Once
Bessie dejó a Carwell con sus recuerdos y volvió al salón arrepintiéndose por haber sido tan desconsiderada. Sin embargo, seguía pensando en él, en sus lecciones, su dolor, su pasado.
Se detuvo para observar la habitación y se alegró de que Sinclair estuviera bailando la gallarda con Mary la Baja. Se acordó de las instrucciones de Carwell y comprobó que Mary la Baja sonreía más por las patadas al aire de Sinclair que por otra cosa. Entonces, unos de los pajes del rey la tocó en el brazo.
—El rey desea hablar con vos.
Lo llamaban el rey del amor... ¿Qué querría? Deseó tener a Carwell para que la aconsejara. Afortunadamente, el rey no tenía eso previsto para ella.
—Disfrutas en la corte —comentó él en un tono más jovial que la última vez que le habló.
No era una pregunta, pero ella, asombrada, se dio cuenta de que la respuesta era «sí». Aunque estaba fuera de lugar y añoraba su casa, se iba adaptando poco a poco. Además, aunque metiera la pata, como al bailar, estaba aprendiendo, paso a paso, a moverse con soltura. Algún día, todo eso quedaría atrás y volvería a ser Bessie y subiría los escalones de la fortaleza, pero, en ese momento, estaba contenta. Sin embargo, estaba acostumbrada a decir la verdad y cuando decirla era demasiado complicado, se quedaba callada. Por eso, se limitó a asentir con la cabeza.
—He decidido qué va a ser de ti.
Eso hizo que tuviera que hablar.
—¿Qué va a ser de mí? Me retendréis aquí hasta que estéis satisfecho por la buena conducta de mi familia —él ya se lo había dicho—. Además, si seguís dudando de ellos, tardaré mucho en volver a casa.
—¿A casa? —él negó con la cabeza—. ¿Como tu desobediente hermano? No. Tu obstinada familia ha puesto en peligro mi tratado. Eso no volverá a ocurrir.
—¿Pensáis retenerme en la corte?
—Pienso casarte.
—¿Casarme? ¿Con quién?
No sabía cómo dirigirse a un rey, pero la idea era disparatada.
—Con Oliver Sinclair.
Atónita, volvió a mirar a Sinclair. Era un hombre apuesto, más que Joe Tres Dedos, con quien habría podido soñar como marido hacía unos meses, aunque no en ese momento. Tragó saliva e intentó pensar. Si se negaba abiertamente, solo enojaría más al rey. Tenía que ser flexible, como le dijo Carwell.
—Entiendo por qué su majestad quiere retenerme como rehén —replicó ella con calma, como si eso fuese algo que siempre hubiese esperado—, pero ¿lord Sinclair no querrá una esposa con más experiencia en los asuntos de la corte?
—Hará lo que yo diga. Una alianza con una de las familias más poderosas de la frontera lo beneficiará tanto como a mí.
—¿Y cómo beneficiará a los Brunson?
Ya era demasiado tarde para morderse su descarada lengua y captó el enojo en los ojos del rey.
—Honraré a tu familia al unirte a mi valido.
Su valido. Era lo más parecido a un amigo que podía tener un rey.
—Mis hermanos no lo aceptarán jamás.
—Lo harán si quieren volver a verte.
¿Era ese su deber con la familia? ¿Tenía que casarse con un hombre que sus hermanos no conocían, sin su permiso, y no volver a vivir en la frontera? Peor aún, una vez que se hubiese acostado con ella, Sinclair se marcharía a buscar alguna jovenzuela. No lo consentiría aunque fuese su deber.
—No puedo aceptar,
—No puedes negarte. Te concedo una semana. Luego, haré un comunicado. Ahora, vete a bailar con él, está esperándote.
Miró a Sinclair una vez más. Estaba mirándola con una sonrisa, sabiendo exactamente lo que acababa de decirle el rey. No podía soportar la idea de pasar un minuto más con Sinclair, y mucho menos toda una vida. Miró alrededor para buscar a Carwell, para que la rescatara otra vez.
