Veinticuatro
Orël Oblast, 1943
Después de ver al agente del NKVD vigilándome, no pensé que las cosas pudieran empeorar. Pero lo hicieron. Y mucho. Fui corriendo hacia el búnker del alto mando con la intención de advertir a Valentín de que estaban a punto de detenerme, pero estaba en la pista con el resto de su escuadrón. A su lado estaba Sharavin, que iba a quitar las falcas de las ruedas. Svetlana estaba trabajando en mi avión, que en la última salida había sido alcanzado por varios disparos. Iba a contárselo.
Cuando estaba llegando al hangar, Lipovski me dio el alto.
—¿Adónde va con tanta prisa, camarada teniente? Ahora no puede cotillear con su mecánica. Tiene que atender otros aviones, además del suyo.
Mi rango era igual al de Lipovski, por lo que su tono pomposo estaba fuera de lugar, pero no podía permitirme meterme en problemas.
—Tenga —dijo, y me entregó un fajo de sobres—. Ha llegado el correo. Haga algo útil y llévelos al búnker de las mujeres.
Lipovski leía y censuraba las cartas personales. Su reparto era altamente confidencial. ¿Le daba placer tratarme como una subordinada y obligarme a entregar el correo? Tal vez era Lipovski quien me había denunciado al NKVD. Cogí el correo y me alegré de no encontrar a ninguna de las mujeres en el búnker cuando llegué. Quería escribir dos notas, una a mi madre y otra a Valentín. Se las confiaría a Svetlana.
Dejé el correo de Alisa encima de su almohada y rebusqué en el montón. La caligrafía inclinada que aparecía en el sobre dirigido a Svetlana era la de su madre. El remite me dejó helada: «Apartamento 13, 11 Skatertni Pereulok, Moscú». Era el piso donde yo vivía con mi familia antes de que detuvieran a mi padre. Estaba confusa. ¿Cómo era posible que la familia de Svetlana viviera en nuestro antiguo piso?
Enseguida lo vi claro. Por lo que sabía, a la gente que denunciaba a sus compañeros o vecinos a menudo la recompensaban con las posesiones del acusado. Me habían hablado de un profesor de la Universidad de Moscú al que otorgaron el puesto de jefe de departamento después de denunciar a su superior y de una cantante de ópera que había «heredado» las prendas de piel de la esposa del director de la compañía cuando, debido a sus acusaciones, ambos terminaron en un campo de trabajo. ¿Por qué no iba a ser recompensado un traidor con un apartamento que ella ansiaba? El extraño comportamiento de Lidia la noche de la detención de papá ahora tenía lógica. Sabía lo que se avecinaba. ¿O se inquietó al ver el broche que Stalin había enviado con tanta falsedad?
Ya tenía lo que quería. Recuerdo el felpudo nuevo y el olor a pintura húmeda y pulimento de suelos que había notado cuando devolví la bufanda que mamá había pedido prestada a nuestra antigua vecina. Ya no importaba que el NKVD estuviera a punto de detenerme, porque todo lo que había vivido era una mentira. Svetlana, a quien había confiado mi vida a diario, nos había traicionado a mí y a mi familia.
Cuando Svetlana volvió al búnker creí que la abofetearía, pero me quedé allí inmóvil y dije con frialdad:
—Mi padre fue ejecutado. ¿Y por qué? ¿Porque tu madre quería el piso?
Svetlana miró la carta que sostenía en mis manos. Palideció y dejó caer los hombros. Luego se sentó en la cama y se tapó los ojos con las manos.
—¡Y tuviste el valor de fingir que eras mi amiga! —proseguí.
—No lo sabía. Yo no sabía que mi madre había convencido a mi padre de que hiciera aquello.
—¿No lo sabías? —Mi tono era brusco—. ¿Vivías en nuestro piso, en nuestra casa, y no lo sabías?
Svetlana apoyó las manos en el regazo y me miró. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Al principio, no. Mi madre dijo que era una coincidencia, que habían solicitado un piso mejor y que nos tocó el vuestro porque había quedado vacío. Pero, por supuesto, era obvio. —Cerró los puños—. Me avergonzaba tanto de ella… ¡Me avergonzaba tanto de mi propia madre!
