Nueve

 

Bessie, sin esperarlo, bajó las escaleras arrepintiéndose de cada palabra que había dicho. Fue una necia hasta por recordar aquel beso en el granero que se dio hacía tanto tiempo. No significaba nada, pero tampoco había habido nada más desde entonces y el recuerdo se presentó con el brillo de un sueño perdido. Había dicho la verdad. Ya no recordaba la cara de él con claridad, pero sí recordaba muy bien la de su novia. Llegó de la parte oriental de la frontera, llevaba volantes blancos en las mangas y una cadena de oro. Además, sus manos no tenían callos. Nunca le habría contado una palabra de eso a Carwell. No tenía talento para engañar. La única manera que sabía de guardar un secreto era mantener la boca cerrada. Al llegar al pie de la escalera, miró hacia el salón sin entrar. Los bailarines seguían dando vueltas con sus elegantes vestidos y joyas, eran movimientos que seguían perfectamente el ritmo que marcaban esos hombres contratados para crear música. Era todo lo que había buscado incluso antes de que pudiera imaginárselo. Efectivamente, a quien recordaba era a su novia y, en cierto sentido, había creído que al ir a la corte se convertiría en ella, que le pasaría algo mágico que la convertiría en alguien digno de... otro. Amaba a su familia y a su tierra, pero siempre había tenido la inquietante sensación de que había algo más, algo que todavía tenía que ver y conocer. Además, en ese momento, cuando estuvo entre los brazos de Carwell y la besó, creyó que por fin lo había encontrado.

Sin embargo, ¿qué hizo? Alteró a Thomas Carwell como la peor de las arpías. Su esposa había muerto y no era extraño que estuviese triste. ¿Por qué se había imaginado que su dolor se debía a otra cosa?

Se marchó antes de que él la alcanzara, cruzó el patio y se dirigió hacia su habitación. Comprobó con alivio que las Marys no estaban y se acurrucó en una manta para dormir. No se durmió y las dudas crecieron y flotaron en la habitación oscura. ¿Había descubierto la verdad de Thomas Carwell o su galantería y sus historias sobre su padre y su esposa muertos la habían engañado? ¿Le había contado todo? ¿Bastaba eso para convertirlo en el hombre que era?

Se preguntó, sinceramente, cuál sería la verdad sobre Thomas Carwell... y por qué le importaba.

Solo porque le habían encargado que la descubriera. Solo porque podía tener alguna relación con que los hubiera traicionado en la frontera o no. ¿Quién era su esposa y cómo podía descubrirlo sin preguntárselo a él?

Se abrió la puerta y cerró los ojos con fuerza porque no quería ver a ninguna de las Marys esa noche.

—Shhh... Hay alguien...

La puerta se cerró otra vez y se oyeron ruidos en el pasillo. Unas risitas, unos labios que se encontraban, unos pasos que se alejaban y que buscaban otro sitio para esconderse. ¿Cuál de las Marys había sido y con quién? Mantuvo los ojos cerrados y se alegró de no saberlo. Se imaginó un salón lleno de bailarines diestros y elegantes mientras ella, lejos de los sólidos cimientos de su casa, se metía en un terreno más incierto a cada paso que daba. En ese palacio, entre esa gente, el Carwell tan poco digno de confianza podía ser la persona más digna de confianza que conocía.

 

 

A media mañana del día siguiente, la llevaron a los aposentos del rey para presentarla formalmente. El rey quería verla a solas, pero antes de dejarla entrar, Thomas Carwell le advirtió que no hablara si no se dirigía a ella y que dijera lo menos posible durante todo el tiempo posible.

Sin embargo, ya no estaba con ella y hablaría al rey como quisiera. Mientras esperaba a que el rey se dirigiera a ella, lo observó con detenimiento. Era el hombre que había nombrado caballero a Johnnie. El hombre al que, en su momento, Johnnie quiso complacer más que a su propia familia. El hombre al que Johnnie quiso como a un hermano. Era un joven guapo y con el mismo pelo color caoba que tenían Johnnie y ella. Podía entender que llegaran a considerarlos hermanos. Dobló las dos rodillas con torpeza, pero era la mejor reverencia que podía hacer.

—Así que eres la hermana de John Brunson...

¿Qué le había dicho Carwell que tenía que hacer? ¿Lo miraba a los ojos o no? No podía saber nada de un hombre si no lo miraba a los ojos. Tenía los ojos de color avellana.

—Sí.

—Te pareces a él, menos en los ojos.

—Los míos son marrones, como los de todos los Brunson menos Johnnie.

El rey sonrió al recordarlo y le pareció una expresión extraña en alguien tan joven.

—Lo pasamos bien juntos.

—Él dice lo mismo, majestad.

Le expresión soñadora se esfumó.

