Veintiséis
Katowice, 1945
En Katowice nos recibieron voluntarios de la Cruz Roja polaca y nos alojaron en edificios públicos. Ya en la escuela, donde estaría con otros internos de Auschwitz, nos llevaron a un comedor y nos dieron sopa. No era como la bazofia nauseabunda del campo. Estaba sazonada con cebollas, pepinillos y eneldo, y disfruté de cada trozo de zanahoria, patata y chirivía. Mamá cocinaba un plato similar. El sabor me recordó que pronto volvería a verla.
Mientras comíamos llegaron algunas mujeres. Nos explicaron que eran judías a las que unos vecinos solidarios de Katowice habían ayudado a ocultarse. Una mujer me enseñó una foto de una madre con dos niños pequeños.
—¿Vio a mi hermana y a sus hijos en el campo? —preguntó en alemán, que ahora era el idioma habitual entre nosotros—. La delató una compañera de trabajo.
Cogí la foto y la estudié. No, no la había visto. Le devolví la instantánea. ¿Cómo iba a decirle que, con toda probabilidad, su hermana y sus sobrinos estaban muertos? No tenía palabras para lo que había presenciado en Auschwitz. Cuando, más tarde, me bañé, me froté vigorosamente detrás de las orejas y entre los dedos de los pies, como si así pudiera limpiarme el horror. Pero, al secarme, parecía como si el hedor a carne quemada siguiera aferrado a mí. Me preocupaba no poder librarme nunca de aquel olor.
Al día siguiente me examinó un médico; luego me entrevistó una empleada de la Cruz Roja, con la ayuda de un intérprete ruso. La mujer era enérgica y eficiente, pero el intérprete me incomodaba. Cuando me hablaba, retraía los labios y mostraba sus dientes amarillos. Me daba la impresión de que era un perro a punto de atacar.
La empleada de la Cruz Roja anotó el número que llevaba tatuado en el brazo.
—Los guardias destruyeron casi todos los registros antes de huir de Auschwitz —me explicó por medio del intérprete—. Tiene que decirnos quién es.
Vacilé. Había sido un número durante tanto tiempo que casi había olvidado mi nombre y mi identidad. Volvió a mí el recuerdo del agente del NKVD mirándome desde el otro extremo del campo de girasoles. ¿Era mejor seguir fingiendo que era Svetlana? Ya no tenía tanto miedo al NKVD como antes. Ahora que la Unión Soviética estaba al borde de la victoria, dudaba que me persiguieran, habida cuenta de que había luchado por la madre patria y había terminado en Auschwitz.
—Soy Natalia Stepanovna Azarova.
Di mi rango y detalles del regimiento. Mi nombre no dijo nada a la chica, pero el intérprete frunció el ceño.
—Quiero volver con mi regimiento —les dije—. Puedo ser útil a las Fuerzas Aéreas soviéticas cuando entren en Berlín.
El hombre tradujo mi comentario, pero me pareció que añadía algo más.
—Admiro su coraje —me dijo la chica de la Cruz Roja—, pero, según el informe del médico, padece usted desnutrición. El Gobierno soviético ha ordenado que todos los prisioneros de guerra sean enviados a Odesa para su repatriación. En cualquier caso, el tren tardará una semana en partir. ¿Por qué no aprovecha la oportunidad para recuperarse aquí? El oficial médico podrá valorar si ha mejorado lo suficiente para reincorporarse a su regimiento.
Me decepcionó no poder volver a combatir de inmediato, pero desobedecer la orden de ir a Odesa podía considerarse una deserción.
Al final de la entrevista, la chica me entregó una libreta y un bolígrafo. En cuanto volví a los dormitorios, escribí una carta a mamá y otra a Valentín. No les conté que había estado en Auschwitz; tan sólo que me habían capturado. Les expresé mi amor y a Valentín le pedí que me esperara.
Cuando me subí al tren rumbo a Odesa la semana siguiente, estaba exultante. ¡Pronto estaría de nuevo con mi gente y volvería a volar! Las otras mujeres rusas que viajaban en mi vagón eran en su mayoría enfermeras que habían sido capturadas o civiles a las que habían llevado a Polonia para trabajar en los campos del Reich alemán. Había un par de conductoras de tanques, pero ninguna otra piloto.
