Veintiocho
Kolimá, 1945
Junto a otros centenares de prisioneros, me vi apiñada en un tren, dentro de unos vagones para ganado, parecidos a los que habían utilizado los alemanes para transportar a sus víctimas a Auschwitz. A nosotros también se nos negó la comida y el agua durante el mes que duró el viaje hacia el este; los que eran demasiado jóvenes o demasiado mayores no lograron sobrevivir. Arrojaban los cadáveres junto a las vías para que los animales acabasen con ellos.
Las mujeres de mi vagón eran prisioneras políticas, como yo. Durante el viaje me enteré de cuáles habían sido sus «crímenes». A una concertista de piano que había estudiado en París la habían condenado por «actividades contrarrevolucionarias», igual que a una mujer que trabajaba en una tienda de ropa y que había atendido a la esposa de un diplomático extranjero. Había un ama de casa condenada por agitación antisoviética por llamar a su cachorro Winston, en honor al primer ministro británico; coincidí también con una bailarina que había aceptado flores de un admirador estadounidense.
—¿Y tú qué has hecho? —me preguntó Agrafena, la mujer que estaba a mi lado. Tenía el pelo gris y unos ojos castaños e inteligentes, y antaño había sido profesora universitaria.
—Me hicieron prisionera de guerra en Polonia —respondí, acercándome a la verdad todo lo que me era posible tras haberme convertido en Zinaida Rusakova—. Me han condenado por terrorismo.
Negó con la cabeza.
—No, tu delito fue encontrarte en un país extranjero. Stalin tiene pánico a que los que han salido de la Unión Soviética difundan la verdad de que se vive mejor en Occidente, incluso en medio de la guerra.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿Qué delito has cometido?
—Contar un chiste sobre Stalin.
—¡Debía de ser malísimo! —exclamé.
Agrafena se encogió de hombros y sonrió con ironía.
—No, era bueno. Por un chiste malo me habrían caído cinco años; aquél me costó diez.
Para llegar hasta los distintos campos de Kolimá nos apelotonaron en la bodega del carguero que nos llevó al otro lado del mar de Ojotsk. Al cabo de cinco días, con el rostro verdoso del mareo y cubiertas de vómito propio y ajeno, llegamos al puerto de Magadán. Hacía tanto viento que teníamos que pelear con él para avanzar. Soplaba cargado de sal, que nos picaba en los ojos y en la piel, y dibujaba cintas de encaje blanco en los arbustos y las cercas. Una inmensa bandera con la cara de Stalin se agitaba con la brisa: «Gloria a Stalin, padre, maestro y mejor amigo de todo el pueblo soviético». Su visión casi destruyó los últimos jirones de voluntad que me quedaban. Reconocí en ella uno de los retratos que había pintado mi madre y entonces entendí por qué su trabajo la consumía de aquella manera: sin duda sabía que Stalin era el responsable de la muerte de papá.
Hicieron que nos arrodilláramos mientras los guardias nos contaban. Si se producía alguna fuga, arrestaban a los propios guardias, por lo que nos contaban y nos volvían a contar. Tardaban tanto que muchos prisioneros se desmayaban; a quienes padecían problemas intestinales, no les quedaba más remedio que hacérselo encima.
Después del recuento nos obligaron a desfilar en fila de a cinco por delante de dos guardias. Había perdido las botas en Lubianka, por lo que había tenido que confeccionarme unos zapatos con trapos: al marchar por la empinada cuesta que conducía a la ciudad, notaba todas las piedras y los guijarros.
La calle principal estaba flanqueada de más banderas:
GLORIA A STALIN, EL MAYOR GENIO DE LA HUMANIDAD
GLORIA A STALIN, EL MÁS GRAN LÍDER MILITAR
¡MÁS ORO PARA NUESTRO PAÍS,
MÁS ORO PARA NUESTRA GLORIA!
¡BIENVENIDO A KOLIMÁ!
—No se contentan con destruirnos —susurró Agrafena—. Encima esperan que les demos las gracias.
Cuando llegamos al campo, nos enviaron a una casa de baños y nos obligaron a desnudarnos delante de los guardias, que eran hombres. Nos dieron a cada una medio cubo de agua para lavarnos los cuerpos roñosos. Mientras tanto, se llevaron nuestras ropas para hervirlas y despiojarlas; luego las amontonaron, formando una pila húmeda en el suelo. La ropa interior y el vestido que me habían dado en Auschwitz eran mis únicas posesiones y quería conservarlas. Lo primero que encontré fue la combinación. La seda se había arrugado con el calor, pero al menos no se había rasgado. Luego comprobé, con alivio, que el vestido seguía de una pieza.
