Veintiuno

Kursk, 1943

En la primavera de 1943, las fuerzas alemanas se preparaban para un ataque contra Kursk, una ciudad situada al sur de Moscú. Trajeron unidades aéreas de Francia y Noruega, así como de algunas zonas del frente ruso. La Luftwaffe quería recuperar su supremacía en los cielos, pero las Fuerzas Aéreas soviéticas eran ahora un enemigo que tomar en cuenta. Teníamos experiencia en combate y nuestras fábricas estaban produciendo rápidamente aviones de más calidad.

Como comandante de escuadrón, una de mis funciones era entrenar a los nuevos pilotos que se incorporaban al regimiento. Elegí como escolta de vuelo a un sargento llamado Filipp Dudko. Yo había perfeccionado dos maniobras: una era un ascenso en espiral que utilizaba para eludir el ataque; la otra era un invertido repentino que hacía que el atacante pasara de largo y se convirtiera en mi víctima. Necesitaba un escolta que pudiera seguirme hiciera lo que hiciera. Filipp poseía unos buenos reflejos, pero había algo en él que me preocupaba. Una vez, en una misión de patrulla, vi varios Focke-Wulf alemanes atacando una vía de suministros. Llevé al escuadrón a mayor altura para que pudiéramos abalanzarnos sobre los aparatos enemigos. Nuestro ataque desencadenó un duro enfrentamiento. Filipp me cubría desde atrás y pudimos desperdigar al enemigo. Me satisfizo su actuación, pero cuando el escuadrón volvió al aeródromo y los pilotos relataron el choque, Filipp estaba confuso.

—¿Ha habido un combate? —preguntó—. Creía que era un ejercicio de formación improvisado.

No había visto los aviones enemigos.

—Es un problema habitual de los pilotos no experimentados, e incluso de los experimentados —aseguró el coronel Smirnov—. Con práctica, Dudko desarrollará la capacidad de ver los aviones que se aproximan. Al menos no se separó de usted ni se interpuso en la posición de tiro. Ha elegido bien.

En el nuevo aeródromo no había búnkeres, ya que había sido construido apresuradamente en previsión de la ofensiva; nos instalaron en un pueblo que había sido liberado de los alemanes. La casa en la que nos hospedábamos Svetlana, Dominika, Alisa y yo era contigua a la de Valentín y del coronel Smirnov. Veía la habitación de Valentín desde el desván; a veces subía allí a saludarlo. Una vez bromeó haciendo señales con un espejo. Pero el coronel Smirnov lo descubrió y lo amenazó con enviarlo al calabozo. Valentín y yo estábamos enamorados, pero estábamos en mitad de una guerra. Muy de vez en cuando podíamos bañarnos juntos en un río o hacer el amor, pero la mayoría del tiempo sólo pensábamos en luchar contra el enemigo. Quería derrotar a los alemanes lo antes posible para que pudiéramos regresar a Moscú y empezar una nueva vida juntos.

La casa en la que nos alojábamos era propiedad de una mujer llamada Ludmila, que nos trataba muy bien. Ponía flores en la habitación y nos daba más comida de la que le proporcionaban las Fuerzas Aéreas. Las mujeres combatientes la teníamos fascinada; cuando Alisa y yo volvíamos a casa al final de la jornada, siempre nos preguntaba por nuestras misiones. Si alguna de nosotras había abatido un avión, Ludmila quería que le contáramos con todo detalle el enfrentamiento. Nada la satisfacía más que la idea de que hubiéramos matado alemanes. Al mismo tiempo, tenía miedo: «No deberían haber enviado a chicas tan jóvenes como vosotras al frente».

Un día, cuando Svetlana y yo estábamos a punto de ir a los baños públicos a lavarnos, Ludmila nos llamó.

—Venid. Quiero enseñaros una cosa.

Nos condujo a una casa situada a las afueras del pueblo.

—Mi hermana vive aquí —nos informó, y llamó a la puerta.

