Ocho

Moscú, 2000

Lily estaba viendo la televisión con el volumen bajo. En la pantalla aparecieron imágenes de la atrocidad de la tarde anterior: gente cubierta de sangre y hollín; enfermeros trabajando a toda máquina. Habían muerto siete personas. Sesenta estaban en el hospital, muchas de ellas con lesiones graves. «Vi a una joven morir delante de mí —relataba un testigo a un periodista—. Tenía unas quemaduras espantosas y lloraba. Los médicos no llegaron a tiempo».

Nadie había reivindicado la responsabilidad de la explosión, pero todo el mundo culpaba a los chechenos. Los atentados de los bloques de apartamentos cometidos en Moscú y otras ciudades el septiembre anterior estaban muy vivos en el recuerdo de todos. Aunque existían teorías de la conspiración sobre los ataques, la mayoría de la gente creía que los chechenos estaban involucrados y habían apoyado la segunda guerra de la Federación Rusa contra Chechenia. Lily se frotó los ojos. No había dormido y todavía llevaba la ropa del día anterior. Al llegar a casa se había encontrado con cinco mensajes cada vez más desesperados de su madre en el contestador. Llamó a sus padres y habló con ellos más de una hora para asegurarles que las autoridades municipales estaban respondiendo con rapidez a la crisis y que la bomba no iba dirigida a extranjeros.

También había un mensaje de Betty. Lily llamó al Departamento de Recursos Humanos del banco en el que trabajaba su amiga. Betty se ausentó de una entrevista para hablar con ella. Sólo pudieron charlar unos momentos, pero le gustaba que hubiera gente que se preocupaba por ella.

Su mirada se desvió hacia la habitación en la que la anciana dormía con Laika a su lado. ¿Por qué no tenía a nadie que cuidara de ella? Seguía negándose a decirle su nombre, así que Lily había empezado a llamarla Babushka, abuela.

A sus padres y a Betty no les había hablado de Babushka. Si Betty la consideraba una loca por rescatar gatos callejeros, ¿qué habría opinado de que diera cobijo a una desconocida y a su perra? Pero, tras ser testigo del horror que podían infligirse unos seres humanos a otros, a Lily la invadió el deseo de tender una mano a alguien. Babushka estaba conmocionada y confusa. Necesitaba atención. Darle cobijo era como hacer algo para contrarrestar todo aquel sinsentido.

Alguien llamó a la puerta con los nudillos. Era Oksana. Después de acostar a Babushka, Lily había ido a verla la noche anterior para contarle lo que había pasado.

—¿Sigue durmiendo? —preguntó Oksana, que llevó una bolsa de comida a la cocina.

—No estaba nada nerviosa —le dijo Lily.

—Pobrecita —respondió Oksana, que sacó un paquete de trigo sarraceno tostado y buscó una cacerola en los armarios de Lily—. Y pobrecita tú también.

Lily se encogió de hombros. En comparación con lo que estaban sufriendo otros aquel día, no creía tener derecho a quejarse.

—Veo que los gatos están tranquilos —observó Oksana señalando a Pushkin, Max y Georgy, que dormían en el alféizar. Mamochka ocupaba su lugar habitual debajo de la mesita del teléfono—. ¿No han reaccionado al tener un perro en casa?

—De momento no —contestó Lily.

—Los gatos callejeros son así —dijo Oksana, que vertió el trigo en una olla con agua hirviendo—. Son corteses. Cuando hubo aquellas inundaciones el año pasado, recorrí Moscú en coche y recogí todo lo que seguía vivo. Aunque al poco rato mi todoterreno estaba lleno de perros y gatos, no hubo un solo bufido ni gruñido.

—Probablemente estaban agradecidos —dijo Lily.

Oksana tocó la mejilla a Lily con aire maternal.

—Antonia vendrá a cuidar de Babushka esta mañana; luego la vigilaré yo, hasta que vuelvas. ¿Te sigue yendo bien ir a recoger a Afrodita y Artemisa esta tarde? Si no te apetece, dímelo.

