Veinticinco

Moscú, 2000

Lily estaba llorando. Natasha había matado a Svetlana por amor, no por venganza. Tuvo que reunir mucho coraje para hacerlo. En los últimos días de Adam, cuando yacía empapado en sudor y lágrimas, se sentaba sola con una almohada entre las manos, preguntándose si sería lo bastante fuerte para acabar con un sufrimiento que no aliviaban las dosis de morfina que le administraban las enfermeras. Pero no era capaz. Cuando entró en coma y se fue apagando, Lily se dio cuenta de que había eludido cruzar una línea de la que no había retorno.

—Había acusado a Svetlana de traicionarme —dijo Natasha—, pero era un alma pura. Svetlana creía que yo seguiría con vida si ella lo imaginaba. Me confió incluso su muerte. Fui yo quien la traicionó.

—La mató por compasión —intervino Oksana.

Natasha cerró los ojos.

—Al final no la seguí.

—Porque no pudo —terció Lily—. El revólver se encasquilló.

Natasha torció el gesto y se llevó la mano al pecho.

—Después de aquello…, podría haber encontrado la manera. Svetlana no podía vivir sin mí. Me quería demasiado. Pero yo elegí vivir sin ella.

—No puede culparse por eso —dijo Oksana, que sirvió un vaso de agua de una jarra que tenía en la mesita—. Es el instinto humano.

Le puso el vaso a Natalia en los labios y la ayudó a beber.

Lily esperó a que Natasha estuviera preparada para continuar y preguntó:

—¿Qué sucedió después de que los alemanes la capturaran?

La anciana miró al techo.

Orël Oblast, 1943

Mi único consuelo es que le ahorré a Svetlana la pesadilla que me esperaba. No lo habría soportado. Volví en mí en el suelo de un búnker de almacenamiento. Hacía calor y olía a tela de saco y pólvora. El lugar estaba oscuro y brumoso. Me palpitaba la cabeza, y también las costillas y los pies. Tenía el cuello rígido, pero conseguí levantar la cabeza para buscar a Svetlana. Entonces recordé lo sucedido. Se me cerró la garganta y pensé que iba a ahogarme.

Había un guardia cerca de la puerta. Cuando vio que recobraba la conciencia, llamó a un compañero que estaba fuera y oí las palabras «die Mechanikerin». Entonces, se volvió hacia mí y gritó en ruso: «¡Levántate!».

La orden me hizo despertar. Se me aceleró el corazón, pero no podía moverme.

—¡Levántate! —gritó de nuevo el guardia, que me clavó la boca de su arma en la cadera.

Me incorporé poco a poco.

Die Mechanikerin —repitió el guardia al hombre que se encontraba fuera, y me di cuenta de que hablaba de mí.

¿Por qué pensaba que era mecánica y no piloto?

El guardia apostado al otro lado de la puerta gritó algo y el que se encontraba junto a mí volvió a señalarme y sacudió la cabeza. Todavía me dolían demasiado los pies para soportar mi propio peso y tropecé al intentar caminar. El guardia me cogió del brazo y me llevó hasta un aeródromo. Cada paso era una tortura y la bilis me subía a la garganta. Pilotos, mecánicos y armeros volvieron la cabeza. Encontrarme en un aeródromo enemigo, rodeada de aviadores alemanes y su tripulación de tierra, me produjo escalofríos. Algunos parecían sentir curiosidad, mientras que otros me fulminaron con la mirada. Sin embargo, entre aquellas miradas, algunas transmitían compasión, lo cual me sorprendió.

El búnker del alto mando era un subterráneo. Un mapa del frente ocupaba una pared entera. Cerca de allí, un operador de radio escuchaba transmisiones soviéticas; capté las voces crepitantes de los pilotos rusos. Las siglas de identificación no eran las de mi regimiento, pero oír a otros compañeros dirigirse a la batalla hizo que me diera cuenta de lo lejos que me encontraba ahora de Valentín. «Puede que no vuelva a verlo nunca», pensé. Mis captores probablemente planeaban interrogarme y después fusilarme. O algo peor.

Vi a un hombre sentado a una mesa redactando unos documentos; supuse que era el comandante. Levantó la mirada cuando el guardia anunció mi presencia y lo reconocí. Era el Diamante Negro. Era igual de atractivo de cerca que de lejos. Llevaba los pantalones arrugados; su angulosa cara estaba oscurecida por una barba incipiente. Señaló la silla y le dijo algo al guardia, en alemán. Éste me obligó a sentarme y se fue.