Una mano me agarró del brazo. Me di la vuelta y vi a una mujer en bragas y sujetador mirándome. Tenía los enormes pechos tatuados, al igual que los hombros y los brazos. Le colgaba un cigarrillo del labio. Me miró con una mueca de desdén que le hacía mostrar los dientes torcidos.
—Ese vestido es mío —me dijo con un marcado ceceo.
—Se confunde —le repliqué.
—Ahora es mío —gruñó mientras trataba de arrebatármelo.
Lo agarré con fuerza y arremetió contra mí.
—¡Basura política! —siseó.
Otras dos mujeres se habían unido al escarnio.
—¡Pila de mierda! —dijo una—. ¡Ya ni siquiera eres ciudadana soviética!
Las demás prisioneras retrocedieron al intuir que iba a haber pelea. Me daba igual quiénes fueran aquellas mujeres, no tenía intención de permitirles que se llevaran mi vestido. No sabía qué me esperaba, quizá me viera en la necesidad de cambiarlo por algo.
—Dáselo —susurró Agrafena a mi espalda—. No vale más que tu vida.
Una de las compañeras de la primera mujer le pasó un cristal roto, con el que intentó asestarme un tajo en la cara, como si tratase de sacarme un ojo. La esquivé. El resto de las mujeres de la casa de baños empezaron a gritar.
Los guardias, que habían estado charlando entre ellos, levantaron la vista.
—¡Calma! —gritó uno—. ¡O esta noche no cena nadie!
—Déjalo estar, Katia —le dijo a mi atacante otra mujer cubierta de tatuajes—. Ya le ajustarás las cuentas luego, que tengo hambre.
Katia me miró fijamente y luego se fue.
Agrafena me empujó hacia el muro y me ayudó a ponerme el vestido.
—Cuidado con ésa —me dijo—. Compartimos celda y la metieron en la cárcel por un crimen horrible.
—¿Cuál? —le pregunté.
—Atraía a niños de la calle con engaños y se los vendía a pederastas. A algunos de aquellos pobres inocentes los masacraron.
Me quedé horrorizada.
—¿A cuánto la condenaron?
—A tres años.
Miré a la mujer a la que habían detenido por ponerle Winston a su perro. Estaba hablando con una maquinista a la que habían condenado a Kolimá por llegar tarde al trabajo. Ambas sentencias habían sido de ocho años.
Stalin había puesto el mundo patas arriba.
Tras un periodo de cuarentena nos reconoció una médica de mediana edad con el pelo oscuro y la piel pálida. Me examinó la garganta, los oídos y los ojos, y me palpó la piel para valorar mi musculatura y mi grasa corporal. Me pellizcó las piernas y, tras leer mis papeles con atención, escribió algo en ellos. Recé para que me asignase a trabajar en una cocina o en un hospital, pero sabía que mi condena implicaba que me destinasen a una de las peores tareas.
Tras el examen médico se llevaron nuestras ropas y nos dieron vestidos, uniformes y zapatos con la suela hecha con cubiertas de neumático. Me di cuenta de lo inútil que había sido mi discusión con Katia por el vestido. Ya ni siquiera teníamos nombres, se dirigían a nosotras por los números que nos habían cosido a los uniformes.
Fue un alivio que a Katia y a su banda les asignaran otro barracón. Agrafena y yo no nos separamos, pero cualquier clase de alivio temporal que pudiera haber sentido desapareció al abrir la puerta de la edificación de madera y ver lo que teníamos ante nosotras. A lo largo de las paredes corrían dos pisos de camas hechas con planchas de madera; el centro de la sala estaba ocupado por más literas. La mayoría de ellas no tenía almohada ni colchón. Aunque el suelo no era más que tierra apisonada y olía a moho y sudor, fueron las cuatro prisioneras que se encontraban tendidas en sus literas las que nos causaron mayor impresión: sufrían una inflamación grotesca de las extremidades y tenían la piel cubierta de úlceras infectadas de pus. En Auschwitz, a las prisioneras como aquéllas las llamaban Muselmänner. Pronto me enteraría de que en Kolimá se las llamaba dojodiagi: muertas vivientes.
