Uno

Orël Oblast, Rusia, 2000

Nunca había dejado de buscarla y había llegado el momento de la verdad.

Despuntaba el alba sobre el bosque de Trofimovski cuando el vehículo militar que había trasladado al general Valentín Orlov y a su hijo Leonid desde Moscú se detuvo al comienzo de un cortafuegos. Había una docena de personas, con palas y cubos junto a una excavadora, tomando té. Llevaban las chaquetas de verano y los pantalones arrugados; los hombres iban sin afeitar. Es probable que hubieran estado allí toda la noche, pensó Orlov al pasarse la mano por el cabello, que llevaba pulcramente peinado y con la raya en medio. Reconoció a su amigo Ilia Kondakov, arqueólogo de la Aviación.

Orlov respetaba a Ilia. Aunque sus búsquedas anuales en los viejos campos de batalla de Orël Oblast tenían motivaciones diferentes de las suyas, al menos mostraba consideración por la historia y por los veintisiete millones de rusos que habían perdido la vida durante la Gran Guerra Patria. Orlov había descubierto demasiadas tumbas y lugares donde se habían producido accidentes aéreos en los que los cazadores de reliquias se le habían adelantado. Se estremecía al recordar los esqueletos que habían quedado a la intemperie. Las cápsulas de identificación y los enseres personales robados significaban que aquellos soldados permanecerían desaparecidos para siempre, tanto en los registros militares oficiales como en la vida de sus seres queridos.

El conductor ofreció la mano a Orlov para ayudarlo a salir del coche. El gesto fue pura cortesía, pero le molestó. Puede que estuviera jubilado, pero no le gustaba que se lo recordaran. Él seguía viéndose como el joven de frente lisa y cabello castaño que se había enfundado por primera vez un uniforme militar hacía casi sesenta años.

—Buenos días, general Orlov —dijo un joven que lucía el uniforme de las fuerzas aéreas—. Soy el coronel Lagunov. Espero que el viaje nocturno no haya sido demasiado duro. El mariscal Sergeyev estaba convencido de que hoy querría estar presente.

El representante del Ministerio de Defensa ruso hizo que Orlov se diera cuenta de la seriedad con que se tomaban aquel descubrimiento. ¿Por qué estaban tan convencidos de que aquél era el lugar en el que se había estrellado Natasha? Gracias a sus búsquedas y a las de Ilia, muchos pilotos rusos habían sido recuperados, pero Natasha siempre les había resultado esquiva.

Ilia bajó la pendiente y estrechó la mano a Orlov y la de Leonid. Parecía que él y Lagunov ya se conocían.

—Me alegro de que hayas venido. No sabía si sería demasiado pronto después de la operación —dijo Ilia a Orlov—. Estoy seguro de que éste es el lugar.

—¿Por qué? —preguntó Orlov, ignorando la referencia de Ilia a su salud.

Ilia indicó el cortafuegos y Orlov echó a andar junto a él. Lagunov y Leonid los seguían unos pasos por atrás.

—Están estudiando la zona para construir una nueva carretera —explicó Ilia—. Éste es un bosque virgen, y los árboles están tan juntos y el sotobosque es tan tupido que, si no fuera por el trozo de ala con el que tropezaron los topógrafos, dudo que hubieran encontrado el lugar.

—Sí, pero ¿qué te hace estar tan seguro de que es el… de la teniente Azarova?

Ilia se detuvo y miró fijamente a Orlov. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó un fragmento de metal retorcido.

—Realizamos una búsqueda en la parte superior del terreno. Entre los trozos de metal y polimetilmetacrilato encontramos la placa con el número 1445 inscrito.

Orlov retrocedió al ver la placa. Tuvo el impulso de arrodillarse, pero se resistió. En lugar de eso, hizo sobresalir la mandíbula. Estaba acostumbrado a dominar sus emociones. El número de serie del Yak que pilotaba Natasha cuando desapareció era el 1445. Aquello era prácticamente una confirmación.

—¿A qué profundidad se encuentra el avión? —preguntó Orlov.

Hubo cierto temblor en su voz. Ilia debió de percatarse, pero fue lo bastante prudente como para fingir que no lo había hecho.

—Por las lecturas de los detectores de metal calculo que está entre cuatro y cinco metros por debajo de la superficie —dijo—. No queríamos utilizar la pala mecánica hasta que tú llegaras.

—Gracias —farfulló Orlov.