El Diamante Negro me miró largo rato, cogió la cápsula de identificación que había sobre la mesa y jugueteó con ella.

—Ambos sabemos que no es usted la mecánica —dijo en un educado ruso. Tenía una voz fuerte y teatral, y sólo se advertía un leve acento.

Observé la cápsula y comprendí lo que había causado aquella confusión. Svetlana, presa del pánico al verse rodeada, me había dado la suya por error. Puesto que me había arrancado la insignia del uniforme, aparte de la cápsula no había otra manera de identificarme.

El Diamante Negro frunció los labios.

—Creo que es mejor que mantenga esa coartada. Tenemos órdenes de que todas las combatientes soviéticas sean fusiladas en el momento en que se las capture. El mariscal de campo Von Kluge detesta la idea de que las mujeres rusas maten a hombres alemanes.

Me puse rígida. Era típico de la arrogancia alemana. Esperaban que las mujeres rusas se quedaran al margen mientras masacraban a nuestras familias. Aunque me sentía sumamente disgustada, me abstuve de responder por si el Diamante Negro estaba tratando de sacarme información.

—Ahora no puedo hacer gran cosa por usted —dijo, bajando el tono de voz para que el operador de radio no pudiera oírlo—. He pedido que la trasladen a un campo de prisioneros de guerra donde la mayoría de los internos son soldados británicos y estadounidenses. Tal vez ellos puedan ayudarla. Debo advertirle que Alemania tiene la política de dejar morir de hambre a los prisioneros políticos. Pero, aunque el Alto Mando obedeciera la Convención de Ginebra, su líder, Stalin, se niega a permitir que la Cruz Roja preste ayuda a los soviéticos que sean capturados.

No necesitaba más pruebas para convencerme de que Stalin era un tirano, pero, aun así, no podía estar segura de si lo que decía el Diamante Negro era verdad. Quizá intentaba asustarme para que hablara.

—¿Por qué no dice nada? —preguntó exasperado—. No sabe lo mucho que ha aterrorizado a mis pilotos. Cuando el operador de radio decía que estaba participando en una misión, costaba que los hombres despegaran. Incluso los pilotos veteranos le tenían miedo. Es usted la única persona que me ha abatido. —Se levantó y se acercó—. Escuche, no voy a interrogarla, si es lo que está pensando. Alemania lo ha estropeado todo y no vamos a ganar esta guerra. No puedo sacarle nada que vaya a salvarnos. Pero sí hay algo que me gustaría saber: ¿por qué no me mató cuando tuvo la oportunidad?

Yo tampoco lo entendía. Aparte de su parecido con Alexánder, tal vez lo había visto como otro ser humano. O tal vez lo había hecho porque admiraba su valor y destreza.

Al ver que no respondía, el Diamante Negro suspiró.

—Qué lástima que la guerra nos haya situado en bandos distintos —dijo con una sonrisa irónica—. Es usted muy hermosa… y valiente. Podríamos habernos casado y dirigir una escuela de vuelo juntos.

Pese al horror de la situación en la que me encontraba, el ridículo comentario del Diamante Negro me hizo sonreír. Me intrigaba. Era guapo y carismático, y hablaba un ruso refinado. Parecía un ser humano digno. Si no hubiera matado al coronel Smirnov, no me habría arrepentido de haberle salvado la vida.

El operador de radio llamó al Diamante Negro: parecía haber descubierto algo en el transmisor. Él cogió el micrófono que había encima de su mesa e hizo un anuncio que llegó al aeródromo a través de los altavoces. Se dirigió a la puerta y llamó al guardia que esperaba para llevarme al almacén, y después se dio la vuelta.

—Voy a ordenar al guardia que le traiga comida. También quiero que le examine los pies un enfermero. No rechace nuestra ayuda por una cuestión de orgullo. Podría ser la última ayuda que reciba, y el viaje a Alemania será largo.

¡Alemania! No pensaba ir a Alemania. Ya era duro ser prisionera, pero que me alejaran tanto de mamá y Valentín era impensable.

Cooperé con el enfermero cuando me examinó los pies. Me los embadurnó de un bálsamo de olor acre y me los vendó con fuerza. Comí el pan negro y las patatas que me trajo el guardia. Pero no lo hice porque tuviera miedo o me sintiese agradecida; lo hice porque estaba recuperando fuerzas para escapar.

