Cinco
No estaba preparada para el castillo de Stirling. Los Brunson eran la familia más poderosa de la frontera y no estaba acostumbrada a encontrarse con familias más poderosas que la suya. Sin embargo, mientras ascendían por el sinuoso y escarpado camino que llevaba al castillo que se alzaba por encima de ellos, se sintió como si estuviese acercándose al cielo.
Una vez dentro, se sintió más perpleja todavía. Había edificios y patios rebosantes de gente, más gente de la que había visto nunca en un sitio, salvo cuando los Brunson iban a hacer una incursión. Carwell la dejó unos minutos con los hombres, hasta que volvió con el intendente, quien se hizo cargo de los caballos y los hombres.
—Al parecer, cuando el rey abandonó el asedio a Angus, trajo aquí a los hombres. Va a haber un torneo con justas y celebraciones —le explicó él en un tono nada jovial.
—¿Cómo son los torneos? —preguntó ella.
Era como si estuviese en Francia. Había oído que allí celebraban torneos.
—Nos engalanamos y luchamos unos contra otros.
—¿Por qué?
—Por la gloria.
—Evidentemente, el rey no lucha lo suficiente en su vida cotidiana —replicó ella con las cejas arqueadas.
—O quiere ganar alguna batalla —él se inclinó para susurrarle—. Todavía le duele la derrota con Angus.
La derrota que reprochó a los Brunson. Miró al cielo encapotado. No mejoraría su humor si el rey caía en el suelo embarrado.
Cuando el intendente terminó de organizar a los hombres, se acercó a ella con un muchacho para que se ocupara de su caballo. Fue a desmontar y Carwell apareció para ayudarla. La dejó en el suelo y se dirigió al intendente.
—Es Elizabeth Brunson.
Ella parpadeó. Nunca había sido Elizabeth. Siempre había sido la pequeña Bessie y Elizabeth le parecía una mujer distinta, una que podía bailar con soltura en la corte.
El intendente hizo una reverencia.
—Por aquí, milady.
Llamó a otro hombre para que llevara el arcón y ella miró a Carwell, como si, de repente, no quisiera separarse.
—¿Voy a ver al rey?
—No —contestó él—. No hay tiempo ahora. Tienes que reunirte con las demás mujeres en cuanto te hayas cambiado.
Mientras seguía al intendente por las escaleras y el pasillo, se miró el vestido de lana que había llevado durante el viaje. ¿En cuanto se hubiese cambiado...? El intendente llegó a un edificio que estaba al fondo del inmenso palacio y la presentó brevemente a una mujer baja, morena y con ojos negros, que la acompañó escaleras arriba mientras hablaba en un idioma que ella no había oído jamás.
—Discúlpeme —interrumpió a la mujer—, pero no entiendo...
—Vous ne parlez français?
Bessie negó con la cabeza.
—Entiendo... —habían llegado al final de un pasillo y la mujer abrió una puerta—. Ahora está vacía, pero la compartimos tres mujeres y todas nos llamamos Mary —le explicó la mujer en un idioma que sí podía entender.
Bessie sintió un momento de alivio. No había visto a una mujer desde hacía una semana, desde que se marchó de su casa. El rostro de una mujer era tranquilizador.
—A mí me llaman Mary la Baja —siguió la mujer con una sonrisa que le mostró una separación entre los dientes delanteros.
—Yo soy... Elizabeth Brunson.
La mujer abrió los ojos como platos y amplió la sonrisa.
—¿Eres hermana de Johnnie?
—Sí. ¿Lo conoces?
Que una mujer conociese a Johnnie era como sentirse un poco en casa. La mujer se rio de una forma muy elocuente.
—Sí. Todas echamos de menos a Johnnie —contestó ella con una sonrisa también muy elocuente—. Sobre todo, Mary la Larga y yo.
Aunque sabía que Johnnie había vivido en la corte, nunca se había imaginado qué había hecho allí ni, desde luego, se lo había imaginado con mujeres.
Al ver la sonrisa de esa mujer, decidió que era mejor no contarle que Johnnie estaba recién casado y era feliz.
—¿Mary la Larga?
—Es la alta. Mary la Rolliza y yo servimos a la madre del rey.
—¿Y qué hace Mary la Larga?
—Lo que quiere —contestó ella con una mezcla de envidia y rencor—. Por el momento.
Bessie no lo entendió mucho mejor que si lo hubiese dicho en francés.
—Todo esto es muy... distinto.
Mary la Baja la miró de arriba abajo.
—¿Ya te ha visto el rey?
Ella se miró su vestido y luego miró a Mary. Llevaba algo rígido y negro con ribetes dorados y un escote cuadrado que mostraba más de lo que ella estaba acostumbrada a mostrar. Era peor de lo que se había temido.