Le apetecía. Quería hacer cosas, incluso ir a trabajar. Cualquier cosa por quitarse de la cabeza aquellas imágenes espantosas. Tenía miedo de coger el metro, pero sabía que, si no volvía a la rutina habitual lo antes posible, el temor se apoderaría de ella. «Un rayo no cae dos veces en el mismo sitio», les había dicho a sus padres la noche anterior; el metro y las calles de Moscú estarían llenos de policías, agentes federales y soldados.

Mientras Oksana preparaba la kasha de trigo sarraceno, Lily se duchó y se vistió. Cuando extendió el brazo para ponerse maquillaje, se dio cuenta de que le temblaba la mano.

Oksana había dejado un poco de kasha para cuando Babushka despertara. Ella y Lily se sentaron en el sofá a comerse la suya y vieron las noticias. Lily tenía una sensación de vacío en el estómago; lo que vio en la pantalla acabó de quitarle el apetito. Tal vez debería cambiar de canal, pero era incapaz de hacerlo. Por alguna razón necesitaba ver la noticia una y otra vez para analizar cada detalle con el resto de la ansiosa población. Según los testigos oculares, dos hombres habían dejado frente al quiosco de venta de entradas para el teatro un maletín que presuntamente contenía la bomba. «Somos un país en guerra y debemos actuar como tal —declaraba una autoridad municipal—. Los moscovitas deben estar alerta. Han de vigilar a sus vecinos e informar de cualquier movimiento sospechoso».

Lily se estremeció. La amenaza de la Guerra Fría se había disipado con la caída del Muro de Berlín. ¿Era aquél un nuevo tipo de guerra?

El presentador de televisión dijo que los centros de transfusión de sangre de la ciudad necesitaban más donantes para ayudar a las víctimas. Lily vio otra oportunidad para hacer algo.

—¿Te importa esperar aquí hasta que llegue Antonia? —le preguntó a Oksana—. Quiero ir a donar sangre.

Llamó a Scott para decirle que llegaría tarde. Saltó el contestador automático y le dejó un mensaje. Cuando bajaba las escaleras vio a Dagmara, su vecina chechena, entrar en casa y cerrar la puerta. A Dagmara la habían desahuciado de su anterior vivienda tras los atentados. Oksana era una de las pocas rusas dispuestas a alquilarle un piso.

—El problema de los terroristas es que actúan como si representaran a toda la nación, y no es cierto —había dicho Oksana—. No les importan las consecuencias que recaen sobre los ciudadanos inocentes cuando llevan a otra nación a declararles la guerra.

En aquel momento, Dagmara debía de sentirse aterrorizada, pensando en las represalias de las que sería víctima por esa última atrocidad.

La fila de gente que esperaba para donar sangre salía del hospital y continuaba calle abajo. Lily se alegraba de unirse a los moscovitas para mostrar su solidaridad contra la violencia, pero iba a ser una espera larga. Después de hacer cola durante una hora, salió una enfermera y dijo a todos que el hospital tenía tantos donantes como podía gestionar. Si era precisa más sangre, volverían a realizar un llamamiento en los informativos. Lily no tuvo más opción que marcharse.

Cuando salió del metro y se dirigió al paso subterráneo de Tverskaya, lo primero que vio fue a un empleado municipal limpiando sangre de las baldosas. En el aire se percibía aún el olor acre del humo y los cables eléctricos colgaban del techo ennegrecido del túnel. Reunió fuerzas para pasar por los lugares en los que había muerto gente o había resultado tan gravemente herida que ahora su vida había cambiado de forma irrevocable. Tal como sospechaba, había policías con perros por todas partes. Tenía preparado el pasaporte por si alguien se lo pedía.

Los quioscos estaban acordonados, pero se había permitido a los vendedores que regresaran para ver qué podían rescatar entre las pilas de metal retorcido, cristales rotos, trozos de CD y jirones de ropa.