Mientras comía, volvieron los recuerdos de mis últimos momentos con Svetlana: su rostro asustado, el sonido de su voz cuando me dijo que me quería y la sacudida del arma cuando acabé con su vida. Pero tenía que alejarlos de mí. No podía seguir pensando en Svetlana. Ni siquiera podía cumplir con el duelo por ella. No es que no la quisiera, todo lo contrario. Cuando me apunté a la cabeza con la pistola, estaba dispuesta a morir con ella. Pero ahora que había sobrevivido, ya no lo deseaba. No podía pensar en su muerte y seguir viviendo. Y había tomado la decisión de sobrevivir para volver con mamá y Valentín.

Escapar mientras todavía estuviera cerca de mi regimiento era la opción más razonable, y los guardias lo sabían. Las noches que pasé en el almacén, me vigilaban como si fueran halcones. No hacían concesiones cuando utilizaba el cuarto de baño y me apuntaban constantemente con sus armas. Otra mujer quizá hubiera intentado coquetear, pero yo no me veía capaz. Una mañana me sacaron del almacén y me metieron en la parte trasera de un camión. El dolor de pies se había atenuado y estaba convencida de que podría correr si tenía que hacerlo. Observé el paisaje durante el trayecto, memorizando lugares para encontrar el camino de vuelta una vez fuera libre. Pero el guardia que viajaba conmigo también estaba alerta. El castigo por permitir que un preso huyera debía de ser severo.

El camión se detuvo en un cruce ferroviario. Un grupo de prisioneros del Ejército Rojo estaba sentado bajo el ardiente sol, vigilados por soldados alemanes. El guardia me sacó del camión a empujones y me condujo hacia los hombres, que parecían abatidos. ¿Se habían rendido tan fácilmente? Me obligaron a sentarme y uno de los hombres me miró. Tenía la cara amoratada y una herida en el brazo que precisaba atención. Contuve un grito al reconocerlo. Era Filipp.

Al cruce ferroviario se acercaba un vagón de ganado. Mientras los guardias estaban distraídos, me acerqué a él.

—¿Qué te pasó? —susurró—. Pensé que habías muerto.

—Me quedé sin combustible y munición. Tuve que saltar. ¿Tú también?

Filipp asintió.

—Fue un accidente grave.

Los frenos del tren chirriaron. Se detuvo. La locomotora tiraba de ocho vagones, en dos de los cuales había cabinas con soldados pertrechados con ametralladoras. Mis posibilidades de escapar parecían más escasas a cada minuto que pasaba. Un guardia abrió la puerta de uno de los vagones y ordenó a los prisioneros que entraran. Filipp me ayudó a subir y nos sentamos juntos cerca de una pequeña ventana. Dentro del vagón, el calor era sofocante y no nos habían dado agua. Tenía la garganta seca y sudaba como si estuviera en una sauna.

Cuando los guardias cerraron la puerta, le conté a Filipp mi encuentro con el Diamante Negro y lo que había dicho sobre el trato que recibían los prisioneros de guerra soviéticos por parte de los alemanes.

—Tenemos que escapar —dije—. Pero habrá que hacerlo cuando oscurezca.

—El Diamante Negro está muerto —dijo Filipp cuando el tren empezó a moverse—. Lo abatió el capitán Orlov anteayer.

La mención a Valentín me dolió. Svetlana había dicho que estaba buscándome. Esperaba que no cometiera ninguna estupidez. Ahora no podía salvarme. Lo único que quería es que sobreviviera a la guerra para poder estar juntos de nuevo algún día. Recordé la broma del Diamante Negro, cuando dijo que podríamos habernos casado y dirigir una escuela de vuelo. Lamenté que estuviera muerto. Después de aquella breve conversación, me caía bien. Pero si podía escoger entre él y Valentín, me alegraba de que mi amante hubiera salido vencedor.

Contemplé el paisaje al otro lado de la ventanilla. Eran sembrados, todos ellos en territorio enemigo.

—¿Cómo vamos a escapar? —le pregunté a Filipp.

Uno de los soldados se aclaró la garganta y sacó una navaja.

—Haremos un agujero en la puerta y quitaremos el pestillo.

De modo que los soldados no se habían rendido. Simplemente, estaban actuando así para engañar a los alemanes.

El soldado utilizó la navaja para agujerear la puerta; luego limó el metal para agrandar el hueco y poder deslizar la mano. Les dije a los demás que no lo miraran, por si nuestra ansiedad hacía que se rompiera la navaja, pero el chirrido del metal me hacía castañetear los dientes. La tensión calentó todavía más el aire dentro del vagón. Apenas podía respirar. Cuando al soldado empezaron a sangrarle las ampollas de las manos, le pasó la navaja a otro hombre.

