Doce

 

—¿Que me case contigo?

Bessie lo miró y parpadeó. La había encontrado cerca de los aposentos de la reina madre, le había propuesto hablar y estaban sentados junto a la chimenea más cálida del salón, que estaba vacío a esas horas del día.

Ella miró alrededor. La cabeza le daba vueltas y le parecía que estaba en un sueño. Ninguna de las normas que conocía se había cumplido desde que entró en el castillo de Stirling. ¿El sol salía por el este en esas tierras? Sin embargo, lo observó con detenimiento y él la miraba fijamente, como no había hecho nunca.

—¿Cómo nos beneficiaría?

Algo en el fondo del corazón le decía que aceptara, pero no hizo caso.

—¿Preferirías casarte con Sinclair?

Ella se estremeció. Prefería las mazmorras a Sinclair.

—¿Por qué tengo que casarme con uno de los dos? ¿Por qué no puedo volver a mi casa?

—Sabes por qué. Te lo avisé antes de que vinieras.

Él la miraba con menos compasión de la que le habría gustado, pero así le resultaba más fácil olvidar lo que sintió cuando la abrazó con fuerza mientras lloraba.

—Y tú prometiste protegerme.

Una protección que ella, neciamente, había dicho que no necesitaba.

—Si nos casamos, podré protegerte.

Carwell tenía muchos secretos, pero, aun así, también era el único hombre que había vislumbrado algo más que la Bessie que había sido siempre. La había enseñado a bailar, había creído que podía. Sin embargo, era imposible que se casara sin el consentimiento de sus hermanos. Nunca podría casarse con alguien que podía ser su enemigo. No. No confiaba en él. No. No pertenecía a su mundo. No. Solo quería volver a casa. Había una docena de motivos para negarse y solo una para aceptar.

Se resistió otra vez.

—¿Por qué iba a mantener el rey su palabra una vez que me haya casado?

—Él tiene las mismas dudas sobre los Brunson —eso le recordó que no se trataba de lo que le gustaría hacer, sino de cumplir su deber—. Tanto que me tratará como a un Brunson cuando me haya casado contigo.

—¿Cómo?

—Pagaré por lo que haga tu familia.

Oyó los latidos de su corazón. El matrimonio unía familias, no solo personas. Sin embargo, eso iba más lejos de lo que había esperado de él, de nadie. Notó que esbozaba una leve sonrisa.

—A Rob y Johnnie les interesará mucho saber que serás hermano de ellos.

Él también sonrió. Era un hombre que conocía a sus hermanos, su vida, sus colinas... Era el único allí que lo conocía, el único trozo de su casa que tenía.

—Te ofrezco una manera de evitar que te cases con Sinclair. Aparte, nada más tiene que cambiar entre nosotros.

Lo dijo como si quisiera darle esperanza, aunque no había esperanza. Los compromisos de matrimonio se rompían muy pocas veces, eran tan vinculantes como el propio matrimonio.

—Después, ¿podré volver a casa?

—Más tarde —contestó él al cabo de un rato—. Tengo que estar con el rey mientras duren las negociaciones con Inglaterra.

Thomas y Johnnie creían que las palabras escritas en un papel podían llevar la paz.

—Después —siguió él—, cuando se haya firmado el tratado, ya veremos.

Poco a poco, iba dándose cuenta de la verdad. Su tierra ya no sería el valle donde nació. Su casa sería un castillo vacío junto al mar. ¿Cuál era su deber? ¿Sí o no? Ese hombre podría haber traicionado a su familia. ¿Cómo podía fiarse de lo que decía? Porque el cuerpo no mentía. Tomó aliento y se puso muy recta.

—Sí. Dile al rey que acepto.

Lo hacía por cumplir con su deber. No había otro motivo. Al menos, ninguno que fuese a decir.

 

 

Era un compromiso, no un matrimonio, se explicó a sí misma. De pequeña, se imaginó cómo sería. Aunque nunca había puesto cara al hombre que tenía al lado, todo lo demás lo veía muy claramente. Estaría acompañada por sus hermanos y rodeada por los muros de la fortaleza donde había nacido. Sin embargo, estaba entre un montón de desconocidos y su prometido, un hombre que casi no conocía, era al que conocía mejor de todos.

