Dieciocho

Moscú, 2000

Era sábado por la mañana y, después de alimentar a sus gatos, Oksana había vuelto al nuevo piso de Lily para escuchar el resto de la historia de Svetlana. Había traído tres cachorros a los que estaba cuidando y los dejó en una cesta encima del sofá.

Svetlana miró a Lily y Oksana y no necesitó que la animaran a continuar.

—Sabía que Natasha estaba enamorada de Valentín Orlov incluso antes que ella misma. En cuanto a Valentín, sus sentimientos por Natasha resultaban obvios, por más que intentara esconderlos. Un día participó en una misión con el coronel Smirnov, Natasha y otros tres pilotos acompañando a un escuadrón de bombarderos que iban a destruir líneas de suministro alemanas. Lo que debería haber sido una misión rutinaria se convirtió en una batalla en la que nuestros cazas se hallaban en inferioridad numérica, de veinte a seis. Uno de los Yak fue pasto de las llamas y un bombardero quedó inutilizado y tuvo que realizar un aterrizaje de emergencia. Pese a ello, se ejecutó la misión y los aviones alemanes tuvieron que huir. Pero, en medio del caos, nuestros cazas se habían dispersado. Valentín, que apenas tenía combustible, fue el primero en regresar al aeródromo y esperó en la pista la llegada de los demás. El coronel Smirnov fue el siguiente y, después de él, los otros dos pilotos supervivientes. No había rastro de Natasha. «¿Alguien ha visto algo? —le preguntó Valentín a los demás—. ¿Aparte de que Maksimov ha caído?». Uno de los pilotos le respondió: «Recibió algunos disparos en el fuselaje, pero no había humo ni llamas. Parecía estar resistiendo».

»El coronel Smirnov llamó al cuartel general de división para comprobar si había noticias de un derribo, pero no tenían nada de que informar. La tensión fue en aumento mientras todos —Valentín, el coronel Smirnov, los pilotos y la tripulación— escrutábamos el cielo con la esperanza de divisar el avión de Natasha. Con el paso de los minutos, Valentín no podía ocultar sus sentimientos. Estaba pálido de angustia. Yo estaba a punto de desmayarme. Por supuesto, habíamos pasado por aquello muchas veces. Algunos pilotos no volvían de las misiones; así eran las cosas. Los enterrábamos u oficiábamos una ceremonia de recuerdo. Cuando Natasha y yo formábamos parte del 586.º regimiento en Saratov, era inquietante despertarse en el búnker y ver las camas impolutas de camaradas que habían muerto el día anterior. Sus prendas a medio tejer, las cartas y los dibujos nos recordaban que podíamos perder la vida en cualquier momento. Natasha me pidió que no pensara nunca que iba a sucederle algo malo. Creía que lo que uno imaginaba gráficamente acababa ocurriendo. Para evitar la mala suerte, incluso se negaba a llevar la cápsula de identificación. Cuando participaba en una misión, me la daba a mí. Pese a que le había prometido no imaginarme lo peor, cada vez que realizaba una salida recorría ansiosamente la pista de aterrizaje hasta su vuelta. ¿Habían precipitado mis miedos la muerte de Natasha? No podía soportar la vida sin ella. Uno de los artilleros se volvió hacia mí: “¡Escucha! Ése es tu motor ¿verdad?”.

»Agucé el oído y oí el leve rumor de un motor de avión. Todos los mecánicos conocían el sonido de su avión igual que una madre conoce el llanto de su bebé. El avión de Natasha apareció por el oeste. El alivio que nos invadió a todos era palpable. El coronel Smirnov dio una palmada en el hombro a Valentín, y éste se permitió una leve carcajada. El resto de nosotros aplaudimos y lanzamos vítores, y observamos cómo Natasha se aproximaba al aeródromo. El ala tenía una parte hundida, lo que indicaba que el aparato había sufrido desperfectos. Tocó tierra y esperamos a que llegara al final de la pista, pero el avión se detuvo abruptamente. ¿Se le había acabado el combustible? Nos quedamos callados, esperando a que el avión se moviera de nuevo, pero no lo hizo.

»Conscientes de que algo iba mal, Valentín y yo echamos a correr por la pista. Valentín, con sus largas zancadas, llegó antes que yo y saltó encima del ala, que estaba salpicada de agujeros de bala. El parabrisas estaba destrozado. Valentín abrió la cabina y vio a Natasha recostaba en el asiento. Tenía la cara pálida como un fantasma y el uniforme empapado de sangre. Le habían alcanzado en el hombro; debió de perder el conocimiento en cuanto aterrizó.

