo y había comunicado que iba a ser su esposa. Una vez bajo el mismo techo, lo perseguiría como siempre había hecho el espectro de Annabell. Peor aún, todo el mundo estaba anhelante. Una señora, un heredero... Sus hombres habían presenciado el compromiso matrimonial y, con toda certeza, contarían la ceremonia hasta el más mínimo detalle. Una vez que hubiese encontrado la manera de deshacerlo y de hacer las paces con los Brunson, tendría que volver a un castillo defraudado.
Quizá hubiese llegado el momento de nombrar heredero a su primo. Entonces, quizá dejaran de esperar que cambiase de opinión y que tuviera otro hijo. No había querido llevar a Bessie, pero tampoco podía ir a ver a los Brunson para decirles que se había casado con su hermana y que había dado autorización a los ingleses para que los invadieran impunemente. Además, sin haber capturado a Angus. No podía hacerlo hasta que supiera con certeza si esperaba un hijo. Se enorgullecía de su capacidad para prever, para dejar una puerta abierta, para moverse de tal manera que nunca lo atraparan. Sin embargo, se había comportado como un mujeriego arrastrado por la lujuria en vez de por el cerebro. Eso había terminado.
Al menos, allí, entre esas murallas, ella estaría a salvo. Su castillo no temía los asedios. El mar, los pantanos y el foso lo protegían. Nadie podía entrar sin su permiso. Sin embargo, había permitido que ella entrara. Aun así, el castillo era grande y no hacía falta compartir la cama, ni siquiera tenía que verla o salir de sus aposentos para encontrarse con los recuerdos, más antiguos o más recientes. Ya podía volver a vivir como siempre; solo, como había querido vivir.
Ella lo acusó una vez de esconderse en su castillo junto al mar. Había comprobado que era eso y más todavía. No tenía familia alrededor ni oía los ronquidos de las Marys cuando caía la noche. El castillo de Carwell era lo suficientemente grande para que los hombres y los sirvientes durmieran donde no podía oírlos y, además, tener una habitación para dormir sola.
Le costó dormirse. La cama era demasiado grande y las sábanas no eran tan cálidas como el pecho de él en la espalda. En casa, el viento azotaba las montañas, pero, se detenía de vez en cuando. El mar no lo hacía nunca. Hasta que, por fin, el oleaje constante la acunó y se quedó dormida. Sin embargo, soñó con Thomas, con sus labios, sus brazos, su...
Despertarse no la alivió gran cosa, pero el sonido de las olas, ese ritmo constante, le dio una tranquilidad que no había esperado. Él la había llevado a su castillo junto al mar, pero no como su esposa. Allí, donde había muerto su querida esposa, parecía más distante que nunca. Como si esa mujer, su espectro, vagara por los pasillos. Había creído que esa mujer era débil, pero era más fuerte muerta que ella viva. En esos momentos, tenía que ser más fuerte que nunca. ¿Cuánto tardaría en saber si esperaba un hijo? ¿Tres semanas? Entre tanto, tenía que dilucidar muchas cosas. Cuando rompió el alba, se levantó de la cama. Había llegado el momento de que fuese Bessie Brunson otra vez.
Encontró a Thomas en al cuarto privado que había detrás del espacio público donde los arrendatarios pagaban sus rentas o exponían sus problemas. Esa habitación tenía más luz que la que había en su casa y su mesa, cubierta de legajos y libros de cuentas, estaba más rebosante y desordenada que la de Rob. Levantó la mirada cuando ella llamó a la puerta, pero no esperó su permiso para entrar.
—No tienes una mujer que lleve la casa. Yo supervisaré la cocina y la colada y haré las mejorías... —arrugó los labios al darse cuenta de que quizá estuviera ofendiéndolo—. Con tu permiso —añadió aunque un poco tarde.
—Le diré al intendente que se ocupe de tu oferta y haz lo que quieras —la miró a los ojos—, excepto aquí.
Ella intentó sonreír con naturalidad y miró su mesa. Quizá solo quisiera tener un rincón propio, como muchos hombres. Los documentos se amontonaban en la mesa, cuando la de su padre estaba vacía. ¿No podía meterse en sus asuntos como Guardián de la Frontera o la prueba de su culpabilidad estaba enterrada debajo de unos de esos montones? Ladeó la cabeza para no asentir. Si asentía con la cabeza, tendría que cumplirlo.
—Seré útil mientras esté aquí.