Una joven se sentó a mi lado y me dijo que se llamaba Zinaida Glebovna Rusakova. Entablamos conversación y me contó que también era de Moscú. Cursaba el último año de Medicina cuando estalló la guerra y se alistó como médica.
—Me capturaron cuando los alemanes rodearon al ejército soviético en Viazma —dijo—. Estuve en un campo para prisioneros de guerra hasta que me trajeron a Polonia para trabajar en una fábrica de armamento alemana.
—¡Te capturaron en 1941! —exclamé—. ¿Cómo sobreviviste tanto tiempo?
Zinaida se acercó a mí y susurró:
—El campo de prisioneros de guerra era el puro infierno, pero en la fábrica de armamento no nos trataban mal. ¡Comía mejor que en Moscú cuando era niña!
Me dejó de piedra la historia de Zinaida. Hizo que me preguntara que si hubiese acabado en un campo como el suyo en lugar de Auschwitz si no habría intentado escapar.
—Lo que me ayudó a seguir adelante —continuó Zinaida— fue que, de cada veinte proyectiles que fabricaba, me aseguraba de que uno fallara. De ese modo todavía estaba ayudando a la madre patria.
Aquello me llenó de admiración. Por tal cosa la podían haber ahorcado o quemado viva. Había sucedido con prisioneros de Auschwitz que lo habían intentado. Me recordaba a Svetlana en muchos aspectos: poseía la misma energía brillante y cultivada.
Recordé la muerte de Svetlana. Había tenido que borrarla para sobrevivir, pero ahora volvía como una pesadilla. Me invadió la tristeza y salí al pasillo para poder llorar como debería haber hecho en aquel momento. Pero, aunque lloré todo lo que pude, no me sentí aliviada. Intenté recordar las cosas buenas de Svetlana —su hermoso rostro, el sonido de su voz, su tacto suave—, pero estaban borrosas. Había perdido la esencia de mi amiga cuando le disparé. ¿Cómo podía seguir viviendo?
Mientras el tren avanzaba a través de Ucrania, me enfermaba la destrucción que veía. De muchos pueblos no quedaban más que ruinas. La gente que seguía allí vivía en agujeros en el suelo, como conejos en una madriguera.
Las mujeres y yo viajábamos en vagones de pasajeros, pero también había vagones de ganado como los que habían utilizado los alemanes para transportar a los prisioneros a Auschwitz. Cuando nos detuvimos, vi a varios hombres salir de aquellos vagones para estirar las piernas e ir al baño, siempre bajo la atenta mirada de los guardias.
—¿Quiénes son? —pregunté a Zinaida.
—Son soldados a los que los alemanes capturaron y que aceptaron luchar en su bando en unidades especiales rusas —respondió—. Los tratarán como traidores cuando los repatrien, pero imagino que era eso o morir de hambre.
Aunque Odesa había sido bombardeada y parte de ella estaba en ruinas, la estación estaba decorada con guirnaldas de flores. Incluso una banda interpretó el himno soviético cuando nos apeamos. Había un gigantesco retrato de Stalin con un mensaje escrito debajo: «Nuestro gran líder, el camarada Stalin, da la bienvenida a sus hijos». Miré el retrato y recordé mi última conversación con Valentín, en la que me contó que Stalin había firmado personalmente la orden de ejecución de mi padre. Ahora, por más que le odiara, no podía demostrarlo. Tenía que pensar en mamá. Los soldados nos indicaron que fuéramos al puerto a pie. Había llegado un acorazado neozelandés desde Marsella y los soldados aliados estaban supervisando el desembarco de las tropas soviéticas.
A los pasajeros del tren nos condujeron a un almacén. Frente a él, los altos mandos soviéticos examinaron las listas del tren y el barco, y nos separaron en dos grupos. Al primer grupo de hombres y mujeres repatriados, entre ellos Zinaida, les dijeron que entraran en el almacén. Como parte del segundo grupo, yo me quedé fuera. Tuve un escalofriante recuerdo del proceso de selección de Auschwitz, pero las ganas de volver con mi regimiento lo apartaron de mi mente.
—¿Qué está pasando? —preguntó en ruso un alto mando aliado del barco a uno de los oficiales.
—No se preocupe —respondió éste—. Estamos separando a la gente en grupos para que el proceso sea más sencillo.