Nos fuimos turnando para limar la puerta hasta que el tren aminoró la marcha y se detuvo. Oímos a los guardias gritar y otras voces agresivas respondiendo. Nos miramos unos a otros: ¿nos había visto alguien haciendo un agujero en la puerta? Miré por la ventana. Delante del vagón había un grupo de soldados alemanes hablando. Si veían el hueco, estábamos acabados.

Oí más voces, pero eran de mujeres y niños. Estiré el cuello y vi a centenares de personas con maletas y bultos que estaban subiendo al tren. Sólo había ocho vagones. ¿Cómo iban a caber?

—Han parado a recoger más pasajeros —susurré a los demás.

—¿Pasajeros? —repitió uno de los prisioneros—. Esto no es un tren de pasajeros.

—Deben de ser trabajadores forzados —terció Filipp.

El tren empezó a moverse y volvimos a intentar perforar la puerta. Nuestra única posibilidad de huida llegaría por la noche y debíamos trabajar con rapidez. El tren iba a gran velocidad teniendo en cuenta que eran tiempos de guerra; me aterrorizaba llegar a Polonia antes de poder escapar.

—Escucha —le dije a Filipp—, no me esperes. Sálvate. Me hice daño en los pies cuando salté del avión y no sé si podré correr muy deprisa.

Filipp frunció el ceño.

—Lo digo en serio —añadí—. Ya no eres mi escolta. Si sobrevives y yo no, busca a Valentín y a mi madre, y cuéntales lo que me pasó. Diles que nunca dejé de pensar en ellos.

Filipp asintió y apartó la mirada.

—Sobrevivirás —dijo—. Eres la mujer más valiente que he conocido nunca. Cuando acabe la guerra, el camarada Stalin te nombrará personalmente heroína de la Unión Soviética por partida doble.

Después de lo que había contado Valentín, lo dudaba.

Aquella noche conseguimos terminar el agujero en la puerta. Uno de los soldados partió el alambre que mantenía cerrado el pestillo.

—Saldremos por orden de rango —dijo—. Usted primero, camarada teniente Azarova.

Me quedé boquiabierta. ¿Cómo sabía quién era?

—Tenía su foto colgada en la pared de mi búnker —dijo con una sonrisa tímida.

Abrió la puerta y entró el aire nocturno. Petrificada, miré hacia la oscuridad. Los árboles pasaban a toda velocidad. Estábamos atravesando un bosque. Saltar de un tren en movimiento era más aterrador que tirarse en paracaídas de un avión. Si esperábamos a que el tren aminorara la marcha, habría más posibilidades de que los guardias nos vieran. Pero si impactaba en un árbol o caía por un barranco, moriría. No había otra opción: salté en plena oscuridad.

Sentí un agudo dolor en los pies cuando toqué el suelo. La inercia me hizo caer de lado y rodé por una pendiente hasta chocar contra un árbol. El impacto me cortó la respiración. No vi a los otros saltar, pero hubo gritos y el tren se detuvo. El fuego de las ametralladoras hendió el aire. Los alemanes habían reaccionado más rápido de lo que preveíamos.

Me arrastré detrás de los árboles y agaché la cabeza. Los cañones de luz barrían la zona. Los perros guardianes ladraban. Entonces se oyeron más gritos y disparos. Me pegué tanto como pude al suelo. Alguien pasó corriendo junto a mí, iluminado por una linterna. ¡Filipp! Se oyó el tableteo de una ametralladora y lo acribillaron a balazos.

Todo quedó en silencio. Oí cómo se cerraba la puerta del vagón; me pregunté si los soldados habían dejado de buscar y estaban regresando al tren. Entonces noté un peso en la espalda. Era una bota. Alguien me levantó por el cuello de la chaqueta y me empujó pendiente arriba. Era un guardia alemán. Cuando llegamos a la vía, me dio una bofetada y un puñetazo en el estómago. Caí de rodillas, convencida de que iba a pegarme un tiro, pero volvió a agarrarme y me arrastró a otro vagón.

Un soldado situado junto a la puerta la abrió y percibí un olor nauseabundo. Era una mezcla de orina, sudor y miedo. A la luz de la linterna del soldado, vi rostros aterrorizados: eran mujeres, niños y ancianos. Me metieron dentro de aquel abarrotado vagón y cerraron la puerta. Momentos después, el tren reemprendió la marcha. Ya no podía ver a la gente que me rodeaba, pero notaba su desdicha. ¿Quiénes eran y adónde íbamos?