El bosque se cernía sobre ellos; los hombres recorrieron el sendero en silencio. El aroma balsámico de los abedules estimulaba las fosas nasales de Orlov. Al rozarle las piernas, notaba la hierba del sotobosque húmeda y mullida. Había algo reconfortante en los troncos blancos de los árboles, resplandecientes con su follaje estival. El bosque había retenido a Natasha todos esos años y le habría dolido saber que toda aquella belleza estaba condenada. En una ocasión, le había dicho a Orlov que la necesidad incesante que sentía la humanidad de estar en otro lugar destruiría el mundo. Natasha se refería a los alemanes que habían invadido su país en 1941, pero, a lo largo de los años, Orlov se preguntó con frecuencia qué habría dicho acerca de su carrera profesional. Se había pasado la posguerra entrenando a hombres y mujeres para que fueran más allá de las esferas de la experiencia humana.

Un poco más adelante crujió una ramita. Orlov alzó la mirada y, por un momento, las nieblas de confusión se disiparon…, y allí estaba Natasha, hermosa, con su cabello rubio blanquecino y sus ojos grises. La amaba con toda su alma.

«Sabría que vendrías… al final», la oyó decir al tiempo que esbozaba una sonrisa.

Notó un peso en el pecho.

«Te he echado de menos —dijo él—. ¡Cómo te he echado de menos!».

La imagen de Natasha se desvaneció. Orlov se descubrió observando a un ciervo. El animal, de un tono rojo dorado, se detuvo unos instantes, se erizó y huyó dando brincos. Orlov sacó del bolsillo el mapa de Orël Oblast, si bien durante años había llevado cada uno de los campos y arroyos del lugar en su memoria. En verano de 1943, el bosque de Trofimovski estaba en mitad de un territorio ocupado por el enemigo. ¿Qué había empujado a Natasha a desobedecer las normas y a adentrarse tanto en él? ¿Fue por lo que él le había dicho aquella tarde?

El canto de los pájaros y el sonido de los insectos veraniegos dio paso a unas voces humanas cuando se acercaron a un claro marcado con estacas y cuerda. Una periodista con el logotipo de The Moscow Times impreso en su cuaderno estaba hablando con uno de los voluntarios de Ilia mientras un fotógrafo tomaba instantáneas de la zona colindante.

—Cuando un caza como el Yak que pilotaba la teniente Azarova impacta en el suelo a toda velocidad, se incrusta en la tierra considerablemente —explicaba el voluntario a la periodista—. Si el terreno es blando, se forma un cráter que se llena con rapidez. A menos que haya restos apreciables en la zona, es posible que el lugar del accidente y el piloto nunca se encuentren. Hay tumbas secretas como ésta por toda Europa.

La periodista sólo escuchaba a medias y la distrajo la aparición de Orlov.

—¿Es quien yo creo que es? —preguntó.

Orlov miró hacia la línea de árboles y pudo distinguir el lugar en el que el avión había segado los troncos y donde nuevos retoños habían echado raíces. Comprobó con sus propios ojos lo cierto de la descripción de Ilia: uno podía acercarse a un metro de aquel lugar y no reparar en que allí había un avión enterrado.

El rumor de la excavadora, que se aproximaba por el cortafuegos, interrumpió sus pensamientos. Lo que habría dado por un momento de tranquilidad, para poder quedarse a solas con Natasha en la majestuosidad del bosque y recordarla tal como era antes de aquel espantoso suceso. Los otros voluntarios se situaron detrás de la excavadora. Orlov torció el gesto cuando vio a Klavdiya Shevereva con ellos. La directora de colegio, ya jubilada, había conseguido estar al corriente de todas las operaciones de recuperación del caza de Natasha. Klavdiya era responsable de recopilar recortes de periódicos sobre Natasha, e incluso había convencido a su madre de que donara los zapatos de baile y los álbumes de recuerdos de su hija al museo que regentaba en el Arbat. Orlov agradecía que Klavdiya mantuviera viva la memoria de Natasha —«Natalia Stepanovna Azarova es una heroína nacional que merece ser respetada como tal»—, pero a veces ese interés en su amada le resultaba desagradable, como el de un fan obsesionado que acosa a una estrella de cine.

Detrás de Klavdiya caminaba un grupo de colegiales, acompañados de un sacerdote vestido con el elegante atuendo dorado de la Iglesia ancestral. La presencia del sacerdote había sido algo muy meditado, sin duda obra de Klavdiya. Era algo que habría gustado a Natasha. Orlov lamentaba haber pensado mal de la directora. A Natasha, que también estaba obsesionada con las estrellas de cine, probablemente le habría caído bien. Pero Natasha poseía el don de llevarse bien con la gente. Orlov se apoyó en un árbol y reconoció que estaba irritado porque siempre la había querido para él solo. Ahora tenía que compartir aquel momento de intimidad con todo el mundo.

