Catorce
Moscú, 1939
La prueba para el Conservatorio de Moscú salió de maravilla. Canté el Aria de la carta, de Eugenio Oneguin, que era larga y compleja, y algunas canciones rusas clásicas. Pero después me llamaron a la oficina del administrador para que me personara ante un hostil tribunal de examinadores.
—¿Por qué nos ha hecho perder el tiempo? —preguntó el examinador principal, que lanzó la carta de recomendación de Bronislava Ivanovna encima de la mesa—. Su padre era un enemigo del pueblo —dijo—. No hay sitio aquí para los hijos de la escoria.
Quise responder que el mismísimo camarada Stalin había dicho que el hijo no tiene que pagar los pecados del padre, pero, puesto que papá era inocente, me limité a levantarme y me marché.
Era humillante que yo, que amaba tanto a la Unión Soviética, fuera tratada con desconfianza y desprecio. El tiempo que había pasado desde la muerte de mi padre me había cambiado. Ya no era la chica frívola de cuando tenía quince años. La única manera de volver a entrar en la sociedad era convertirme en la ciudadana más brillante de todos.
Solicité trabajo en la planta siderúrgica y en la fábrica de porcelana para mejorar mis credenciales proletarias, pero en ambos lugares me rechazaron. Sin embargo, me negaba a rendirme. Me enteré de que la fábrica de aviones de Moscú estaba contratando trabajadores. En esta ocasión, cuando rellené la solicitud y llegué a la sección que preguntaba a los aspirantes si alguno de sus parientes había sido detenido por delitos contra el Estado, dejé el espacio en blanco. Para mi sorpresa, me dieron un puesto como operaria de la máquina remachadora.
—Aquí viene la guapa de la fábrica —dijo una mañana Román, el capataz, cuando llevaba una semana trabajando allí—. Nunca he visto a nadie tan atractivo con el mono puesto.
Román era un veinteañero de cabello y cejas rubios. Tenía incluso vello rubio en el pecho y los brazos. Me había dado cuenta de que les gustaba a varias chicas de la fábrica. Sonreí con coquetería y dije:
—Gracias, Román.
Puede que me hubiera vuelto una persona seria, pero, para mí, el aspecto era más importante que nunca. No eran la vanidad infantil o un deseo de emular a Valentina Serova lo que me hacía prestar más atención a mi atuendo. Era un mecanismo de defensa. Con el pelo decolorado, la cara empolvada y los labios pintados de rojo, podía esconderme detrás de una poderosa máscara de feminidad. Pravda había dicho que la mujer soviética perfecta no sólo era fuerte física y mentalmente, sino también femenina y atractiva. Si ésa era la soviética ideal, estaba decidida a convertirme en ella.
—¡Zorra! —farfulló Liuba, que montaba motores, cuando pasé junto a ella.
¿Pensaba Liuba que su pelo grasiento y su piel deslucida la convertían en una buena comunista? Puede que Lenin hubiera estado de acuerdo, pero Stalin no. Había decretado una norma según la cual los buenos ciudadanos debían prestar atención a su aspecto e higiene personales.
Mi madre y mi hermano también se negaron a dejarse aplastar por la pérdida de estatus. Alexánder trabajaba de yesero y solador en las nuevas estaciones de metro que estaban construyendo. Salía cada mañana a las cuatro con el mono y las botas. Mi madre consiguió un puesto en el Comité de Artistas de la Ciudad de Moscú. El comité creaba retratos de los líderes soviéticos, que se colgaban en fábricas y oficinas, y que también empleaban como pancartas para los desfiles. Cuando Stalin le dijo al líder del comité que le gustaban los retratos que pintaba mi madre de él —siempre le infundía una expresión benevolente y un aura divina—, mamá se convirtió en una especialista en imágenes del líder. No lo veía más que como una oportunidad, pero yo estaba convencida de que Stalin sabía que la artista era mi madre. Como era demasiado tarde para salvar a mi padre, exigir que fuera ella quien pintara sus retratos era su manera de ayudarnos. Cuando se lo dije a mamá, cambió rápidamente de tema. Era demasiado humilde para creer que estaba recibiendo una atención especial. Pero recordaba el afecto con el que Stalin trató a papá en la recepción celebrada en el palacio del Kremlin y sabía que era cierto.