El alto mando aliado asintió y estrechó la mano al ruso antes de regresar a su barco.
En ese momento llegó desde la estación un camión con las pertenencias de los que habían venido en tren. Estaba todo amontonado: fardos de ropa y otros bienes personales. Por mi parte, todo cuanto poseía lo llevaba en el bolsillo: el cuaderno y el bolígrafo que me había dado la empleada de la Cruz Roja y el cepillo de dientes, la pasta y el peine que me habían entregado en Katowice. Arrojaron aquellas cosas en una pila. Un soldado pertrechado con una lata de gasolina le prendió fuego. Quienes lo vimos soltamos un quejido, pero nadie se atrevió a protestar. Intenté encontrar una explicación a todo aquello, pero lo único que se me ocurría ante semejante acto de insensibilidad era que muchos campos estaban infestados de piojos portadores del tifus. El fuego era la única manera de destruirlos.
Sobrevolaron el puerto dos bombarderos Iliushin. El sonido de los motores era ensordecedor. ¿Qué estaban haciendo? Me pareció oír una andanada de disparos. Intranquila, miré a mi alrededor, pero nadie pareció darse cuenta.
Transcurrida una media hora, los aviones se marcharon y varios hombres empujaron un aserradero móvil hasta el lugar donde nos encontrábamos. El penetrante aullido de la sierra me hacía daño en los oídos. ¿Tenía alguna función causar aquel ruido? Entonces volvieron a abrirse las puertas del almacén y ordenaron a nuestro grupo que entrara.
Seguí a mis compañeros, pero un oficial me agarró del brazo.
—¿Natalia Stepanovna Azarova?
Asentí.
—Venga por aquí —dijo.
Me llevó al otro lado del almacén, donde me esperaba un coche.
—¿Qué significa esto? —pregunté.
—Tengo órdenes de enviarla directamente a Moscú —respondió—. Es todo lo que sé.
El conductor me abrió la puerta. Antes de subir al coche, vi a cuatro hombres cargando en un camión lo que al principio me parecieron sacos. Entonces me di cuenta de que eran cuerpos. Los hombres calcularon mal la distancia y un cadáver cayó al suelo. La cabeza se inclinó hacia atrás, con sus ojos clavados en mí. Reconocí aquel rostro y me quedé perpleja: era Zinaida.
En cuanto me metieron en el tren rumbo a Moscú, supe que no me aguardaba una bienvenida propia de un héroe. El compartimento estaba dividido en jaulas. Varios prisioneros compartían cada una de ellas, pero yo estaba sola con una cama hecha de traviesas. La ventana tenía barrotes y la habían pintado para que no pudiera ver el exterior.
Cuando llegamos a Moscú, al resto de los prisioneros los trasladaron en una camioneta policial; a mí me metieron en una furgoneta de una panadería que llevaba escrito en letras doradas «Pan, bollos y pasteles». Había visto centenares de furgonetas como aquélla en Moscú antes de la guerra. Ahora sabía que no transportaban pan. Eso explicaba por qué las tiendas de comida estaban siempre vacías y las cárceles tan llenas.
Mientras la furgoneta recorría las irregulares calles, oí los sonidos de Moscú a mi alrededor: el traqueteo de los tranvías, bocinas de coche y peones de la construcción hablándose a voces. Al cabo de un rato, la furgoneta se detuvo y me ordenaron que saliera. Me encontraba en el patio de un edificio enorme que me resultaba extrañamente familiar. Entonces caí en la cuenta: estaba en la Lubianka, el cuartel general del NKVD, donde llevaron a mi padre la noche que lo detuvieron. Dos guardias armados con ametralladoras me escoltaron hasta el interior y me metieron en una celda iluminada, con paredes verdes y suelo de madera. La ventana estaba tapada con tablones. El único mueble era una cama con estructura de hierro y un cubo de despojos que desprendía el nauseabundo olor dulce del ácido carbólico. No había donde sentarse, a excepción de la cama, pero, en cuanto me acerqué a ella, se abrió una ventanilla cuadrada en la puerta desde la cual me observaba un guardia.
—¡Levántate! —dijo susurrando—. ¡Nada de dormir!
