Quince
Moscú, 2000
La primera vez que Lily oyó hablar de Natalia Azarova fue a través del artículo de The Moscow Times que revelaba que habían encontrado el caza en el que viajaba. Pero una mirada a la cara de asombro de Oksana cuando Babushka reveló su identidad bastó para que Lily se diera cuenta de que Natalia Azarova era todo un personaje para el pueblo ruso, incluso para la gente nacida después de la guerra.
—¿Era usted la mecánica de Natalia Azarova? —preguntó Oksana a Svetlana—. ¿Sabe qué le ocurrió?
Svetlana miró a Oksana con cautela y asintió.
—Pero la gente lleva años especulando sobre su desaparición —dijo Oksana, que puso la mano en el brazo de Svetlana—. ¿Por qué no contó lo que sabía?
Una mirada de desconfianza ensombreció la expresión de Svetlana, que se apartó de Oksana. Ésta suspiró y la miró con unos ojos sabios y compasivos.
—Si no confesó —dijo con un tono tranquilizador—, debía de tener sus motivos. Pero si le supone una carga y quiere compartirlo, le prometemos que nada de lo que diga saldrá de esta habitación.
El sonido de la televisión volvió a apagarse. El silencio era como de plomo, mientras Lily y Oksana esperaban a que la anciana respondiera.
Svetlana cerró los ojos con fuerza, como si algo le causara dolor. Pero cuando volvió a abrirlos, parecía haber recobrado las fuerzas. Ya no estaba pálida ni parecía enferma; recordaba más a la mujer decidida que Lily había conocido en la plaza Pushkin.
—Natasha y yo éramos amigas de la escuela, pero nos separaron cuando a su padre lo arrestaron por ser un enemigo del pueblo. —Miró a Oksana y después a Lily—. Pero quizá Natasha debería ser recordada por quién era verdaderamente —dijo.
Lily intuyó que estaba a punto de ocurrir algo importante y apagó el televisor. Recogió la taza y el platillo rotos, y los llevó a la cocina mientras Oksana ayudaba a Svetlana a sentarse en una silla. Lily trajo más tazas.
—Os diré lo que le pasó, pero, para que lo entendáis, tengo que contar esta historia desde el principio —dijo Svetlana—. Tenéis que saber quién era Natasha… y qué significaba para mí.
Lily y Oksana asintieron. La anciana se mantuvo en silencio durante lo que pareció una eternidad, antes de comenzar su relato.
—Yo era alumna del Instituto de Aviación de Moscú cuando Alemania atacó a la Unión Soviética en junio de 1941. Llegué a clase a la mañana siguiente del blitzkrieg y encontré a los estudiantes corriendo por los pasillos y hablándose unos a otros a gritos. Los que tenían radios de onda corta aseguraban que Minsk, Odesa, Kiev y otras ciudades de la frontera occidental habían sido bombardeadas. Pero no se había producido ningún anuncio por parte de Stalin, así que era imposible creer tales informaciones. «¡Vladimir, no puede ser cierto!, —oí a un estudiante decirle a otro—. Tu francés es muy malo. Habrás entendido mal. El camarada Stalin hizo un pacto con Alemania». «No estoy preocupado, —intervino otro estudiante—. La Unión Soviética tiene las fuerzas aéreas más grandes del mundo y más tanques que todos los demás países juntos. Si los alemanes nos han atacado, lo lamentarán».
»Pero Vladimir insistía. “Os lo digo, las poderosas fuerzas aéreas soviéticas han sido destruidas en un ataque relámpago contra los aeródromos. Los pilotos no tuvieron tiempo de camuflar los aviones. Cayeron como fichas de dominó”.
»Los que no habíamos oído las retransmisiones extranjeras no sabíamos qué pensar. Horas después, los profesores nos pidieron que nos juntáramos en torno a las radios de las salas de conferencias. Molotov, el ministro de Asuntos Exteriores, iba a hacer un anuncio importante: “Hoy, a primera hora de la mañana, sin manifestar queja alguna a la Unión Soviética y sin declaración de guerra, las fuerzas armadas alemanas han atacado a nuestro país…”. “¡Así que es cierto!”, exclamé. “No te preocupes —dijo Nadezhda, uno de los líderes del Komsomol—, el pueblo alemán es civilizado. El bruto es Hitler. Estoy seguro de que si les explicamos a los soldados alemanes que están siendo explotados por el fascismo no querrán enfrentarse a nosotros. Somos todos camaradas, hermanos y hermanas”.