El viaje duró cuatro días, que soportamos sin comida ni agua. Me enteré de que los ocupantes del vagón eran judíos ucranianos que llevaban a un campo de trabajo. Al tercer día, murió un niño. Los guardias tuvieron que arrancarle el cadáver de las manos a la madre. Sus gritos me encogieron el corazón. La única manera de soportar aquello era apoyar la cabeza en las rodillas y no pensar en nada.

Al día siguiente pasamos por una estación. Me hundí al ver el letrero de Cracovia. Mis peores miedos se habían confirmado: estábamos en Polonia. Al cabo de un rato, el tren se detuvo con un largo y ominoso pitido. Los soldados alemanes abrieron las puertas y nos ordenaron a todos que saliéramos. Esperé a que los demás se marcharan antes de saltar del vagón. Busqué a los otros soldados del Ejército Rojo que estaban conmigo antes de la huida, pero no había nadie. Era la única superviviente.

«Pobre Filipp», murmuré. Un alto mando de las SS con el uniforme casi a medida y botas relucientes me miró fijamente. Algo pareció irritarlo y me indicó que me hiciera a un lado mientras a los otros pasajeros los dividían por sexos. Me preguntaba si le había molestado que fuera el único prisionero de guerra en el grupo. Tal vez deberían haberme trasladado a un campo provisional en Alemania y no allí.

Vi a hombres y mujeres con trajes de rayas trabajando en un campo detrás de la alambrada de púas. Había torres de vigilancia a intervalos regulares, custodiadas por guardias con ametralladoras. Otros patrullaban el contorno de la valla con perros. Estaban empecinados en mantener a aquella gente encarcelada, pensé. Me llegó a las fosas nasales un olor que me revolvió el estómago: carne y cabello ardiendo. Lo había olido muchas veces en el campo de batalla, pero aquí era mucho más fuerte. Miré a mi alrededor buscando el origen del olor; detrás de unos árboles atisbé un edificio de ladrillo rojo. La chimenea escupía humo. Me invadió un sentimiento de aprensión.

Uno de los guardias me indicó que debía unirme a las mujeres que no tenían niños pequeños. Las que tenían bebés y las embarazadas recibieron la orden de ponerse a la izquierda con los ancianos. A los demás nos dijeron que formáramos una fila de a uno.

Arbeit macht frei: el trabajo os hace libres. No tenía ni idea de lo que significaban aquellas palabras cuando entré en Auschwitz-Birkenau aquel día, ni que me había adentrado en un infierno viviente que dirigían unos auténticos monstruos. Me eligieron para trabajar en la zona de almacenamiento, clasificando los objetos que habían robado a los judíos y otros prisioneros cuando llegaron al campo. Cada día seleccionaba quesos envueltos en muselina, tarros de verduras en conserva y fruta, así como dulces enlatados. El almacén había sido bautizado como «Canadá» por todas las riquezas que albergaba: joyas, ropa, zapatos, artículos del hogar y comida; se le consideraba uno de los mejores puestos del campo. Las mujeres que trabajaban allí podían dejarse el cabello largo, a diferencia de las que se encontraban en otras zonas del campo, que iban afeitadas de la cabeza a los pies. Nuestros uniformes y barracones eran mejores.

—Podéis comer un poco —dijo el kapo que nos supervisaba a mí y al resto de las mujeres de la sección—. Los guardias harán la vista gorda. Pero no os llevéis nada a los barracones. Os ganaríais una paliza.

—¿Por qué aquí nos tratan mejor? —le pregunté a Dora, que trabajaba conmigo y estaba enseñándome algo de alemán.

—No lo sé —respondió, encogiéndose de hombros—. Puede que el tormento mental sea suficiente.

No lo entendí hasta que un día llegó un tren de Checoslovaquia. Cuando los pasajeros hubieron bajado, me percaté de que a las embarazadas, a los niños pequeños y a los ancianos los conducían al edificio de ladrillo rojo que había visto a mi llegada. Seguí trabajando, pero no dejaba de volver a la ventana para ver qué ocurría. Entonces oí gritos. Me entraron ganas de vomitar. ¿Estaban pegándoles?

Tiempo después oí ruido de motores, como los ventiladores de las fábricas. De la chimenea salía humo. Cuando el kapo lo vio, nos ordenó que cerráramos las ventanas, aunque en el interior del almacén hacía calor. Obedecí su orden, pero, al hacerlo, vi a través del cristal a dos prisioneros empujando un carro con cuerpos desnudos sobre él. Uno de los muertos era una mujer. Entre las piernas le colgaba un cordón umbilical; al otro extremo había un bebé plenamente desarrollado. Me desplomé.