Svetlana me suplicó que lo entendiera, pero no era capaz de sentir nada por ella. Tan sólo podía pensar en papá. Se lo habían llevado de casa, lo habían encarcelado y lo habían matado. ¿Cómo iba a olvidar su mirada cuando lo detuvieron? ¡Los culpables eran los Novikov!
Tenía ganas de abalanzarme sobre Svetlana, empujarla y darle un puñetazo, pero parecía derrotada y se habría desplomado al primer golpe. En lugar de eso, le tiré la carta encima y me fui.
Me senté en un campo de girasoles, llena de ira. Mi madre había sido generosa con Lidia. Mi padre había dicho que llevaría a la familia Novikov a la dacha en verano. ¡Y a cambio ellos nos llevaron a aquel infierno! Me imaginé a Lidia viviendo en aquel bonito piso mientras mi madre estaba sola en una casa diminuta sin su familia. Que la traición hubiera ocurrido años antes y que acabara de enterarme lo empeoraba todo. Quería odiar a Svetlana, pero no podía. La culpable era Lidia. Mientras pensaba en todo aquello, empecé a entender por qué Svetlana, con todas sus cualificaciones, había venido al frente a trabajar de mecánica conmigo. A diferencia de su madre, ella estaba avergonzada. Me levanté con la intención de ir al búnker a dormir unas horas, pero el capitán Panchenko anunció por los altavoces que el regimiento debía reunirse de inmediato. Valentín nos describió la gravedad de lo que se avecinaba. La Luftwaffe estaba organizando contingentes de aviones para frenar nuestro avance.
—El combate será encarnizado —dijo—. Quiero aprovechar esta oportunidad para expresar lo orgulloso que estoy de haber sido vuestro comandante.
El escuadrón de Valentín y el mío —que en esta ocasión lideraría Alisa—, junto con los demás, esperamos en nuestros aviones toda la mañana, pero parecía que los alemanes estaban postergando la ofensiva. No dejaba de escrutar el aeródromo, preguntándome si el agente del NKVD estaría acechando. Estaba tomándose su tiempo para detenerme. El sol era abrasador y los mandos me quemaban las manos cuando los tocaba. Tenía la garganta seca. Svetlana y los otros mecánicos se refugiaron bajo las alas de los aviones. Era una buena manera de que Svetlana y yo no estuviéramos cara a cara.
—No podemos seguir aquí sentados —dijo Valentín, e indicó a todos los pilotos que esperaran en la cabaña situada al borde de la pista.
Cuando llegué, me observó con preocupación.
—¿Te encuentras bien, Natasha?
Quiso sustituirme por otro piloto, pero me negué. ¡Cómo amaba a mi hermoso Valentín! Estaba tan conmocionada por lo que había descubierto que no les había escrito las notas a él y a mi madre. Si me asesinaban o me arrestaban, a Valentín le contarían que a papá lo habían ejecutado por ser enemigo del pueblo. Se preguntaría por qué se lo había ocultado. Tenía que explicarle lo bueno que era mi padre. Creía que si le contaba que habíamos asistido a la recepción en el Kremlin dedicada a Valery Chkalov, Valentín se daría cuenta de la estima que le profesaban Stalin y los otros comisarios a papá. Había creado cientos de nuevos tipos de chocolate. En la vida, su felicidad era dar placer a los demás. No tenía ningún interés en destruir la Unión Soviética.
—Conocí a Stalin en una recepción —empecé—. Me pareció el día más emocionante de mi vida. Tenía catorce años.
La expresión de Valentín cambió al instante. Esbozó una mueca, como si hubiera probado un alimento en mal estado.
—Escucha, Natasha, hay algo que debes saber. Stalin firmó personalmente la orden de ejecución de tu padre.
Aquello fue un jarro de agua fría. Por fin podía ver las cosas con claridad. Mi madre había escrito muchas veces a Stalin, pero nunca obtuvo respuesta. Fuesen cuales fuesen las flechas que habían disparado los padres de Svetlana contra papá, Stalin podría haberlas desechado con un solo gesto. Pero no lo hizo. No sabía cómo se había enterado Valentín de la historia de Stalin y de la muerte de mi padre, pero estaba convencida de que tenía razón. Era como si hubiera descorrido un velo y viera a Stalin tal como era, sin dejarme engañar por mi estúpida veneración.