»Otro estudiante, Afonasi dijo: “Civilizados o no, con la tecnología no será una guerra larga de desgaste. Se decidirá todo en cuestión de días”. Miré a Afonasi y A Nadezhda. Quería creerlos, pero cierta angustia me decía que aquella catástrofe no sería civilizada ni corta.
»Moscú se transformó ante mis ojos. Sólo unos días antes había ido al cine con unos amigos a ver a Valentina Serova en Una chica con carácter, y luego tomamos un helado en una cafetería. Mi madre había estado preparando las maletas para las vacaciones en la dacha, que pensábamos empezar en cuanto terminara mis exámenes. Ahora todo era incierto. Los hombres en edades comprendidas entre los veintitrés y los treinta y seis años fueron movilizados. Policías y guardias de seguridad patrullaban las calles y se reforzaron los edificios y las estatuas con sacos de arena. Se formaban colas, incluso más largas de lo habitual, delante de las tiendas, que pronto se quedaban sin azúcar, sal, cerillas y queroseno. Se hizo un llamamiento a los artistas para que pintaran las calles de manera que parecieran tejados, y se construyeron fábricas de aviones y munición falsas con tela y madera mientras se trasladaban las verdaderas al este.
»Sin embargo, para los moscovitas, la guerra pareció algo lejano hasta que empezaron a llegarnos desde la frontera occidental las noticias de las atrocidades que estaban cometiéndose: enfermeras tiroteadas mientras atendían a soldados heridos; prisioneros de guerra arrestados sin intención alguna de alimentarlos; y aldeas destrozadas hasta los cimientos con los habitantes encerrados en los edificios. Junto a otros estudiantes del instituto, me ofrecí para la defensa civil. Nos enteramos de que el ejército alemán estaba avanzando por la misma ruta que habían seguido Napoleón y sus tropas cuando invadieron Moscú. La batalla contra Napoleón había sido bautizada como Guerra Patriótica; y ahora, este nuevo conflicto se dio a conocer como la Gran Guerra Patria. Viajamos en trolebuses y después a pie hasta las afueras de la ciudad para cavar trincheras antitanques, hombro con hombro con ancianos, mujeres y niños. “No somos los refinados británicos ni los delicados franceses —dijo Vladimir—. ¡Somos rusos y derramaremos hasta la última gota de sangre luchando por nuestra tierra!”. “Por supuesto —dijo María, otra compañera—. Hitler considera a los eslavos una raza inferior a la que puede tratar como le plazca. ¡Nosotros, que hemos creado parte de la mejor pintura, música y literatura del mundo! ¡Éste es el país de Chaikovski, Pushkin y Tolstói, y nos considera infrahumanos!”.
»Todos coincidimos efusivamente. Estábamos indignados por la traición de los alemanes al atacarnos, y, en secreto, avergonzados por no haber estado mejor preparados.
»Nuestro grupo de voluntarios llevaba varias horas cavando cuando oímos el rumor de unos aviones que se acercaban. Se oyó la llamada: “¡Alemanes!”. No teníamos dónde escondernos, excepto las zanjas que habíamos cavado, y nada con que protegernos, excepto las palas, con las cuales nos cubrimos la cabeza. A mi alrededor, las balas tachonaban el suelo como si fueran granizo. Me latía el corazón con fuerza. Oímos a los aviones alejarse en la distancia, pero permanecimos en las zanjas hasta que estuvimos seguros de que no iban a volver. Miré a los otros estudiantes, consciente de que debía parecer tan asustada como ellos.
»Nuestro pequeño grupo salió ileso, pero habían muerto un hombre y una mujer ancianos, y varios niños resultaron heridos. Nadezhda rompió a llorar: “¿Por qué nos han atacado? ¡No somos soldados!”.