—¡Venga, dejad paso! —Una vieja desdentada entró en el barracón y organizó a las recién llegadas con el entusiasmo propio de la jefa de un campamento de verano. Aunque iba vestida con harapos, llevaba la cabeza envuelta en un pañuelo de colores.
—¡Tú, aquí! —me dijo, señalándome la litera superior del fondo del barracón. A Agrafena le asignaron el espacio contiguo al mío.
Aquella noche nos sirvieron una sopa hecha con hojas de repollo podridas, patatas y cabezas de arenque. El tosco pan negro que la acompañaba sabía como si estuviera poco hecho. No nos dieron cuencos ni cubiertos. Las prisioneras veteranas se habían traído los suyos, hechos con latas viejas o trozos de madera. Agrafena cambió una bufanda por dos juegos, y me dio uno a mí.
—No os separéis de ellos ni un momento —nos advirtió la mujer que estaba sentada a la mesa frente a nosotras—, porque os los robarán.
Cuando me acosté en mi litera aquella noche, pensé, mientras luchaba con los mosquitos, en las dojodiagi que tenía tan cerca y que infestaban el aire con su fétido aliento y su carne putrefacta. ¿Acabaría así yo también? Quizá sería mejor encontrar la forma de suicidarme ya, mientras tuviera fuerzas. Sin embargo, por la mañana recuperé la determinación de seguir viviendo. Con la taza de agua que me correspondía, me lavé los dientes, frotándolos con la manga del uniforme, y luego la cara y el cuello con el jabón de brea que habían distribuido durante la inspección sanitaria. Miré hacia arriba y vi que Slava, la mujer desdentada que estaba a cargo de nuestra cabaña, me sonreía.
—Es mejor que no uses todo el jabón de una vez —me dijo—. Pártelo por la mitad y cambia un trozo por algo que necesites.
—Gracias por el consejo —respondí. Quizá sobrevivir a una guerra y a un campo eran dos cosas muy distintas. Lo primero requería no ceder al miedo; lo segundo, no ceder a la desesperación—. ¿Qué más hay que saber?
Slava sonrió.
—De todo. —Se agachó para recoger una colilla—. ¿Ves? Esto lo ha tirado una prisionera nueva. Puedes recoger colillas como ésta por todo el campo y cambiar el tabaco. No importa que tengas que empezar de cero: si eres lista, puedes sacar algo de la nada.
Por su aspecto habría dicho que Slava había sido campesina en su vida anterior, pero su astucia me hizo pensar que quizá había sido ladrona.
—¿Por qué te detuvieron? —le pregunté.
Se acomodó la bufanda.
—Fui ama de llaves de una familia noble; después de la revolución, eso era razón suficiente. Me liberaron en 1932. Como no tenía adónde ir, me quedé aquí. Me pagan un pequeño salario y el trabajo no es difícil.
El desayuno consistió en la misma sopa tan poco apetecible de la noche anterior. De vuelta a los barracones noté la mirada de un hombre que estaba sentado en una cerca de madera. Tenía la nariz torcida, los ojos caídos y la barba desaliñada. Lucía unos bíceps del tamaño de sus muslos, y un torso descamisado cubierto de tatuajes. Su forma de mirarme me puso los pelos de punta. No volví a sentirme segura hasta la noche, cuando el guardia nos encerró a todas en los barracones y quedé rodeada de mujeres. Pronto descubriría que esa sensación de seguridad era falsa.
Me despertó el golpe de la puerta del barracón al abrirse de pronto. El haz de luz de una linterna recorrió la habitación. Levanté la cabeza y vi en el umbral unas caras que escrutaban el dormitorio con mirada lasciva. Al principio pensé que estaba soñando y entonces un grito atravesó el aire. Dos hombres sacaron a una mujer de su litera, arrastrándola por los pies, y se la llevaron. La luz desapareció y los gritos de la mujer se fueron atenuando. Oía los gruñidos de los hombres y me preguntaba qué estaría ocurriendo. ¿Sería una especie de interrogatorio? Me escabullí de la litera y me acerqué a una ventana.
—¡Vuelve a la cama! —me ordenó Slava con un susurro áspero—. ¿Quieres que te pase a ti lo mismo?
No le hice caso y continué hasta la ventana. Con la luz exterior de los barracones, vi que la estaban sujetando en el suelo entre varios hombres.
—¡La están violando! —grité—. ¡Llama al guardia!