¿Por qué susurraba? La ventanilla volvió a cerrarse y esperé a que ocurriera algo, pero pasaron las horas y nadie vino a la celda. Tan sólo oía mi respiración acelerada. Se me apareció el rostro de mi padre. Todo lo que estaba sucediéndome le había pasado antes a él. La idea de que mi padre, un hombre tan alegre, hubiera sufrido la angustia mental que estaba soportando yo ahora me hizo llorar.
Al rato, un guardia abrió la puerta y entró un hombre con un carrito donde llevaba una bandeja de servir plateada cubierta con una tapa. ¿Me habían traído una cena elaborada? El hombre levantó la tapa y vi dos trozos de pan negro y una jarra de agua caliente.
Aunque no había comido desde hacía días, los nervios me habían quitado el apetito. Me obligué a tragar la comida y el agua. Cuando terminé, me senté en la cama.
El guardia entró de inmediato en la celda y susurró:
—¡Levántate! ¡Para ti no hay descanso!
—¿Por qué susurras? —le pregunté.
—¡Chis! —dijo—. Aquí no está permitido hablar en voz alta.
Supuse que no me dejaban descansar porque estaban a punto de interrogarme. Caminé de un lado a otro de la celda, pero no ocurría nada. Finalmente, mucho rato después, abrió la puerta otro guardia y me ordenó que saliera al pasillo. Me hicieron descender varios pisos hasta llegar a un sótano en el que una mujer con uniforme militar me dijo que me quitara la ropa y la dejara encima de la mesa. Registró a fondo cada una de las prendas, cortó con unas tijeras los botones, vació los bolsillos y palpó las costuras. Tiró mi sujetador y mis ligueros en un cubo, cortó la goma de las bragas y las apartó a un lado junto con mi abrigo, las medias, las botas, el gorro, los guantes y la bufanda. Me hizo quitar las horquillas para poder palparme el pelo.
—Ahora vístete —dijo.
Me puse las bragas y les hice un nudo para que no se cayeran. Sin los botones, no podía abrocharme el vestido, así que lo mantuve cerrado con las manos. Esperé a que la mujer me devolviera el resto de mis pertenencias, pero no lo hizo. Con aquel aspecto desaliñado me llevaron a otra sala donde me hicieron fotos y me tomaron las huellas dactilares. Después me condujeron de nuevo a mi celda.
Sin el abrigo y las botas sentía frío. Me tumbé en la cama y me acurruqué formando un ovillo. El guardia apareció en la ventanita de la puerta y me susurró que, si pensaba dormir, tenía que hacerlo de cara a la luz. Me puse boca arriba y me quedé dormida, pero me despertó un grito espeluznante. Me incorporé. ¿Qué clase de animal había emitido aquel ruido? Segundos después volví a oír el aullido y me di cuenta de que era un hombre. Volvió a gritar, sólo una vez, y no volví a oírlo más. Minutos después, el guardia entró en mi celda.
—¡Deprisa! —susurró—. El interrogatorio está preparado.
Me llevaron por un pasillo con las manos atadas a la espalda. Sin los botones, el vestido se abría y no podía taparme como antes. Subí y bajé escaleras durante varios minutos; en todo momento me aterraba que me torturaran como al hombre al que oí gritar. Luego me metieron en la misma celda de la que había salido.
El patrón de no dejarme dormir o molestarme cuando lo hacía se prolongó durante lo que parecieron semanas, aunque tal vez fueran sólo unos días. Perdí por completo la noción del tiempo. Continuaron sirviéndome la comida de forma elaborada, pero era una ración de hambruna: pan negro y una taza de agua caliente; dos cucharadas de gachas y una taza de agua caliente; o una sopa que a menudo no era más que una hoja de repollo flotando en agua caliente. El pan era recién hecho, y las gachas, sabrosas, pero no eran suficiente. Una noche, el guardia me despertó y anunció que había llegado el momento del interrogatorio. Pensaba que se avecinaba la misma farsa, subiendo y bajando escaleras y recorriendo pasadizos, sin otro propósito que frustrarme. Pero esta vez me llevaron por un pasillo distinto hasta una espaciosa sala en la que había un hombre esperándome detrás de una mesa. La habitación estaba decorada con lámparas talladas, alfombras de Besarabia y cortinas doradas. En la pared había colgado un retrato de Stalin y una hoguera proyectaba un cálido brillo.