»Valentín se arrancó un trozo de tela de la parte delantera de la camisa y lo dobló para aplicar presión sobre la herida. “¡Id a buscar a los médicos!”, gritó a los demás pilotos y miembros de la tripulación, que se acercaban a toda prisa a ver qué había ocurrido.

»Desde el búnker del hospital enviaron a dos camilleros que acudieron con presteza. Valentín desabrochó el paracaídas y el arnés a Natasha, y la sacó en brazos de la cabina. “¡Natasha! —le dijo en voz baja—. ¡Natasha, vamos!”. La tumbó en la camilla y echó a correr a su lado, manteniendo la presión en el hombro mientras los camilleros se dirigían al búnker del hospital. Yo corría detrás de ellos.

»La enfermera le arrancó la manga y examinó la herida. “Necesitará cirugía y una transfusión —dijo—. La estabilizaremos y la trasladaremos a un hospital”. Valentín no apartaba la mirada de la cara de Natasha. No estaba comportándose como un líder de escuadrón preocupado por uno de sus subordinados. Aquella mirada de desesperación era la de un hombre que ve a su amada sufriendo dolor. Mientras la enfermera limpiaba la herida y vendaba el brazo a Natasha, ésta volvió en sí y vio a Valentín a su lado. Al principio parecía confusa, pero luego sonrió. Aquella sonrisa me dijo todo lo que necesitaba saber. Sentí muchas cosas en aquel momento: alegría por que Natasha y Valentín pudieran seguir viviendo el amor en mitad de aquel horror, pero también miedo por ellos. Era una idea aceptada que, en el frente, nadie debía hacer promesas; debían esperar a que acabara la guerra. Cuando la vida podía cambiar en un instante, las promesas sólo causaban sufrimiento. Al final, mis temores eran fundados.

Los cachorros empezaron a moverse en la cesta y a maullar. Aunque Lily y Oksana estaban cautivadas por la historia de Svetlana, se tomaron una pausa para mezclar un poco de leche artificial.

Lily se dio cuenta de que ella y Svetlana no habían desayunado. Mientras Oksana se ocupaba de los gatitos, Lily preparó unas tostadas y las acompañó de queso fresco y rodajas de tomate. Cuando ofreció a Svetlana su plato, la anciana parecía ausente. Lily se sentó a su lado. Oksana volvió a dejar los gatos en la cesta, pero antes de volver con ellas sonó su teléfono móvil.

—Es el doctor Pesenko —dijo al ver el número. Tras unos minutos de conversación, finalizó la llamada y pidió a Lily que la acompañara a la cocina—. El doctor Pesenko ha encontrado un sitio para Svetlana —dijo—, un buen sitio. Es una residencia de ancianos donde podrán administrarle cuidados paliativos.

El día antes, Lily se habría alegrado de la noticia. La inquietaba cómo actuaría si Svetlana empeoraba. Oksana ya tenía bastantes preocupaciones con los gatos de la colonia y los cachorros huérfanos.

—¿Tan pronto? —respondió—. Pero Svetlana acaba de empezar a hablar. Todavía no sabemos si tiene familia.

—Una persona está investigándolo —dijo Oksana—. Entre tanto, el doctor Pesenko ha convencido al administrador para que la acepte facilitándole mis datos como cuidadora.

—¿Cuándo la llevaremos? —preguntó Lily.

—El doctor Pesenko está en la residencia. Quiere que vayamos ahora mismo. No podemos dejar pasar esta oportunidad; hay muy pocos lugares como éste en Moscú. La mayoría de los rusos cuidan a sus mayores en casa.

Lily dejó a un lado las ganas que tenía de oír el resto de la historia de Svetlana y ayudó a Oksana a preparar una bolsa. Metieron el camisón que Lily le había comprado y un vestido que había conseguido Oksana, además de pasta dentífrica y otros artículos de primera necesidad. Lily le puso un collar y una correa a Laika, suponiendo que ella también iría. Lily se percató de que, durante el trayecto a la residencia, Svetlana miraba por la ventana. «¿Estará pensando en Valentín y Natasha?», se preguntaba. Recordaba a Valentín Orlov de la televisión: un hombre que nunca había dejado de buscar a la mujer que amaba. Finalmente, la encontró, pero estaba muerta. La historia de amor de Natasha y Valentín no tenía un final feliz.