Quería salir corriendo de allí y decirle a Svetlana que la perdonaba, pero llegó la llamada de despegue. Un frenético mensaje que llegó desde el frente hablaba de formaciones enormes que avanzaban a toda velocidad hacia nuestras tropas.
Valentín y yo fuimos corriendo a nuestros aviones, seguidos de los demás pilotos. Svetlana esperaba junto al mío para ayudarme con el paracaídas. Le entregué mi cápsula de identificación, pero desvió la mirada en todo momento. Ahora no había tiempo para reconciliarse.
Por la mañana, el cielo estaba despejado, pero por la tarde se habían formado densas nubes. Tres escuadrones despegaron en la primera salida, el cuarteto de cabeza de Valentín, del cual yo formaba parte; el cuarteto de cobertura de Alisa y un grupo de reserva liderado por Filipp. Avanzamos juntos por la pista, nos situamos con el viento a favor, tiramos de la válvula reguladora y despegamos. La vibración del avión me calmó. Ahora sólo podíamos pensar en el combate.
Cuando llegamos a la línea del frente, el cielo parecía una masa de aviones. Conté sesenta Junker protegidos por diez Focke-Wulf y veinte Messerschmitt. Los primeros Junker de la formación habían emprendido el ataque. El rugir del motor de los bombarderos y el zumbido de los cazas resultaban ensordecedores.
—Agrupaos en formación —nos ordenó por radio Valentín, que lideró nuestro cuarteto en el ataque a los bombarderos mientras Filipp dirigía a su grupo hacia los cazas.
Valentín se acercó a un Junker y disparó dos ráfagas. La primera acabó con el artillero de cola y la segunda prendió fuego a uno de los motores. El avión iba cargado de bombas y estalló en una bola de fuego que hizo que mi avión se tambaleara. Alisa abatió a un Focke-Wulf que iba pisándome los talones. Empezó a echar humo y se precipitó en espiral.
Los escuadrones de cabeza y cobertura se turnaban para atacar a los Junker. Hubo fuego cruzado, a veces peligrosamente cercano. Las balas trazadoras pasaban silbando junto a mi avión. Los aparatos volaban en todas direcciones, pero yo no despegaba los ojos de Valentín. Ocurriera lo que ocurriera, tenía que protegerlo.
Otros dos Junker se partieron y cayeron a tierra. Un Focke-Wulf en llamas se situó entre nosotros y me aparté para no caer con él. Perdí de vista a Valentín. Debajo de mí apareció un Messerschmitt; cuando lo tenía en el punto de mira, algo alcanzó a mi avión. Eran cascotes o balas; en medio del caos era imposible saberlo. Todo empezó a temblar y, por un momento, creí que había llegado el fin. Pero la lectura de los indicadores era normal. Pulsé el botón de disparo y el avión enemigo volteó y cayó panza arriba.
Vi a Valentín y recuperé mi posición. Nuestro cuarteto había desviado a los Junker de su objetivo. Habíamos perdido dos cazas, pero había visto a uno de los pilotos descender a nuestro lado del frente. El avión de Filipp estaba lleno de agujeros, pero parecía funcionar. Al menos habíamos ayudado a nuestras tropas. Ahora el avance estaba en sus manos.
Por el transmisor oí la voz de Valentín.
—De acuerdo, ahora volvamos al aeródromo. ¡Bien hecho!
Fue la batalla más feroz que habíamos librado juntos, pero Valentín parecía tan tranquilo como siempre.
—¿Es que nada te inquieta? —le pregunté por radio, pero no respondió.
El transmisor debía de estar estropeado. No podía oírme, pero yo a él sí.
Por fin avistamos el aeródromo entre las nubes y me invadió una sensación de paz: ahora podría reconciliarme con Svetlana y explicarle a Valentín mi pasado. Si podía hacer esas dos cosas, ya no me preocupaba lo que pudiera depararme el NKVD.
De reojo vi unas formas en las nubes. ¿Se había apartado uno de los cuartetos de la formación? Entonces los vi de nuevo. ¡No, eran tres aviones! ¡Messerschmitt!