Como ya no era útil para él en la cama... ¿Por qué había llegado a creer que lo sería para él? ¿Por qué había intentado ser alguien aparte de la Brunson que era por nacimiento?
Entonces, lo miró a los ojos y lo que vio fue muy evidente, había visto ese anhelo noche tras noche. Apretó los puños para alejar los recuerdos. Ella había tenido la culpa de que hubiesen tomado ese camino. Ella lo había rodeado con los brazos y lo había besado. ¿Qué hombre no habría tomado a una mujer que se ofrecía tan abiertamente? Él había dicho que tenía lo que tenían todas las mujeres y deseaban todos los hombres. Nunca la había querido, solo había querido el placer que le proporcionaba. Ya no había placer. Solo era un incordio, una responsabilidad, un problema que tenía que resolver.
Afortunadamente, él parpadeó y cuando volvió a mirarla a los ojos también había recuperado el dominio de sí mismo. No, ninguno de los dos caería en la tentación. Solo tenía que esperar unas semanas, demostrar su traición y, entonces, podría volver a su casa para ser Bessie Brunson, la mujer que había sido siempre. Él volvería a ser el hombre que siempre había sospechado que era.
—Haz lo que quieras dentro de estas murallas —replicó él con una mirada más dura—, pero no salgas sola. Las tierras pantanosas pueden ser peligrosas y las arenas movedizas, mortales.
Oyó una ráfaga de viento y el sonido del violento oleaje no le resultó tan tranquilizador como la noche anterior. No, pasear por el exterior no le pareció apetecible. Sin embargo, algún día, no muy tardío, podría parecerle tan apetecible como un arroyo gélido en noviembre. Mantuvo con firmeza la media sonrisa. El castillo y las tierras eran suyas, ella, como él había dejado muy claro, no. Si quería pasear por la playa, lo haría.
Empezó ese mismo día. Hew, el intendente, no estaba acostumbrado a plegarse a la señora de la casa, pero sí parecía deseoso de demostrar su valía a la mujer que iba a casarse con su señor y, con orgullo, la llevó a recorrer el castillo, que era tan grande e impresionante como parecía desde fuera. Como le explicó, estaba pensando para ser cómodo y resistente. Las torres dobles de la entrada podían ser la última defensa en caso de ataque, como la torre que había en su fortaleza.
—Ni el primer Eduardo de Inglaterra pudo tomar este castillo. Podemos elevar el puente del foso, hay cuerpos de guardia a ambos lados y se pueden disparar flechas desde el tejado o desde dentro —él miró hacia la escaleras de caracol—. Los aposentos del señor están en el último piso.
Sin embargo, no se ofreció a enseñárselos. Ella siguió su mirada. Una habitación en lo más alto estaba ideada como último refugio, donde una familia resistiría el ataque final del enemigo.
—No son muy lujosos.
—No —reconoció él—. El suyo y los del pasillo del oeste son más cómodos, pero él prefiere estos.
Esos, donde él estaría solo y alerta. Más allá del cuerpo de guardia, el castillo formaba una fortaleza triangular más grande y antigua que la de los Brunson. Contó hasta siete dormitorios con chimeneas que tenían el escudo de los Carwell tallado en la repisa.
—Los Carwell han vivido aquí desde los tiempos del último Alejandro —comentó él con orgullo, como si llevara ese nombre.
Sin embargo, esas habitaciones, en vez de tener la calidez que les darían varias generaciones de la misma familia, eran frías y vacías. Quizá Thomas Carwell no fuese el único introvertido y aislado.
—Hábleme del padre del señor —le pidió interrumpiendo sus descripción sobre las troneras de la torre occidental—. ¿Lo conoció?
—Llevo toda mi vida sirviendo a los Carwell —contestó él parpadeando—. Y mi padre lo hizo antes que yo.
Siguieron andando y ella intentó pensar qué decir.
—¿Era... Thomas se parece a él?
Él entrecerró los ojos.
—Creo que, de aspecto, se parece a su madre, pero su destreza con la espada me recuerda a...
—Me refiero a la personalidad —le interrumpió aunque intentó no ofenderlo—. ¿Su padre era tan... cuidadoso al hablar?
Ella se había imaginado que no se parecía a su padre. ¿Habría acertado?
—Su padre era más directo, siempre decía lo que pensaba sin importarle si gustaba o no.
Parecía una pista para descubrir el misterio que era Thomas Carwell.
—Al conde de Angus no le gustaba.