El sacerdote roció el lugar con agua bendita y bendijo la operación. Klavdiya pronunció su discurso habitual:

—Mujeres jóvenes como Natalia Stepanovna Azarova combatieron junto a los hombres en la Gran Guerra Patria para salvar la nación. No debemos olvidar nunca su último sacrificio.

Luego se aproximó la pala mecánica para cumplir con su labor. Mientras la tierra gris cedía a la potencia de la máquina, Orlov vio cómo pasaban por delante de él los ochenta y tres años de su vida. Tenía la sensación de que apenas había vivido antes de conocer a Natasha y, tras su desaparición, su vida se convirtió en un ejercicio de resistencia, pese a todos sus logros. Toda la razón de su existencia se había condensado en los meses que pasó con ella.

Cuando hubo excavado unos dos metros, la pala topó con algo metálico. Orlov retrocedió al oír el sonido. Ilia se aproximó. Al apartar el fango, asomaron los restos de la cola del avión. El hedor a combustible era muy intenso. Los voluntarios se dispusieron a buscar cualquier cosa que pudiera confirmar la identidad del piloto y el aparato. Para Orlov, después de todos aquellos años de espera, las cosas avanzaban demasiado rápido. Se pasó la mano por la cara y se dio cuenta de que estaba sudando.

Se descubrieron más fragmentos del armazón de la aeronave. Luego levantaron el fuselaje retorcido del suelo. Leonid se acercó a Orlov y lo cogió del brazo, como para reconfortarlo.

—¿Estás bien, padre? —preguntó.

Orlov no respondió. No podía apartar la vista del barro que se desprendía de la cabina. «Tiene que estar ahí», pensó.

De repente, sintió el impulso de huir, pero se quedó allí, mirando fijamente a los voluntarios que buscaban restos humanos en el terreno. Orlov sabía que el esqueleto estaría fragmentado. El avión había chocado de morro. Ningún piloto habría salido de una pieza tras semejante impacto. Tenía la esperanza de que Natasha hubiera fallecido en combate, de que ya estuviera muerta cuando el aparato impactó contra el suelo. Al menos no había indicios de incendio.

Cuando hubieron limpiado la cabina, Orlov se estremeció al ver lo bien conservada que estaba, con la salvedad de un pedal doblado y parte del instrumental destruido. Ilia señaló a Orlov la palanca de control.

—El botón de disparo está clavado —dijo.

Lo único que alcanzaba a oír Orlov era la sangre borboteándole en los oídos. Notaba una presión en el pecho. Leonid insistió en que se sentara en una roca situada cerca de allí. Aceptó un trago de la botella de agua de Leonid, pero tenía un sabor salado y no consiguió aliviar su garganta reseca. Su querido Leonid. Su hijo era un hombre canoso de cincuenta y siete años, también padre, pero Orlov seguía imaginándoselo como el dulce muchacho de ojos marrones que siempre lo había admirado. ¿Sospechó alguna vez Leonid que su madre no había sido para Orlov el amor de su vida?

Una de las voluntarias soltó un grito. Estaba lavando algo en un cubo y corrió hacia Ilia sosteniendo en una toalla lo que había descubierto. ¿Qué había encontrado?, se preguntó Orlov al tiempo que el miedo se apoderaba de él. ¿Dientes? ¿Dedos del pie? ¿Un fragmento de cráneo con mechones de pelo todavía pegados a él? Se estremeció al recordar la excavación de un verano anterior, cuando Ilia y él descubrieron las botas del difunto aviador con los restos de los pies todavía dentro. Orlov no quería ni imaginarse el blanquecino cuerpo de Natasha apareciendo de aquel modo.

Volvió a cerrar los ojos y la recordó tal como era: apoyada en su avión y contemplando el cielo con aquella mirada tan intensa. Medía sólo metro y medio, pero su manera de andar y su porte la hacían parecer una persona de una estatura mucho mayor. Aun siendo un anciano, seguía extasiándose al recordar la suavidad de su piel la primera vez que estuvo tumbada debajo de él.

«Lo importante es mantener la calma», oyó que le decía. Era su manera de mofarse de Orlov, porque ése era su dicho más famoso, producto de un ataque contra su aeródromo semanas después de que Natasha se incorporara al regimiento. Un hangar sufrió desperfectos y dos aviones fueron destruidos en la pista. Orlov y Natasha se habían arrojado a una trinchera segundos antes de que el suelo que pisaban sufriera un bombardeo. «Lo importante es mantener la calma», había dicho Orlov, y ella nunca permitió que se le olvidara.