»En el trayecto de vuelta en el trolebús estábamos tristes. Uno de los voluntarios nos contó que Marina Raskova, la famosa piloto, estaba formando regimientos de mujeres y había solicitado voluntarias. “Soy piloto de un club aeronáutico, pero no quiero estar en los servicios auxiliares —protestó María—. Yo quiero ir al frente y luchar con esos cabrones cara a cara”. “Esto no son los servicios auxiliares —dijo el voluntario—. Son regimientos que irán al frente. El camarada Stalin ha dado permiso a Raskova para que forme unidades integradas sólo por mujeres. No sólo están buscando pilotos, sino también mecánicos, cocineras y personal de oficina”.
»Recordé el cartel de Marina Raskova que Natasha había colgado en la pared de su cuarto. ¿Habría aprendido a pilotar tal como quería? ¿O se lo habían prohibido todo? No había visto a Natasha desde aquel aciago día en el Arbat, después de que su padre fuera detenido y mi madre me prohibiera hablar con ella. Mis padres me trasladaron a otra escuela. Lloré sobre mi almohada noches enteras. La gente nos llamaba “las gemelas”. Separarme de mi amiga e imaginármela sufriendo se me hacía insoportable. “Voy a ofrecerme voluntaria para ese regimiento —anuncié—. ¿Dónde hay que alistarse?”.
»Marina Raskova estaba entrevistando a voluntarias en la Academia de Ingeniería de las Fuerzas Aéreas en Zhukovski. Nadezhda, como representante del Komsomol en el instituto, me escribió una recomendación. Poco después recibí un telegrama en el que me citaban para una entrevista y me aconsejaban que preparara una bolsa con todo lo necesario. Si me elegían para uno de los regimientos aéreos, iniciaría la formación de inmediato.
»Le dije a mi madre que me quedaría en casa de Nadezhda para trabajar en un proyecto de grupo. De lo contrario, no me habría dejado ir. Cuando era más joven, mi madre y yo estábamos unidas, pero ella había cambiado. Por aquel entonces le preocupaba más su estatus en la sociedad que su propia familia, y apenas le contaba nada. Pero era mi madre y parte de mí seguía queriéndola.
»Cuando salí de casa, estaba colgando unas cortinas opacas con la sirvienta. “Es una lástima que por culpa de los alemanes tengamos que quitar unas cortinas tan bonitas y colgar este espanto”, exclamó. “Adiós, mamá. Me voy”, le dije. Pero no me oyó.
»En la academia reinaba el ambiente alborotado propio de una escuela para chicas en día de reclutamiento. Había pilotos de las fuerzas aéreas uniformados, pilotos de líneas comerciales con sus trajes y estudiantes de los clubes aeronáuticos Osoaviajim con sus cascos. Algunas mujeres que nunca habían pisado un aeródromo, así como campeonas de hockey y gimnasia, trabajadoras de fábricas y secretarias, también respondieron a la llamada. Reconocí a Raisa Beliaeva, que era una famosa piloto acrobática.
»Algunas candidatas recorrían los pasillos con la barbilla alta y las manos a la espalda, mientras que otras sostenían nerviosas sus guantes de piloto. Entre ellas, sentada en una silla y leyendo un ejemplar de Guerra y paz, de Tolstói, estaba Natasha. Parecía distinta de la última vez que la vi. Tenía una cara más severa y un aire serio. En los viejos tiempos, habría estado hablando con las demás chicas, en lugar de aislarse de la multitud con un libro. Pero todavía le gustaba destacar. Llevaba un vestido con falda plisada y chaqueta ajustada, así como una bufanda de lunares al cuello. Su cabello rizado, más rubio de lo que recordaba, estaba cubierto por una boina de color carmesí.
»Levantó la mirada, como si notara que alguien estaba observándola, y volví a mezclarme con el grupo. Me daba vergüenza no haber estado a su lado tras la detención de su padre. No podía soportar la idea de que un reencuentro después de tantos años se fuera al traste por una mirada de desprecio en su hermoso rostro.
»Marina Raskova y su comité entrevistaban a las aspirantes individualmente. La mayoría de las mujeres querían ser pilotos, en concreto pilotos de caza, y se decepcionaban si les asignaban el papel de navegante. Para todo el mundo, los pilotos tenían tanto glamour como las estrellas de cine. Las mujeres que obtenían preferencia para ejercer de piloto eran las aviadoras profesionales. Sólo se tenía en cuenta a las estudiantes de los clubes aeronáuticos si aportaban una recomendación de excepcionalidad de sus instructores.