—Así aprenderás a no mirar —dijo Dora cuando me encontró vomitando en un trozo de tela.

Ni siquiera los horrores que había presenciado en Stalingrado podían compararse con lo que estaba pasando en Auschwitz. Estaban gaseando a gente inocente. Después de aquello no podía dejar de pensar en escapar, pero pronto me di cuenta de que era inútil para alguien que trabajaba dentro del campo. La zona prohibida era amplia y estaba muy vigilada. Me dispararían antes de que lograra alcanzar la valla.

—Escucha —me dijo Dora un día—, mantente fuerte y no pongas en riesgo la buena suerte que has tenido al ser destinada a este trabajo. La mayoría de nosotros acabamos aquí porque tenemos familiares en la oficina de asignación de empleos y lo organizaron todo. Es triste, pero aquí los guardias no nos matan de hambre ni nos mandan a la cámara de gas, si hacemos lo que nos dicen. Según tú, los rusos están haciendo retroceder a los alemanes. Pues bien, resiste hasta que lleguen aquí.

Dora tenía razón. El deber de un piloto soviético era intentar escapar si lo capturaban, pero también tenía un deber con mi madre —era todo cuanto tenía en aquel momento— y con Valentín, porque me quería y estaría esperándome. Trabajar en el almacén fue el motivo por el que sobreviví dos inviernos en Auschwitz mientras otros miles de prisioneros, que habían quedado reducidos a esqueletos vivientes por la falta de comida y por el exceso de trabajo, murieron.

—¿Estás notando los cambios? —me susurró Dora un día.

Sí, los estaba notando. El número de trenes que llegaban cada semana descendía y las selecciones se habían interrumpido. Las raciones de comida empezaron a mejorar en calidad y cantidad. Cada vez moría menos gente aleatoriamente o por infracciones menores.

—Están desesperados —dijo Dora—. Ahora nos necesitan como mano de obra.

Me atreví a abrigar la esperanza de que los cambios significaran que el frente estaba acercándose.

A finales de otoño, desmantelaron algunos crematorios. Una noche de principios de enero, mientras yacía en la litera temblando de frío, oí un ruido que me hizo incorporarme de un salto. ¡Eran aviones! Por el sonido supe que eran Iliushin, bombarderos rusos. ¿Eran imaginaciones mías? Miré a mi alrededor. Otras mujeres se habían levantado; también los habían oído. Después de los aviones llegó el estruendo de la artillería y los disparos de rifle.

—Los rusos andan cerca —susurró una mujer.

Al día siguiente pasaron junto al campo docenas de vehículos blindados alemanes. Los nazis estaban huyendo.

A Dora y a mí nos encomendaron la tarea de empaquetar ropa, maletas, zapatos, gafas y otros artículos robados para enviarlos a Berlín. Los guardias nos ordenaron que nos diéramos prisa, pero la nieve obstaculizaba el avance de los carromatos que empujábamos desde los búnkeres hasta los camiones. Tenía los pies mojados y helados; lo último que quería ahora que se aproximaba el Ejército Rojo era morir de neumonía.

De repente se oyó una explosión, era otro crematorio que saltaba por los aires. En uno de los viajes, una prisionera me detuvo y me susurró que había visto a altos mandos de las SS arrojar centenares de documentos y libros de registro a las hogueras.

—Están destruyendo las pruebas —dijo—. Saben que lo que han estado haciendo es espantoso.

—¿Y nosotros? —pregunté—. Somos testigos de sus crímenes. ¿Qué pretenden hacer con nosotros?

Temiendo que los nazis llevaran a cabo algún acto desesperado antes de que llegara el Ejército Rojo, Dora y yo guardamos comida y preparamos un escondite en uno de los almacenes.

Días después, los bombarderos rusos destruyeron varios búnkeres, incluido el almacén de alimentos. Por suerte, Dora y yo estábamos cargando un camión y no nos encontrábamos dentro. Fuimos corriendo a inspeccionar los daños y nos alivió comprobar que nuestro escondite seguía en pie.

Los soldados de las SS ordenaron a los prisioneros que salieran de los barracones, aunque la temperatura había caído hasta los diecisiete grados bajo cero. A los que no se movían con suficiente rapidez los golpeaban. En medio de la confusión, Dora y yo, junto a otra mujer de nuestro búnker, escapamos a nuestro escondite. Por la conmoción que oímos fuera estaba claro que algo horrible acontecía.