Volví a probar el transmisor, pero sin éxito. Los aviones alemanes aparecieron entre las nubes e iban directos a Valentín. Aunque los hubiera visto, no tenía una sola posibilidad. Ya había iniciado el descenso. Había accionado el tren de aterrizaje y había aminorado la marcha. Volaba a muy poca altitud como para sobrevivir a un salto en paracaídas. Aceleré y volé en paralelo al piloto principal. Incliné el ala como si estuviera teniendo problemas para controlar mi aparato. La máscara me cubría gran parte de la cara, pero el piloto sabía que era una mujer. Incluso podía intuir de quién se trataba. El coronel Smirnov mencionó que habían puesto un alto precio a mi cabeza. El piloto mordió el anzuelo y me siguió cuando me alejé del aeródromo en dirección al frente. Para mi sorpresa, los otros dos pilotos también vinieron a por mí, en lugar de acabar con Valentín. No podían ser ases de la aviación si era tan fácil distraerlos, pero me alegraba de que hubieran caído en la trampa.
Penetré en una zona nubosa con los tres aviones enemigos detrás. Sabía que, cuando te perseguían varios aparatos, nunca había que volar en línea recta, sino realizar giros y ataques permanentes. Pero mi máxima preocupación era alejarlos de Valentín y del aeródromo. Me había equivocado con el Diamante Negro y esta vez no pensaba fallar.
Las nubes fueron desvaneciéndose poco a poco. Abajo había campos y, al final, un bosque. No tuve que consultar el mapa para saber que estaba sobrevolando territorio enemigo. Había llegado el momento de enfrentarme a los cazas. Viré y me dirigí a toda velocidad hacia los tres Messerschmitt. El piloto situado en el centro abrió fuego y junto a la cabina pasaron varias balas trazadoras. Sabía que si vacilaba me abatirían. Varios pilotos alemanes capturados nos habían revelado que sus aviadores consideraban a los eslavos gente fatalista proclive a tácticas suicidas. También sabían que teníamos al NKVD vigilándonos de cerca si fracasábamos en una misión. Esa idea me concedía ventaja e hicieron justamente lo que yo esperaba: perdieron los nervios y abrieron la formación en abanico. Alcancé a un avión con el cañón y cayó a tierra dejando un rastro de humo a su paso. Ahora todo estaba despejado para replegarme a nuestro lado de la línea del frente. Miré el indicador de combustible: tal vez quedara suficiente para llegar.
Sin embargo, los otros dos Messerschmitt no estaban dispuestos a dejarme escapar. Dieron la vuelta y me persiguieron. Podía hacerlos descender a una altura próxima a los árboles, pero a este lado del frente corría peligro de ser blanco del fuego antiaéreo. Si había de caer, era mejor hacerlo en aquellos campos remotos que había visto y no en medio del ejército alemán.
Viré de nuevo y realicé otra pasada. Pulsé el botón de disparo, pero se oyó un clic. Me había quedado sin munición y el combustible era demasiado escaso para seguir luchando. Los alemanes se darían cuenta, me atraparían en la maniobra de pinza que tanto les gustaba y me obligarían a tomar tierra. Pero tenía otro as bajo la manga. El índice de mortalidad era alto; los pilotos sólo utilizaban esta maniobra en casos desesperados. A los supervivientes les concedían la Orden de la Bandera Roja.
Me aproximé a uno de los cazas desde el costado y le arranqué parte del ala y le atravesé el fuselaje con la hélice. El avión empezó a caer en picado, pero había acabado con mis posibilidades de realizar un aterrizaje forzoso. Mi Yak comenzó a dar bandazos. Tiré de la palanca, pero era como un trozo de cuerda en mis manos. No tenía más opción que saltar.
Me quité la máscara y los auriculares e intenté abrir la compuerta. Estaba atascada; forcejeé mientras el avión empezaba a caer. Finalmente, conseguí abrirla. Cegada y sacudida por el fuerte viento, conseguí mantener el equilibro apoyada en el borde de la cabina. De repente, salí despedida. Lamenté no haber podido salvar el avión, que cayó en el bosque con un fuerte estruendo y una luz cegadora.