»Oí que llamaban a Natasha y la vi levantarse para entrar en la sala de entrevistas. Esperaba que su sueño de convertirse en piloto se hiciera realidad. Tardó una hora en salir. “¿Qué puesto te han dado?”, le preguntaron las otras chicas con insistencia. Natasha esquivó el interrogatorio, pero, como no se rendían, dijo: “Me han elegido para la formación de pilotos, seguramente en el regimiento de cazas”. Las chicas la miraron con admiración. En ese momento se me ocurrió una idea.
»¿No sería maravilloso que a Natasha y a mí nos destinaran al mismo regimiento? Pero a las mujeres de las universidades y de los institutos las entrenaban para pilotar bombarderos. Los pilotos de cazas volaban en solitario y se encargaban ellos mismos de la navegación. Y el papel de mecánico recaía en las chicas de las fábricas. “Svetlana Petrovna Novikova”, dijo una voz.
»Entré en la sala de entrevistas. Aunque había otras dos mujeres allí, fue Marina Raskova la que me llamó la atención. Era incluso más hermosa de lo que parecía en las fotografías del periódico, con sus ojos claros y brillantes, con el pelo peinado con una raya en medio impoluta y recogido en un moño. “Antes de que empecemos —dijo con expresión incómoda—, debe entender que no estamos seleccionando mujeres para un campamento de verano. Estamos seleccionando mujeres para que luchen por nuestro país. Mujeres que pueden quedar mutiladas o morir”.
»Marina hablaba con contención, pero transmitía confianza. No era de extrañar que la admiraran. Me dio la sensación de que también le preocupaba nuestro bienestar. “Entiendo”, le dije. “¡Bien! Porque sus cualificaciones son excelentes y es la primera candidata a la que hemos entrevistado que no ha empezado insistiendo en ser piloto de caza”.
»La mujer que estaba junto a Marina, la comisaria del batallón, dijo: “Necesitamos navegantes para los regimientos de bombarderos”. Si quería que me destinaran al mismo regimiento que Natasha, debía pensar con rapidez. “Bueno, yo esperaba ser mecánica”, dije. La comisaria levantó la barbilla. Marina Raskova me miraba con curiosidad. “Me da miedo volar”, les dije. Marina se mordió el labio como si intentara contener la risa. “¿Es consciente de que ha presentado solicitud para un regimiento del aire? —preguntó la comisaria—. Cuando el regimiento se traslada de un aeródromo a otro, los mecánicos y armeros viajan en aviones de transporte”. Le respondí: “No habrá problema con los traslados. Pero cada día, varias veces al día en un avión…, me marearía”.
»Las mujeres intercambiaron unas miradas. Sabía que les habían impresionado mis calificaciones y no querían perderme. “¿Tiene algo que ver con Natalia Azarova?”, preguntó Marina.
»La mención a Natasha me cogió por sorpresa. “Ya me figuraba —dijo—. Natasha se pasó media entrevista alabándola a usted y a su capacidad para arreglar cosas. Necesitamos navegantes, pero los buenos mecánicos también valen su peso en oro, sobre todo en los regimientos de cazas de combate, donde los tiempos de despegue son vitales”.
»Así que Natasha me había visto. Aquella noche, cuando nos asignaron habitaciones, encontré a Natasha escribiendo una carta a su madre. Levantó la cabeza y, lejos de dedicarme la mirada de desdén que me esperaba, se levantó y me abrazó. “Me alegro mucho de volver a verte. ¡Me he enterado de que te han elegido como mecánica!”, me dijo. Así que Natasha deseaba estar conmigo tanto como yo con ella.
»Nos reconciliamos después de todos esos años sin recriminaciones. Igual que yo no la había olvidado, ella nunca había dejado de pensar en mí. Teníamos que ponernos al día en muchas cosas y queríamos hablar más, pero el representante político ordenó apagar las luces y me indicó que me fuera a mi habitación.