—Eres très jolie —siguió Mary con las cejas arqueadas—. Il va a vous voir avec plaisir.
Llamaron a la puerta antes de que pudiera preguntarle qué había dicho. Un sirviente entró con su arcón, lo dejó en el suelo y desapareció.
—No tienes mucho tiempo —siguió Mary—. ¿Qué vas a ponerte?
Ella suspiró, levantó la tapa del arcón y sacó su mejor vestido.
Al lado del de Mary parecía informe y desvaído. Entonces, se acordó de lo que le había dicho a su hermano hacía tiempo. No tenía ropa adecuada para la corte.
—Vaya... —comentó Mary arrugando los labios y arqueando las cejas.
Se dirigió a otro arcón y rebuscó dentro hasta que sacó algo negro, entallado y con una pieza de tela azul en medio de la falda.
—Es de Mary la Larga. Ella tiene una talla más parecida a la tuya.
Bessie acarició la tela de un color tan vivo que parecía de un pájaro.
—No puedo aceptar el vestido de otra persona.
—A ella ya no le sirve. Date prisa.
Carwell, en un extremo del recinto donde se celebraba el torneo, comprobó su armadura y que sus colores, verde y dorado, estuviesen firmemente sujetos. El rey, impaciente, no había esperado para construir unas gradas para los espectadores, que estaban de pie en un prado que había debajo del castillo. Las mujeres, encima de una roca, podían ver mejor el escenario. El buscó en vano a Elizabeth.
—Por fin te encuentro.
Carwell se dio la vuelta e inclinó la cabeza a la vez.
—Majestad.
Los preparativos del torneo habían sido un caos y no había tenido tiempo de presentarse formalmente al rey. Hacía más de un año que no veía a Jaime. Se habían comunicado mediante mensajes y mensajeros. En ese momento, cara a cara, pudo observarlo con detenimiento. Era joven y pelirrojo y tenía una nariz larga y prominente. Además, llevaba un brillante pájaro verde y dorado en la muñeca.
—¿Tienes noticias? —le preguntó el rey sin andarse por las ramas.
—Sí, majestad. Distintos tipos de noticias.
Los ojos del rey dejaron escapar un destello y, de repente, dejó de ser un joven apasionado de dieciséis años y fue un monarca.
—¿Algún peligro inminente?
Carwell negó con la cabeza y los ojos del rey reflejaron alivio.
—Entonces, disfrutaremos del torneo. Las noticias tendrán que esperar.
—Un loro muy bonito, majestad.
Jaime miró el pájaro y sonrió.
—Es un regalo —el rey tomo aliento y miró alrededor—. ¿Quién es esa belleza?
Carwell miró hacia donde miraba el rey y vio a Elizabeth, que caminaba por el borde del terreno. Tuvo que hacer un esfuerzo para respirar. Su vestido negro hacía que le resaltara la piel blanca y que el pelo del color del fuego pareciese más deslumbrante.
—Es Elizabeth Brunson, majestad.
—¿Brunson? —preguntó el rey en un tono seco.
—Sí, majestad —contestó él en un tono que consiguió parecer despreocupado—. La hermana de John.
—Ah, claro. Ahora veo el parecido. La hermana de Johnnie, ¿no? —algo pareció brillar en los ojos del rey y suspiró—. Tráela.
—¿Ahora, majestad?
—Claro, ahora —contestó el rey con el ceño fruncido.
Carwell inclinó levemente la cabeza, farfulló algo y se dirigió hacia Bessie. Los ojos de ella resplandecieron al verlo. Debía de sentirse muy abandonada porque nunca se había alegrado tanto de verlo. Se concentró en mirarla a los ojos para no mirarle el arranque de esos pechos que había intentado olvidar desde que la sacó del río.
—Estás muy guapa.
—Parezco una paloma en una pocilga —replicó ella mirándose.
—El rey no opina lo mismo.
Ella levantó la cabeza y él captó un destello de miedo en sus ojos. Bessie miró por encima del hombro.
—Sí, ese es el rey, el que lleva un pájaro.
—Nunca había visto un ave de presa así —comentó ella arqueando las cejas.
—No es un ave de presa —él la agarró del codo—. Quiere conocerte.
Ella arrugó los labios y asintió con la cabeza.
—Para eso he venido, ¿no? Para dar alguna explicación.
Cuando volvió a levantar la cabeza, él se encontró mirando la delicada curva de su cuello... y pensando en la soga de un verdugo.
—Hoy, no. Hoy limítate a hacer una reverencia, a sonreír y a decir lo menos que puedas.
—No hablo francés —replicó ella con la barbilla muy alta y miedo en los ojos.
—Él, tampoco —contestó Carwell con una sonrisa tranquilizadora.
Ella respiró aliviada y se relajó un poco.
—¿Me preguntará por nuestro juramento?