El rey había desoído todos los argumentos de que su familia tenía que aceptar el contrato de matrimonio. Él había aceptado esa unión y los detalles se resolverían más tarde.

Rodeada de desconocidos, prometida sin el conocimiento ni autorización de sus hermanos... ¿Podía eso ser un compromiso matrimonial de verdad? Sin embargo, el rey había decidido celebrarlo con una ceremonia que presenciaría toda la corte. Por eso, una mañana nevada de diciembre se preparaba para presentarse ante el arzobispo en la puerta de la capilla real e intercambiar las promesas. Miró por la ventana. La gente ya estaba reuniéndose cerca de la capilla.

—Vamos —le dijo Mary la Rolliza—. El vestido está preparado.

Las tres Marys estaban muy románticas y le recordaban el beso del torneo.

—Desde el principio dije que era muy apuesto. Además, derribó a rey de su caballo para poder besarte.

Mary la Baja sonrió otra vez y le ató el vestido nuevo. Por su compromiso, la reina viuda le había regalado un vestido desechado y una costurera para que lo arreglara.

—Yo conozco al menos dos hombres que perdieron una apuesta —añadió Mary la Larga, quien ya apoyaba permanentemente las manos sobre su vientre.

—¿Una apuesta?

Ella no supo por qué lo había preguntado. Había pasado la semana como si estuviera muerta.

—Apostaron que Thomas el Solitario no volvería a casarse.

¿Por qué? Otro misterio sobre su futuro marido. Cada día sabía menos de él.

Mary la Rolliza le colocó una cadena de oro prestada alrededor del cuello y dio una palmada a la piedra roja.

—Estás guapa, los colores te favorecen.

Ella casi ni se había fijado en el vestido. Se lo miró y vio lo que le pareció un intenso color vino con bordados de oro por la parte delantera de la falda. Prestado. Le pertenecía tanto como todo lo que la rodeaba. Se negaron a ponerle una capa por encima de tanta elegancia y casi la empujaron escaleras abajo. Cada paso era tan irreversible como los que dio en la fortaleza de los Brunson. Cada uno despertaba una duda nueva que tenía que sofocar. No podía pensar que quizá la hubiese traicionado. No podía pensar que quizá siguiese amando a su esposa difunta. No podía pensar en el beso que le dio. No podía pensar en lo débil y egoísta que podía ser. Solo podía pensar en su familia. Solo podía pensar que se casaba con ese hombre porque podía librarlos de la ira del rey.

Contuvo el aliento cuando salió y notó el aire gélido en el cuello desnudo. Lo vio esperando descubierto en la puerta de la capilla real. Al verlo, sintió el contacto de las capas que le había puesto para abrigarla en tantas ocasiones y el calor que avivaron sus besos. Dejó de pensar en nada más. Cruzó el patio con pasos vacilantes hasta que se quedó junto a Carwell y frente al arzobispo. Siempre se había enorgullecido de la solidez de su fuerza, pero, en ese momento, se preguntó si esa fuerza se la habrían prestado la tierra y las rocas que la rodeaban y no era suya. Entre toda esa gente ya no era Bessie, sino Elizabeth, una mujer a la que conocía tan poco como al hombre que tenía al lado. ¿Llegaría a conocerlo algún día? ¿Quería conocerlo? Él le tomó la mano y ella la agarró con fuerza. Arrastrada por las mareas cambiantes de ese sitio, esa veleidad que ella había desdeñado tanto le pareció una necesidad.

 

 

Thomas entrelazó sus dedos con los de ella. Era un compromiso, no un matrimonio, se tranquilizó a sí mismo mientras decía las palabras. Se casaría con ella, no se casaba con ella. Esa diferencia dejaba abierta una oportunidad. No se lo había dicho a ella porque no podía prometerlo, pero les dejaba margen para deshacer el compromiso más tarde, cuando la ira del rey se hubiese aplacado. Sin embargo, para poder hacerlo, el compromiso no podía consumarse. Si se consumaba, sería un matrimonio tan válido como si el sacerdote los hubiese bendecido.