Corrí hasta la puerta y había comenzado a aporrearla cuando algo me derribó y caí de espaldas. Sentí que una mano me tapaba la boca y el peso de varios cuerpos me sujetaban. Al principio pensé que aquellos hombres me habían cogido a mí también; entonces me di cuenta de que eran las demás prisioneras las que me retenían.
—¡El guardia está con ellos, puta idiota! —me espetó una—. ¡Y ahora cállate o te corto el cuello!
Se quedaron sentadas encima de mí hasta que cesaron los gruñidos y el jaleo, y hasta que los hombres se dispersaron. Agrafena se acercó y me ayudó a volver a mi litera.
Esperé a que se abriera la puerta y volviese la mujer que habían violado, pero no regresó, ni siquiera por la mañana, cuando sonó la sirena para que nos despertáramos. Me quedé mirando la litera vacía e intenté acordarme de quién era. Entonces recordé a una joven que había visto al llegar al campo y que ocupaba aquella litera; no parecía tener más de diecisiete años.
El horror me sacudió mientras marchábamos hacia los baños a la tenue luz de la mañana: la chica estaba tendida en un charco de sangre. Tenía la boca abierta en un grito silencioso y una mirada vacía en los ojos. Estaba muerta. Miré a mi alrededor para ver las reacciones de las demás mujeres, pero las únicas que parecían afectadas eran las recién llegadas. Las demás apartaron los ojos y pasaron junto al cadáver como si no estuviera. Cuando volvimos de los baños, ya se la habían llevado.
Durante el desayuno, el ambiente era sombrío, pero nadie mencionó a la chica. Aquella tarde, cuando regresamos a los barracones, nos volvió a encerrar el mismo guardia. Me pasé la noche en vela, temblando de miedo, pero no ocurrió nada.
—¿Se ha denunciado el asesinato a la administración? —le pregunté a Slava a la mañana siguiente—. ¿Van a castigar a aquellos hombres?
Me miró fijamente y suspiró.
—Aquí hay que aprender a vivir y dejar vivir. Algunos de los hombres son bestias; lo que ha pasado ya había ocurrido antes, y volverá a ocurrir. No puedes salvar a nadie más que a ti misma. Eres joven y guapa…, más te vale buscarte un marido en el campo.
—¿Qué?
—Uno de los hombres —me explicó—. Elige uno y ofrécete a él. Pero que no sea de los políticos, sólo conseguirías que fuesen a por ti; elige a uno de los delincuentes comunes. Los demás no te tocarán si saben que le perteneces. Nikita estaría bien, vi que te miraba el otro día, después del desayuno.
No podía creer lo que estaba oyendo. ¿El único modo de protegerme era convertirme en la ramera de algún individuo de aspecto terrible como aquel hombre de los tatuajes?
Volví a ver a Nikita cuando pasé por delante del taller de reparaciones de regreso al barracón. Estaba jugando a las cartas con otros presos. Parecía que para los delincuentes comunes el campo no era más que un cambio de ubicación: hacían lo que querían e iban a donde querían.
—¡Eh, Rasputín! —le dijo uno de aquellos hombres a Nikita, dándole un codazo—. Ahí va tu novia.
Nikita volvió a clavarme aquella mirada intensa y comprendí por qué los delincuentes comunes lo llamaban Rasputín: tenía cierto aire con el monje funesto de la zarina Alexandra.
Una cuadrilla de mujeres pasó marchando de camino a los campos. Me quedé mirando sus rostros arrugados y sus cabezas afeitadas. No había nada femenino en ellas: el hambre y el trabajo duro les habían arrebatado los pechos y las caderas. Los hombres no les prestaron atención cuando pasaron a su lado. Se me ocurrió una idea y eché a correr hacia la barbería del campo.
—¿Puedo ayudarla? —me preguntó el barbero.
Me quité el pañuelo y me solté el pelo. A muchas de las mujeres con las que había compartido transporte a Kolimá les habían rapado toda la cabeza, como a las de Auschwitz, pero yo me las había arreglado para evitarlo, y había conseguido que no se me llenase de nudos peinándolo con los dedos a diario.
—¡Ah, ya! —me dijo, acercándome un taburete para que me sentara y cogiendo unas tijeras—. ¡Qué pena! Pero será mejor…, no te molestarán tanto los piojos.
Cerré los ojos y no volví a abrirlos hasta que el último mechón cayó al suelo, a mis pies.
