Nueve
Moscú, 2000
Orlov se despertó sobresaltado. Miró su reloj: eran las cuatro de la mañana. Notaba una presión en el pecho, como si hubiera revivido la oscuridad de su infancia mientras dormía. Ahora que se acercaba el final de su vida, a sus sueños volvían las imágenes de sus primeros días. Se puso de costado para aliviar la incomodidad en el pecho. ¿Qué era? ¿Indigestión? Últimamente apenas comía. Su mirada se clavó en la botella de vodka vacía que había junto a la cama y cerró los ojos con fuerza. Ni siquiera el licor podía disipar el recuerdo del traqueteo de las ruedas del tren que los condujo a él, a su hermano mayor y a su madre hacia el desastre.
Su padre había luchado con el Ejército Blanco en la guerra civil. Cuando las fuerzas leales al zar tuvieron que replegarse a Vladivostok y estaban a punto de sufrir una derrota, contactó con la madre de Orlov para que llevara a los niños y a sus padres al este. Había planes para una evacuación a China. Como familia de aristócratas en 1922, si se quedaban en Moscú, los encarcelarían o los ejecutarían. Pero los abuelos de Orlov se negaron a marcharse, pese a las súplicas de su madre. A la postre, temiendo por la vida de Orlov y Fédor, su hermano de nueve años, se subió con ellos a un tren rumbo a Siberia.
A Orlov le vino a la memoria el rostro de su hermano, un niño pelirrojo. Fédor, cuatro años mayor que Orlov, había sido su protector. Por culpa de la guerra, el viaje a Vladivostok llevó mucho más tiempo de lo normal; pararon con frecuencia en pueblos situados entre estaciones. En algunos lugares, la hambruna había azotado de tal manera que el tren se veía asediado por centenares de huérfanos. Ver sus manos extendidas y oír sus alaridos lo asustaba. Jamás había sido testigo de tanta miseria. Aunque los pasajeros hubieran dado a aquellos niños todas las provisiones que tenían, no habría bastado para alimentarlos a todos. En un pueblo situado cerca de Novosibirsk, Orlov vio varios grupos de niños pequeños arrancando raíces en el bosque y huyendo de los adultos que se acercaban. De mayor, siempre que veía gatos callejeros, recordaba a aquellos críos. Le resultaba imposible imaginar que no tuvieran padres que cuidaran de ellos e ignoraba que los huérfanos sin hogar se contaban por millones en Rusia. Tampoco tenía ni idea de que pronto él sería uno de ellos.
El tren en el que viajaba con su madre y su hermano se incendió cerca de la frontera de China. Los que sobrevivieron a aquel infierno huyeron a una aldea que se había visto azotada por el tifus. La madre de Orlov contrajo la enfermedad y murió una semana después. Fédor tuvo que entregar al sacerdote hasta el último rublo que poseía para que pudieran enterrarla con los ritos apropiados.
—El sacerdote dice que Vladivostok ha caído en manos de los rojos —explicó Fédor a Orlov—. Papá ha muerto o ha huido a China. Nuestra única opción es volver a Moscú.
Sin dinero para los billetes, Orlov y Fédor regresaron a Moscú agarrados al bastidor de los trenes junto a otros huérfanos que esperaban huir de la hambruna yendo a la gran ciudad. Cuando volvieron a casa, descubrieron que sus abuelos se habían ido y unas familias proletarias habían ocupado su casa.
Un antiguo sirviente se apiadó de ellos y los admitió en un orfanato. Pero cuando Fédor vio las letrinas rebosantes y los rostros macilentos de los niños, empujó a Orlov por una ventana de la primera planta y empezaron a vivir en la calle. Su educación no los había preparado para una vida así. Si Fédor no hubiera demostrado una enorme capacidad de adaptación a tan duras circunstancias, Orlov habría muerto.
—Mira qué hacen esos niños pobres —le dijo Fédor a Orlov señalando a dos críos escondidos detrás de una maceta en una cafetería al aire libre. En cuanto se marchaba un cliente, se abalanzaban sobre los restos que había dejado y devoraban todo lo que podían antes de que vinieran los camareros a echarlos.
Orlov y su hermano sobrevivieron al frío cada vez más intenso hurgando en montones de madera o durmiendo entre la basura de las papeleras. Durante un tiempo encontraron cobijo en una cripta del cementerio de Vvdenskoye, hasta que niños mayores descubrieron su «lujosa» vivienda y los obligaron a marcharse.