Él negó con la cabeza. El rey no necesitaba que en ese momento le recordaran el mal comportamiento de los Brunson. Al menos, hasta que Carwell hubiese tenido la oportunidad de valorar la situación.
—Está de buen humor y con ganas de disfrutar del torneo. Ocúpate de que siga así. Vamos.
Lo acompañó a través del prado mojado.
—¿Cómo me dirijo a él?
—Llámalo «majestad» —la agarró con más fuerza del brazo—. Y no digas nada del pájaro.
Él sol se había abierto paso entre las nubes como si obedeciera una orden del rey, quien estaba delante de su tienda de campaña rodeado de ayudantes.
—Majestad, os presento a Elizabeth Brunson —dijo Carwell sin soltarle el brazo.
Ella bajó las rodillas, pero no el cuello. Una mujer Brunson no se inclinaba ante ningún hombre. El rey la miró detenidamente de arriba abajo y él apretó los dientes. Aunque, ¿qué hombre no la miraría? Él lo hacía y demasiado. El rey acarició las plumas del pájaro con una sonrisa.
—Bienvenida al castillo de Stirling y a mi torneo.
—Gracias, majestad.
—Te presento a Pierre —dijo el rey levantando el brazo con el pájaro—. Saluda a la dama, Pierre.
Pierre graznó y aleteó. Ella se apartó y se topó con Carwell, quien le pasó un brazo por la cintura. Se repuso enseguida, pero no dijo nada.
—Es impresionante, ¿verdad? —comentó el rey con el ceño fruncido.
Ella miró a Carwell como si le pidiera permiso.
—Nunca había visto un animal así.
El rey entrecerró los ojos y le entregó el pájaro a un ayudante.
—Johnnie no ha venido contigo.
Ella volvió a mirar a Carwell y tragó saliva.
—No, él...
—Es un día festivo, majestad. Hasta el sol ha salido para celebrar vuestra gloria.
Jaime frunció el ceño, pero dos escuderos se acercaron con su armadura. El blusón rojo y dorado con el escudo real flameaba al viento. El rey miró al variable cielo.
—Empezaremos dentro de una hora —el rey miró a Elizabeth—. ¿Quién llevará su prenda, milady?
Ella parpadeó sin entenderlo.
—Su pañuelo, la muestra de su afecto —le explicó el rey con una sonrisa demasiado engreída y unos ojos demasiado ávidos.
—Yo —intervino Carwell dando un paso adelante.
Elizabeth abrió los ojos como platos, pero, afortunadamente, no dijo nada.
—Ponte la armadura, Carwell —le ordenó el rey con el ceño fruncido—. Y tus hombres, también.
El rey se dio la vuelta y entró en su tienda de campaña.
—¡No llevarás ninguna prenda mía! —exclamó ella soltándose el brazo.
—El rey estaba a punto de pedírtelo. El rey puede reunir todas las prendas que quiera y cuando gane, querría que se la... entregaras.
—¿Entregársela? No tengo nada que darle.
¿Cómo iba a sobrevivir esa mujer en ese mundo?
—Tienes lo que tienen todas las mujeres y lo que desean todos los hombres.
El apasionamiento de su mirada expresó muy claramente lo que quería decir y ella se sonrojó un poco. Algo que no le había pasado nunca.
—¿Y si no gana?
—El rey gana siempre.
—Entonces, ¿crees que me has salvado?
Lo creía, pero, en ese momento, solo podía pensar en poseerla. La puerta de la tentación se había abierto e hizo un esfuerzo para cerrarla otra vez. Esos labios carnosos eran un delicado contraste con el resto de ella. Era una mujer que o decía la verdad o se callaba.
—Creo que no querrás enojarlo si esperas ayudar a tu familia —contestó él cuando pudo recuperar la voz.
—No —reconoció ella esbozando una sonrisa con esos labios irresistibles—. Se enojaría si no le diera lo que esperaba.
—Puedes estar segura.
—¿Te enojarás tú si te rechazo?
Vio que se le ensombrecía la mirada. ¿Enojarse? No, otra cosa. La avidez que captó en sus ojos cuando la vio en el río... ¿Por qué le habría preguntado esa sandez?
Él recuperó el dominio de sí mismo enseguida y los sentimientos desaparecieron.
—Primero, tengo que ganar. Luego, tendrías que rechazarme. Ya veremos si pasa todo eso.
La miró a los labios y la avidez de ella aumentó.
—Sin embargo, antes tienes que entregarme una prenda —siguió él.
Se miró. ¿Cómo iba entregarle una prenda? Llevaba un vestido prestado y ni siquiera tenía un pañuelo propio. Además, no iba a permitir que él llevara el azul y el marrón de los Brunson.
—Ponte la armadura. Te la daré cuando estés preparado.
Solo necesitaba quedarse sola un momento y unas tijeras.