No obstante, no tendría que resistirse a esa tentación todavía. Esa noche nadie los acompañaría hasta la cama ni se buscaría sangre en las sábanas por la mañana. Cada uno volvería a su cama, estarían a una distancia prudencial. Sin embargo, en ese momento, mientras miraba a la hermosa mujer que tenía al lado, podía respirar tranquilo. Había mantenido su promesa y la había librado de un destino mucho peor.

Al compromiso en los escalones de la capilla le siguió una misa y un festín generosamente ofrecido por el rey. Ella permaneció en un extraño silencio durante todo el día que pasó a su lado. Solo dijo lo que le pidió el sacerdote. Se limitó a pasar el día y ese silencio obstinado fue mucho más elocuente que cualquier palabra. Lo hacía por cumplir con su deber y por nada más.

Al principio del festín, el rey levantó su copa.

—Por el futuro matrimonio —brindó con ellos antes de sentarse al lado de Thomas y sonreír—. Mañana mandaré un mensajero a los Brunson y les diré que vengan para la Epifanía.

Thomas dejó su copa. Lo más probable era que una instrucción así acabara con el mensajero muerto y con los Brunson dirigiéndose hacia Stirling para asaltarlo más que para celebrar algo.

—Eso sería un estorbo para vuestro primer Yuletide sin Angus —replicó él—. Es mejor esperar. Puedo casarme más tarde.

—¿Crees que eres más convincente que yo?

—Ese es uno de los motivos por los que propuse este matrimonio.

El rey asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Lo dejo en tus manos.

El rey se volvió hacia Sinclair, quien, bastante abatido, estaba sentado a su otro lado.

Había ganado tiempo y ya pensaría algo para salvarla, para salvarse los dos de esa unión.

—Le has dicho que no quieres que nuestra boda le estropee sus planes —le susurró Bessie—. Es mentira.

—No. Sencillamente, no es toda la verdad. Lo he halagado un poco para que piense en otra cosa y nos deje tranquilos para...

No terminó la frase.

—Tranquilos ¿para qué? ¿Tranquilos para fingir que estamos casados?

Ella quiso decirlo despiadadamente, pero, en cambio, avivó un fuego en el vientre de él y otro en los ojos de ella. Tranquilos para fingir... Sin embargo, el anhelo que se había adueñado de él no tenía nada de fingido y si se dejaba arrastrar por él, el compromiso se convertiría en un matrimonio legal. Iba a ser más difícil de lo que se había imaginado.

 

 

Después del festín, cuando empezaron los bailes, nadie fue a pedirle a ella que bailaran juntos. Él pasó por alto lo mucho que le gustó eso. También pasó por alto la tentación de sacarla a bailar. Sin embargo, el rey los había honrado con un sitio en su mesa y les había servido vino francés. Era fácil estar sentado al lado de ella mirando el salón y no mirándose el uno al otro. Dio un sorbo de vino, un vino que era mucho mejor que el que se sirvió en la boda de Johnnie y Cate. Un vino mejor para una boda peor.

Sin embargo, se estaba bien en el salón, el vino era abundante y, a medida que avanzaba la velada, ella empezó a sonreír mientras miraba a los bailarines. Él no podía dejar de mirarla. Estaba tan guapa con el vestido de color vino como cualquiera de las demás mujeres de la corte, pero seguía siendo completamente ella, la mujer que había crecido de la tierra y estaba firmemente apegada a ella. ¿Cómo podía pensar en separarla de eso?

 

 

Más tarde, cuando terminó el baile, los músicos entonaron una melodía más alegre y Thomas captó la añoranza en los ojos de ella cuando sonó un reel. Se levantó y le tendió una mano. Ella también se levantó, lo acompañó a la pista y extendió los brazos hacia él. Volvió a ser Bessie y esbozó una sonrisa, una sonrisa que él nunca había conseguido provocarle, cuando oyó la música de su tierra. Bailaron con ímpetu. Ya no era la simetría artificiosa de los bailes cortesanos, sino que se dejaban llevar por lo que brotaba de sus cuerpos, como harían en la cama. Dio un traspié al pensarlo. El plan era casarse con ella, no acostarse con ella. Ya estaba demasiado cerca de esa mujer, ya deseaba cosas que se había prohibido desear. Había esperado evitar la tentación de abrazarla, de ver su pelo flotando detrás de ella, de ver sus labios separados por una sonrisa. Cuando terminó el baile, estaba jadeante, sonriente y apoyada en él. Tenía sus pechos aplastados contra él y tuvo que apretar los dientes. La deseaba, deseaba algo más que sus labios, deseaba...

