Tres
The Moscow Times, 4 de agosto de 2000
HALLADO AVIÓN DE UNA PILOTO
CINCUENTA Y SIETE AÑOS DESPUÉS
PERO EL MISTERIO CONTINÚA
El Ministerio de Defensa ha confirmado hoy que un caza modelo Yak recuperado en un bosque de Orël Oblast la semana pasada es el de la as de la aviación desaparecida Natalia Stepanovna Azarova.
El hallazgo se produce tras varios años de controversia por la desaparición de la heroína de la Gran Guerra Patria durante una misión emprendida en julio de 1943. Los seguidores de Azarova argumentan que, debido a su estatus de celebridad, merece recibir la distinción de héroe de la Federación Rusa a título póstumo. Sin embargo, aunque el descubrimiento del pasado viernes ha arrojado un poco de luz sobre el misterio de la suerte que corrió Azarova, quedan muchas preguntas por responder. No se halló ningún cuerpo ni paracaídas entre los restos, lo cual alimenta la teoría de que Azarova era una espía alemana que había sido descubierta y que fingió su muerte para evitar que la detuvieran. A lo largo de los años, muchas personas han asegurado haber visto a Azarova en París y Berlín, pero no se ha confirmado en ningún caso.
El general Valentín Orlov, uno de los fundadores del programa Cosmonauta de la Unión Soviética y líder del escuadrón de Azarova cuando combatió en su unidad de cazas, ha rechazado desde hace tiempo la afirmación de que Azarova fuese una espía. Desde la guerra ha buscado incansablemente el lugar donde se estrelló, y en 1962 se unió a su búsqueda el arqueólogo de la aviación Ilia Kondakov.
El general Orlov, que ha tenido problemas de salud los últimos años, se negó a hacer declaraciones tras el descubrimiento de la semana pasada. Según manifestó, sólo lo hará cuando el Ministerio de Defensa haya examinado los restos adecuadamente y cuando se haya realizado una evaluación exhaustiva del bosque.
Klavdiya Shevereva, que dirige un pequeño museo de recuerdos relacionados con Azarova en Moscú, asegura que la lucha por demostrar su inocencia continuará.
Orlov se sentó en el sofá de velvetón de su piso en el barrio de Presnenski y dejó sus medicamentos sobre la mesita de centro. El médico le había indicado que tomara las pastillas después de las comidas con abundante agua. A él no se le había ocurrido preguntar si a continuación podía tomarse un trago de vodka, pero se sirvió uno de todos modos. Encontrar el avión de Natasha después de todos aquellos años le había provocado una tensión en el pecho que nada tenía que ver con su edad o su estado de salud.
Tras beber un trago de aquel líquido ardiente, Orlov echó una ojeada al piso. Miró el papel de pared rojo, las mesitas de teca y el cristal de color ámbar que separaba el salón de la cocina. No había cambiado nada desde que su mujer, Yelena, falleció de una embolia diez años antes. Fue Yelena quien decoró el piso; Orlov estaba demasiado ocupado con su trabajo en el centro espacial como para prestar atención a la vida doméstica. Los hogares eran una creación femenina, aunque las mujeres de su vida tenían la costumbre de no quedarse tanto tiempo como a él le habría gustado. Tenía sólo cinco años cuando su madre murió.
El cielo se oscureció y Orlov lo observó unos instantes, preguntándose si se avecinaba otra tormenta. Empezó a pensar en Leonid. Irina, la mujer de su hijo, había pedido a Orlov que fuera a vivir con ellos. Le preocupaba que estuviera solo con tantos problemas de salud. Orlov se había negado. ¿Qué bien haría un anciano a Leonid y su familia? Si fuera una mujer, sería distinto. Podría arreglar la ropa, preparar la comida y ayudar con la compra. Pero un anciano sin otra cosa que recuerdos supondría una carga.
Orlov a menudo habría deseado ser una de esas personas que se entregan sin ambages a sus seres queridos, cuya presencia ilumina una habitación. Pero toda una vida de secretos, guardándose sus pensamientos para él, le habían convertido en alguien demasiado introvertido. Yelena lo entendía y lo aceptaba. Ni siquiera Leonid parecía sentir rencor alguno por tener a un padre emocionalmente distante. Sólo Natasha había sido capaz de abrir ese caparazón suyo. Natasha…
Orlov se levantó y fue hasta el aparador. Sacó un ejemplar de Doctor Zhivago del cajón y lo abrió por la página en la que escondía la fotografía. Era de 1943: él y Natasha junto al caza de Orlov. Estaban mirando a cámara; delante de ellos, sobre el ala del avión, tenían un mapa extendido. Ambos sonreían. Por un momento, le sorprendió pensar que el atractivo joven de cabello oscuro y facciones marcadas era él mismo. La foto se tomó durante la batalla de Kursk; la tensión de llevar a cabo varios vuelos al día los estaba agotando. Sin embargo, en la imagen, parecían radiantes de felicidad.
—Lo absurdo de la juventud y del amor —murmuró.