Gracias a nuestros ingresos, Zoya podía seguir haciendo cola para conseguir comida y otros productos.
Lo que me dolía era no poder volar. Mientras remachaba el interior de las alas de los aviones, pensaba en quiénes los pilotarían. El año anterior, mis heroínas, Marina Raskova, Polina Osipenko y Valentina Grizodubova, habían batido otro récord de larga distancia cuando volaron desde Moscú hasta Komsomolks, en el este. Stalin las había nombrado heroínas de la Unión Soviética. Eran las primeras que lo conseguían. Cómo anhelaba aquel reconocimiento. Me imaginaba a Stalin prendiéndome la medalla y a mí diciéndole que todavía conservaba los zapatos de baile y el broche de zafiro que me había regalado.
Mi decepción fue enorme cuando, una mañana, vi un libro asomando de la bolsa de Román al llegar al trabajo.
—¿Qué es eso? —pregunté.
Román me dedicó su habitual sonrisa resplandeciente.
—Es un manual de instrucciones para saltos en paracaídas. La fábrica tiene un club de aviación afiliado. Deberías apuntarte.
Se me cayó el alma a los pies.
—No puedo.
—¿Por qué no? —preguntó Román—. A mí me pareces apta.
Para unirme a un club asociado a la fábrica, sobre todo de tipo paramilitar, tenía que ser miembro del Komsomol, la división juvenil del Partido Comunista. No era obligatorio, pero quien se tomara en serio el convertirse en un buen ciudadano soviético y prosperar, se hacía miembro. Como hija de un enemigo del pueblo, la única manera de conseguirlo era denunciar públicamente a mi padre. En una ocasión, mamá me había dicho que debía condenar a mi padre para disfrutar de las ventajas de pertenecer al Komsomol. «Natashka —dijo entre lágrimas—, papá lo habría entendido. Él ya no está, pero tú tienes que sobrevivir. No, no sólo sobrevivir; debes prosperar. El hecho de que lo critiques con tus palabras no significa que reniegues de él con tu corazón». Pero, por más fuerte que fuera mi deseo de triunfar, era incapaz de traicionar a mi padre.
—No tendrás miedo ¿no, Natasha? —bromeó Román.
No podía contarle por qué no podía unirme: había mentido —o, al menos, omitido información— sobre mi padre en la solicitud de trabajo.
—Sí, me dan miedo las alturas —repuse.
—¡Mentira! —Román acercó su cara a la mía—. Ya sé por qué no puedes unirte. No quieres denunciar a un familiar. ¿No es así?
¿Cómo lo había intuido? El corazón me latía a toda velocidad. Estaba en apuros. Me arrepentía de haber preguntado por el manual.
—¡Olvídalo! —dije con la esperanza de terminar la conversación y volver al trabajo.
—Puedes unirte al Komsomol, Natasha, y no tienes que denunciar a nadie. Te lo prometo.
Lo miré con desconfianza.
—¿Cómo es posible?
Román sonrió.
—Porque soy el presidente del Komsomol. Me aseguraré de que eso no ocurra.
Román cumplió su palabra. Cuando me uní al Komsomol de la fábrica, no me hicieron ninguna pregunta sobre mi pasado. Por el contrario, me alabaron por mi trabajo. Hice mi juramento de fidelidad a la Unión Soviética con verdadero sentimiento; cuando me entregaron el carné y vi que no había más requisitos, sonreí a Román.
—Ahora saltaremos juntos en paracaídas —dijo, dándome una palmada en la espalda.
Me entusiasmaba más la idea de volar que la de saltar de un avión. A los que formábamos parte del club aeronáutico de la fábrica se nos exigía que aprendiéramos a doblar un paracaídas y que observáramos varios saltos de paracaidistas experimentados antes de poder participar.
Cuando por fin nos llegó el turno de subirnos a un avión, Román me dio un leve codazo y señaló con la cabeza a Liuba, que estaba lívida.
—Ahora no es tan dura, ¿eh? —susurró.