—Sin embargo, me ha disgustado ahora. Te ha mandado a ti en vez de venir él. ¿Acaso cree que una cara bonita va a convertirme en más indulgente?

Estaba empezando a aprender que todo el mundo recelaba.

—Habría venido, pero acaba de casarse.

Acababa de casarse, pero ese no era el único motivo para que Johnnie no hubiese ido. ¿Cuándo había aprendido a disfrazar la verdad?

—¿Y no quiere salir de la cama? —preguntó el rey en un tono burlón y desdeñoso.

Ella se sonrojó y, por una vez, no supo qué decir. Él sí lo sabía.

—Se esconde detrás de una mujer en vez de venir y soportar mi ira.

¿Por qué pensaba eso o por qué no había pensado ella que él lo haría cuando insistió en acompañar a Carwell?

—Mis hermanos no se esconden, pero cada uno tiene sus obligaciones y sus responsabilidades. Además, en mi familia las mujeres somos tan fuertes como los hombres.

Aunque ella no se sintió fuerte mientras lo decía.

—¿Mujeres fuertes y hermosas a la vez? Nunca he conocido mujeres así. Mi madre es fuerte, pero voluble. Amaba a mi padre, pero él murió. Amó a Angus y luego dejó de amarlo. Yo no lo quise desde que me tuvo prisionero. Ahora ama a otro marido, Hamilton, o, al menos, lo amaba. Ayer parece que suspiraba por Angus otra vez.

Caminaba alrededor de ella mientras hablaba, como si observara una estatua, y ella captó una cabeza que funcionaba como la de Carwell. Estaba llena de posibilidades y alternativas y trazaba círculos sobre su presa como un halcón que esperara el momento adecuado.

Se sintió como una paloma que esperaba el ataque del halcón.

—Entenderás mi dilema, Elizabeth Brunson.

—No, majestad, no lo entiendo. Habláis enigmáticamente.

—Pido cosas sencillas a tu familia —replicó él con el ceño fruncido—. Lealtad, obediencia, respeto a la ley.

Las cosas eran sencillas en la frontera, pero no como se las imaginaba el rey.

—Le di una misión a Johnnie. No solo fracasó...

—No fracasó.

El rey entrecerró los ojos. Lo había interrumpido. ¿Qué se había creído?

—No mandó hombres, no presta juramento y, en vez de la paz, oigo quejas porque mataron a sangre fría a un tal Storwick.

—No exactamente, majestad. Él...

—Él está muerto, ¿no?

Al parecer, no se podía discutir con los reyes aunque no tuvieran razón.

—Eso creo. Y nadie va a lamentarlo.

—Ni un solo hombre de los Brunson acudió a luchar a mi lado cuando intentaba derrotar al traidor Angus.

—No, majestad. Los hombres estaban haciendo algo más importante.

Estaban persiguiendo al traidor Willie Storwick el Marcado.

—Entonces, no fracasó, ¡desobedeció premeditadamente! —levantó la voz y los brazos como si fuese a dar un golpe mortal—. ¡Una insubordinación del hombre al que abrí las puertas de mi estancia más íntima!

Se dio cuenta, por el tono lastimero, que no era ya el rey quien se dirigía a ella, que era un joven muchacho que había dependido de su «hermano mayor» como única certeza en su vida, alguien que se ocupaba del hombre, no solo del rey. Alguien cuya deslealtad era una traición personal. Tragó saliva y buscó las palabras más adecuadas, pero el rey no esperó.

—Además, cuando solo le pido que venga para que jure en nombre de su familia que me ayudará a acabar con mi enemigo Angus, ¿qué hace? Me manda a una mujer voluble y poco fiable. ¿Qué conclusión crees que puedo sacar de todo eso?

En ese momento, entendió por qué Carwell medía tanto sus palabras. El castillo de Stirling estaría construido sobre una roca, pero el suelo no era nada firme. Además, no era Elizabeth, sino Bessie, la chica normal y corriente que tenía que ser como era y hacer lo que tenía que hacer.

—Os hablaré de mi familia, majestad, y luego podréis hacer lo que os parezca.

—Lo sé todo —replicó el rey—. Johnnie me lo contó.

—Entonces, no os contó lo suficiente.

El rey frunció el ceño, pero no igualó a Rob el Negro cuando hacía lo mismo.

—¿Sois todos tan tozudos?

—Sí. Yo no soy la peor.

Él agitó una mano dándole permiso.

—Muy bien, cuéntame lo que quieras.

Ella se preguntó si serviría de algo.

—Cuando tenéis que resolver algo, majestad, solo tenéis una responsabilidad, una forma de resolverlo: pensáis en qué es lo mejor para Escocia.

—Naturalmente.

—Los Brunson hacemos lo mismo, pero nosotros solo tenemos que proteger a nuestra familia. Eso fue lo que hizo Johnnie, no tuvo otra alternativa.