Me asignaron a una cuadrilla maderera. El primer día nos reunimos con las luces del alba junto a las puertas del campo, donde nuestro brigadier, un antiguo ladrón de trenes con la boca llena de dientes de oro, pasó lista. Me vine abajo al ver que Katia formaba parte del grupo. Llevaba el vestido por el que nos habíamos peleado en la casa de baños y se pavoneaba de su victoria.
—¡Hay que ver lo que has cambiado en sólo unos días! —me dijo, mirándome la cabeza afeitada.
Me pregunté cómo se las iba a apañar para trabajar con aquel vestido y los zapatos de cuero rojo con los que lo había combinado.
A nuestras espaldas se formó otra cuadrilla maderera; para mi desconcierto, Nikita formaba parte de ella. No pareció reconocerme, lo cual fue un alivio. Un acordeonista y un guitarrista, ambos prisioneros, tocaban mientras recogíamos nuestras sierras, hachas, palas y sacos. «El trabajo es honorable, glorioso, valiente y heroico», cantaban.
Como portábamos herramientas que podían utilizarse como armas, los guardias estaban armados y alerta. Nos apuntaban todo el tiempo con sus fusiles al marchar más allá de las puertas.
El jefe de los guardias gritó:
—¡Vista al frente y no rompáis las filas! Un paso a izquierda o derecha se considerará un intento de huida y dispararemos sin avisar.
Marchamos cinco kilómetros hasta el lugar de trabajo, donde nos dividieron en parejas. A mí me pusieron con otra mujer mucho más alta que yo. Por suerte, ella sabía derribar los árboles, cómo cortar los lados para que el tronco cayese en una zona despejada. Trabajábamos a buen ritmo para cumplir con nuestro cupo. Nuestras raciones de pan dependían de que alcanzásemos aquella cuota. Tuve suerte de que me emparejasen con alguien fuerte, aunque me obligase a trabajar duro para seguirle el ritmo. Hablábamos lo mínimo posible, incluso durante el descanso para comer y el camino de regreso al campo: no podíamos permitirnos desperdiciar ni un ápice de energía.
Aunque trabajar en los bosques era mejor que la mina, no me gustaba la cuadrilla maderera; me dolía tener que cortar aquellos árboles majestuosos. Me dolía cada vez que atacábamos los troncos con las sierras y las hachas. Pero los árboles se vengaban. Un día, mi compañera y yo calculamos mal la caída de un cedro y una rama enorme la golpeó y le aplastó el cráneo. Fue una forma horrible de morir y, sin embargo, yo sólo podía pensar en mi ración de pan. ¿Qué me iba a pasar a mí? Cuando recuperé la cordura, me quedé horrorizada ante mi propia frialdad.
Los demás prisioneros no mostraron tantos remilgos: se apresuraron a despojar a mi camarada caída de los zapatos, los pantalones y la ropa interior antes de que el brigadier tuviera tiempo siguiera de informar de su muerte.
Todos los demás estaban asignados, así que la única persona que quedaba para emparejarme era Katia y no daba golpe. Al día siguiente se afanó proporcionando placer a nuestro brigadier y a uno de los guardias entre los arbustos en cuanto llegamos al lugar de trabajo. Le dijo al brigadier que yo era capaz de cumplir su cupo, además del mío, pero hasta él se daba cuenta de que aquello era imposible. En lugar de eso, me asignaron un cupo reducido. A partir de entonces sólo tuve que cortar algún árbol de vez en cuando, pero la mayor parte del tiempo lo pasaba serrando ramas de los árboles derribados o apilando la madera para su transporte.
A medida que nos íbamos acostumbrando a la rutina nos acompañaban cada vez menos guardias; en ocasiones, no venía ninguno. El brigadier mantenía la cuadrilla a raya y, por otra parte ¿adónde iba a escapar un prisionero en medio de aquella naturaleza salvaje? Me sentí a salvo con aquel acuerdo hasta que un día en que me costó alcanzar mi cupo regresé al campo más tarde que el resto. Fue entonces cuando mi camino se cruzó con el de Nikita. De cerca parecía tan feroz como de lejos, pero no era tan feo como me había parecido al principio. La barba engañaba y me di cuenta de que incluso era posible que tuviésemos la misma edad. Miró hacia mí, tratando de verme bien a la luz del crepúsculo, y me reconoció. Eché a andar en otra dirección, pero me agarró por el brazo.