Por la atención que me prestaba Román resultaba obvio que estaba coqueteando. Era un hombre divertido y honesto, y me caía bien, pero no le quería. Si fuera una de esas mujeres que podían pensar en el matrimonio de forma interesada, habría sido una buena elección para mí. Sus orígenes proletarios habrían mejorado mi estatus. Pero, si bien había aprendido a pensar interesadamente en muchas cosas, el amor no era una de ellas. Si iba a casarme con Román, necesitaba sentir pasión, no sólo afecto.
El avión rebotó y se balanceó por la pista antes de despegar. Aunque se interponía la cabeza de Román, estar en el aire y rodeada del cielo azul me llenaba de alegría.
Los hangares del club aeronáutico se fueron haciendo cada vez más pequeños, hasta que el avión se ladeó y el instructor anunció que había llegado el momento de la verdad. Román fue el primero y gritó a pleno pulmón cuando saltó al vacío. Yo fui la siguiente.
Me precipité en caída libre y conté hasta tres, tal como nos habían enseñado, antes de tirar de la anilla. Durante unos segundos aterradores no ocurrió nada, pero entonces se abrió el paracaídas y se llenó de aire. El viento empujándome y la imagen de los campos que se extendían más abajo me llenaron de paz. No fui consciente de lo rápido que caía, incluso con el paracaídas abierto, hasta que me acerqué al suelo. El campo pareció elevarse de repente. Flexioné las rodillas para evitar lesiones, pero el aterrizaje fue torpe: me fallaron las extremidades y el paracaídas me arrastró hasta que pude recuperar el equilibrio. No fue un final elegante para el salto, pero estaba convencida de que llegaría a dominarlo.
Los otros paracaidistas salpicaban el cielo y los saludé antes de volver a fijar mi atención en el avión. El piloto volaba en círculos, preparándose para regresar a la pista. El resto del grupo tal vez se contentaba con saltar en paracaídas, pero la experiencia de estar en el aire había vuelto a alimentar mi deseo de volar. En un acto de osadía, remití una solicitud al club para formarme como piloto. Román redactó una recomendación e incluí mi partida de nacimiento y mis certificados académicos. Luego tuve que pasar un examen médico, que tan sólo consistió en sacar la lengua y someterme a una prueba de audición y otra de visión. Me declararon apta para el entrenamiento. El siguiente paso era personarme ante el comité de credenciales, que estaba integrado por altos mandos de las Fuerzas Aéreas soviéticas. Me pidieron que determinara la latitud y la longitud de varias ciudades sobre un mapa. Luego me hicieron un examen de geografía y me formularon preguntas extraídas del libro de teoría de vuelo. Respondí a todo con confianza.
—Trae recomendaciones excelentes de la fábrica de aviación —dijo un alto mando a los demás—. Es bueno contar con pilotos que saben cómo está hecho su avión.
La entrevista prosiguió sin incidentes hasta que uno de los altos mandos me preguntó por mi familia. ¿Quién era mi padre y a qué se dedicaba? Entonces volvieron los recuerdos del desprecio manifestado por la junta de examinadores del conservatorio. Noté que me temblaba el labio e intenté desviar la atención hacia mi madre y mi hermano, que se dedicaban a tareas patrióticas. «Si vas a contar una mentira, tienes que aferrarte a ella hasta el final», solía decir papá. ¿Adónde me llevaría aquella falsedad? Una cosa era engañar a un encargado de una fábrica o incluso al Komsomol, y otra bien distinta mentir al Ejército. Para mi alivio, uno de los oficiales tuvo que atender una llamada telefónica, momento en el que se interrumpió la entrevista. A su regreso, el tema de mi familia pareció caer en el olvido.
—¿Cuándo puede empezar la formación, camarada Azarova? —preguntó el alto mando que lideraba el comité.
—Ahora mismo —repuse.
Cerró mi carpeta y me sonrió.
—Entonces puede empezar el sábado que viene.
«Ya está. Mi sueño por fin se convierte en realidad», pensé.
Los que queríamos ser pilotos nos entrenábamos con biplanos U2, que se empleaban a un tiempo como aviones fumigadores y militares. Durante la formación práctica, nos sentábamos detrás; el instructor iba delante, hablando con nosotros a través de un micrófono. Mientras el instructor manejaba los controles, el estudiante imitaba sus maniobras tocando ligeramente unos mandos idénticos situados en la parte posterior. Disfrutaba de cada uno de los momentos que pasaba en el aire. Nunca tuve miedo de estrellarme; en cambio, me aterraba que alguien investigara mi historial exhaustivamente y me expulsaran del club aeronáutico.