El Gobierno bolchevique planeaba sacar a los huérfanos de las calles e internarlos en instituciones del Estado, pero el problema era abrumador para una Administración que estaba recuperándose de una guerra civil. Se apeló a la ciudadanía a que adoptara a aquellos niños. Cuando Fédor se enteró, él y Orlov se unieron a centenares de niños esperanzados en iglesias vacías previamente designadas, todos ellos intentando resultar lo bastante atractivos como para seducir a familias de verdad, y no a quienes buscaban mano de obra barata.
En varias ocasiones, algunas parejas se habían acercado a Orlov.
—Qué bonito pelo rizado —le dijo una mujer a su marido.
Orlov había oído un comentario sobre su preciosa nariz respingona.
—Vete con ellos —le decía Fédor a Orlov—. Vete a disfrutar de una buena vida.
Sin embargo, Orlov agarraba a su hermano de la manga y se negaba a que los separaran, y nadie quería a su hermano mayor, con su rostro marchito y la crispación que le provocaba el vivir de su ingenio.
Cuando llegó el invierno, la comida empezó a escasear más. Fédor encontró espacio en un túnel de la estación de ferrocarriles. Por la mañana, centenares de niños salían del túnel o de las grietas de los muros de la estación. Orlov empezó a toser y, por más que Fédor lo abrazara con fuerza, no podía hacerlo entrar en calor. Entonces Fédor supo de un nuevo orfanato que había abierto unas casas más abajo de donde en su día estuvo la suya. Algunos niños del túnel habían ido allí para intentar robar comida y ropa, que pretendían vender luego en la calle.
—¿Ha habido suerte? —preguntó Fédor cuando regresó uno de los muchachos.
—¡No! Lo regenta un general retirado del Ejército Rojo. Ese viejo bolchevique era demasiado listo para nosotros.
—¿Crees que aceptará a Valentín? —preguntó Fédor señalando a Orlov—. ¿Y tal vez a mí?
El chico se echó a reír.
—¿Demasiado blandos para la calle? —Sacudió la cabeza—. Creo que ya están completos, así que no hay muchas posibilidades de que el viejo general se quede con los dos. Me han dicho que dirige el lugar como si fuera un campamento militar, pero parecía limpio.
Orlov recordó el día que Fédor lo había llevado a cuestas hasta el orfanato. Cuando llegaron al pasillo, lo metió en un armario.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Orlov a su hermano.
Fédor le puso un dedo en los labios.
—Quédate aquí. Estarás caliente, ¿de acuerdo? Voy a buscar medicamentos para la tos. Volveré enseguida.
Fédor abrazó a Orlov y lo besó en la mejilla antes de volver a salir. Orlov no volvió a ver a su hermano hasta veinte años después.
El dolor que sentía en el pecho remitió. Se acercó a la ventana del salón. Aunque en el edificio había doscientas viviendas, todo estaba tranquilo. El sol empezaba a salir y notaba el calor del día a través del cristal.
Qué vida tan extraña había vivido, pensó. La gente siempre le había dicho que era afortunado. Afortunado por que el viejo bolchevique y su mujer lo llevaran a su espléndido orfanato; por que el Estado le ofreciera una buena educación; por que lo eligieran para una academia de élite de las fuerzas aéreas; por haber sobrevivido a la guerra; por que lo escogieran para la aventura más ambiciosa de la historia de la humanidad; porque, pese a su edad, había sobrevivido a un infarto. Pero no se sentía afortunado. Se sentía maldito. Habría cambiado todo su éxito por volver a casa con Natasha después de la guerra, por tener una familia con ella y envejecer a su lado.
Orlov fue al cuarto de baño. Llenó el lavamanos de agua caliente y sumergió en ella la brocha y la cuchilla. El olor cítrico de la crema de afeitar que utilizaba le trajo recuerdos de veranos pasados. Se deslizó la cuchilla por la mejilla y la limpió en el agua. En ese instante rememoró una imagen de la guerra: estaba afeitándose en su búnker y cuando miró por la ventana vio a Natasha junto a su avión. Estaba sentada en una silla, con las piernas estiradas y la cabeza hacia atrás. Svetlana, su mecánica, estaba lavándole el pelo, mezclando agua caliente del motor del avión con la que tenía en el cuenco. Natasha rompía todas las normas. Era rubia natural, pero convenció al personal médico de que le facilitara cada mes un poco del preciado peróxido para poder teñirse el pelo aún más claro. Era vanidosa incluso rodeada de muerte y destrucción. A las mujeres piloto y a las tripulantes de tierra se les exigía que llevaran el pelo corto, cosa que las hacía parecer chicos. Natasha dormía con rulos e iba peinada como una estrella de cine. Orlov, que era muy quisquilloso con el orden, debería haberla despreciado por su narcisismo. Sin embargo, pese a sus intentos por disciplinarla, en secreto lo consideraba atractivo.
