Uno

 

The Middle March, frontera escocesa central

Noviembre de 1528

 

Bessie Brunson tomó aire y se dispuso a subir un tramo de escaleras por enésima vez desde que amaneció, y todavía no era mediodía. Los escalones llevaban a lo alto de la muralla, donde sus hermanos estaban de guardia. Era preferible tenerlos lejos mientras ultimaba los preparativos de la celebración de la boda, pero dos hombres hechos y derechos necesitaban comida. Se levantó la falda con una mano, balanceó la bolsa con tortas de avena con la otra y empezó a subir.

Oyó un trueno y, sobresaltada, miró al cielo. Estaba gris y soplaba el viento, pero... No era un trueno, eran cascos de caballos. Subió apresuradamente los últimos escalones, se puso entre sus hermanos y miró hacia el oeste, hacia el valle que les pertenecía.

—¿Quién viene?

—Nadie que quiera ver —contestó Rob el Negro sacudiendo la cabeza.

Ella entrecerró los ojos por el viento y para ver con claridad el estandarte verde y oro. Eran los colores de Thomas Carwell, el Guardián de la Frontera escocés. Justo antes de que Willie Storwick escapara, Bessie le dijo que lo consideraría responsable si sucedía algo, y el Guardián de la Frontera nunca demostró que no lo fuese, al menos, a juicio de ella.

—No lo hemos invitado a tu boda —le dijo a su hermano John.

—No, pero tuvo la cortesía de mandar un emisario para anunciar su llegada —contestó Johnnie.

—Porque sabía que lo tumbaríamos de un disparo si llegaba sin avisar —replicó Rob.

Ella suspiró. A ninguno de los dos se le había ocurrido avisarle de que la lista de invitados podía aumentar.

—¿Vais a dejar que entre?

Rob el Negro, jefe de la familia en ese momento, señaló su ballesta.

—Yo preferiría meterle un dardo.

Johnnie, más alto y pelirrojo, como ella, sacudió la cabeza.

—Ya hemos hecho bastante para enojar al rey. Por lo menos, vamos a ver qué quiere Carwell.

Rob frunció el ceño y ella contuvo el aliento preparándose para otra discusión entre ellos, pero Rob acabó asintiendo con la cabeza.

—Pero nosotros no vamos a decirle nada.

Los caballos aminoraron al paso al acercarse al portón, Carwell se quitó el casco de acero, un gesto de buena voluntad, se apartó el pelo castaño de la frente y los miró.

—Hemos venido a celebrar un acontecimiento feliz.

—Déjate de palabrería, Carwell —gruñó Rob—. Nadie te ha invitado.

—Un descuido... Estoy seguro de que queríais incluir al representante del rey.

Johnnie apretó un puño. Él también había sido en un hombre del rey, pero seguía siendo un Brunson. Algún día, todos tendrían que responder por eso.

—Nuestra hospitalidad no incluye a quienes nos traicionan —replicó Rob.

—Una acusación que he rechazado.

—Pero que no has demostrado que fuese falsa —contestó John.

—Aun así, habéis cabalgado y luchado a mi lado.

—Es verdad —reconoció Rob—, pero eso no significa que confiemos en ti.

Nadie sabía de qué lado estaba Carwell, salvo del suyo propio. Carwell extendió el brazo izquierdo con la palma de la mano hacia arriba y una sonrisa.

—Juro que vengo como un amigo.

—¿Y te marcharás igual? —gritó Johnnie.

Bessie suspiró. Podría dar de comer a doce hombres más si cortaba la carne en trozos más pequeños, pero no sabía muy bien dónde iban a dormir. Se asomó por encima de la muralla.

—Dejad las armas en la entrada, no causéis problemas y seréis bien recibidos al festejo.

Se dio la vuelta para bajar las escaleras sin hacer caso de la mirada enojada de Rob ni de las cejas arqueadas de Johnnie.

—La carne no está haciéndose sola mientras unos majaderos como vosotros tres os insultáis. No voy a permitir que se estropee la boda de Johnnie por alguien como él.

Carwell ya había estropeado bastantes cosas.

 

 

Carwell hizo un esfuerzo para sonreír mientras sus hombres dejaban las lanzas, las espadas y las ballestas y entraban en el patio. Desarmarse no era peligroso. Si un Brunson quería matar a alguien, se cercioraría de que tenía una espada en la mano cuando lo hiciera. Además, él siempre calculaba los riesgos. Sería poco apreciado, pero estaba vivo. Sonreiría a esa gente y celebraría la boda sin mencionar que el matrimonio entre John Brunson y Cate Gilnock lo había puesto en una posición muy, muy complicada.

Bessie Brunson lo recibió en el patio con una seriedad muy poco afable.

—Diles que no coman más que lo que les corresponda.

Fueron unas palabras ásperas para unos labios tan delicados, pero no respondería a la ofensa. Ella le había dicho que lo consideraría responsable y, al parecer, seguía reprochándoselo. Él también se reprochaba cosas que ella nunca sabría.