—Espera —me dijo—, quiero hablar contigo.
Su voz me sorprendió. Era ruda, pero no la de un ignorante. A juzgar por su aspecto, lo máximo que había esperado de él era un gruñido.
—Quiero hablar contigo —repitió—. Ahora no, porque tengo que volver. En otro momento.
Me quedé de piedra. No me esperaba precisamente una educada petición para hablar conmigo. Nikita asintió con la cabeza como si hubiéramos firmado un acuerdo formal, me soltó el brazo y se marchó hacia el campo a buen paso.
Aunque parecía que el corte de pelo me había puesto a salvo de las atenciones no deseadas, mantenía la guardia alta. Los delincuentes también atacaban a las ancianas y a los hombres, e incluso se violaban entre sí. Pero allí en el Ártico había una amenaza mayor para nuestra supervivencia: el invierno.
—¡Venga! ¿Qué temperatura hace? —preguntábamos con insistencia al prisionero encargado de comprobar el termómetro.
Eran las cuatro de la madrugada y estábamos reunidos en el patio nevado, esperando que empezase el recuento. Dábamos saltos y nos golpeábamos los brazos y las piernas. La ropa que nos habían dado no era apta para aquel clima. El frío helado me atravesaba la chaqueta acolchada y no tenía ninguna bufanda con qué protegerme la cabeza. Me frotaba la cara y las orejas para que no se me congelasen. Aquella misma semana, una mujer de mi barracón había perdido la nariz; se le había quedado en la mano. No se me iba la imagen de la cabeza y me aterraba que me pudiera ocurrir lo mismo.
—Estamos sólo a cuarenta bajo cero —informó el prisionero.
Soltamos un quejido colectivo. El trabajo no se cancelaba si el termómetro no descendía de los cuarenta y cinco grados centígrados.
Se hizo el recuento y echamos a andar hacia el lugar de trabajo. Resbalé en la nieve y me levanté enseguida, no por miedo a los guardias, sino porque no quería congelarme. En aquel momento, las auténticas amenazas eran el frío y el hambre. La comida que nos daban no era alimento suficiente para mantenernos, y no era raro que la sopa que nos echaban en los cuencos a mediodía se congelase antes de que nos diese tiempo a comérnosla.
Una noche, Agrafena estaba mascando un trozo de pan cuando hizo un gesto de dolor y se llevó la mano a la boca. La retiró manchada de sangre. Nos miramos. Las hemorragias bucales eran el primer síntoma del escorbuto. A lo largo de las siguientes semanas se fue deteriorando ante mis ojos. Se le abría la piel en ampollas y sufría de diarrea constante.
—Tienes que ir al hospital —le dije.
Agrafena trabajaba en la lavandería del campo. Sólo nos veíamos por las noches, porque los que trabajaban en el campo no tenían que levantarse tan temprano como las cuadrillas madereras. A la mañana siguiente la ayudé a levantarse a la misma hora que yo y la llevé al hospital. Sólo se permitía el ingreso de dos pacientes al día, por lo que era muy importante ser las primeras en llegar. Pero cuando volví por la noche me encontré a Agrafena tendida en su litera.
—Me dijeron que no estaba suficientemente enferma para que me excusasen del trabajo —me explicó—. No tengo fiebre.
Tenía la cara pálida y llagas supurantes en el cuello. ¿A qué estado tenía que llegar para que le dieran raciones contra el escorbuto? Necesitaba suplementos de vitaminas o, por lo menos, zanahorias y nabos. Si no la ayudaba, Agrafena moriría. Mientras trabajaba en el bosque buscaba bayas o setas que llevarle, pero todo estaba cubierto por una gruesa capa de nieve. Entonces, una tarde que regresaba al campo, vi a Nikita avanzando entre la nieve por delante de mí. Apuré el paso para alcanzarlo.
—Nikita.
Se dio la vuelta y me fulminó con una mirada salvaje. Di un paso atrás, asustada.
—¿Qué? —me gruñó, sin dar muestras de recordar nuestra anterior conversación.
—¿No querías hablar conmigo?
—¿Qué es lo que quieres?
En el mundo de Nikita no cabía la charla insustancial. Fui derecha al grano.
—¿Sabes cómo puedo conseguir algún suplemento? Tengo una amiga con escorbuto y no la aceptan en el hospital. Dicen que no está tan mal.