—La prisionera está preparada para el interrogatorio —anunció el guardia.
El hombre que estaba sentado a la mesa rondaba los treinta años y llevaba uniforme de comandante, pero su cara rechoncha y su panza me decían que no había combatido en el frente. Me miró los senos. Yo me recoloqué el vestido para taparme.
—Por favor, siéntese —dijo el comandante, señalando una silla de caoba y terciopelo situada frente a su mesa—. Confío en que la hayan tratado bien.
No esperó a que respondiera e indicó al guardia que se fuera. Minutos después llegó una mujer con una bandeja de té y prianiki. El aroma a miel y nuez moscada que desprendían las galletas me hizo más consciente de lo hambrienta que estaba.
El comandante sirvió té en una taza y la dejó delante de mí.
—¿Limón? ¿Un terrón de azúcar? ¿Miel? —preguntó—. ¿Prianiki?
Aunque estaba muerta de hambre, negué con la cabeza. Aquello era un truco, sin ninguna duda.
—¿Por qué me han traído aquí? —pregunté—. ¿Por qué me han detenido?
El comandante bebió un sorbo de té y miró hacia el techo unos instantes, permitiéndome así que viera su doble barbilla. Luego volvió a centrar su atención en mí.
—Para que confiese sus crímenes —dijo.
Su voz era amable y alentadora, como la de un amante. Me producía escalofríos.
—Soy Natalia Stepanovna Azarova —dije—. La piloto. Me derribaron en territorio enemigo, concretamente en Orël Oblast, después de quedarme sin munición y abatir un Messerschmitt con mi avión. El enemigo me capturó y, aunque intenté suicidarme y escapar, fracasé en mis intentos. Me trasladaron a Auschwitz, donde permanecí hasta que el Ejército Rojo me liberó, el 27 de enero. No he cometido ningún crimen del que yo sea consciente. Jamás me rendí al enemigo. Luché con todo lo que tenía.
El comandante se encendió un cigarrillo y dio una honda calada.
—¿Qué hacía en Auschwitz?
—Me pusieron a clasificar comida y ropa.
Aquel tipo me lanzó una mirada penetrante. De repente, me sentí culpable. Pero clasificar ropa a cambio de recibir comida para sobrevivir no era ayudar al enemigo.
—Tenemos mucho tiempo en el Lubianka —dijo—. Nunca tenemos prisa. Al principio apenas duele y uno se pregunta a qué viene tanto alboroto. Pero luego… En fin, si persiste en contar mentiras, lo descubriremos.
Intenté conservar la calma, pero me latía el corazón a toda prisa.
—¡Todo lo que le he contado es verdad! —exclamé.
El comandante se levantó y se situó a mi lado.
—¡Mentiras, mentiras y más mentiras! —gritó. Tenía su cara tan cerca que notaba su sudor, que olía a vodka—. ¡Es usted Zinaida Glebovna Rusakova y trabajaba para la Gestapo!
—¡Eso no es cierto! —repuse—. Zinaida Glebovna Rusakova era una pasajera a la que conocí en el viaje en tren de Katowice a Odesa. ¡La ejecutaron cuando llegamos al puerto!
—¿Conoce el castigo por espionaje, Zinaida Glebovna? —me preguntó el comandante.
En la comisura de los labios le asomaba un hilito de saliva y tenía la frente empapada en sudor.
—¡Ya le he dicho que no soy Zinaida Glebovna!
Zinaida me había dicho que trabajaba en un campo de Polonia. O bien mentía ella, o bien mentía el comandante. Recordé lo amigable que era Zinaida; estaba segura de que no había trabajado para la Gestapo.
El comandante deslizó un mechón de mi pelo entre sus dedos.
—Tiene el pelo largo. No se ha quedado en los huesos. No parece que haya estado usted en Auschwitz. Parece una puta alemana bien alimentada. ¿De dónde ha sacado ese vestido?
No sabía si merecía la pena responder. Cuanto más discutía con el comandante, más parecía llevarme a su terreno. ¿Intentaba hacerme creer que había habido una confusión y me habían detenido en lugar de Zinaida? Pero ¿con qué fin? El interrogatorio probablemente no tenía lógica. No era más que puro sadismo.
Había pasado dieciocho meses en un campo de concentración y dos años combatiendo en una guerra brutal. Estaba física y mentalmente agotada. Me levanté la manga del vestido y le enseñé el tatuaje de Auschwitz.