—¿Podrías identificar esto? Estaba en la cabina.

La voz de Ilia pilló a Orlov por sorpresa. Al alzar la mirada, vio a su amigo tendiéndole la toalla; se le cortó la respiración al darse cuenta de lo que le mostraba Ilia. No eran restos humanos, pero, aun así, al verlo se sobresaltó: era un neceser de maquillaje con filigranas doradas y un portapintalabios a juego. Eso identificaba a Natasha como piloto del avión de manera más inequívoca incluso que la placa informativa. Ante Orlov se desplegó una imagen de Natasha aplicándose colorete y lápiz de labios antes de partir hacia la batalla. El maquillaje iba totalmente en contra de los códigos de vestimenta de las fuerzas aéreas; como líder de su escuadrón, la había enviado en numerosas ocasiones al calabozo por ignorar las normas. A la postre, tras darse cuenta de lo absurdo que era encerrar a su mejor aviador cuando los buenos pilotos escaseaban, Orlov hizo oídos sordos a su desobediencia.

Orlov asintió en dirección a Ilia. A lo largo de los años, ambos habían excavado casi ochenta localizaciones juntos. Todos los pilotos les importaban, pero aquel lugar era el más relevante de todos. Sin embargo, pese a las pruebas que aportaban la placa y el neceser de cosméticos, a Orlov seguía costándole creer que hubieran encontrado por fin a Natasha.

—¡Es aquí! —les dijo Ilia a los voluntarios, que habían dejado sus quehaceres para observar la reacción de Orlov—. Éste es el lugar donde se estrelló Natalia Azarova.

La excavación prosiguió. Los voluntarios, alentados por el hecho de que estaban excavando la tumba de una famosa heroína, redoblaron esfuerzos. Klavdiya, pese a estar encorvada y tener varices, era la que trabajaba con más ahínco y lanzó un grito triunfal cuando descubrió cajas de municiones y armas que llevaban el mismo número de serie que el avión de Natasha. Orlov ya no podía seguir actuando con pasividad. El médico le había desaconsejado que realizara demasiados esfuerzos físicos, pero ya no le importaba. Si aquél era su último día, que así fuera, se dijo a sí mismo al agacharse para rebuscar entre los montones de escombros. Por un momento le distrajo el estridente chillido de un águila que sobrevoló el claro con las alas extendidas. Era enorme, probablemente una hembra.

Orlov sintió algo afilado en la piel. Al mirar vio que sostenía un objeto redondo y que le sangraba la palma de la mano. Sumergió aquella cosa en el cubo de agua. Cuando hubo limpiado la tierra y hubo reconocido el hallazgo, se sintió aliviado. Se sentó en el suelo y se tiró del cuello de la camisa. Leonid, asustado por que su padre pudiera estar sufriendo otro infarto, se acercó a toda prisa, pero se detuvo en seco al ver el delicado objeto que tenía Orlov entre sus dedos temblorosos: un broche de zafiro y diamante.

—Eran sus siglas de identificación, ¿verdad? —preguntó Leonid—. Cielos de zafiro.

—Era su amuleto de la suerte —respondió Orlov en voz baja—. Pero aquel día no la ayudó.

A última hora de la tarde, la pala mecánica había retirado todos los restos del avión y los voluntarios habían examinado un terreno más amplio del que se había marcado en un principio. Habían localizado gran parte del interior del aparato —el asiento, los mandos, los objetos personales de Natasha—, pero nada de la propia Natasha ni tampoco el paracaídas. Ilia deambuló por el lugar sumido en sus pensamientos y luego les indicó a los voluntarios que lo acordonaran y recogieran el instrumental de búsqueda. Klavdiya guardó el neceser y el broche en una caja metálica protectora y la apretó contra su pecho.

Leonid indicó a su padre que el vehículo militar estaba de vuelta para llevarlos al hotel.

Ilia se acercó a Orlov. Ambos se miraron fijamente. No era necesario decir nada. La excavación había resuelto el misterio del lugar donde se había estrellado el avión de Natasha. Pero no habían hallado sus restos, por lo que Orlov estaba inquieto. No quería mirar a Lagunov, el hombre de las fuerzas aéreas. Por el contrario, contempló la puesta de sol, como si las respuestas que buscaba pudieran aparecer allí. Durante años estuvo convencido de que su amada había muerto en un combate aéreo. No podía haber otra explicación para que no hubiera regresado con él. Sin embargo, lo que habían descubierto aquel día no dejaba lugar a dudas: Natasha no había caído con el avión.