El cráter de la bomba se había convertido en un santuario improvisado con ramos de flores, iconos y velas. Lily se acercó a varias personas que se habían reunido allí para rezar en silencio. Ahora se daba cuenta de lo afortunadas que habían sido Babushka, Laika y la vendedora de flores. Habían salido bien paradas sólo porque habían estado cerca de las escaleras.

El ambiente en el hotel era triste. Los botones susurraban entre sí. A Lily le dio la sensación de que los recepcionistas la miraban de una manera peculiar. La falta de sueño la hacía sentirse frágil, y era consciente de que se había secado el pelo y se había maquillado apresuradamente, pero eso no parecía bastar para garantizar miradas furtivas.

Aunque ya eran las once, la sorprendió encontrar el Departamento de Ventas y Marketing vacío, a excepción de Scott, que estaba en su despacho, y Mary, atenta a su pantalla de ordenador. Scott se levantó al ver a Lily. Pensó que estaba a punto de anunciar la afirmación de la semana —«La ventaja positiva es siempre mía»— e intentó recordar desesperadamente la suya.

—¿Recibiste mi mensaje? —preguntó Lily con la esperanza de desviar la conversación—. Esta mañana he ido a donar sangre.

Scott no pareció percatarse de lo que había dicho.

—He pedido a los demás que se fueran a casa —respondió—. Mary cancelará algunas reuniones y se irá. Colin ha ido al Departamento de Relaciones con los Huéspedes a ver si puede ayudar en algo a Rodney.

—¿Ayudar a Rodney? —preguntó Lily.

Algo no iba bien. Los departamentos de los hoteles no enviaban a la gente a casa por desastres como aquél a menos que… Lily empezó a pensar a cámara lenta… A menos que alguien se hubiera visto afectado. Miró hacia las mesas de sus compañeros. Sabía que Colin y Mary estaban en la oficina. Junto al ordenador de Richard había un vaso de café lleno; probablemente había venido por la mañana, aunque ahora no estaba allí. Luego observó la mesa de Kate, con su colección de fotografías familiares y los retales de encaje nupcial clavados en su tablón de notas. De repente tuvo una visión de Kate con su vestido plateado y recordó sus palabras de la tarde anterior: «Tengo que ir a buscar unas entradas para el teatro. El mes que viene es el cumpleaños de Rodney y quiero llevarlo a ver La gaviota».

Lily se quedó inmóvil. La bomba estalló frente al quiosco del teatro minutos antes de las seis. Kate debía de estar allí justo en aquel momento. Empezó a ver manchas blancas. Scott la ayudó a sentarse.

—¿Kate? —preguntó, incapaz de creer que aquello fuera real.

No, no podía ser.

Scott torció el gesto.

—El cónsul general dijo que había sufrido quemaduras graves. Murió allí mismo. Como imaginarás, Rodney y su familia están destrozados.

En aquel momento llegó el director del hotel. Scott fue a hablar con él. Lily se sentó a la mesa, confusa. Todo había saltado por los aires. Kate no. ¡Claro que no! A la gente perfecta no le sucedían desgracias. La gente perfecta llevaba una vida perfecta. Se casaban con gente perfecta, tenían hijos y nietos perfectos, y puede que incluso bisnietos perfectos. Morían en su lecho, en casa, rodeados de sus seres queridos. No morían a los veinticinco años, semanas antes de su boda, por culpa de un atentado terrorista, en un paso subterráneo del metro de Moscú.

Lily encendió el ordenador, pero no era capaz de leer nada. Si Scott no la hubiera llamado a su despacho la víspera para hablarle del hotel de San Petersburgo, ella también habría estado en el túnel cuando explotó la bomba.

—Es muy triste, ¿verdad?

Lily levantó la cabeza y vio a Mary. Tenía el maquillaje corrido y los ojos inyectados en sangre.

—No me lo puedo creer —respondió Lily—. Todavía no lo he asimilado.