»Al día siguiente, nos entregaron los uniformes. Los pilotos militares, como Marina Raskova y sus jefes del Estado Mayor, ya disponían de elegantes uniformes, pero, como la decisión de crear regimientos del aire para mujeres se tomó en el último minuto, no se habían realizado disposiciones especiales para nosotras. Nos llevaron a una sala y nos entregaron uniformes de hombre. Se oyeron risotadas mientras nos poníamos unos pantalones que nos llegaban por encima de los senos y unas chaquetas cuyas mangas nos colgaban por debajo de las rodillas. ¡Incluso nos dieron ropa interior de hombre! Una chica desfiló con unos calzoncillos largos mientras el resto nos revolcábamos de risa en el suelo. Sin embargo, lo peor eran las botas gigantes. Nos metimos papel de periódico en la punta, pero sólo podíamos arrastrar los pies. “¿Cómo vamos a desfilar?”, me susurró Natasha.
»Aquella noche nos sentamos en nuestras habitaciones con tijeras, agujas y alfileres, haciendo cuanto podíamos por adecuar nuestros uniformes. Muchas chicas intentaban adaptar los pantalones cortando las perneras, pero acababan con el tiro cerca de las rodillas. Natasha, que era buena cosiendo, enseñó a las otras chicas a remendar los pantalones para que les quedaran a medida, pero no pudimos hacer gran cosa antes de que apagaran las luces.
»La noche siguiente, las elegidas nos dirigimos a la estación para coger un tren que nos conduciría a un aeródromo del este. El andén estaba abarrotado de gente que abandonaba Moscú a medida que iban acercándose los alemanes. Debieron de desesperarse al vernos. Avanzábamos con los abrigos colgando como si fueran vestidos de noche poco manejables. Carecíamos de disciplina militar y parloteábamos como colegialas que van de pícnic.
»El viaje a Engels nos llevó nueve días. Nos sentamos en los gélidos vagones según el puesto que ocupáramos en el regimiento: pilotos, navegantes, mecánicas y personal auxiliar. El tren tuvo que esperar varias veces en los apartaderos para permitir que pasaran los cargamentos de soldados que iban camino del oeste. Siempre que nos dejaban estirar las piernas, Natasha y yo nos encontrábamos. A veces leíamos juntas Guerra y paz; a veces nos acurrucábamos bajo el tenue sol otoñal. Natasha escribía cartas a su madre, pero me di cuenta de que algunas eran para un hombre llamado Román que, según dijo, estaba combatiendo en el frente. No sabía si era su novio, pero no me atrevía a preguntar. ¿Sería aquél el cambio que había notado en Natasha? ¿Había conocido el amor físico? Hasta que nos vimos atrapadas durante horas en una estación no tuve oportunidad de preguntarle por Alexánder. Se le llenaron los ojos de lágrimas al contarme que había muerto en un incendio en el túnel. “¡Ojalá hubiera podido estar allí contigo!”, dije.
»Natasha me cogió las manos: “A partir de ahora siempre lo estaremos. ¡Siempre!”.
»Llegamos a Engels por la noche. Todo estaba oscuro en la ciudad, por un apagón. Incluso el río Volga era invisible. El aire frío nos cortaba la cara y nos recordaba que el invierno estaba al caer. El fornido coronel Bagaev, comandante de guarnición de la base aérea, nos enseñó nuestros aposentos. “Dormid bien —dijo Marina—, porque mañana empezáis una nueva vida… y será muy exigente. Debéis estudiar mucho y perseverar, porque el examen no será en una gran aula, sino en el campo de batalla”.
»Estábamos agotadas y nos preparamos para acostarnos en cuanto Marina se fue. Nos quitamos los uniformes y aparecieron entonces camisones y calcetines. Algunas mujeres se cepillaron el pelo unas a otras, y se ayudaron a hacerse trenzas. Una chica sacó una muñeca de la mochila y la dejó a los pies de la cama; otra empezó a trabajar en un tapiz hasta que apagaran las luces. Natasha se recogió el pelo en bucles y se aplicó crema en la cara y las manos. De repente, comprendí la magnitud de lo que estábamos a punto de hacer. Éramos unas niñas. La mayoría no habíamos cumplido todavía veinte años. Muchas era la primera vez que nos alejábamos de nuestra familia e íbamos a enfrentarnos a la poderosa Luftwaffe alemana.