Entonces recordé dónde me encontraba y tiré de la anilla del paracaídas. Topé con un árbol en plena caída y, después de balancearme, choqué contra el suelo y perdí el conocimiento unos instantes. Cuando recobré la conciencia, vi el avión alemán que quedaba, sobrevolando en círculos la zona. ¿Me había visto saltar?
Me quedé quieta hasta que el avión se hubo marchado. Era un milagro que hubiera sobrevivido al salto, y al parecer de una pieza. Me toqué los brazos y las piernas: todo parecía estar bien, excepto por un dolor punzante en el costado. Pero cuando intenté levantarme, el dolor me bajaba por las piernas. Volví a sentarme y me quité las botas. Tenía los pies hinchados y amoratados. O bien me los había roto, o bien tenía los ligamentos desgarrados. Rompí la parte inferior de la camisa y me vendé los pies con fuerza; luego volví a ponerme las botas con delicadeza.
Me toqué el cinturón y me di cuenta de que había perdido la pistola al saltar del avión. Si el piloto me había visto, alertaría a las fuerzas de tierra sobre mi ubicación. Recé para que llegaran antes los partisanos.
Cerca había una arboleda; al otro lado de un sembrado, se extendía un bosque. Por ahora podía ocultarme entre los árboles. Cuando cayera la noche, iría hacia allí.
Avancé cojeando hacia la arboleda. Cada paso era una agonía. Me escondí en la maleza y me arranqué la insignia y las condecoraciones del uniforme. Si me capturaban, revelarían mi identidad. Doblé la insignia en el interior de mis documentos y los enterré debajo del árbol en el que estaba apoyada. Luego me llevé la mano al ojal y me di cuenta de que había perdido el broche que me había regalado Stalin. Me alegraba de haberme deshecho de él; era un símbolo de traición. No sólo era el monstruo responsable de la muerte de papá, sino también el culpable de la suerte que había corrido mi hermano. Ninguno de los voluntarios del metro habría muerto si Stalin no hubiera fijado aquel plazo imposible. Sin la pátina de romanticismo, lo veía todo con claridad.
Cuando cayó la noche, puse rumbo hacia el bosque. Tropecé, caí, me arrastré y volví a levantarme hasta que llegué a los árboles. Me agarré a un tronco para que mis pies no tuvieran que soportar el peso del cuerpo. A lo lejos oía el tableteo de las ametralladoras y el fuego de artillería. El frente se acercaba. Tal vez podría esconderme hasta que el ejército soviético reconquistara la zona.
De repente oí ruido de motocicletas y eché cuerpo a tierra. Una patrulla de alemanes pasó junto a mí. Al verlos se me disparó el corazón. Tenía que adentrarme más en el bosque. Cada vez que me movía, me fijaba el pequeño objetivo de llegar hasta el siguiente árbol; y a cada descanso, pensaba en algo que me causara placer para recuperar fuerzas. Oía música y me imaginaba a mí misma bailando con Valentín; me veía leyéndole Tolstói a Svetlana; imaginaba a mamá colocando flores en su apartamento, y a Dasha dormida a su lado encima de un cojín; pensé en deliciosos pelmeni, en flores de olor dulce, en hermosos vestidos y en perfume.
Finalmente, demasiado dolorida para seguir caminando, me acurruqué al pie de un pino y contemplé el cielo nocturno. Era consciente de cada crujido y sonido animal en la maleza que se extendía cerca de mí. Era verano y los osos, linces y lobos estarían activos. Pero no les tenía tanto miedo como a los alemanes. Los animales depredadores mataban cuando tenían hambre o para proteger a sus crías. No mataban en masa a los de su especie en una orgía de avaricia y maldad. Y recordé las palabras de Ludmila: «Si alguna de vosotras corre peligro de que la capturen, debe pegarse un tiro, en lugar de caer prisionera de esos monstruos».
Intenté permanecer despierta, pero me dormí antes del amanecer. Estaba soñando que una figura aparecía envuelta en la neblina de primera hora de la mañana y me apuntaba a la cabeza con una pistola. Me desperté sobresaltada, pero allí no había nadie. En el bosque no se oían sonidos humanos, pero los pájaros carpinteros y las codornices andaban enfrascados en la búsqueda de comida. Observé cómo se iluminaba el cielo. Cuando traté de ponerme en pie, tropecé y me caí. El dolor de pies y en el costado había ido a peor, pero no podía quedarme en el bosque. Debía buscar ayuda.