—Su madre, pobrecita —continuó Mary, que sacó un pañuelo de una caja que tenía sobre la mesa y se sonó la nariz—. Tiene cáncer terminal. Por eso Kate y Rodney adelantaron la boda.

Lily se sintió palidecer.

—¿La madre de Kate tiene cáncer?

Mary asintió.

—Disfrutó mucho organizando la boda de su hija…, y ahora tendrá que organizar su funeral.

Lily sintió como si le hubieran propinado una patada en las costillas. Apagó el ordenador. Empezó a llegar gente de otros departamentos y dejaron flores sobre la mesa de Kate. Lily buscó jarrones para los ramos, pero no podía pensar con claridad. Llegaba a un armario y se olvidaba de lo que estaba buscando. ¿La madre de Kate tenía cáncer?

Finalmente, tuvo que parar. Fue al office y bebió un vaso de agua. Había dado por sentado que el entusiasmo de Kate por su boda era la típica insensibilidad de la futura novia hacia la vida mundana de los demás. Ahora comprendía que era un barniz para su corazón roto: estaba a punto de perder a su madre. Ella y Kate tenían más en común de lo que imaginaba. Compartían ese engaño. Cuando Adam estaba enfermo, la gente le decía lo bien que estaba llevando las cosas, pero por dentro estaba deshecha. Cuando murió, ella se vino abajo.

Lily recogió sus cosas de la mesa y se despidió de Scott. Ella y Mary se abrazaron.

—Lo superaremos —dijo Mary, frotando la espalda a Lily.

En la plaza Pushkin, compró un ramo de rosas, que dejó en el improvisado santuario junto con los demás. Pese a su angustia, logró encontrar el andén y el tren correctos. Luego recordó el testimonio que apareció aquella mañana en las noticias: «Vi a una joven morir delante de mí. Tenía unas quemaduras espantosas y lloraba. Los médicos no llegaron a tiempo». ¿Sería Kate? En el vagón, todos los demás viajeros parecían inexpresivos, pero Lily era incapaz de guardar la compostura. Le caían lágrimas por las mejillas y empezó a sollozar. ¿Qué debió de pensar Kate mientras yacía moribunda? ¿Que había perdido sus sueños? ¿Que no volvería a ver nunca a su familia?

—Lo siento, Kate. No lo sabía —dijo Lily entre lágrimas—. Lo siento de veras.

Se sentó un rato en el parque que había delante de su casa para calmarse un poco, para intentar controlar su conmoción. La mañana anterior, Oksana había trazado un plan: Babushka y Laika se quedarían con Lily mientras averiguaba dónde había vivido la mujer anteriormente y si había algún pariente que pudiera prestarle ayuda.

Cuando Lily entró en el piso, Antonia, la amiga de Oksana, estaba viendo un drama histórico en televisión. Babushka y Laika dormitaban al lado de ella en el sofá. Antonia se sorprendió al ver a Lily, pero no preguntó por qué había llegado tan temprano.

—Ha comido un poco de kasha —susurró a Lily—. Pero no ha dicho una palabra. Le hemos cambiado el vendaje de ese corte tan desagradable. Oksana cree que podría tener anemia. Le ha pedido a un médico amigo suyo que venga y le eche un vistazo esta noche.

Lily se sentó con Antonia a ver la televisión. Intentó perderse en aquella historia de duelos y romances, con los palacios de los zares como telón de fondo, pero no podía dejar de pensar en Kate y Rodney. Qué tristes resultarían ahora aquellos planes de boda para sus familias. Lily se sintió aliviada cuando llegó la hora de recoger a los gatos de la clínica veterinaria. Al menos la mantendría ocupada un rato.

—¿Te quedarás aquí hasta que vuelva Oksana? —preguntó a Antonia.

—Estamos bien —dijo Antonia, que acarició a Laika en la cabeza—. Esta perrita es un encanto. No se ha separado de su dueña en ningún momento.