—¿No? Entonces, la conclusión que saco es que los Brunson son unos traidores.

Ella se quedó helada.

—Sabes por qué estás aquí, ¿verdad?

Para convencerlo de que perdonara a sus hermanos, pero sería más sensato no decirlo en ese momento.

—Como garantía de que mis hermanos harán lo que tengan que hacer.

Al menos, eso era lo que creía el rey. Tampoco podía decir nada sobre su intento de demostrar el engaño de Carwell.

—Entonces, tendré que tenerte cerca o los Brunson no tendrán motivos para hacer lo que quiero que hagan.

Ella separó los labios, pero él la había dejado sin palabras.

—¿Sabes lo que pasará si siguen guerreando en la frontera?

Nunca se había planteado esa pregunta, nunca había esperado ver al rey para poder explicarle las cosas de forma que pudiera entenderlas y, además, volver la fortaleza.

—¿Qué, majestad?

—Nunca volverás a ver tu casa.

Le pareció una sentencia de muerte.

—¿Quieres volver a ver tu casa?

Lo quería con toda su alma. Los escalones desgastados que tanto le habían fastidiado le parecían como viejos amigos para sus pies. La hierba verde del verano... El viento que aullaba en invierno... ¿No volver nunca a su casa? Quizá fuese preferible la muerte.

—Sí, sí... Claro que quiero.

—Entonces, confía en que tus hermanos mantengan la paz y prepárate para una estancia larga.

Una estancia larga... Nunca había pensado lo que harían sus hermanos si el rey la retenía, pero sabía qué podía esperar: que hicieran lo que fuese necesario para proteger a la familia, no lo que pudiera rescatar a Bessie Brunson.

 

 

Carwell había estado yendo de un lado al otro de la puerta. El centinela lo había mantenido alejado para no pudiera entender las palabras, pero había oído que el rey levantaba la voz. Mala señal. Efectivamente, cuando salió pálida, muy pálida, se temió lo peor.

—¿Qué ha dicho?

Ella dudó como si no quisiera reconocer el fracaso.

—Se ha negado a escuchar.

—Es el rey. No tiene que escuchar.

La sacó del edificio y la llevó al paseo por la muralla, donde no podrían oírlos. El sol de noviembre era débil, pero era mediodía, el momento más cálido del día.

—¿Estoy mirando hacia mi casa? —preguntó ella con melancolía mientras miraban el valle.

—Por allí —él señaló la dirección y ella miró hacia allí.

—Está muy lejos —comentó ella para sí misma.

—Cuéntame qué pasó. ¿Qué le dijiste?

—La verdad.

Él cerró los ojos con un suspiro. ¿Cómo desharía ese embrollo?

—¿Creías que mentiría? —preguntó ella.

—Hay una diferencia entre mentir y restregarle al rey por la cara lo que no quiere oír. ¿Qué verdad concreta le obligaste a oír?

—Que Johnnie tomó la decisión que habría tomado cualquier Brunson. Antepuso a la familia.

Hubo algo que le cosquilleó en la base de la espina dorsal. Él habría hecho lo mismo.

—¿Qué dijo el rey?

—Que Johnnie se había insubordinado.

Ella lo dijo con calma, como si no entendiera la palabra, pero él la entendía muy bien.

—¿Qué dijo después el rey?

—Que si seguían con las incursiones, yo no volvería a ver mi casa.

Sería una rehén indefinida. Esas cosas habían pasado. La familia tendría mucha suerte si eso era lo peor que le pasaba. Ese año, el rey ya había permitido la destrucción absoluta de dos familias. Solo se salvaron las mujeres y los niños.

—¿Acaso no lo avisé desde el principio?

Sin embargo, ni ella ni los necios de sus hermanos se lo habían tomado en serio.

—Aunque lo haga, no obligará a Rob y a Johnnie a hacer lo que él quiera. Mis hermanos protegerán la familia en conjunto, no a mí.

—Yo no estaría tan seguro de eso —replicó él.

Sus hermanos habían sido inflexibles al exigir que no le pasara nada a Bessie, algo que dependía de él. Era una tarea que cada vez estaba poniéndose más complicada.

—Johnnie me avisó de que el rey podría no ser sensato —ella sacudió la cabeza con una leve sonrisa—. Desde luego, sabe muy poco sobre mujeres.

La miró con sorpresa. Según su experiencia, el rey sabía demasiado de mujeres.

—¿Qué quieres decir?

—Cree que somos débiles y poco fiables.

Él se mordió la lengua para no decir que, efectivamente, lo eran.

—Muchos hombres estarían de acuerdo.

—¿Lo estás tú?

Era una verdad que, por prudencia, no le restregaría por la cara.