—Van a obligar a todos los prisioneros que estén en condiciones a emprender la marcha hacia Alemania —aseguró la mujer.

La miré horrorizada. Aquella idea era una locura. Ni siquiera los prisioneros más fuertes soportarían el frío extremo. No llevaban ropa adecuada y muchos de ellos carecían de zapatos.

Permanecimos ocultas en el almacén, apretujadas para darnos calor. Oí aviones soviéticos enfrentándose a los alemanes cerca del campo y me imaginé a Valentín viniendo a rescatarme en su Yak.

Al día siguiente, a primera hora, las luces se apagaron fuera del búnker y el campo se sumió en la oscuridad. Me arrastré hasta una ventana, pero sólo podía ver las llamas de docenas de hogueras. Nos aventuramos a salir, ocultándonos detrás de carretillas y baúles abandonados por si los alemanes todavía merodeaban por allí. A nuestro alrededor vimos cuerpos congelados de mujeres que no se encontraban en condiciones de caminar. Los SS las habían ejecutado. Sin embargo, no habían hecho un buen trabajo a la hora de eliminar el rastro de sus atrocidades.

No parecía haber guardias y algunos tramos de alambrada de espino estaban cortados. ¿Era un truco? Escruté las torres de vigía para comprobar si quedaba algún soldado, pero parecían abandonadas. ¿Éramos libres al fin? Quería pensar que sí, pero me angustiaba la idea de que aquello fuera la calma antes de otra tormenta.

—Voy al campo de los hombres —dijo la mujer que se había escondido con nosotras en el búnker—. Quiero averiguar qué ha sido de mi marido y mi hijo.

No podíamos impedírselo. En su lugar, nosotras habríamos hecho lo mismo. Pero Dora y yo creíamos que era más inteligente volver al escondite, y teníamos razón. Con el alba llegaron soldados de las SS en camiones. Se repartieron por el campo y sacaron a rastras de los búnkeres a los enfermos, a los que obligaron a esperar de pie en la nieve. Dora y yo nos abrazamos al oír que unos soldados irrumpían en el almacén en el que nos ocultábamos. Nos tapamos con varias mantas, pero los soldados llevaban perros y nos descubrieron.

—¡Salid! ¡Salid! —gritaron los soldados, mientras nos golpeaban con la culata de sus rifles.

Nos obligaron a formar cola con el resto de las mujeres del campo en filas de a cinco. A las judías las situaron en las filas delanteras; el resto, detrás. Me caía sangre por la cara. Iban a ejecutarnos, fila por fila. Levanté la vista, deseando que llegaran las fuerzas aéreas soviéticas, pero el cielo seguía vacío.

Los soldados formaron sus escuadrones de la muerte. La mujer situada a mi lado, una combatiente de la resistencia polaca, empezó a rezar. Por el ritmo de sus palabras supe que estaba recitando el padrenuestro. Me santigüé.

Por detrás de los soldados llegó un rumor: eran motores, un convoy de coches blindados alemanes. De uno de ellos bajó un alto mando y se dirigió hacia el comandante del pelotón de fusilamiento. Ambos se enzarzaron en una acalorada discusión; momentos después, el comandante ordenó algo: los soldados dieron media vuelta y subieron en los camiones que los habían llevado hasta allí. Luego se unieron al convoy.

Las prisioneras nos miramos. Seguíamos vivas, pese a haber visto la muerte tan cerca. Varias de ellas se desmayaron.

—Será mejor que busquemos comida y agua potable —dijo Dora.

Fuimos tan rápido como nos permitían nuestros delgados cuerpos hasta el campo principal. Volvimos las cabezas por si había guardias, pero no apareció ninguno. Algunos prisioneros ya habían registrado los almacenes de las SS y nos sorprendimos al encontrar montones de ropa de invierno y comida que habían dejado atrás los nazis en su prisa por abandonar el lugar. Dora cogió un abrigo, un par de botas y pan.

—Yo no pienso correr riesgos —me dijo—. ¡Me voy ahora mismo!

Para mí, la mejor decisión era quedarme en el campo a esperar al Ejército Rojo. Abracé a la que había sido mi compañera durante dieciocho meses, consciente de que no volvería a verla nunca más.

Los soldados del Ejército Rojo llegaron al campo al día siguiente. Nos reunimos alrededor de las alambradas a observarlos.

Quedaron horrorizados al ver el estado en que nos encontrábamos. Varios abrieron las puertas.

—¡Sois libres! —gritaron—. ¡Sois libres! ¡Podéis iros a casa!