—Señor...

Se dio la vuelta para dirigirse al sirviente.

—Sí...

Bessie miró alrededor como si, de repente, se hubiese dado cuenta de la situación. Se colocó el pelo por encima de los hombros, se irguió y se alisó el vestido. Perfecto. Esa era la Bessie que conocía y a la que podía resistirse.

—Los acompañaré a su habitación.

—¿Habitación? —le pareció que esa palabra no tenía sentido—. ¿Qué habitación?

—La habitación donde dormirán esta noche, claro. El rey lo ha organizado especialmente.

Miró por encima del hombro de ese hombre y vio al rey sonriendo. Bessie, de repente, había dejado de sonreír.

 

 

Bessie contuvo el aliento mientras los acompañaban a la habitación. Era pequeña, pero estaba mucho más cerca de los aposentos del rey que la que había compartido con las Marys. Una de las paredes estaba cubierta por un tapiz lleno de hojas verdes, como si fuera un bosque. La cama era grande y estaba rodeada de cortinas bordadas para protegerla de las corrientes de aire. Vio su pequeño arcón, que algunos sirvientes habían llevado como por arte de magia. También vio una frasca de vino y unas copas al lado de la cama, como si fuese una boda verdadera.

La puerta se cerró. Ella, al lado de la cama, intentó no mirarlo mientras pasaba una mano por las flores bordadas.

—¿Quién habrá hecho esto?

—El rey tiene bordadoras.

Eran palabras vacías, para llenar el silencio, para ocupar el tiempo, para no tener que darse la vuelta y mirarlo, para...

—Bessie.

Tenía que darse la vuelta y mirarlo. Tenía que ser fuerte. Podía mirarlo a los ojos sin arrojarse en sus brazos. Eso fue lo que hizo porque si había creído que conocía a ese hombre, a su prometido, al verlo a la luz de la chimenea se convenció de que no sabía nada de él.

—Te dije que nada cambiaría y nada cambiará.

—Entonces, no...—ella miró la cama—...no intimaremos...

—No.

Ella soltó el aire, pero no supo si por desesperación o decepción. Fue de un lado a otro, pero no podía ocultase en ningún sitio, no podía escapar a su mirada. Miró la chimenea y recordó la primera noche, cuando lo ofendió al insinuar que quería acostarse con ella. Él había dicho que el cuerpo no mentía, que captaba sus dudas. ¿También oía sus deseos? Los ojos de él y su sonrisa escondían más cosas de las que revelaban. Sin embargo, cuando bailaron, se unieron de una manera que decía cosas que ninguna palabra podría decir. En ese momento, el calor que sentía por dentro no le llegaba de la chimenea. Era la llama de todo lo que siempre había pensado y nunca había hecho, de todos los deseos que había sofocado todas las mañanas mientras servía a los demás.

Él decía que era demasiado directa y le había enseñado a hablar con la sutileza que necesitaría en la corte, pero no sabía lo que subyacía en sus silencios, frases que empezaban por «yo quiero», preguntas que nunca se había atrevido a hacerse a sí misma. Siempre era lo que quería su familia. ¿Cuál era su deber? ¿Qué era necesario? Nunca se preguntaba qué quería ella. No se lo había preguntado porque temía la respuesta, porque en ese momento deseaba a Thomas Carwell. Él seguía inmóvil junto a la puerta mientras ella estaba pegada a la pared opuesta, lo más lejos que le permitía la habitación. Sus hermanos le habían encargado que la devolviera a salvo e intacta. Intacta refiriéndose a él, y a ese sitio. Fuera, la luna llena iluminaba la nieve.

—¿Qué dirías si yo dijera...? —empezó a preguntar ella.

Tragó saliva sin dejar de mirar las montañas. Oyó unos pasos y él apareció detrás de ella.

—Si dijeras, ¿qué?

Se dio la vuelta para mirarlo a los ojos y supo perfectamente lo que vio en ellos. Era un deseo tan fuerte como el que sentía ella.

—Si dijera que te deseo.