Thomas se había librado de los recuerdos antes de volver al salón. Cuando entró, le sorprendió ver a Bessie en la tarima con el rey. Observó su conversación con una inquietud creciente. En realidad, observaba todo lo que hacía el rey con una inquietud creciente. La presencia de Bessie y la posibilidad de que la venganza sobre Angus estuviese cerca habían hecho que se olvidara de estar atento a todas las posibilidades y amenazas. Había querido creer que la cita del rey significaba el apoyo total del joven y se había olvidado de que ese rey era demasiado reciente y demasiado joven y bisoño para ser predecible.
¿Qué tenía que hacer? Había dicho que había que esperar y observar porque creía que tenían tiempo antes de que el rey hiciera algo. Quizá ya no hubiera tiempo. Elizabeth tenía la cabeza ladeada y los labios apretados, como cuando quería hablar y se contenía.
Entonces, se dio la vuelta y se acercó a Sinclair. Él sonrió y la miró con avidez. Vio que ella movía los labios y que él parpadeaba. Quiso sonreír. Debía de haberle hablado como Bessie Brunson. Sinclair tendría que acostumbrarse. Dejó de sonreír y frunció el ceño. No quería que se acostumbrase. Él estaba acostumbrado.
Sinclair la llevó a la pista de baile. Ella había aprendido a moverse, a escuchar la música y que la llevara. Sin embargo, estaba rígida y se tropezó con el pie de Sinclair al dar el giro. Volvió a sonreír. A él no lo pisó la última vez que bailaron. Volvió a mirar hacia la tarima. ¿Qué le había dicho el rey y por qué se acercó a Sinclair inmediatamente después?
Al poco tiempo, el rey dio por terminada la velada y se retiró a sus aposentos con Sinclair. Elizabeth se quedó hablando con Mary la Baja, pero ninguna de las dos sonreía. Thomas las interceptó antes de que salieran al patio y le hizo un gesto a Mary para que siguiera sola.
—¿Qué ha pasado con el rey? —le preguntó él siendo tan directo como ella—. ¿Por qué estuviste tanto tiempo con Sinclair?
Ella levantó la mirada y él pudo captar un dolor profundo en sus ojos.
—El rey pretende que me case con él.
—¿Qué?
Alguien que cruzaba el patio se paró para mirarlos. Él nunca gritaba y había gritado.
—Es el precio por mi familia.
Él había esperado que fuese rehén, prisionera, pero no esposa. Lo primero que pensó fue en hacer picadillo a Sinclair. Luego, se dio cuenta de que no estaba pensando. Ella lo miraba como si pudiera darle alguna respuesta.
—No puedo casarme si mi familia no lo autoriza o, al menos, lo sabe.
Él negó con la cabeza y deseó que fuese tan sencillo.
—Johnnie se casó sin la autorización del rey. ¿Anularías su matrimonio?
Ella arrugó la frente buscando otra solución.
—La reina viuda pudo prescindir de su marido. Yo podría hacer lo mismo si me obligaran.
—Solo si el papa lo decide personalmente.
—¿No podría limitarme a negarme?
Lo preguntó casi con ingenuidad. Esa mujer que había cumplido con su deber por encima de todo había llegado a un escalón demasiado alto. Él suspiró.
—Negarse fue lo que causó los problemas a los Brunson.
Sin embargo, al mirarla comprendió que no podía permitir que fuese rehén de un malnacido como Oliver Sinclair y de un matrimonio sin amor.
Él había pasado por un matrimonio así y ella se merecía otra cosa.
—Pero si el matrimonio no se consumase... Si lo rechazase...
Sus ojos se empañaron de lágrimas de desesperación o de miedo.
La abrazó y deseó poder protegerla tan fácilmente como hizo en el torneo. Imaginársela en la cama con Sinclair lo enfureció, pero sabía que si se resistía, sería peor.
—El rey me ha dado una semana para que me haga a la idea. Luego, hará un comunicado.
Tenían una semana para encontrar la manera de sortear la decisión del rey sin que ninguno de los dos corriera peligro.
—No te casarás con él. Lo juro.
Sin embargo, en ese momento, cuando más lo necesitaba, no tenía ni idea de cómo podría cumplir la promesa que les había hecho a sus hermanos.