El doctor Pesenko las saludó en recepción y las ayudó a registrar a Svetlana Novikova. Cuando entraron en las habitaciones, Lily se sintió aliviada al descubrir que no era tan distinto de la residencia en la que vivía la abuela de Adam en Sídney. Todo estaba limpio y recién pintado, y la sala común tenía televisor y unas butacas cómodas. Sin embargo, los cuadros en las paredes y los jarrones con flores no podían ocultar el hecho de que, para todos los que llegaban allí, era la última parada. Los suelos de baldosa, las camas metálicas de hospital y los armarios cerrados con llave eran típicos de las instituciones médicas, pero eran los ajados seres humanos que habitaban el lugar, con sus mechones de pelo blanco y la boca abierta, los que lo convertían en una institución para ancianos y moribundos. Lily observó a Svetlana, pero no parecía haberse dado cuenta del cambio de lugar.

Svetlana compartiría habitación con una mujer que estaba tan maltrecha que Lily no cesaba de mirarla para cerciorarse de que seguía respirando. Una enfermera rellenita con el pelo castaño y rizado entró en la habitación.

—Ésta es Polina Vasilievna, la enfermera jefe —dijo el doctor Pesenko—. La dejaré en sus expertas manos y volveré a ver a la paciente mañana.

Polina cerró la cortina que había entre Svetlana y las otras mujeres, y guardó las pertenencias de la anciana en la taquilla.

—Tenemos una estantería para recuerdos y fotografías —dijo, señalando una vitrina de cristal situada en la pared. Miró a Laika y sonrió—. Y las mascotas pueden venir de visita siempre y cuando traigan el certificado de salud de un veterinario.

Oksana asintió. Lily sabía que conseguiría que el doctor Yelchin se ocupara del documento. Svetlana se tumbó en la cama sin decir palabra.

—Al principio es natural sentirse desorientado —dijo Polina, que dio unas palmaditas a Svetlana en la mano. Luego se volvió hacia Lily y Oksana—. Estamos a punto de servir el almuerzo. ¿Por qué no se quedan con ella mientras come? Cuando vuelvan mañana, ya verán cómo está más tranquila.

Más tarde, cuando las dos volvieron al coche, Lily notó un nudo en el estómago.

—Cuando Svetlana empezaba a confiar en nosotras, la metemos aquí —le dijo a Oksana.

Ésta le puso la mano en el brazo.

—Cariño, se adaptará y vendremos a verla todas las tardes. Está muy enferma y no habrías podido cuidar de ella. Además, no olvides que no sabemos dónde vivía antes. Probablemente, era mucho peor. Aquí está segura y cómoda, y tiene lo que más quería: alguien en quien confía para ocuparse de Laika.

Aquella noche, Lily se tumbó en la cama de su apartamento con Pushkin ronroneando tranquilamente a un lado, y Laika al otro. La perra estaba nerviosa y no dejaba de cabecear contra el brazo de Lily.

—Tranquila —le dijo Lily—. Aquí estás segura. Además, tu dueña está recibiendo cuidados. Volverás a verla mañana.

Lily pensó en Svetlana en su cama de hospital con una desconocida durmiendo a su lado y recordó las palabras de Oksana: había hecho todo cuanto había estado en su mano. Desde la caída del comunismo, la esperanza de vida de una mujer en la Federación Rusa había descendido a setenta y un años. Basándose en lo que Svetlana les había contado hasta el momento, Lily calculó que debía de rondar los setenta y ocho. Pese a haber pasado una temporada en un campo de concentración y tener problemas cardiacos, ya había superado la media.

—Es dura —dijo Lily a Laika—. Estará bien.

Al día siguiente, Lily y Oksana metieron a Laika en el todoterreno y fueron a visitar a Svetlana.

—Sigue callada —dijo Polina cuando las acompañó a la habitación—. Pero sus constantes vitales son buenas. El doctor Pesenko la ha examinado esta mañana y ha hablado muy bien de vosotras. Su estado de salud es mejor de lo que esperábamos.

Svetlana estaba sentada en la cama. Parecía triste, pero cuando Lily le tendió a Laika, se alegró al instante.

—Hola —dijo, besando a la perra—. ¿Te gusta tu nueva dueña? Debes ser buena con ella.

—Venga, vamos a explorar este lugar —propuso Oksana.

Al ver que la anciana no se oponía, la sacó de la cama y de la habitación. Se dirigieron a la sala de recreo, donde varios residentes jugaban al ajedrez o contemplaban unos peces tropicales que nadaban de un lado para otro en un acuario gigantesco. Algunas mujeres estaban haciendo un puzle. Por la animada charla que llegaba desde su rincón de la sala, Lily dedujo que eran un grupo de amigas que todavía conservaban sus plenas facultades.

—Espero que le gusten los puzles —dijo Oksana despreocupadamente.