Sin embargo, los meses de teoría y viendo al instructor virar, descender y ascender transcurrieron sin incidentes. Sin apenas darme cuenta, ya llevaba el mono, el casco y las gafas del Osoaviajim para emprender mi primer vuelo en solitario.
Los estudiantes se alinearon en el aeródromo y observaron mientras ataban un saco de arena donde solía sentarse el instructor, para equilibrar el avión. Entonces el instructor gritó: «¡Azarova, al avión!».
Me sorprendió que me eligiera la primera, pero avancé sin titubear y entré en la cabina.
—Ahora hazlo todo exactamente como lo has estado haciendo conmigo —indicó el instructor.
El mecánico empujó la hélice para poner en marcha los cilindros.
—Arranca el motor —me dijo el instructor.
El mecánico volteó con fuerza la pala y se apartó cuando la hélice empezó a girar y el motor cobró vida. Entonces quitó las calzas de las ruedas y dirigí el avión hacia la pista. Todos los instrumentos parecían repiquetear y vibrar más fuerte que cuando pilotaba con el instructor.
Me dieron la señal de despegue: cuando el avión se elevó y el suelo fue alejándose, mi visión del cielo era despejada. En aquel momento, la tristeza de los dos últimos años se disipó y noté la alegre presencia de mi padre. Habría estado orgulloso de mí. Nivelé el aparato y me impregné de la belleza de los campos, las granjas y los ríos; luego realicé el patrón en cuadro que exigía el examen y demostré mis giros. Después aterricé con suavidad y volví al hangar.
El instructor se dirigió hacia mí y sostuvo el ala, corriendo junto al avión.
—¡Bien hecho, camarada Azarova! —dijo—. Para usted, volar es tan natural como caminar.
El comentario se grabó a fuego en mi cabeza. Estaba convencida de que ahora lo sabía todo sobre el arte de volar. Pero pronto descubriría que no era así.
—Natasha, ¿por qué no me hablas nunca de tus progresos como piloto? —me preguntó un día Alexánder al llegar a casa del club aeronáutico.
—Bueno, sólo pilotamos fumigadores muy lentos —le dije—. Es divertido, poco más.
—¿Pilotar es divertido y poco más? —exclamó Alexánder—. ¡Te fascina desde que eras niña!
Me senté a su lado y me miré las manos. Había evitado hablar con él de mis progresos porque no quería molestarlo. Antes de que detuvieran a papá era cadete de élite en las Fuerzas Aéreas. Había un club aeronáutico afiliado al metro de Moscú, pero mi hermano no tuvo a alguien como Román que lo ayudara a unirse a él sin que tuviera que denunciar a nuestro padre.
Alexánder intuyó el motivo de mis titubeos.
—Por favor, no te preocupes por mí, Natashka —dijo—. Me gusta trabajar en el metro. Estoy construyendo unos palacios magníficos debajo de la ciudad que todo el mundo puede disfrutar.
Le di un empujoncito afectuoso. Era cierto que Alexánder nunca se quejaba cuando iba al trabajo, aunque le dolían los brazos y las piernas después de jornadas laborales interminables. Cuando se inauguró la estación de Mayakovskaya, nos llevó a mamá, a Zoya y a mí con el orgullo de un artista que muestra su mejor exposición. La estación era, en efecto, «un palacio», con sus elegantes columnas y arcos. Rezumaba tal belleza etérea y era tan espaciosa que costaba creer que nos halláramos bajo tierra.
—Alexánder Deineka es el autor de los mosaicos —nos dijo mi hermano, señalando al techo—. Muestran veinticuatro horas en el cielo soviético.
Me maravillaron las imágenes de aviones y paracaidistas, pero no podía olvidar que habían construido la estación a una profundidad sin precedentes para que pudiera emplearse como refugio antibombas si estallaba la guerra.
—Me alegro de que seas feliz construyendo tus palacios, Sasha —dije mientras me levantaba del sofá—. Hace un día precioso. Vamos a dar un paseo.