Abrió una mujer más joven que Ludmila. Se llamaba Rada. Pensé que estábamos allí para recoger huevos o frutas del bosque, pero Rada tenía otra razón para invitarnos a su casa. Nos llevó a la cocina, donde había una hoguera encendida; junto a ella, vimos a una joven. Movía la cabeza erráticamente de un lado a otro y tenía la lengua colgando. En el edificio donde vivía con mi familia en el Arbat había un chico así; nació con el cordón umbilical alrededor del cuello.

Creía que Rada nos preguntaría si podíamos conseguir algo para la chica: ropa, medicamentos o algún alimento que no tenían en el pueblo. Sin embargo, cogió un marco de fotos de una estantería. En la imagen aparecía una chica de unos dieciséis años, una auténtica belleza eslava con pómulos altos y una larga melena rubia.

—Ésa era Faina antes de la guerra —dijo Ludmila.

Rada le acarició la cara.

—Mi hermosa Faina, mi niña bonita —apuntó con voz quebrada.

Svetlana y yo miramos a Ludmila esperando una explicación.

—Cuando los alemanes ocuparon el pueblo, se llevaron a Faina al bosque —dijo Ludmila—. Rada intentó esconderla, pero los alemanes amenazaron con matar a todos los habitantes, niños incluidos, si no la entregaba. Incluso el día de la retirada, los alemanes no dejaban a Faina en paz. La violaron y le golpearon la cabeza con una piedra.

La historia me removió el estómago.

Ludmila señaló las pistolas que Svetlana y yo llevábamos en el cinturón.

—Prometedme una cosa, mis valerosas hijas: si alguna de vosotras corre el peligro de que la capturen, debe pegarse un tiro, en lugar de caer prisionera de esos monstruos.

Para Svetlana, la historia de Faina era macabra. Aquella noche me preguntó en nuestra habitación:

—¿Serías capaz de hacerlo? ¿Serías capaz de suicidarte?

No le conté que había estado a punto de hacerlo días antes, cuando mi avión fue alcanzado y tuve que realizar un aterrizaje de emergencia en territorio alemán. Conseguí salir de entre los restos del avión cuando oí camiones y voces que venían hacia mí. Por suerte, Filipp me había visto caer y tomó tierra cerca de aquel lugar. Me embutí en el suelo de su cabina y me sacó de allí antes de que llegaran los alemanes.

Para dominar los nervios e intimidar al enemigo, a los pilotos de nuestro regimiento les gustaba pintar emblemas en sus aviones. Los ases con mayor número de derribos dibujaban cruces en el carenado; otros, rayas de tigre o mandíbulas con dientes afilados. Uno de los pilotos se ofreció a pintarme un zafiro en el fuselaje, pero el coronel Smirnov lo prohibió.

—El mando alemán sabe quién es usted, camarada teniente. ¡Créame! A los hombres alemanes no les gusta verse superados por mujeres y han puesto un alto precio a su cabeza. Aproveche la ventaja del anonimato. Su talento como piloto es más útil para la madre patria que su celebridad.

Por aquel entonces, no sólo debíamos temer a los alemanes. Cada uno de los regimientos había incorporado a un representante político. Su papel consistía en constatar que todo lo que decíamos seguía los preceptos de la ideología comunista y que nadie manifestaba «opiniones incorrectas». Cuando formaba parte del 586.º regimiento, el representante era una mujer. Aunque repartía material comunista e impartía clases de ideología, también le interesaba cómo llevábamos eso de estar separadas de nuestras familias. En Stalingrado, teníamos un representante político varón que, si bien no prestaba atención a nuestro estado emocional, tampoco vigilaba nuestras creencias. En el nuevo aeródromo, el representante político era un hombre llamado Lipovski. No me caía bien. Vigilaba cada uno de mis movimientos. «Es usted lo bastante mayor para dar el salto del Komsomol al Partido Comunista —me dijo un día—. ¿Por qué no lo ha hecho?». El pasado de los aspirantes se evaluaba exhaustivamente. Si presentaba una solicitud, saldría a la luz el historial de mi padre. Por suerte, el coronel Smirnov intervino.