Svetlana apenas mostró interés en ninguna de las actividades; cuando las tres volvieron a la habitación, se tumbó en la cama y cerró los ojos. Según vieron, aquel día no les contaría nada más sobre Natasha y Valentín.

Las tres tardes siguientes ocurrió lo mismo. Svetlana parecía distante e incómoda, pese a la tranquilidad que le procuraban Lily, Oksana y el personal de la residencia.

—Supongo que volverá a abrirse cuando se acostumbre al lugar —observó Oksana.

—Eso espero —respondió Lily—. Me tiene intrigada.

El jueves por la tarde, cuando Lily estaba preparándose para visitar a Svetlana, apareció Oksana en el umbral.

—Espero que no te hayas olvidado de que esta noche sales a bailar salsa —dijo.

—¡Ah, sí!

Lily se había olvidado. Consultó el reloj. Luka la recogería al cabo de media hora. Titubeó. ¿De verdad quería ir? Prefería ver a Svetlana que salir a bailar, pero Oksana no quiso ni escucharla.

—¡Prepárate! —dijo, y cogió la correa de Laika—. Ya visitaré yo a Svetlana esta noche. Tú tienes que salir y vivir como una persona joven.

«Oksana tiene razón», pensó Lily mientras se daba una ducha y se maquillaba. En Sídney llevaba una vida social ajetreada, y ahora parecía una reclusa. Pero cada paso hacia delante le parecía una traición. Era como si ella y Adam hubieran emprendido un viaje en tren juntos y, de repente, él se hubiera apeado mientras ella continuaba avanzando. Quería que el tren se detuviera y volver donde había dejado a Adam, pero, por supuesto, eso era imposible.

Luka llevaba una camisa de satén azul y unos pantalones acampanados oscuros.

—Qué guapa estás —le dijo a Lily, admirando el vestido negro fruncido, y abrió la puerta de su coche con una floritura—. ¡Tu carruaje te espera!

Lily se echó a reír. Quizá fuera un buen comienzo salir con un hombre atractivo en una cita sin presiones. En ese momento, se dio cuenta de que echaba de menos la compañía masculina.

El club de salsa se encontraba en el sótano de un edificio de oficinas en el centro de Moscú. Lily siguió a Luka por el tenue interior y vio que la pista de baile estaba abarrotada. Por la profusión de acentos, era obvio que la clientela era una mezcla de rusos y expatriados, en su mayoría británicos y estadounidenses, pero también algunos turcos y alemanes. Iban vestidos más informalmente de lo habitual cuando se salía en Moscú: vaqueros y camisetas sin mangas, aunque, en el caso de las chicas rusas, los vaqueros llevaban etiquetas de Armani y los combinaban con zapatos de Manolo Blahnik.

Luka la guio entre la multitud y se detuvo delante de cuatro personas que estaban sentadas en divanes debajo de una palmera artificial.

—Hola, chicos —dijo—. Ésta es Lily, mi amiga australiana.

Una chica hermosa con pelo negro y la nariz larga se levantó.

—Yo soy Tamara y éste es mi novio, Boris —anunció, señalando a un joven con una camisa Lacoste.

Los otros dos eran una chica inglesa, Jane, que trabajaba en una empresa de informática, y otro ruso llamado Mijaíl, que era dentista.

El grupo empezó a tocar con más intensidad. Lily no alcanzaba a oír nada de lo que decía Luka, así que dejaron de hablar y bailaron. Era un buen guía que le hacía seguir el paso correcto y procuraba que no chocara con otros bailarines. La música era alegre. Lily estaba disfrutando mucho más de lo que había esperado.

Después, Luka invitó a todos a su piso. Vivía en el barrio de Meshchanski. Tras una sola mirada a sus elegantes muebles escandinavos, Lily lamentó no haber hecho nada con la nefasta decoración de su apartamento.

—Pasad todos —dijo Luka a sus amigos, que habían salido del ascensor—. Por favor, Lily —dijo, señalando una silla-huevo—, siéntate. Voy a preparar algo en la cocina.

El salón de Luka estaba cubierto de estanterías atestadas de libros y obras de arte. Una pared estaba dedicada a estudios sobre la historia rusa, mientras que las otras estanterías contenían libros sobre fisiología animal —como Lily habría imaginado—, además de arte y poesía.

Del dormitorio salieron dos gatos que parecían panteras.

—Hola, Valentino —dijo Tamara, que cogió al gato negro y le hizo un mimo, cosa que, por la alegre expresión de su rostro, le gustó—. Pareces musculado y aniñado, pero eres blandito —añadió Tamara.