Notó la calidez de Bessie entre sus brazos. Que le hubiese dejado abrazarla le indicaba, más claramente que cualquier palabra, que tenía miedo. Ya no se trataba de lo que hubiese jurado a Rob y Johnnie, se trataba de lo que sentía por ella. Lo considerarían responsable, pero si era responsable de que Elizabeth Brunson se casase con Oliver Sinclair, no solo temería verse las caras con sus hermanos, nunca podría volver a mirarse a sí mismo.
Durante la semana siguiente, Bessie no volvió a hablar con nadie sobre la decisión del rey como si así fuese a olvidarse el asunto. Tampoco oyó murmuraciones o rumores y ninguna de las Marys comentó nada, cuando, entre las tres, sabían casi todas las habladurías de la corte. Sin embargo, Mary la Baja, que solía ser muy sonriente, parecía tan abatida como ella.
A medida que pasaban los días, buscaba a Carwell o lo miraba como si él fuera a encontrar realmente la solución. No sabía en qué momento las dudas se habían convertido en confianza. Sin embargo, había prometido a sus hermanos que la protegería. Él conocía bien al rey, sabía lo que era posible y lo que era imposible. Lo había visto más de una vez con el rey. Incluso, los había visto jugando al ajedrez. ¿Había planteado el asunto al rey o se había limitado a estudiar la estrategia del rey en el juego para entender cómo contrarrestarlo?
Sin embargo, los días fueron pasando sin saber nada y la esperanza fue desvaneciéndose. No era una cortesana que había aprendido a dar opiniones sinceras al rey mientras contaba con su favor. Era una Brunson y cuando llegara el momento, se negaría si no había otra solución. Aunque acabara en las mazmorras o muerta.
La semana estaba a punto de acabar y Carwell solo había encontrado una solución, y no estaba seguro de que ni el rey ni Bessie fuesen a aceptarla. Primero tenía que convencer al rey porque no quería que Bessie se hiciese ilusiones hasta que él aceptara. Esperó hasta que el rey ganó una partida de ajedrez especialmente competida. Esa vez, al revés que en el torneo, jugó con la habilidad suficiente para perder. Un sirviente se llevó el tablero y el rey sonrió mientras tomaba su laúd.
—Elizabeth Brunson dice que le habéis propuesto que se case.
No fue un principio tan sutil como había pensado. Estaba empezando a ser tan directo como Bessie. El rey lo miró sin dejar de tocar.
—No creerías que iba a permitir que volviera con sus hermanos, ¿verdad?
Tampoco creía que iba a casarla con un disoluto.
—¿Quién tenéis pensado que sea su marido?
Iría poco a poco, sin desvelar lo que sabía. El rey sonrió.
—Con alguien que cree que esa es la única manera de acostarse con ella. Oliver Sinclair.
—¿Sinclair?
Contuvo la rabia y lo preguntó sin alterarse. No conseguiría lo que quería si insultaba al valido del rey. Sin embargo, tampoco podía soportar la idea de que Sinclair se acostase con Bessie. Tenía casi la misma edad que ese muchacho cuando se casó y era un necio en muchas cosas.
—Sus hermanos me confiaron su seguridad y su reputación. No quiero que la pierda ni con vuestro valido, majestad.
El rey agitó la mano con desdén.
—Lo intentó sin éxito. Por eso se me ocurrió que se casaran.
Él tragó saliva para contenerse. Si perdía el dominio de sí mismo, perdería toda esperanza de dominar al rey.
—Quizá fuese preferible para ella que su marido fuese alguien de la frontera.
—Pero no lo sería para mí —replicó el rey tajantemente—. Necesito a alguien que obligue a los Brunson a que acepten mi autoridad.
El rey arqueó las cejas como si fuese una pregunta. Él no dijo nada mientras meditaba la respuesta. Sabía, aunque no lo diría, que los Brunson no la aceptarían jamás. Se aclaró la garganta.
—Es difícil saber lo que hará Rob el Negro. Solo lleva cuatro meses como jefe del clan.
—¿Rob el Negro? ¿Así lo llaman?
—Sí.
—¿Por qué?
—Puede tener... arrebatos de genio.
—No como su hermana. Es la mujer más serena que he conocido.
Estuvo a punto de decirle que, entonces, no la había conocido.
Él sí la había conocido. Había observado sus ojos, sus labios, la firmeza de su babilla, su cuerpo cuando se fundía con el de él, cuando intentaba contenerse... Sin embargo, el rey no había percibido nada de eso gracias a Dios.