»Ahora estábamos en el ejército. Cuando, al día siguiente, llegó la orden de que nos cortáramos el pelo a una medida de cinco centímetros, nos horrorizó. “Podéis ir al barbero o hacerlo vosotras mismas —nos indicó el coronel Bagaev—. Pero esta tarde quiero veros desfilar con el pelo corto y las botas lustradas”.
»Natasha llevaba el cabello a la altura del hombro, pero el resto todavía lucíamos nuestras trencitas, que nos cogíamos con horquillas en lo alto de la cabeza. “¿Por qué no podemos llevar trenzas?”, preguntó una chica, que tenía un hermoso cabello color miel. Pero pronto aprendimos que una orden de las Fuerzas Aéreas era una orden y que teníamos que obedecer. Algunas chicas guardaron las trenzas para enviárselas a sus madres.
»A mí me cortó el pelo Natasha. Quedó muy rasurado a la altura de la nuca y dejó mechones más largos alrededor de las orejas y la coronilla. “Échatelos para atrás —dijo, y me mojó el pelo y peinó los mechones hacia abajo—. Póntelos hacia delante cuando no estés de servicio, para no parecer un chico”. ¡Aunque no le gustaba dejarme el pelo tan corto, había conseguido que estuviera atractiva!
»Era obvio que Natasha se enorgullecía de su cabello ondulado. Cuando me llegó el turno de cortárselo, sostuvo el espejo en una mano y me dio instrucciones sobre cada mechón que tocaba. En lugar de cinco centímetros, decidió dejárselo a diez y se puso rulos. “Cuando se rice, serán cinco centímetros en total”, dijo.
»Las otras chicas, que ya se habían cortado el pelo, la miraban con envidia. “¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?”, preguntó una de ellas.
»No tenía ni idea de cuánto tardaba el pelo rizado en afianzarse. Tan sólo esperaba que Natasha no pretendiera salir a desfilar con rulos. No lo hizo. Pero sí llevaba lápiz de labios y perfume. Marina se dio cuenta, pero no dijo nada. Tal vez sabía que Natasha, al igual que ella, era una persona que prestaba atención al detalle.
»La enseñanza en Engels era un curso de tres años condensado en seis meses. Los pilotos se pasaban catorce horas al día en formación de combate, además de estudiando teoría. Los mecánicos trabajaban igualmente duro. Aprendimos a reparar, mantener y repostar aviones en las gélidas condiciones invernales que nos deparaba la llanura del aeródromo, situada en una zona azotada por el viento. Algunos componentes estaban alojados en cavidades estrechas, así que teníamos que quitarnos las chaquetas acolchadas para llegar hasta ellos y trabajar en camisa o mono. Se nos entumecían los brazos y les dábamos palmadas para recobrar la circulación. A veces, los tornillos estaban congelados y nos quemaban los dedos. A fin de prepararnos para la batalla, Marina hacía sonar la alarma en mitad de la noche y teníamos que saltar de la cama y reunirnos en el exterior. La primera vez que sucedió, Natasha no tuvo tiempo de quitarse los rulos. Marina la hizo desfilar por todo el aeródromo con un viento cortante. El castigo no la disuadió de seguir rizándose el pelo; para peinarse aprendió a utilizar horquillas en lugar de rulos, ya que podía escondérselas debajo de la gorra si la llamaban de improviso.
»La mayoría de los monitores varones eran buenos con nosotras, pero uno de los instructores de vuelo, el teniente Gashimov, trataba a nuestras pilotos con animosidad. No creía que debiera formarse a mujeres para que combatieran en el frente. Cuando se enteró de que Marina había aprovechado su influencia en el Kremlin para conseguir Yak-1 para el regimiento de cazas de combate y los últimos bombarderos Pe-2, montó en cólera: “¡Hay pilotos varones experimentados esperando aviones y estamos dando aparatos nuevos a un puñado de mujeres que darán la vuelta a la que vean al primer alemán!”.