Los labios de Nikita formaron una especie de sonrisa desagradable. Había sido una estupidez acercarme a un hombre tan peligroso estando sola en el bosque.
—Sí que puedo conseguirte esos suplementos —me dijo—. Todos los que trabajan en el hospital me deben algo.
Una parte de mí respiró aliviada, pero también era consciente de lo que él esperaría a cambio. Cuando llegué al campo, la idea de negociar con mi cuerpo me parecía inconcebible, pero la desesperación lo cambia todo. Me quedé mirándolo, sin saber muy bien cómo proceder.
—Tengo la sífilis —me dijo.
Estaba aterrada. Me había condenado a muerte a mí misma para salvar a Agrafena.
—No espero nada de ti —continuó—. Sólo quiero saber a qué te dedicabas antes de la guerra.
Me sorprendió aquella petición.
—¿Por qué?
—En mi barracón hacemos apuestas sobre lo que hacían los prisioneros políticos antes de que los detuvieran; luego sobornamos a un guardia para que nos confirme quién tiene la razón. Tengo fama de no equivocarme nunca.
Los dedos de los pies se me estaban durmiendo de frío, pero tenía que escuchar lo que me dijese. Supongo que a los delincuentes se les tiene que dar bien calar a las personas para poder timarlas.
—Según tu expediente eras estudiante de Medicina —prosiguió—, pero eso no hay quien se lo trague. Así que, o lo cambiaste tú, o lo cambió el Gobierno. ¿Quién fue?
Se me congeló el aliento en la garganta.
—¿Tú qué crees?
Nikita sonrió. Era la primera vez que le veía los dientes: todos eran de oro, salvo los dos de delante.
—Desde luego no estudiabas Medicina. Si hubieras sido estudiante, mirarías las cosas como la gente corta de vista, por la costumbre de estar pegada a los libros y los apuntes. Pero caminas de un modo pausado y como oteando el horizonte. Diría que eras piloto.
No podía creérmelo. O Nikita era un genio calando a la gente, o se trataba de un truco y ya se había enterado de quién era yo por otro medio.
—No puedo decírtelo —contesté—. Me costaría la vida.
Asintió.
—No hace falta. Ya veo que tenía razón. Venga, déjame que te lleve al campo, te estás poniendo azul.
Se inclinó para ayudarme a trepar a su espalda. Tenía el torso tan ancho que casi no podía rodearlo con las piernas. Cuando llegamos al campo, pasó por delante de los guardias conmigo a cuestas y no le dijeron nada.
Me bajó y volvió a sonreírme.
—Dile a todo el mundo que estás conmigo. Así los demás hombres te dejarán tranquila.
El trayecto montada a caballito me trajo recuerdos de mi hermano, Alexánder.
—Sería una delincuente pésima —le dije—. No te había calado en absoluto.
Varias noches después, estando a la cola de la sopa, una de las delincuentes comunes me pasó discretamente una botella de polvos.
—De parte de Nikita —me dijo.
Busqué a Agrafena, pero no estaba en el comedor. Terminé la cena enseguida y volví a nuestro barracón. La encontré en su litera, respirando con gran dificultad. Mezclé los polvos que me había enviado Nikita con un poco de agua y le acerqué la mezcla a los labios agrietados.
—Para mí ya es tarde —dijo negando con la cabeza—. Tómatelo tú, sálvate.
La abracé para darle calor, pero le hacía daño, así que la cubrí con unos retales de arpillera que tenía en mi cama a modo de segunda manta. Los ojos de Agrafena se iban apagando; no duraría hasta la mañana. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se había convertido aquella brillante profesora universitaria en una de las dojodiagi? Ya sabía la respuesta, pero lo que nunca entendería era el porqué.
Agrafena se volvió para mirarme.
—¿Quieres que te lo cuente? —me preguntó.
—¿El qué?
—El chiste de Stalin.
Me acurruqué más cerca de ella.
—Vale. —Ella sonrió.
—Stalin se está muriendo y no está seguro de si quiere ir al Cielo o al Infierno. Le ofrecen una visita guiada a ambos, y en el Cielo ve a la gente tocando el arpa y cantando, mientras que en el Infierno ve que la gente está cantando, bebiendo y bailando, así que se decide por el Infierno. Cuando muere, lo llevan a través de un laberinto hasta una gran sala en la que están quemando a la gente en la hoguera y metiéndola en calderos hirviendo. Dos secuaces del demonio lo agarran y lo arrastran a unas brasas incandescentes. «¡Pero en la visita guiada me enseñaron a un montón de gente pasándoselo en grande!», protesta Stalin. «Aquello —le responde el demonio— no era más que propaganda».