Caminamos hacia ellos tambaleándonos; los abrazamos y los besamos. Yo tropecé y caí a los pies de un soldado.

—¡Gracias! —exclamé agarrada a sus piernas—. ¡Gracias por venir a buscarnos!

Al soldado se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Camarada, ¿eres rusa? —preguntó al tiempo que se agachaba para ayudarme a levantarme—. De todos los horrores que he visto… Camarada, ¿qué os han hecho esos monstruos?

El Ejército Rojo iba acompañado de médicos, enfermeras y voluntarios; reconvirtieron los edificios de piedra del campo principal en hospitales. Las enfermeras atendían a los enfermos, mientras que los voluntarios, muchos de ellos polacos de los campos colindantes, repartían ropa de los almacenes. Llevaba tanto tiempo soportando el frío que los abrigos, las botas, la ropa interior y el vestido que me entregaron me parecieron un lujo.

Ahora que éramos libres, quería regresar con mi regimiento —ése era mi primer deber— y luego ponerme en contacto con mi madre. Llovía y la nieve estaba convirtiéndose en barro, pero estaba decidida a abandonar Auschwitz lo antes posible. Los soldados dijeron que el Gobierno estaba preparando puntos de repatriación para hombres y mujeres soviéticos que habían acabado en Polonia y Alemania como prisioneros o trabajadores forzados. Me contaron que había uno en Katowice, treinta y tres kilómetros al noroeste de Auschwitz. Los voluntarios me dieron un paquete de comida, pan y frutos secos para el viaje.

Me dirigí hacia la puerta con las manos en los bolsillos para entrar en calor. Con los dedos toqué algo en su interior. Saqué el objeto: era una entrada de un cine de Budapest. Aquel descubrimiento me reveló que llevaba puesto el abrigo de otra mujer, una mujer que había muerto en las cámaras de gas. Algo se activó en mi cabeza. Oí gritos y me llevé las manos a las sienes. Vi a la mujer muerta en el carromato y a su hijo. Sentí que se me hundían los pies en la tierra. Los edificios que me rodeaban ya no parecían sólidos, sino que se movían ante mis ojos.

Un soldado situado cerca de la puerta se dio la vuelta. Me caí de rodillas y vino corriendo hacia mí.

—¡Espera! —dijo, y me ayudó a levantarme—. Vas a morir congelada.

Volvió a llevarme a los barracones médicos e informó a una enfermera de lo que había pasado. Ella me tomó el pulso y la temperatura, y me pidió que me quitara el abrigo para palparme los brazos y las piernas.

—¿Qué te ha hecho pensar que tendrías fuerzas para ir caminando hasta Katowice? —preguntó—. Estás desnutrida y deshidratada. Quédate aquí una semana más y descansa. Luego podrás irte.

En los días posteriores ayudé a los voluntarios de la cocina a pelar patatas y trocear repollo para las ollas de sopa que preparaban para los pacientes, para los trabajadores del hospital y para los soldados.

—Menos mal que la enfermera te impidió marcharte sola —me dijo uno de los cocineros—. Esta tarde llevarán a varios pacientes del hospital a la estación para evacuarlos a Katowice. Será mejor que vayas con ellos. La unidad del ejército destinada allí es disciplinada, pero hay otras rondando por el campo que violan a cualquier mujer y niño que encuentren. Por lo visto, sus mandos no son capaces de tenerlos bajo control. Atacan sobre todo a mujeres alemanas por venganza, pero también han violado a rusas y a judías liberadas de los campos nazis.

La noticia del cocinero me llenó de inquietud. Estar en Auschwitz había confirmado que había combatido del lado del bien en esta guerra, pero la conducta de esos soldados rusos significaba que ahora éramos igual de brutos que los nazis.

Los camiones en los que nos trasladaron a la estación estaban abarrotados y eran incómodos, pero los voluntarios procuraron que todos tuviéramos abundante comida y agua.

—Come pequeñas cantidades —recordó una enfermera a un paciente que no era más que piel y hueso. Los ojos parecían globos enormes en su cabeza—. Si comes mucho o demasiado rápido, tu sistema digestivo no podrá asimilarlo —advirtió.

Cuando salíamos por la puerta principal, volví la mirada hacia el cartel de hierro forjado que había visto el primer día: Arbeit macht frei. Observé al hombre macilento con el que había hablado la enfermera; estaba convencida de que nada de lo que me encontrara en la vida sería peor que lo que habían sufrido los prisioneros en Auschwitz. ¿Qué podía ser peor que las entrañas mismas del Infierno?