»Cuando las estudiantes trasladaron a Marina la queja de que el teniente Gashimov las despreciaba, les dijo: “Cuando estaba en la academia militar, algunos hombres levantaban la voz o se negaban a dirigirse a mí de acuerdo con mi rango superior. Aprendí que confiar en mí misma en lugar de quejarme me confería un poder interior que les resultaba desconcertante. Los bombarderos que he conseguido para el regimiento requieren tres personas para su manejo: el piloto, el navegante y un artillero. También necesitaremos más mecánicos. No hay tiempo para entrenar a más mujeres para ese puesto, así que tendréis que acostumbraros a dar órdenes a los hombres. Y si no les gusta, pues mala suerte”.
»El Yak-1 era un monoplaza y, en comparación con los biplanos que habían utilizado las mujeres durante la formación, era muy rápido. Marina supervisaba a las candidatas que estaba considerando como pilotos de caza, incluida Natasha. En la primera sesión no se permitía a nadie realizar más que un despegue y un aterrizaje. Cuando lo dominaban, podían sobrevolar el aeródromo en círculos. Cuando el teniente Gashimov vio que las pilotos no se amedrentaban por la velocidad del Yak, se volvió todavía más hostil hacia ellas. Aunque Marina había prohibido a los hombres del aeródromo utilizar lenguaje ofensivo delante de nosotras, Gashimov soltaba palabrotas y ponía todo su empeño en hacerlas llorar. Incluso llegó a llamar a Natasha “zorra pintarrajeada”. En lugar de molestarse, Natasha, con su estilo despreocupado, le demostró que su insulto le parecía gracioso, cosa que le irritó aún más.
»Cuando las mujeres comenzaron la formación de combate en el Yak, el teniente Gashimov fue duro con ellas desde el primer día y no les dio la menor oportunidad de practicar sus maniobras. Las seguía de cerca y no cedía hasta que se veían obligadas a hacer el signo de cortar la garganta con el dedo índice y aterrizar. Hacía cuanto estaba en su mano por desmoralizarlas. “Voy a darle una lección”, me dijo Natasha.
»La habilidad de Natasha para maniobrar un avión era algo excepcional. Podía pilotar un aparato exactamente en las mismas condiciones que otro piloto, pero poseía los reflejos de un gato. Cuando un gato no quiere que lo cojan, se retuerce en todas direcciones para zafarse, y eso era lo que Natasha sabía hacer con el Yak. En una sesión de entrenamiento, cuando el teniente Gashimov intentó acosarla para que aterrizara, se elevó y realizó un giro invertido para situarse detrás de él. ¡Menuda sorpresa se llevó el teniente! Lo probó todo para quitarse a Natasha de la cola, pero iba pegada a él y lo obligó a tomar tierra.
»Cuando ambos hubieron aterrizado, la emprendió con ella: “¿Qué demonios crees que estabas haciendo ahí arriba? ¡Si no sabes cumplir una orden, las Fuerzas Aéreas no son para ti!”.
»Marina, que había presenciado todo el episodio, salió a la pista. “¡Ha hecho exactamente lo que querríamos que hiciera en un combate aéreo!”, le dijo al teniente a modo de reprimenda. Sin embargo, no había forma de calmarlo. No sólo Marina había visto el ejercicio, sino todos los hombres de la base: “¡Una cosa es que pilote un avión, pero no tiene ni idea de disparar! ¡Esto es una guerra, no un circo!”, gritó antes de marcharse como un vendaval.
»Ciertamente, si bien Natasha era una piloto nata, sus habilidades para el disparo eran inferiores a la media. No tenía sentido ser piloto de caza y realizar todas las maniobras acrobáticas si eras incapaz de derribar al enemigo. Los pilotos practicaban apuntando a un blanco móvil, pero Natasha a menudo erraba por mucho. “Detesto cuando le toca a Natasha disparar —dijo la piloto del avión que llevaba el blanco móvil—. ¡Me da miedo de que falle y me alcance a mí!”.
»Se acercaba el día en que Marina y los jefes del Estado Mayor tendrían que elegir a las pilotos para el regimiento de cazas de combate y estaba convencida de que Natasha practicaba mientras dormía. Un día, después de otra desastrosa práctica de tiro, al coronel Bagaev se le ocurrió una idea. Cogió un cojín del hangar y lo colocó encima del asiento del piloto. “Inténtalo otra vez —le dijo a Natasha—. Eres tan pequeña que creo que no estás sentada a suficiente altura para apuntar como es debido”.