Cerca de allí oí el rumor de un arroyo. Fui a gatas en dirección al lugar de donde provenía el sonido. Cuando encontré el agua, hundí las manos y grité de alivio. Bebí mucho. Apretando los dientes, me quité las botas y hundí mis pies hinchados. Media hora después empecé a moverme de nuevo utilizando el método del día anterior: de árbol a árbol, de roca a roca.
Más tarde vi un Junker surcando los cielos acompañado de cazas de combate. Costaba creer que sólo veinticuatro horas antes me encontrara en un avión yendo en su busca. Pensé en mi Yak, perdido en algún lugar del bosque. ¿Lo vería alguien? Si moría allí, ¿me encontrarían?
Me entró fiebre y tuve que dejar de caminar. Me tumbé sobre la maleza con la esperanza de que una hora de sueño me diera fuerzas para volver a moverme. Me desperté poco después con todos mis sentidos alerta. Entre los matorrales pasaron dos conejos corriendo. Oí pasos…, pasos humanos. Pensaba que estaba soñando otra vez, pero entonces aparecieron dos figuras entre los árboles. Una de ellas me vio y lanzó un grito. Pensé que todo había terminado para mí, pero oí una voz de mujer.
—¡Natasha!
¡Era Svetlana! ¿Era real o la fiebre me hacía alucinar? Traté de levantarme, pero me desplomé. Alcé la vista y vi a Svetlana allí de pie. Detrás de ella había un niño de unos diez años.
Svetlana me rodeó con sus brazos.
—¡Sabía que te encontraría!
—¿Cómo lo has hecho? —le pregunté, todavía incapaz de creer que estuviera realmente allí—. ¿Hemos conquistado Orël?
Svetlana sacudió la cabeza.
—No, todavía no. Crucé la línea del frente por la noche y evité al enemigo. Los partisanos me ayudaron a localizar el lugar donde te habías estrellado. Mandaron a este chico para que me ayudara a encontrarte. Conoce bien el bosque. —Me miró los pies—. ¿Te has hecho daño?
—Me lesioné al caer —le dije—. No puedo estar mucho rato de pie.
Svetlana se volvió hacia el chico.
—Ayúdame a cargar con ella.
El muchacho me agarró de las piernas y Svetlana me pasó las manos por debajo de los brazos. Pero cuando me levantaron, fue como si se me estuvieran desgarrando las costillas y no podía respirar. Grité de dolor y volvieron a dejarme en el suelo.
—Así no progresaremos —dijo Svetlana—. Estás demasiado grave. Hay una carretera y un pueblo cerca de aquí. A menos que nos movamos con rapidez, nos detectarán. —Se volvió hacia el niño—. ¿Puedes ir a buscar ayuda? ¿Hay alguien en el pueblo en quien confíes?
El chaval nos miró a Svetlana y a mí como si estuviera tomándonos medidas. Estaba flaco y era nervioso. Su mirada ya no era la de un crío. Lamenté que la vida lo hubiera hecho así.
—Buscaré ayuda —dijo a Svetlana—. Espera aquí con ella.
Y volvió a desaparecer en el bosque.
—¿Quién es? —pregunté a Svetlana.
—Un huérfano que vive con los partisanos. Tenían que hacer saltar por los aires un puente para impedir el paso de los suministros alemanes, así que enviaron al niño conmigo. Está loco, pero, por lo visto, conoce este bosque como la palma de su mano.
—¿Podemos confiar en él?
Me parecía una pregunta dura tratándose de un niño, pero era la guerra. Había que andarse con cuidado con todo el mundo.
—Los partisanos lo utilizan de guía —respondió Svetlana—, así que estoy segura de que podemos confiar en él. —Se arrodilló detrás de mí y apoyó mi cabeza en su regazo—. Natasha, ¿me perdonarás algún día?
Extendí la mano y le toqué la cara.
—Siento haberme enfadado. Nada fue culpa tuya. ¡Nada! Fue Stalin quien firmó la orden de ejecución de mi padre. Fue él quien traicionó a papá. Tal vez las acusaciones de tu madre no ayudaron, pero Stalin podría haberlas desechado fácilmente.