—No. Sin embargo, Thomas y su padre tienen una cosa en común. Los dos serían Guardianes de la Frontera antes que Carwells. El día que el hermano de usted trajo el edicto del rey que lo nombraba Guardián de la Frontera fue el día que había estado esperando toda su vida, desde que Angus se lo quitó a su padre.
—Tengo entendido que su padre murió poco después.
—Sí —confirmó él con tristeza en los ojos—. Dejar de ser Guardián lo mató. Es lo que he dicho siempre.
Mary la Rolliza dijo que le había roto el corazón. Quizá tuviese razón. Con los pasos retumbando en el suelo de piedra, entraron en el salón, que iba a lo largo de la base de triángulo. En medio de la pared más larga, solo, había un tapiz con imágenes de carros, caballos y mujeres con vestidos rojos y azules. Necesitaba que lo sacudieran bien.
—Representa el triunfo de la muerte sobre la castidad —le explicó él al ver que lo miraba—. Fue un regalo de bodas del padre de lady Annabell.
El título la dejó más helada que ese salón con la chimenea apagada. Era un mensaje muy sombrío para empezar un matrimonio.
—¿Hace cuánto que murió?
—Dos años antes que el anterior señor.
Cuatro años. Era mucho tiempo para que un hombre siguiera llorándola. El intendente miró alrededor del descuidado salón.
—Hace muchos años que no se celebran banquetes —le explicó como disculpa.
—¿Desde que ella murió?
Se obligó a preguntarlo para recordar que era la mujer que él amaba y lloraba todavía. Su compromiso matrimonial con ella había sido premeditado y la boda sería un error.
—No —contestó el intendente—. Desde antes. Ella no era... fuerte.
Estaba embarazada cuando murió. ¿Se habría quedado abatida en la cama? No le extrañó que creyera que las mujeres eran tan delicadas.
—¿No era una mujer de la frontera?
—No. De cerca de Edimburgo.
Sintió una punzada de lástima. Era una mujer que había tenido muchas montañas para protegerla de los ingleses, quizá, una mujer que había esperado bailar en la corte del rey, tan fuera de lugar allí como ella en Stirling. Sin embargo, aunque fuera de lugar, había aprendido a bailar.
Él se aclaró la garganta.
—¿Debemos preparar un festejo de boda para pronto?
Le pareció tan esperanzado que no pudo decirle toda la verdad.
—El señor tiene que cumplir las condiciones del tratado, reunirse con el Guardián de la Frontera inglés, programar el día del Armisticio...
—¿Quizá después de todo eso?
—Quizá.
Sin embargo, el hombre pareció tan desalentado que no pudo dejarlo así.
—Sin embargo, el señor ha vuelto. Es un motivo de celebración, ¿no? —preguntó ella con una sonrisa.
—Lo es —contestó él sonriendo también.
—Entonces, lo celebraremos.
Mientras preparaban el festejo, ella tendría una excusa para investigar cada rincón y rendija de ese lugar... y del pasado de Thomas.
Thomas vio poco a Bessie durante los primeros días. Parecía como si siempre estuviera detrás de una esquina o lejos de su vista. Era mejor así. Se había enfrascado en preparativos y negociaciones, y no solo del Día del Armisticio como suponían todos. Aunque había avisado al rey de que los ingleses tendrían pocos motivos para respetar el Día del Armisticio, el primero ya estaba estipulado en el acuerdo. Lo más probable era que lord Acre, el Guardián de la Frontera inglés, lo cumpliría. Sin embargo, quería indagar algo más con él. El tratado le había concedido a Angus el derecho a abandonar Escocia y a vivir en Inglaterra sin que lo persiguieran. Sin embargo, nada podía garantizar que viviera sano y mucho tiempo cuando hubiese cruzado la frontera. Willie Storwick no lo hizo y aunque el rey tuviese simpatía por Angus, no veía motivos para que el Guardián de la Frontera inglés se la tuviera a un señor escocés exiliado. Al menos, eso esperaba.
Los mensajeros fueron y volvieron desde el castillo hasta Carlisle con acuerdos escritos y no escritos. Él mismo cruzaría la frontera enseguida, se sentaría enfrente del Guardián de la Frontera inglés, lo miraría a los ojos y trataría los asuntos; la fuga de Willie Storwick, su muerte, el tratado que se negoció, el tratado que se firmó, todo lo que había ocurrido desde el otoño pasado hasta ese momento. Entonces, los dos tendrían que tomar una decisión. ¿Podían confiar el uno en el otro esa vez?