—¿Qué quiere de mí? —pregunté—. Si está convencido de que trabajé para la Gestapo, ¿por qué no me pegó un tiro en la cabeza en Odesa? ¡Si lo que quiere es información sobre los alemanes, no tengo nada que darle!
El comandante volvió a sentarse y se puso las gafas. Abrió una carpeta que tenía sobre la mesa y hojeó sus papeles como si se hubiera olvidado de mí. Luego me miró por encima de la montura de las gafas.
—¿Cree que va a ser tan sencillo? —dijo con frialdad—. Sí, la ejecutarán, al final, pero tendrá que trabajar por su muerte. Pagará usted a la madre patria los crímenes que ha cometido contra ella. Donde fracasó Auschwitz, Kolimá triunfará.
¿Kolimá? Eso era una prisión en el Ártico. ¡Nadie regresaba de allí!
—En Kolima adelgazará y se le pondrá la piel negra —dijo el comandante, recalcando cada una de sus palabras—. Se le caerán los dientes y se le congelarán los órganos. Pero no antes de que haya derramado hasta la última gota de sangre trabajando para purgar sus crímenes. La mantendremos viva el tiempo suficiente.
—¡No soy un criminal!
El comandante siguió examinando su carpeta. Sacó un trozo de papel y lo dejó delante de mí.
—Firme esto —dijo—. Es su confesión.
Mi situación era desesperada, y lo sabía, pero no podía admitir aquellas ridículas acusaciones.
—¡No pienso firmar! —repliqué—. Ya se lo he dicho: soy Natalia Stepanovna Azarova. Soy una piloto condecorada. ¡He luchado por mi país! ¿Y usted?
Pensaba que aquella pulla enfurecería al comandante, pero no fue así.
—Yo de usted dejaría de fingir que es Natalia Azarova —dijo—. ¿Acaso no sabe que Natalia Azarova se adentró deliberadamente en territorio enemigo para poder unirse a los alemanes? Era hija de un enemigo del pueblo, pero mintió para conseguir trabajo en una fábrica de aviones y entrar a formar parte del Komsomol. Incluso engañó a la gran Marina Raskova y a las Fuerzas Aéreas soviéticas. Ya le han retirado sus medallas.
Estaba demasiado anonadada para añadir nada más. Con que eso le dirían al pueblo soviético: ¡que era una espía y una traidora! ¿Cómo iba a imponerse la justicia mientras Stalin fuera líder?
El comandante sacó unos documentos de la carpeta y se cercioró de que los leyera. Eran las cartas que había escrito a mamá y a Valentín en Katowice, unas cartas que ahora sabía que no recibirían nunca.
—Además —dijo el comandante, que arrojó las cartas a la hoguera—, si fuera usted Natalia Azarova, firmaría la confesión. —Sonrió—. Natalia Azarova recordaría que tiene una madre que vive en el Arbat. Ah, sí, y su amante es un piloto de cazas de combate. Creo que se llama Valentín Victorovich.
Entonces comprendí que todo estaba perdido. El NKVD sabía perfectamente quién era. Mi querida patria estaba en manos de unos lunáticos.
—Sí, Natalia Azarova firmaría su confesión —prosiguió el comandante—, si no quiere que les ocurra algo… espantoso a sus seres queridos. —Me acercó más el papel y me tendió un bolígrafo—. Recuerde firmar con su nombre real: Zinaida Glebovna.
Pasé la mano por encima del documento. Si no firmaba, el NKVD me mataría de todos modos, y Valentín y mamá estarían condenados. Firmar era la única posibilidad que tenía de protegerlos. Me temblaba la mano mientras formaba las letras de mi falsa rúbrica. Cuando terminé, se me resbaló el bolígrafo y cayó al suelo.
El comandante abrió las cortinas y vi la plaza extendiéndose a nuestros pies. La nieve se había fundido y el cielo era de un azul magnífico.
—¡Contemple Moscú por última vez! —dijo, abriendo los brazos—. Despídase. No volverá a verla. Veinte años de trabajos forzados sin derecho a mantener correspondencia.
¿Era esa mi condena? Al firmar la confesión, Natalia Azarova había dejado de existir. Era como si estuviera muerta.