Lily sólo llevaba cinco minutos en la sala de espera de la clínica veterinaria Yelchin cuando se dio cuenta de que no era el lugar adecuado para ella. Eran las seis y el centro estaba lleno de gente que iba a recoger a sus animales tras una operación. Las enfermeras entraban y salían por una puerta batiente cargadas con transportadores que contenían gatos con los ojos como platos o paseando a perros con collar. La imagen de un caniche con las patas vendadas y un gato con puntos a un lado del cuello, además de las expresiones de alivio de sus propietarios, hicieron que a Lily se le llenaran los ojos de lágrimas. La última vez que había estado en la consulta de un veterinario fue cuando tuvieron que sacrificar a Honey, su querida gata. Había vivido felizmente hasta los diecinueve años, pero, de repente, empezaron a fallarle los riñones y dejó de comer. Murió seis meses después que la abuela de Lily, que perdió a sus dos grandes compañeras de infancia en cuestión de un año.

El recuerdo la entristeció aún más y buscó algo para distraerse. Había un montón de revistas en una mesita y las hojeó. En su mayoría eran ejemplares de Moscow Life o la edición rusa de Vogue que había leído en el trabajo. Pero hubo una que le llamó la atención: El cazador de reliquias. El subtítulo decía: «Hasta que todos los caídos sean traídos a casa». Lily obvió los anuncios de detectores de metales y las fotografías de carros de combate alemanes sumergidos en ciénagas. Entonces llegó a un artículo sobre los pilotos perdidos en la batalla de Inglaterra. Le sorprendió leer que varios pilotos habían seguido enterrados con sus aviones hasta los años ochenta, cuando investigadores civiles, pues las autoridades militares se oponían a excavar el lugar donde se habían estrellado, habían recuperado sus restos. A Lily le pareció mal que alguien hiciera el sacrificio definitivo por su país y luego se le negara un entierro como es debido, y sólo por pura burocracia.

Observó las fotografías de los pilotos que acompañaban el artículo. Eran muy jóvenes, con la piel suave y una mirada que anhelaba la llegada del futuro. La mayoría de ellos no pasaban de los diecinueve o los veinte años; eran mucho más jóvenes que Lily. «Si yo estoy traumatizada después de presenciar un atentado y perder a una compañera, ¿cómo podían lidiar ellos a diario con batallas y muertes?», se preguntó.

—¿Afrodita y Artemisa?

Lily alzó la vista. En recepción había un hombre con un uniforme azul y un transportador de grandes dimensiones. Miró con expectación a Lily, que era la única persona que quedaba en la sala de espera. Llevaba una melena castaño claro hasta los hombros y era de complexión atlética. El color del uniforme hacía juego con su piel aceitunada.

—Sí —dijo ella al levantarse.

El hombre sonrió. Aunque era el final de la jornada, todavía iba bien afeitado y lucía unas modernas patillas. Lily se imaginaba al doctor Yelchin como un anciano encorvado con cara de sabio. No se esperaba a un hombre de unos treinta y cinco años y aspecto de estrella de cine.

—Tú debes de ser Lily, la amiga de Oksana —dijo el veterinario, que dejó el transportador en el suelo y pidió a la enfermera un formulario de alta. Tenía una de aquellas voces eslavas profundas que a Lily le resultaban hipnóticas.

—Y usted debe de ser el doctor Yelchin —aventuró.

El hombre se echó a reír y sacudió la cabeza.

—El doctor Yelchin es mi tío. Está a punto de jubilarse y lo sustituiré en la gestión de cirugías. Soy el doctor Demidov, pero, por favor, llámame Luka.

Lily se ruborizó. ¿Utilizar su nombre de pila cuando acababa de conocerlo no era demasiado informal para un ruso? Si Luka notó su incomodidad, no lo demostró.

Afrodita y Artemisa siguen un poco dormidas —dijo señalando el transportador—. Les he administrado analgésicos de acción prolongada y antibióticos, pero, si notas inflamación o sangrado, llámame inmediatamente, por favor.