—Déjela centrarse primero en la guerra —dijo a Lipovski—. Como puede observar, combate como una buena comunista por la madre patria. Cuando la guerra haya terminado, podrá pensar en política.

Con Lipovski merodeando por allí, tenía que andarme con cuidado. Era discreta con mi pequeño icono de Santa Sofía, que guardaba en el bolsillo. Me persignaba antes del despegue sólo cuando sabía a ciencia cierta que Lipovski no estaba mirando. No podía meterme en líos.

A mediados de julio, trasladaron nuestro regimiento más cerca de Orël para ayudar en el avance de las fuerzas de tierra soviéticas sobre las líneas alemanas. Cada palmo de tierra se disputaba ferozmente. Manteníamos la presión sobre el enemigo. Un día lográbamos dominar los cielos, y al día siguiente volvían a imponerse los alemanes. Realizábamos tantas salidas diarias que me sentía como una tuerca que alguien estuviera apretando. Valentín y yo apenas pasábamos algún rato juntos. A veces nos robábamos un beso y nos despedíamos con una sonrisa que decía: «Después de la guerra».

Una tarde, el coronel Smirnov reunió al regimiento para anunciar que los alemanes habían incorporado a la batalla al Diamante Negro, uno de sus mejores ases. Era un asesino eficiente con más de noventa victorias a su nombre.

El coronel nos explicó su técnica.

—El Diamante Negro evita los enfrentamientos directos. Utiliza el elemento sorpresa y se acerca peligrosamente a su objetivo antes de disparar, lo cual impide al piloto tomar medidas de evasión. Por supuesto, no animo a los pilotos más nuevos a adoptar la técnica del Diamante Negro. Los restos del avión que acabáis de destruir pueden alcanzaros. El Diamante Negro ha caído varias veces, pero sólo por esa razón. Ninguno de nosotros ha logrado abatirlo.

Un día, Filipp y yo salimos de patrulla con Alisa y su escolta de vuelo cuando vimos varios Junker alemanes acompañados de cazas que se dirigían hacia nuestras líneas. Contábamos con la ventaja de la altitud; les indiqué a Alisa y a su escolta que se enfrentaran a los cazas mientras Filipp y yo atacábamos a los bombarderos. No podía proteger a Filipp para siempre. Necesitaba experiencia en combate. Le ordené que se situara en posición de disparo y apuntara al Junker que volaba más hacia el exterior. Vi que controlaba los nervios y esperaba hasta encontrarse en buena posición para disparar. Alcanzó al Junker, que empezó a arder y se desintegró. Los restos en llamas cayeron al suelo.

—No lo mires —le dije por radio—. Vigila tu espalda.

Pasé por encima de los bombarderos y di la vuelta para ayudar a Filipp a embestir de nuevo contra los Junker. Algo me hizo mirar hacia atrás; vi un Messerschmitt que no formaba parte del grupo de cazas. ¿De dónde había salido? ¿Del sol? Sabía quién era. Me alegré de que Filipp no estuviera conmigo: se habría perdido al Diamante Negro. Por desgracia para el as alemán, había elegido como objetivo a un piloto que lo había visto con suficiente antelación.

Viré bruscamente antes de que se acercara lo suficiente para disparar y me situé detrás. El cazador cazado. «Con que no te gusta pelear ¿eh, Diamante Negro? —dije—. Te gusta hacerlo a tu manera».

El Diamante Negro intentó zafarse de mí, pero estaba decidida a derribarlo. Él también lo notó. Intentó arrastrarme hasta la línea del frente y descender más, ya que allí sería vulnerable al fuego antiaéreo alemán.