—He conocido algunas que necesitan que... se ocupen de ellas.

Lo miró a los ojos y él no vio a la mujer que se había tropezado mientras bailaba, sino a la que se empeñó en ir a Stirling.

—Bueno, ni el rey ni tú habéis conocido a una mujer Brunson.

Estaba empezando a darse cuenta de que eso era verdad.

—¿Todas son tan tozudas como tú?

—¿Conoces la historia del primer Brunson?

—Sí. El hombre al que dieron por muerto después de una batalla en el valle.

Ella asintió y cantó, con voz profunda y delicada, algunas estrofas de la balada.

 

Su clan lo dejó en el campo de batalla

Abandonaron al primer Brunson creyéndolo muerto...

 

Se cruzó los brazos y encogió los hombros por el frío.

—¿Sabes lo que desencadenó la batalla que estuvo a punto de matar al primer Brunson?

—No, no lo sé.

—Estaban intentando acercarse sigilosamente sus enemigos cuando el primer Brunson pisó un cardo, pero se tragó el dolor. El hombre que iba al lado de él no pudo y dejó escapar un grito que arruinó la sorpresa.

Él arqueó una ceja, pero se mordió la lengua. Ya había oído esa historia, pero contada por otro invasor en otra zona del país.

—¿Qué pasó?

—La mayoría de sus compañeros murieron.

Guerra, batallas, muerte... Historias que todos los niños de la frontera conocían muy bien.

—Sin embargo, él vivió.

—Los que todavía conservaban dos piernas y pudieron huir lo dieron por muerto. Efectivamente, estaba tan cerca de la muerte que sus enemigos se limitaron a quitarle la espada y la daga antes de volver también a sus casas.

Él se estremeció. Un hombre herido y sin armas era como si estuviese muerto.

—¿Cómo sobrevivió?

—Los Brunson son duros de roer —ella se encogió de hombros—. Como sobrevivió, como la tierra donde yació no permitió que muriera, decidió quedarse allí y no volver a marcharse, ni él ni ninguno de sus descendientes.

Era tan obstinado como sus descendientes y por eso sobrevivió. No era de extrañar que esa obstinación corriera por su sangre. Esa tierra los nutría como nutría a los cardos. Sin embargo, ¿qué le pasaba a un cardo cuando lo arrancaban del suelo? No le extrañaba que la corte hubiera hecho que ella vacilara. Habían desarraigado a la inflexible Bessie Brunson de la tierra donde florecía como si fuese un arbusto de cardos. ¿Podría crecer con fuerza en otra tierra que no fuese la suya?

Él era un hombre de la frontera, un guerrero tan implacable como cualquier otro de las colinas, pero su familia había vivido junto al mar. Sabía lo que eran la resaca, las mareas, las arenas movedizas y los peligrosos oleajes. Eran cosas que enseñaban que no había nada cierto, nada firme, y que si se dibujaba una raya en la arena, la siguiente ola la borraría.

Sin embargo, había algo más, algo que faltaba en la historia de los Brunson.

—¿De dónde llegaron el primer Brunson y sus compañeros?

Ella ladeó la cabeza y señaló con ambigüedad hacia el mar del noroeste.

—Del mar.

Él parpadeó. Esa mujer, cuya familia era el clan más apegado a la tierra, tenía un antepasado que había llegado del mar. Ella se dio la vuelta para mirarlo directamente a los ojos, pero él captó una incertidumbre que no le había visto antes.

—¿Qué haré, Thomas Carwell, si no vuelvo a ver mi casa?

 

 

Bessie pudo interpretar su rostro lo suficiente para saber que lo había sorprendido y que sabía cuánto le había costado decir esas palabras.

—¿Confías en mí tanto como para hacer lo que te diga?

Durante esos dos días había aprendido lo suficiente como para no decir lo primero que se le ocurriera, pero no tanto como para poder disimularlo.

—Observo que no.

Sin embargo, ¿en quién podía confiar si no?

—¿Qué me dirías si creyeras que iba a hacerte caso?

—Que hables con cautela y te muevas con más cautela todavía. Que vayas paso a paso y busques una... fisura —él sonrió—. Es como en la gallarda, cuando todos los bailarines cambian de pareja. Puede haber oportunidades.

—Eso no es un consejo —ella sacudió la cabeza—. Quiero hacer algo.

—Ahora es el momento de esperar y observar.

Esperar y observar no la acercaría ni un metro a su casa.

—¿Y de bailar?

—Sí, y de bailar —contestó él con una sonrisa.

Ella hizo un esfuerzo para contener una sonrisa y la tentación mientras él la llevaba adentro. Sin embargo, tenía que haber algo que pudiera hacer aparte de esperar. Quizá una mujer fuese mejor consejera. Quizá estuviera más en deuda con las Marys antes de que pudiera volver a su casa.