Anotó sus números fijo y móvil en el formulario de alta y se lo entregó. Convencida de que estaba brillando de la cabeza a los pies, Lily buscó el monedero en el bolso.

—No tienes que pagar nada —dijo Luka—. Oksana es una buena mujer. Esta consulta intenta ayudarla lo máximo posible. Todo ha sido bastante fácil.

—Gracias —respondió Lily—. Oksana estará contenta.

Guardó el monedero en el bolso y cogió el transportador. Luka le puso la mano en el brazo.

—Ya lo llevo yo hasta el coche. Oksana quería que los gatos estuvieran juntos, así que he utilizado un transportador para perros. Pesa un poco.

—Gracias —repuso de nuevo Lily.

Con la mano que le quedaba libre, Luka abrió la puerta de la clínica y dejó pasar a Lily hacia el aparcamiento. Abrió la puerta trasera del Niva de Oksana y cubrió el asiento con una sábana. Luka dejó el transportador encima.

—¿Así que te interesa la búsqueda de reliquias? —le preguntó a Lily, apartándose para que pudiera colocar una toalla encima del transportador. Lily se dio cuenta de que todavía tenía en la mano el ejemplar de la revista.

—Oh, lo siento —dijo, y se la devolvió, antes de atar el transportador con el cinturón de seguridad—. La he cogido para leerla.

Estaba tan ruborizada que empezó a marearse. ¿Por qué estaba quedando como una tonta? ¿Porque Luka era guapo? Había amado durante tanto tiempo a Adam que nunca había considerado atractivo a otro hombre. Era una sensación incómoda y no sabía cómo interpretarla.

—Bueno, espero volver a verte, Lily —dijo Luka esbozando su encantadora sonrisa antes de entrar de nuevo en la clínica—. Llámame si tienes problemas.

Lily no acertó a responder. Se metió en el todoterreno y arrancó.

—Me parece que me estoy volviendo loca —farfulló antes de poner rumbo a casa.

Lily encontró aparcamiento delante de su edificio. Yulian, un vecino, la vio y se ofreció a llevar el transportador de Afrodita y Artemisa. Según había descubierto, era la manera que tenían los hombres rusos de ser caballerosos. Tomaron el ascensor hasta la planta de Lily. Yulian dejó el transportador sobre el felpudo mientras ella buscaba la llave en el bolso, pero Oksana los oyó y abrió la puerta. Después de darle las gracias a Yulian, ella y Oksana metieron dentro el transportador.

En el salón, el amigo médico de Oksana estaba examinando a Babushka con un estetoscopio. Era un cuarentón atractivo con el pelo gris y de pómulos marcados. Lily pensó en Luka, de la clínica veterinaria; se maravilló de la capacidad que tenía Oksana para conseguir que hombres atractivos le hicieran favores.

Dejaron el transportador en el cuarto de baño.

—Aquí estarán bien un rato —dijo Oksana a Lily—. En el piso he montado una jaula de hospital para ellas.

Cuando volvieron al comedor, presentó a Lily a su amigo.

—Lily, éste es el doctor Pesenko.

—Todavía está en shock —les dijo—. Le he puesto una inyección de B12, pero quiero hacerle unas radiografías de la columna y del torso. ¿Podéis llevarla a mi consulta pasado mañana?

Los tres ayudaron a Babushka a tumbarse en la cama de Lily.

—Hay algo más —dijo el doctor Pesenko cuando volvieron al salón—. No he conseguido que me diga su nombre, pero, cuando le subí la manga para ponerle la inyección, encontré un número de serie tatuado en su antebrazo.

—¿Como los de los campos de concentración nazis? —preguntó Oksana.

El doctor Pesenko se encogió de hombros.

—No hay ningún triángulo ni otro símbolo que la identifique como judía, pero es posible que la enviaran a un campo si vivía en un pueblo que invadieron los alemanes durante la guerra.

Lily miró a Babushka, que se había quedado dormida rodeando a Laika con el brazo. Todas las personas que habían vivido hasta aquella edad tenían una historia que contar, pero Lily intuía que la de aquella anciana era excepcional.