Aceleré a fondo, situé al Diamante Negro en el centro del punto de mira y pulsé el botón de disparo. Las balas salpicaron el fuselaje de su avión. Al principio creí que no habían atravesado el blindaje, pero entonces empezó a salir humo del motor y el avión del Diamante Negro empezó a caer.

Gané altitud para evitar los disparos desde tierra y di media vuelta para ver qué sucedía. El Messerschmitt se dirigía a un campo situado a escasa distancia de la línea. «¿Por qué no salta?», me pregunté. Entonces me di cuenta de que el Diamante Negro pretendía salvar su avión y aterrizar. A esa velocidad iba a matarse.

Para mi sorpresa, aterrizó sin que el avión sufriera más desperfectos. Volví a volar en círculo y lo vi salir de la cabina ileso. Pero no había tropas que lo protegieran. Me vio precipitarme hacia él y, sin posibilidad de huida, se irguió, ofreciendo el pecho a mis balas mortíferas.

Al principio de la guerra, abatir un avión enemigo era victoria suficiente. Ahora era una batalla sangrienta en la que todo contaba. Pero, al aproximarme, vi que el Diamante Negro era un hombre atractivo, pero no a la manera aria. Por el contrario, era alto y de piel oscura, como mi hermano Alexánder, de pecho ancho y piernas fornidas como troncos de árbol. Activé el botón de disparo, pero no fui capaz de pulsarlo. Aguanté la mirada al Diamante Negro unos instantes, luego le devolví el saludo y me elevé de nuevo.

La conmoción del encuentro se desvaneció cuando regresé al aeródromo y caí en la cuenta de la magnitud de mi error. Valentín había vuelto de otra misión. Él y Sharavin estaban examinando los daños que había sufrido su avión. Me detuve a su lado. El Yak de Valentín estaba salpicado de agujeros de bala y tenía la cola doblada. Era un milagro que hubiera conseguido llegar al aeródromo. Yo no sabía si había sido incapaz de disparar al Diamante Negro por su parecido con mi hermano o si el cansancio me había nublado la mente. Pero me di cuenta de que, al no acabar con él, había dejado a una bestia peligrosa vagando por el bosque, una bestia que podía matar a mi querido Valentín.

Cuando escribí el informe, no incluí al Diamante Negro como una victoria, aunque haberlo hecho me habría supuesto otra medalla y mucho prestigio. Cuando Alisa me preguntó por el avión que había perseguido, le conté que había escapado.

Mi error de cálculo me preocupaba. La semana anterior nos había llegado la noticia de que unos pilotos de bombarderos Pe-2 con poca experiencia habían atacado por error a nuestras tropas de infantería. Habían fusilado a los responsables, por traidores. Sabía que aquellos pilotos no habían traicionado a la Unión Soviética. Lo más probable es que hubieran cometido un error de navegación porque no estaban acostumbrados a la intensidad del combate. Si alguien me hubiera visto perdonar la vida al Diamante Negro —tropas de tierra desplegadas cerca de allí, campesinos parlanchines, un piloto que participara en otra misión— y Lipovski se hubiera enterado, me habrían fusilado.

A primera hora de la mañana siguiente, me llamaron para una fase de ataque uno. Me senté en la cabina, con Svetlana a mi lado, sobre el ala. El calor del día todavía no había alcanzado su cima y nos turnábamos para leernos Ana Karénina, aunque nos saltábamos los fragmentos en que los personajes disfrutaban de generosos banquetes. Echábamos de menos a Ludmila y su cocina. En nuestra nueva base volvíamos a comer en una cantina subterránea; a veces, cuando se recrudecía el combate y era difícil que nos llegaran suministros, tomábamos siempre sopa con pan. Últimamente sólo nos daban una ración diaria. No era suficiente para conservar las fuerzas que necesitábamos para combatir. Nuestra base aérea estaba rodeada de campos de girasoles sin cosechar y los pilotos y mecánicos recogíamos pipas durante los descansos para que el cocinero las añadiera al pan. También recogíamos setas y bayas, pero era muy arriesgado adentrarse en el bosque, pues era probable que se tratara de una zona minada.