Se lavó la cara con agua fría y se secó la piel con las manos. Cogió el cepillo de dientes. La imagen de las dos mujeres seguía acompañándolo. Él y Svetlana estaban obsesionados con Natasha. Siempre que el escuadrón salía a una misión, los mecánicos solían regresar a sus aposentos para dormir, jugar a las cartas o comer. Svetlana no. Ella recorría la pista sin apartar la mirada del cielo hasta que regresaban los aviones. Cuando Natasha aterrizaba, Svetlana se cercioraba de que su piloto estuviera ilesa y después inspeccionaba el avión. En su rostro era palpable el alivio cuando Natasha volvía sana y salva. Era como un fiel sirviente que espera a que su señor regrese de la cacería. Si Orlov volvía de una misión con agujeros de bala o desperfectos en el avión, su mecánico, Sharavin, lo reprendía. Cuando lo hacía Natasha, Svetlana la abrazaba y decía: «Vete a descansar. Ya me ocupo yo del avión. Estará como nuevo por la mañana».
Al principio, cuando veía a las mujeres juntas, Orlov se preguntaba si eran amantes. La intimidad con la que juntaban la cabeza y susurraban lo ponía un poco celoso, y a veces le hacía sentir deseo. Entonces descubrió que Natasha y Svetlana eran amigas desde pequeñas, eso era todo. En algún momento se había producido un desencuentro entre ellas, pero habían vuelto a reunirse cuando ambas se alistaron en los regimientos aéreos de mujeres de Raskova.
Orlov había sido trasladado de su regimiento poco después de la desaparición de Natasha. Tras la guerra, cuando investigó en los archivos, Svetlana figuraba como «desaparecida en combate», supuestamente muerta, junto con la mitad de los pilotos y la tripulación de tierra. Le entristeció enterarse de aquello. Los últimos días de la guerra en Orël Oblast habían sido brutales y deseaba que le hubieran permitido quedarse con su regimiento.
Orlov se enjuagó la boca y volvió al dormitorio a vestirse. No sabía por qué, incluso después de jubilarse, había mantenido su estricto hábito de madrugar y prepararse para la jornada antes de desayunar. Se ponía unos pantalones bien planchados y una camisa. ¿Qué día era? Miró el calendario que tenía colgado en el armario. Lunes. Leonid y su familia no lo esperaban para su cena semanal hasta el jueves. Tendría que encontrar algo en que ocuparse hasta entonces. Fue al salón y contempló su librería. Finalmente decidió volver a leer Un día en la vida de Iván Denísovich, de Solzhenitsyn. Se acomodó en una butaca.
Acababa de comenzar cuando lo sobresaltó el sonido del teléfono. Lo miró con desconfianza y después consultó el reloj. Eran las seis. ¿Quién podía llamar tan temprano? Preocupado por que algo le hubiera sucedido a Leonid, lo cogió.
—Hola —dijo una voz masculina—. ¿Valentín?
—Sí. ¿Quién es?
—Soy yo, Ilia —respondió su amigo—. ¿A qué hora puedes venir a Orël? ¿Puedes coger el tren esta noche?
Aquello lo cogió por sorpresa. Un minuto antes no tenía planes, y ahora Ilia le pedía que hiciera un viaje de cuatro horas hasta la ciudad. Dudó antes de preguntar:
—¿Es algo oficial?
—No, no pidas coche. No le cuentes a nadie que vas a venir.
Orlov tenía la sensación de que, fuera lo que fuera lo que había estado esperando todos esos años, estaba a punto de suceder, pero no como él imaginaba.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Qué has descubierto?
La voz de Ilia rezumaba emoción.
—Tengo una pista sobre Natalia Azarova. Creo que sé dónde está enterrada.