Transcurridos dos días, Lily y Oksana fueron incapaces de sonsacar a Babushka su nombre. Cuando Lily la vio por primera vez en la plaza Pushkin y luego en la zona de obras parecía elocuente y alerta. Por lo visto, la conmoción de la bomba en el paso subterráneo la había hecho retraerse. Farfullaba palabras que podían ser nombres de lugares o personas, aunque no estaba nada claro.

Cada vez que sonaba el teléfono, Babushka se sobresaltaba como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Así que a Lily la sorprendió que no opusiera resistencia cuando ella y Oksana la llevaron a la clínica del doctor Pesenko. Se mostró sumisa mientras el doctor la pesaba, le tomaba la presión y una muestra de sangre, le palpaba el cuello y las piernas, la auscultaba y luego la enviaba con una enfermera para que le hicieran una radiografía.

El doctor Pesenko aprovechó para invitar a Oksana y Lily a sentarse a su mesa.

—Necesitará más pruebas, pero de momento todo indica que padece una enfermedad cardiaca crónica que no se ha tratado —dijo antes de tomar asiento—. Lo máximo que podré hacer por ella es darle medicación para aliviar los síntomas.

—¿Te refieres a que la enfermedad es terminal? —preguntó Oksana.

El doctor Pesenko asintió.

—Me sorprende que haya durado tanto. Está desnutrida, lo cual no ayuda, por supuesto.

—¿Cuánto crees…?

Lily no pudo continuar; sintió que se ahogaba. Babushka debía de intuir que su salud estaba empeorando; por eso estaba tan desesperada por que Lily se llevara a Laika.

—Puede que le queden seis meses, o puede que tres días —respondió el doctor Pesenko—. Es difícil pronosticarlo. Intentaré mover hilos y ver si puedo ingresarla en el hospital (uno estatal o benéfico) para que le practiquen más pruebas y le administren cuidados paliativos.

Entonces llegó la enfermera con los resultados de las radiografías en una carpeta.

—He dejado a la paciente tumbada en la sala de reconocimiento —dijo al doctor Pesenko antes de marcharse de nuevo.

El doctor Pesenko abrió la carpeta, sacó las radiografías y las estudió. Las colocó en el negatoscopio para que Lily pudiera verlas.

—Hay indicios de congestión pulmonar —dijo señalando los pulmones—, pero hay algo inusual. Mira, tiene el corazón más a la derecha de lo que debería.

—¿Por qué? —preguntó Oksana—. ¿Es de nacimiento?

El médico sacudió la cabeza.

—Sólo lo he visto dos veces. En un caso, el desplazamiento era consecuencia de una lesión en el pecho ocasionada por un accidente de tráfico. El otro era un hombre que había recibido una gran paliza de unos matones; su corazón se movió.

—Tal vez le ocurrió algo cuando estuvo en el campo de concentración —dijo Lily.

El doctor Pesenko extendió varias recetas y se las entregó a Lily.

—¿Qué haréis con ella hasta que le encuentre una cama de hospital? —preguntó—. Probablemente, no le quede mucho tiempo.

Lily notó que Oksana la miraba. Sabía lo difícil que sería cuidar de una persona moribunda, pero se sentía obligada a ayudar a Babushka.

—Puede quedarse conmigo —le dijo al doctor Pesenko—, si a Oksana no le importa.

Oksana asintió.

—Por supuesto que no. Yulian dejará su apartamento mañana. Es más grande que el tuyo. Puedes utilizarlo hasta que consigamos plaza para Babushka en el hospital.

—De modo que somos conspiradores —dijo el doctor Pesenko con una agradable sonrisa—. Tres personas intentando ayudar a una anciana de la que no sabemos nada.

—Los animales moribundos suelen acudir a mí —respondió Oksana, pensativa—. Creo que son ángeles disfrazados, porque, al cuidar de ellos, siempre me dejan un regalo.