Svetlana me quitó el casco de piel, que seguía llevando sin haberme dado cuenta siquiera. Lo dejó en el suelo junto a ella. Luego me acarició la frente, donde notaba el latido de mi corazón.
—Te habrías sentido orgullosa de mí, Natasha. Sharavin no creía que fuera a perseverar, pero crucé la línea del frente. Aparté cualquier pensamiento sórdido de mi cabeza, como siempre me has dicho que hiciera, y no dejaba de repetirme: «Natasha está viva y la encontraré».
Le sonreí.
—Siempre me he sentido orgullosa de ti, Sveta.
Se inclinó hacia delante para recoger arándanos de un matorral cercano y me los dio uno a uno.
—Valentín ha estado buscándote. Puede que los partisanos puedan hacerle llegar un mensaje.
Entonces se calló y miró en derredor. Yo también había oído algo en la distancia. Me incorporé de golpe, pese al dolor que sentía en las costillas. Eran motores. Podía oler el humo de los tubos de escape. Svetlana había dicho que cerca de allí había una carretera, pero debíamos de estar más cerca de lo que creía. Entonces el sonido de los camiones fue reemplazado por el de unas voces. Alguien estaba dando órdenes a gritos. Unos perros ladraban. ¿Había alertado el niño a todo el pueblo? ¿Tenían que hacer tanto ruido? Entonces discerní las voces con más claridad: hablaban en alemán. Se me heló la sangre.
Miré a mi alrededor. Yo no podía escapar, pero Svetlana podía echar a correr. Estábamos rodeadas. ¿Había alertado el muchacho a la persona equivocada por error? ¿O nos había delatado a conciencia para obtener alguna recompensa?
Me volví hacia Svetlana. Se intuía el terror en sus ojos. Sabía qué estaba pensando. Ser capturadas por los alemanes y sufrir sus abusos no era un futuro que pudiéramos soportar. Sabíamos cuál era el único camino posible.
Svetlana tragó saliva y se sacó el revólver del cinturón.
—Gasté tres balas para ahuyentar un jabalí —dijo—. Deben de quedar tres más. —Me tendió el arma—. Yo no seré capaz de hacerlo…, y no puedo verte morir —continuó con voz temblorosa—. Por favor…, yo primero y luego… tú.
Contuve las lágrimas. ¿Cómo podía asesinar a mi mejor amiga? Pero ¿qué otra opción teníamos? Sabíamos lo que nos esperaba en manos de los alemanes; al cabo de unos minutos, ya no nos quedaría esa opción. Cogí el revólver que me ofrecía Svetlana.
Rebuscó en el bolsillo y me dio la cápsula de identificación que le había confiado antes de mi último vuelo.
—Si nuestros camaradas llegan a encontrarnos, sabrán quiénes somos —dijo.
Me guardé la cápsula en el bolsillo. Utilizando el árbol para apoyarme, me puse en pie.
—Por favor, date la vuelta —le dije. No podía dispararle si estaba mirándome.
Sólo había tres balas en el tambor. Lo peor sería fallar y no matarla limpiamente. Apunté a la nuca de Svetlana, pero titubeé.
—Te quiero —dije.
—Yo también te quiero —respondió ella.
Las voces y ladridos eran cada vez más fuertes. Vi a los soldados alemanes acercarse entre los árboles. Uno de ellos gritó: me había visto. Echaron a correr hacia nosotras.
—Ahora —suplicó Svetlana—. Por favor, ahora. Estoy preparada.
Me latía el corazón con fuerza y recordé una imagen de Svetlana y yo volviendo al trote del colegio.
—Que Dios nos perdone —dije, atormentada por el acto indecible que estaba a punto de cometer.
Apreté el gatillo.
El estruendo del disparo hizo salir volando a una bandada de urogallos. Svetlana cayó hacia delante. Su cuerpo se estremeció unos instantes y luego quedó inerte.
Ahora se había ido. Tenía que irme con ella. Apunté a mi sien y apreté el gatillo, pero no sucedió nada. Volví a apretar. Nada. Entonces recibí un puñetazo en la cabeza y me desplomé.
El mundo desapareció.