»Natasha alcanzó los objetivos a la perfección. A partir de entonces, siempre volaba sentada encima de un cojín.
»El teniente Gashimov no era el único que nos lo hacía pasar mal. Las mujeres de los altos mandos destinados en Engels se quejaron de que Natasha, con su aspecto coqueto, distraía a sus maridos. Cuando el coronel Bagaev trasladó a Marina la queja, se puso furiosa: “La camarada Azarova va a poner en peligro su vida por proteger a esas mujeres. ¡Que se callen o vayan ellas al frente!”.
»Cuando las otras chicas se enteraron de lo que habían dicho las esposas sobre Natasha, varias formaron una delegación y pidieron a Marina que exigiera una disculpa. “Nadie trabaja más que Natasha. Mientras todas estamos acostadas, ella sigue estudiando”, dijeron.
»A Natasha no le importaba lo más mínimo lo que pensaran de ella las esposas de los altos mandos, pero, cuando se enteró de la existencia de la delegación y de la defensa que habían hecho de ella, se conmovió. Dejó de aislarse con sus libros y cartas, y empezó a relacionarse más con las chicas. A veces nos entretenía tocando el piano y cantando. Tenía una voz preciosa. Fue entonces cuando me di cuenta de lo mucho que la había perjudicado el verse marginada por ser hija de un enemigo del pueblo. Había dejado de confiar en la gente. “Sveta, tienes que prometerme que nunca le contarás a nadie que papá fue acusado de saboteador —me dijo un día—. Un amigo mintió por mí para que pudiera entrar en el Komsomol. Como era miembro, el club aeronáutico no investigó mis antecedentes, ya que dieron por supuesto que ya los habían comprobado exhaustivamente. No figura en mi documentación. Si alguien se entera, me detendrán”. “Por supuesto, Natashka. Nunca haría nada que te perjudicara”, le aseguré. “Lo sé”. Cuando la vi marcharse, me invadió la tristeza. Yo también guardaba un oscuro secreto.
»Llegado el momento de las selecciones, nuestro grupo quedó dividido en tres regimientos. Ver el nombre de Natasha en el tablón de anuncios, como piloto de caza en el 586.º regimiento, me llenó de alegría. No venía de una familia militar de prestigio ni de una escuela aeronáutica de élite, y, sin embargo, le habían otorgado el puesto que todo el mundo anhelaba. Me hizo muy feliz comprobar que yo figuraba como su mecánica.
»Y así, nuestros tres regimientos partieron hacia el frente: el 586.º regimiento de cazas con los sofisticados aviones Yak-1 de fabricación soviética; el 587.º regimiento de bombardeos diurnos con sus modernos Pe-2; y el 588.º regimiento de bombardeos nocturnos con biplanos Po-2. Me daba lástima el 588.º regimiento con sus anticuados aviones de madera: los Po-2 eran lentos, tenían la cabina abierta y ardían con facilidad. Pero era el regimiento de bombardeos nocturnos el que recibiría más alabanzas y despertaría más miedos. Atacaban por la noche, volaban a escasa altura y apagaban los motores para sobrevolar silenciosamente sobre el enemigo antes de arrojar sus bombas. A los alemanes les aterrorizaban aquellos atacantes nocturnos y quedaron asombrados al descubrir que esos sigilosos asesinos eran mujeres. Las llamaban las Nachthexen: las “Brujas de la Noche”.
Svetlana hizo una pausa y miró la mesa, sumida en sus pensamientos. Lily y Oksana estaban inclinadas hacia delante; no querían que la historia terminara. Pero estaba claro que Svetlana no podía contar todo aquello de una sentada. Tendrían que ser pacientes y no presionarla.
—La ayudaremos a acostarse —dijo Oksana, que dio un suave apretón a Svetlana en el brazo—. De pequeña leí sobre Natalia Azarova y mis padres me llevaron a visitar el pequeño museo del Arbat que regentaba la maestra de escuela. Pero, para mí, la ha devuelto a la vida. Me ha hecho ver que era de carne y hueso, que era una persona normal.
Svetlana esbozó una leve sonrisa.
—Sí, hubo un tiempo en que Natasha fue una persona real —dijo.