Agrafena murió con las primeras horas del día. Su uniforme y su ropa interior estaban tan sucios y desarrapados que ni las delincuentes comunes más desesperadas querrían robárselos, pero sus mitones me los había legado a mí. Estaban en mejor estado que los míos, pero no quise usarlos; los guardaba dentro de mi colchón como una especie de recuerdo.
En el círculo polar el invierno dura nueve meses. Con el paso del tiempo, empecé a no ser capaz de alcanzar mi cupo y la ración reducida de comida iba mermando mis fuerzas. Nuestra cuadrilla perdió tres prisioneros en una semana: dos de ellos cayeron muertos en el bosque; el tercero se dirigió hacia la zona prohibida del campo, pese a las advertencias de los guardias, y le pegaron un tiro. No quedaban prisioneros con fuerzas suficientes para sustituir a los que habíamos perdido, y el comandante del campo acusó al brigadier de sabotaje por no cuidar de su equipo. A partir de ese momento, se estableció un cupo grupal para toda la cuadrilla, incluidos el brigadier y Katia.
El brigadier me odiaba y me pegaba con frecuencia.
—¡Trabaja, zorra haragana, o lo pagaremos todos!
Un día estaba serrando las ramas de un árbol, temblando intensamente por el viento helado, y se me escurrió la sierra de la mano. Intenté recogerla, pero no fui capaz de doblarme. Los músculos de las piernas se quedaron rígidos y los brazos y los hombros se me agarrotaron. La mano se había transformado en una garra y los dedos no me respondieron al intentar estirarlos. La respiración me resonaba con eco en mi cabeza. Me sentía como un reloj que se está quedando sin cuerda. «Me voy a morir congelada», pensé.
Luché con todas mis fuerzas y volví a intentar alcanzar la sierra, sin conseguirlo. Traté de pedir ayuda, pero me había quedado sin voz. El agotamiento me superó y caí boca arriba en la nieve. Al principio estaba aterrorizada: no podía morir; Valentín y mamá me estaban esperando. Pero luego me invadió una sensación de paz y acepté mi destino. Había hecho todo lo posible por sobrevivir, pero Kolimá había ganado, tal como había dicho el mayor que me había interrogado. Los últimos vestigios de calor abandonaban mi cuerpo y me sentía como si estuviese a punto de alejarme flotando de allí.
—¡Arriba, puta!
Algo afilado me golpeó en el costado, pero no sentí dolor alguno. La cara colorada del brigadier apareció junto a la mía, gritando.
—¡Arriba, puta haragana, arriba!
Me levantó por el abrigo, me zarandeó y me abofeteó la cara, pero, en cuanto me soltó, volví a caerme en la nieve.
Miré a los árboles. «Lo siento —les dije—. Sois tan hermosos. No tenía derecho a mataros».
Oí la risa de Katia y olí el vodka en su aliento cuando se inclinó para mirarme.
—A ver cuánto tardas en morir. Que no sea mucho, mierdecilla.
Iba bien arropada, con un abrigo de piel de ciervo y botas altas, inmune al frío que me estaba matando.
—Vamos a quitarle la ropa —le dijo al brigadier—, así morirá antes.
—¡No! —exclamó él—. Ya he perdido a demasiados prisioneros por culpa del frío. Haremos que parezca que se le cayó un árbol encima.
Aunque la falta de comida y la ropa inadecuada no eran responsabilidad suya, sí se esperaba que se diese cuenta si uno de los prisioneros a su cargo se estaba muriendo por congelación.
Por el rabillo del ojo vi que el brigadier se movía no muy lejos de mí. Entonces echó a correr hacia donde yo estaba, dio un salto y aterrizó con ambos pies en mi pecho. Se me paró el corazón un instante y el dolor me recorrió todo el cuerpo. Por dentro me retorcía de dolor, pero era incapaz de moverme.
El brigadier retrocedió, dispuesto a volver a saltar sobre mi pecho. Cerré los ojos, preguntándome por qué no podía dejarme morir en paz, pero entonces oí gritos y golpes. De pronto, mi cuerpo se elevó sobre la nieve: alguien me había cogido en brazos, pero ¿quién? Intenté abrir los ojos, pero no pude.