—No seremos glotones —replicó él con una sonrisa de oreja a oreja.

Sintió un momento de lástima por ella. Su castillo tenía sitio más que abundante y habría podido alojar a muchos invitados inesperados, pero la fortaleza de Brunson solo era defensiva y Bessie Brunson, pelirroja y de fina complexión, parecía necesitar esa protección. Lo miró con sus ojos marrones cargados de recelo.

—Si no se te invitó, no fue por descuido.

Pese a su delicadeza, era deslenguada y terca, como el resto de su familia. Era una buena manera de conseguir que los mataran.

—Sin embargo, quería celebrarlo con vosotros, quería felicitar a John y Cate.

También quería transmitir un mensaje a su familia, un mensaje que no querrían oír. Ella arqueó las cejas y frunció el ceño para indicar que no la había engañado.

—Entonces, limítate a eso.

Él inclinó la cabeza como si ella tuviera derecho a darle órdenes. Pronto descubriría la verdad.

Bessie miró hacia su hermano y, por fin, sonrió ligeramente.

—Se merecen una vida larga y feliz juntos.

—Sí... —confirmó él.

Era algo que se le había negado a su matrimonio.

 

 

A pesar de los invitados inesperados, o por ellos, la celebración, que empezó a mediodía, se alargó hasta entrada la noche. Pasando por alto el dolor que sentía entre los hombros, Bessie miró con satisfacción el salón lleno de gente. La bebida seguía corriendo, habían empezado los cánticos y, al sumarse los hombres de Carwell, se había abierto la última barrica de vino tinto que su padre se llevó de la iglesia para conservarlo a buen recaudo cuando el sacerdote huyó a Glasgow.

Se había hecho sitio para bailar y los novios recorrieron juntos las filas. Aunque Cate seguía sintiéndose más cómoda con calzas que con el vestido que llevaba, se deslizó junto a John imitando sus movimientos. Los hombres empezaron a cantar la balada que habían compuesto sobre ella.

 

La llamaban la Valiente Cate, la bella Cate...

 

Cate se pisó el vestido y cayó sobre su sonriente marido. Bessie miró hacia otro lado. La habitación estaba llena de hombres que conocía desde siempre, Jack el Raro, Joe Tres Dedos, los hermanos Tait, pero ninguno conseguía que sonriera como Cate le sonreía a John.

—Un día magnífico —comentó Rob acercándose a ella.

Si a su hermano mayor lo llamaban Rob el Negro, no era solo por su pelo y sus ojos oscuros, pero estaba sonriendo. Ella volvió a mirar a Thomas Carwell. No abandonaba la media sonrisa, como una máscara permanente que ocultaba lo que había debajo.

—¡Bessie! —la llamó Johnnie—. Baila un poco conmigo.

—Los Brunson cantan, no bailan.

Eso era lo que farfullaba su padre siempre que su madre intentaba que se levantara. Su hermano se rio con la jovialidad de un hombres recién casado.

—Este Brunson sí baila. Ven —él le tendió una mano—. Te enseñaré cómo bailan en la corte.

Ella lo rechazó con la mano y, repentinamente, se dio cuenta de que Carwell estaba mirándola.

Ese hombre también tenía la distinción que Johnnie había adquirido al vivir junto al rey en lejanos castillos que ella no había visto nunca. Tampoco quería parecer una necia pueblerina delante de ellos.

—Baila con la novia, Johnnie.

Entonces, antes de que pudiera darse cuenta, tenía a Carwell al lado con una mano en su cintura.

—Yo te enseñaré.

No esperó a que se resistiera, la llevó con los demás bailarines y su puso enfrente de ella.

—Se parece a la pavana y solo tiene cinco pasos. Derecha, izquierda, derecha, izquierda y entonces... —él saltó y cayó con los pies juntos—. Ahora, tú.

Ella se miró los pies y lo siguió. Por un instante, con su mejor vestido y el pelo recién lavado, dejó de sentir dolor en los hombros. Así se sentiría una dama en la corte al bailar ante el rey con pies ligeros... La miraba con esos ojos cambiantes y detestables. Habría bailado con damas así, damas que sabían los pasos. Se tropezó con los pies de Carwell, se golpeó la frente en su barbilla, se puso roja y se apartó sintiéndose torpe, lo que era.

—No bailo. Déjame.

Fue a apoyarse en una pared y él se dirigió a las demás esposas y hermanas, quienes fueron riéndose al tropezarse también. ¿Había sido igual de ridícula cuando estuvo con él? Se mordió el labio. Las mujeres eran ridículas.

Jock el Raro se comió la última torta de avena con miel y ella recogió la fuente y se dirigió hacia las escaleras para ir a por más. Que las demás mujeres se divirtieran con los bailes, ella se ocuparía de la comida y la bebida. Carwell la siguió escaleras abajo. Seguramente, habría bebido demasiado y necesitaría orinar.