Aparté unos instantes la mirada de la novela y escruté el cielo. Valentín había salido con el coronel Smirnov y otros seis pilotos para cubrir a las tropas de tierra durante un avance. Leyendo podía distraerme y no preocuparme por él. Me habría gustado acompañarlo como escolta aquella mañana. Yo podía protegerlo del Diamante Negro si estaba allí arriba. Y si, por alguna razón, no veía al alemán a tiempo, podría cubrir a Valentín con mi avión y recibir las balas por él.

Un estrépito de motores interrumpió mis pensamientos. Al darnos la vuelta, Svetlana y yo vimos a nuestros aviones de regreso. Por aquel entonces, volver de una misión era un triunfo suficiente y esperé a ver si los aviones realizaban un pase victorioso sobre el aeródromo. Sin embargo, aterrizaron directamente y desde mucha altura. Algo iba mal. Conté los aviones: eran siete. Faltaba uno. ¿El de quién?

Se suponía que no debía abandonar mi avión cuando estaba en fase uno, pero se habían activado las alarmas en mi cabeza. Me quité el paracaídas y salté de la cabina. Entrecerré los ojos para comprobar la numeración de los aviones. El que no había regresado era el Yak del coronel Smirnov.

Valentín salió como pudo de la cabina y se tambaleó hacia el hangar. Entonces le dijo algo a Sharavin, que bajó los hombros.

—¡Valentín! —grité, corriendo detrás de él.

Se dio la vuelta, con la cara pálida como un fantasma.

—Leonid…, el coronel Smirnov…, su avión se ha incendiado.

Todo quedó envuelto en una neblina. No podía hablar. La mirada de desesperación de Valentín era insoportable.

—Luchó hasta el final, Natasha —dijo—. Orientó el avión hacia un camión de transporte alemán cuando caía. Oí sus gritos por radio. Se estaba quemando vivo. Me rogó que cuidara de su mujer y de su hijo pequeño.

Sobre mí se cernió una especie de sombra fría.

—Valentín, ¿lo abatió un caza o la artillería de tierra?

Valentín me aguantó la mirada.

—Fue el Diamante Negro. El Diamante Negro mató al coronel Smirnov.

Nombraron a Valentín comandante del regimiento. Yo me veía en un dilema. La lucha se había intensificado aún más y Valentín necesitaba toda su fuerza mental y física para concentrarse en las tareas. ¿Debía contarle lo que me había pasado con el Diamante Negro para aligerar mi conciencia y correr el riesgo de que cometiera algún error que pudiera costar la vida a otras personas? Decidí no hacerlo, por la misma razón que nunca le había hablado de la detención y la ejecución de mi padre. A veces, la ignorancia te mantenía a salvo. Si me arrestaban, al menos Valentín podría decir que no conocía mi pasado ni el encuentro con el Diamante Negro. Eso no garantizaba su salvación, pero cabía la posibilidad. No tenía más opción que guardar silencio.

Sin embargo, estaba condenada.

Me di cuenta una noche, cuando me dirigía a mi búnker tras la última salida del día. Tenía que cruzar un campo de girasoles para llegar hasta él. A través de los tallos, vi un coche negro; junto a él, a un hombre que me observaba. Cruzamos miradas y se me heló la sangre. La primera vez que lo vi supe que no olvidaría su rostro demacrado, su cabello pelirrojo y sus fríos ojos. Era el agente del NKVD que había detenido a mi padre.

Nos miramos y nos reconocimos. Sentí la tentación de arrodillarme y suplicarle piedad: si había de morir, que fuera por la madre patria y no por crímenes contra el Estado. Cuando se dio la vuelta y subió al coche, supe que se había acabado. Habían firmado mi orden de arresto. Mi ejecución era inminente.