Frente a nuestro edificio, entrelacé el brazo con el de mi hermano y admiré su hermosa cara. Nunca me había parecido más tranquilo, cosa que atribuí a su satisfacción por crear algo eterno con sus manos. Con el tiempo, me pregunté si, en realidad, obedecía a que intuía lo que estaba a punto de ocurrir y a que ya se había resignado a ello.
Aquella noche, mamá y yo decidimos ir al cine a ver la película Alexánder Nevski. Zoya había ido a visitar a su hermana. Propusimos a mi hermano que viniera con nosotras, pero tenía turno en el metro. No era su empleo remunerado habitual, sino que acudió como voluntario para excavar un tramo de túnel y cumplir así el plazo establecido por Stalin. La gente me consideraba valiente por volar por los aires en un artilugio de madera y metal, pero Alexánder descendía a la oscuridad de los estrechos túneles subterráneos por unas escaleras heladas. A veces, los empleados del metro tenían que bajar cuarenta y cinco metros, e incluso dejarse paso unos a otros en la escalera. La película que fuimos a ver mamá y yo trataba del príncipe Alejandro, que salvó a Novgorod de la invasión de los caballeros teutones en el siglo XIII. A mitad del film, mamá se volvió hacia mí y me cogió de la mano. Estaba pálida como un fantasma.
—¡Se ha ido! —jadeó—. ¡Lo noto!
—¿Quién? —pregunté, pues no entendía.
—¡Alexánder!
Al principio creí que mamá hablaba del héroe de la película, pero entonces se levantó de la butaca y se tapó la cara con las manos.
—¡No puedo soportarlo! ¡Primero Stepan y ahora Sasha!
Empezó a gritar y el resto de los asistentes se volvieron hacia nosotros. Pensaba que mi madre había perdido la cabeza. Era una persona nerviosa y me preguntaba si la tensión de los dos últimos años había podido con ella. No teníamos dinero suficiente para un taxi, así que tuve que arrastrarla hasta casa como un peso muerto. Intenté que se sentara mientras le preparaba una taza de té, pero no dejaba de levantarse y caminar de un lado a otro.
—¡Sasha! —gritó entre lágrimas—. ¡Mi primogénito! ¡Nunca olvidaré el primer día que te tuve entre mis brazos!
—Mamá, cálmate. —Dejé la taza de té encima de la mesa—. Voy a la excavación a buscar a Sasha. ¡Ya verás como todo está bien!
Detestaba dejar a mi madre sola en aquel estado, pero parecía que la única manera de tranquilizarla era presentarle la verdad.
El aire nocturno era gélido y me envolví la cabeza con la bufanda al cruzar el río en dirección a la calle Piatnitskaya. La nueva excavación estaba cerca de allí. Sobre la ciudad se cernía una atmósfera inquietante: las sombras acechaban en los umbrales y los trolebuses que pasaban parecían viajar a una velocidad poco natural. Me imaginé volviendo a casa y diciéndole que había hablado con el capataz de Alexánder y que estaba bien. Pobre mamá. Necesitaba un descanso. Se alteraba mucho con aquellos retratos de Stalin. Sabía que quería hacer un buen trabajo para él, pero aquello parecía dejarla extenuada.
Me detuve en cuanto olí el humo acre. Entonces supe que algo iba mal y apreté el paso hacia el lugar de la excavación. A su alrededor se había congregado una multitud. La policía estaba haciendo retroceder a la gente para que pudieran unirse más camiones de bomberos a los que ya se encontraban allí. Fue entonces cuando vi las llamas saliendo del túnel.
—¡No! —grité, y caí de rodillas.
Los bomberos estaban rociando el túnel con gran cantidad de agua, pero las llamas se elevaron todavía más y densos halos de humo envolvieron a los camiones y a la multitud. Oí algo que no fui capaz de identificar: ¿era el rugir del fuego o eran gritos? No lo sabía. Lo único que sabía a ciencia cierta era que nadie en aquel túnel podría sobrevivir a semejante infierno.
El horror me heló la sangre y rompió algo en mi interior. La premonición de mamá era correcta: mi querido hermano estaba muerto.