—Hay un excusado en el rincón. No hace falta que salgas —le indició ella.

Abrió un poco la puerta y ella también deseó poder quedarse dentro de la fortaleza en vez de tener que cruzar al patio para llegar a la cocina. Había una neblina que amenazaba con acabar en lluvia. Carwell se acercó junto a la puerta.

—¿Te encuentras mal?

Era una pregunta extraña. Su madre siempre había dicho que era sana como una potranca de Galloway.

—No, claro que no.

—Entonces, a lo mejor necesitas ayuda...

—¿Ayuda?

Ese hombre, un desconocido, se había dado cuenta de lo que sus hermanos habían pasado por alto... Se dio la vuelta para mirarlo al creer que había oído mal, pero estaban tan cerca que se chocó con él, tan cerca que captó el olor a mar y cuero.

—Sí.

Él lo dijo tan cerca de su oído que si se hubiese dado la vuelta, sus labios se habrían rozado... Entonces, él se alejó un paso y ese momento incómodo se disipó tan deprisa que ella llegó a creer que se lo había imaginado. Entró una corriente por la puerta entreabierta y ella se cerró el manto sobre los hombros. Estaba segura de que Thomas Carwell nunca ofrecía nada sin esperar algo a cambio y se preguntó qué querría esa vez. Le dejaría ver la cocina si quería...

—Ven.

Se tapó la cabeza con el chal y salió a la húmeda oscuridad sin comprobar si él la seguía. Cruzó el patio en una docena de pasos, pero cuando volvieron a estar a cubierto, la humedad se le había metido en los huesos. Lo miró a la luz de la chimenea con la esperanza de captar algún indicio de incomodidad, pero sonreía como si fuese imperturbable. Sus ojos, en cambio, cambiaban con cada luz. ¿Eran verdes, marrones o color avellana? Le dio la espalda. Le daba igual el color de sus ojos, podían ser tan marrones como los de un Brunson y no por eso iba a cambiar la opinión que tenía de él. Había dejado a la niña que las hermanas Tait tenían de sirvienta para que vigilara el fuego, pero se había dormido y roncaba sobre un saco de grano.

—La verdad es que no quieres ayudarme, como tampoco has venido a la boda de John y Cate para felicitarlos. ¿Por qué no me dices a qué has venido antes de que estropees el momento más feliz que han tenido los Brunson desde hace meses?

 

 

Carwell no dejó de sonreír. Estaba aprendiendo a no menospreciar a Bessie Brunson, pero le costaba tenerlo presente cuando la miraba. El pelo pelirrojo le caía como una cascada sobre los hombros, los ojos marrones tenían un destello de recelo, los labios eran carnosos y... dejó de pensar en ella.

—Dejaremos esta noche para la celebración y mañana hablaré con tus hermanos.

—¿Mañana? ¿Cuando Rob no sepa dónde tiene la cabeza por el vino que ha bebido esta noche y Johnnie esté tan contento en la cama con su esposa?

Él contuvo una réplica hiriente.

—Estarán dispuestos a escuchar cuando sepan por qué he venido. Es un asunto de hombres.

Ella puso los ojos en blanco antes de volver a mirarlo.

—En tu casa no hay mujeres.

Él parpadeó. No las había desde hacía años.

—No. Ahora no las hay.

El recuerdo le atenazó el corazón. Nunca volvería a dormirse en los laureles con una mujer. Un pequeño dolor o un suspiro de cansancio podían indicar la amenaza de algo peor. Dejó la idea a un lado. No iba a contárselo a nadie y menos a esa mujer, aunque, por un instante, había creído que ella lo entendería.

—Si las hubiera —replicó ella—, sabrías que no hay que protegernos de la verdad.

La miró y dudó que su familia la hubiera protegido de algo.

—Entonces, lo sabrás cuando lo sepan ellos, y será mañana.

El rey no tenía más paciencia. Pese a haberle ofrecido su ayuda, ella no le pidió nada mientras iba de un lado a otro recogiendo tortas de avena y dejando otra hornada cerca del fuego. Cuando terminó, zarandeó a la niña para despertarla y le dijo que vigilara el fuego para que no se incendiara la casa. Luego, se acercó a él, que estaba en la puerta. Dejó las tortas y llenó dos garrafas de cerveza de una barrica.

—Si querías ayudarme, lleva esto.

Le dio las dos garrafas con un brillo de rabia en los ojos. Él la siguió en silencio y se enorgulleció por haberse contenido y no haber tirado su valiosa cerveza al suelo. Esa mujer era tan tozuda como toda su familia... o más. Sin embargo, al observar su contoneo al andar, se acordó de cómo se estrechó contra él al bailar y para seguir esos pasos que no conocía. Durante esos breves momentos, sintió que estaban solos los dos con la música y el movimiento. Sin embargo, al día siguiente volvería a odiarlo, en cuanto se enterara de que había ido allí para llevarse a su hermano de rehén.