—Es una mujer de la frontera —replicó él intentando sofocar un arrebato de orgullo—. No está cómoda en la corte.
—No estés tan seguro —el rey se rio—. Me dijo que está pasándoselo bien y, efectivamente, lo parece.
Por un instante, él lamentó haberle enseñado a bailar.
—No —siguió el rey—, si no hay otra manera de meter en vereda a los Brunson, seguro que no hacen nada mientras tenga cerca a su hermana.
—Majestad, no estoy seguro de que retener a Elizabeth Brunson vaya a mantenerlos dócilmente en su fortaleza.
En realidad, era más probable que atacaran con todas sus fuerzas el castillo que la retenía. Ella viviría en una jaula de plata bajo la sombra de una espada que se cernía sobre ellos.
—¿Creéis que Sinclair es el mejor guerrero para hacer frente a la familia más poderosa de la frontera escocesa?
Jaime había vuelto a tocar el laúd.
—Fue idea de él, aunque creo que fue un ataque de lujuria. Al menos, disfrutará en la cama.
Él hizo un esfuerzo para contener la furia. No podía pensar en Bessie. Tenía que considerarla una pieza en el tablero de ajedrez.
—Entonces, si a Sinclair le da igual, podría haber una solución mejor.
El rey lo miró con los ojos entrecerrados y dispuesto a escucharlo.
—Tiene que ser alguien en quien confíe.
—Yo.
Una sola palabra, un paso dentro de las arenas movedizas de las que nunca escaparía.
—¿Tú, Thomas el Solitario?
—Los Carwell necesitan un heredero.
Era el menor de sus motivos, pero el más fácil de explicar. El rey sonrió.
—Además, es la mujer por la que derribaste al rey para besarla.
¿Se habría sonrojado tanto como le parecía? Esperó que no. No se trataba del deseo. En realidad, el deseo lo complicaba más.
—Sus hermanos me han hecho responsable de ella, efectivamente, pero esto no se trata de nada que sienta por ella. Se trata de conseguir lo que queréis. Conmigo, estaría suficientemente cerca de su familia y ellos tendrían siempre muy presente que si hacían algo, ella correría peligro.
Su familia querría arrancarle el corazón, pero el rey no tenía por qué saber que los Brunson lo consideraban un enemigo casi tan odiado como los Storwick del otro lado de la frontera.
—Y lo suficientemente lejos de mí como para no poder alcanzarla —las arrugas de su frente le indicaron que estaba pensando la idea—. Si te casaras con ella, ¿podrías mantener a raya a los Brunson?
¿Hasta qué punto podía mentir?
—Cualquier hombre que os dijera que puede, mentiría. Sin embargo, ya han colaborado conmigo antes.
—Eso es lo que temo.
El joven lo miro detenidamente sin dejar de tocar el laúd.
—Sinclair tiene una experiencia... limitada en la frontera.
El rey entrecerró los ojos.
—Le dije a Oliver que era un necio si quería casarse para acostarse con ella —el rey se quedó un momento en silencio mientras tañía las cuerdas—. Los habitantes de la frontera os merecéis los unos a los otros. Si quieres ponerte ese yugo, quédatela, llévatela a tu castillo, haz lo que quieras.
Fue asimilándolo poco a poco. Había conseguido lo que había pedido. Al menos, la alejaría de las garras de Sinclair. Luego, cuando volvieran a la frontera y el rey estuviese pensando en otra cosa, encontrarían la manera de ser libres otra vez.
—Gracias, majestad.
El rey, una vez resuelto el asunto, volvió a tomar el laúd.
—Ve a decírselo.
—También tiene que aceptarme.
El rey agitó una mano como si eso no tuviese importancia, pero para él sí la tenía.
—Gracias, majestad —repitió él mientras retrocedía inclinado hacia el rey.
Había accedido a hacer lo que llevaba años evitando. Volvería a tener lo que había jurado que no tendría jamás; una esposa. Además, sería la mujer menos indicada para serlo. El rey apartó la mirada de laúd justo antes de que llegara a la puerta.
—Por cierto, Thomas, si los Brunson siguen con sus incursiones después de esto, te consideraré responsable.