Ilia Kondakov le había dicho que ahora que habían recuperado el avión, el siguiente paso era buscar el cuerpo de Natasha en el bosque. Estaba esbozando planos para averiguar la distancia que pudo haber alcanzado con el paracaídas. No se juzgaba caballeroso disparar a un piloto cuando descendía en el paracaídas; derribar un avión era victoria suficiente. Pero la Gran Guerra Patria había sido una sangrienta batalla en la que ambos bandos cometieron atrocidades. La otra posibilidad era que el paracaídas de Natasha sufriera desperfectos cuando saltó del avión y que no se hubiera abierto. No le gustaba pensar demasiado en ello.
Volvió al sofá y se sirvió otro vaso de vodka. Cuando Natasha desapareció, fantaseaba con que se hubiera golpeado en la cabeza y sufriera amnesia. En sus ensoñaciones, estaba a salvo, viviendo con unos campesinos. Lo único que tenía que hacer era encontrarla. No aceptaba la idea de que hubiera sobrevivido y no volviera con él. Cada mañana se despertaba preguntándose si aquél sería el día de su regreso. Después de años esperando sin recibir señal alguna, Orlov había aceptado, poco a poco, que tendría que hacer las paces con lo que no se había resuelto y seguir adelante con su vida. Pero eso no le había impedido seguir buscando.
A medida que el vodka le iba quemando las venas, pensó en lo que había ocurrido el último día que la vio. Habían destinado su regimiento a Orël Oblast, donde se concentraban las fuerzas alemanas para una ofensiva planeada. Hacía un calor insoportable, así que, en lugar de sentarse en sus respectivas cabinas, los pilotos habían estado esperando en una choza. Pensaban que los alemanes iniciarían el ataque por la mañana, pero, por el momento, no había rastro del enemigo. Alisa, otra piloto del regimiento, estaba durmiendo. Filipp estaba leyendo un libro, pero no parecía pasar las páginas. Éstos, junto con Natasha y Orlov, eran los pilotos que habían sobrevivido desde la batalla de Stalingrado. Los otros eran nuevos. Algunos decían que, cuanto más volabas, más posibilidades tenías de sobrevivir, pero había quienes aseguraban lo contrario.
Mientras esperaban la orden de despegue inmediato, Orlov y Natasha solían guardar silencio, concentrados en lo que se avecinaba. A veces, cuando parecía improbable que esa orden fuese a llegar, se atrevían a mirar al futuro: cuántos hijos tendrían, a qué se dedicarían y cómo pasarían los veranos. Natasha le dijo que la guerra había destruido su amor por volar; cuando terminara, tan sólo quería ser una buena esposa y dar clases de piano a niños. Orlov recordaba haber estudiado aquella tarde el rostro de su amante y las arrugas que tenía entre los ojos. Había cerrado los puños como si intentara contenerse. Normalmente tenía la habilidad de apartar la muerte de sus pensamientos. «No tiene sentido llorar a los caídos —solía decir—. Tengo que estar centrada para poder luchar por los vivos».
La idea de que la Luftwaffe estuviera preparando una gran ofensiva aérea para poner freno al avance soviético ya resultaba lo bastante inquietante, pero Orlov intuía que la tensión de Natasha tenía otra raíz. Tal vez fuera porque su querido comandante de regimiento había muerto días antes. Natasha solía decir que su peor pesadilla había sido consumida por las llamas. ¿Era la muerte del coronel Smirnov lo que la turbaba?
A Orlov aquella crispación le preocupaba, pero cuando propuso sustituirla por otro piloto, ella lo rechazó de plano. Había forzado una sonrisa y había tratado de aligerar el ambiente contándole aquella vez que conoció a Stalin.
—Para mí fue el día más emocionante de mi vida. Tenía catorce años —le dijo.
Desde el momento en que Natasha entró en su vida, fue una luz deslumbrante para Orlov, toda paradoja y misterio cautivador, una piloto aguerrida a veces y, otras, tan inocente como una niña. Aunque nunca le había gustado que venerara a Stalin, había aprendido a tolerarlo. Pero tenía que decirle la verdad, y aquélla podía ser su última oportunidad.
—Escucha, Natasha. Hay algo que deberías saber —dijo.
Cuando la expresión de ingenuidad se borró del rostro de Natasha, fue como si le hubiera robado a una niña su muñeca favorita y la hubiera pateado en el suelo. Pero antes de que tuviera la oportunidad de explicarse, sonó la alarma. Unos bombarderos alemanes los habían avistado y tuvieron que subirse a toda prisa a sus aviones. Fue la última vez que habló con ella.
A veces, Orlov se preguntaba si lo que dijo aquella tarde la empujó a pasarse al otro bando, a ayudar a los alemanes. Pero no podía ser. Natasha era profundamente leal. No habría traicionado a sus amigos. Puede que lo que había revelado destruyera lo que la convertía en un gran piloto: su determinación, su pasión y su concentración. Puede que le hubiera entrado el pánico y hubiera cometido un error fatal.
Hasta entonces, Orlov jamás había perdido a un aviador en combate. La primera vez, fue su adorada Natasha.
Se tapó la cara con las manos y lloró. Le temblaban los hombros y notaba sacudidas en el pecho; las lágrimas rodaban por sus mejillas. Todo aquello había pasado hacía más de medio siglo, pero era como si Natasha hubiera desaparecido el día anterior.