El otro gato, Versace, que era negro con los bigotes blancos, fue directo al regazo de Lily, que acarició su pelo sedoso. Jane se inclinó para rascarle la barbilla. Luka salió de la cocina con una bandeja de bruschettas. Sonrió al ver a las mujeres toqueteando a los gatos.

Valentino y Versace siempre buscan a las mujeres atractivas. ¡No son tontos!

—¿Desde cuándo los tienes? —preguntó Mijaíl—. No recuerdo haberlos visto la última vez que vine.

—Estaban escondidos —respondió Luka, que se agachó para acariciar a Versace—. Me los regaló Oksana, una amiga de Lily. Estaban abandonados en la calle. Pero, viéndolos ahora, nunca lo dirías.

—No —coincidió Jane—. ¡Son guapísimos!

Versace acarició la barriga de Lily con el hocico y ronroneó. Si en su día fue un gato salvaje, pensó ella, hay esperanza para Mamochka.

—También tengo un perro —le dijo Luka a Lily—. Es mezcla de samoyedo. Está en casa de mis padres. Allí hay jardín y mi madre tiene tiempo para pasearlo todos los días. Tendría más animales si dispusiera de espacio. ¿Es cierto que en Australia todo el mundo vive en casas con jardín grande?

Lily sonrió.

—No todo el mundo, pero ése es el sueño australiano, aunque de un tiempo a esta parte son más bien casas grandes sin apenas jardín, por desgracia para nuestro ecosistema.

Luka sirvió a todos una copa de vino cuando volvió a la cocina para preparar unos blinis. Lily se quitó a Versace del regazo y lo dejó al cuidado de Jane para ir a la cocina, una estancia blanca con encimeras de madera de color claro. Una pared estaba cubierta de esbozos de animales enmarcados.

—¿Los has hecho tú? —preguntó Lily—. Son muy realistas.

Luka asintió.

—Dibujo a los que no puedo salvar. Me inspiran para estudiar más y convertirme en el mejor veterinario posible. Y, al recordarlos, su espíritu sigue conmigo.

Conmovida, Lily se dio la vuelta para recobrar la compostura. Con su trabajo con animales y su búsqueda de reliquias, Luka era una persona capaz de cambiar una situación trágica. En su día, ella también había sido así. Pero, desde la muerte de Adam, había perdido la fe en su capacidad para cambiar nada. Lo intentaba —ayudando a la anciana del paso subterráneo y a los gatos de la colonia—, pero no era demasiado optimista. Tal vez por eso Luka le parecía tan atractivo. Necesitaba un amigo que pudiera recordarle cómo era eso de tener esperanza.

—Tienes un piso fabuloso —le dijo—. Como te interesa buscar reliquias, imaginaba que tendrías armas y cascos.

Luka rompió unos huevos en un cuenco y añadió leche y harina.

—No conservo esas cosas. Se las mando a los familiares o a un museo o se quedan donde están —señaló con la cabeza hacia el salón—. Pero hago fotografías y bocetos. En la mesita que hay debajo de la estantería tengo varios álbumes. Luego te los enseño si quieres.

Lily vio una oportunidad.

—He estado siguiendo la noticia sobre la recuperación del avión y los restos de Natalia Azarova. Parece fascinante.

—Desde luego —respondió Luka con una sonrisa—. Pero, en el caso de Natalia Azarova, es difícil separar las historias idealizadas de la realidad, como sucede con todos los héroes. Participé en las excavaciones para recuperar su avión. Me invitó un amigo de mi tío.

—¿De verdad?

Lily se sentó en un taburete. Le habría gustado hablarle de Svetlana, pero el secreto no era suyo y no podía compartirlo.

Luka puso a calentar una sartén y puso unos cuantos blinis sobre la superficie.

—Es profesor de la Universidad de Moscú y le interesa el culto a los héroes nacionales. Escribió un libro sobre Natalia Azarova. Lo tengo en la estantería. Ya te lo prestaré.

Luka volteó la crêpe con una espátula.

—Está revisándolo para una nueva edición. Le han dado acceso a archivos que antes eran confidenciales. El padre de Natalia Azarova era el chocolatero jefe de la fábrica Octubre Rojo. Lo ejecutaron por enemigo del pueblo, pero nunca se ha hecho público quién lo denunció.

Lily sintió un escalofrío en la columna vertebral.

—¿Ah, sí?

Luka debió de notar su reacción.

—Si quieres, podemos quedar con él para tomar un café o para cenar. A Yefim le encanta hablar de sus investigaciones. Se sentirá orgulloso de que alguien venido de Australia se interese por su trabajo.

—Me encantaría conocerlo —dijo Lily.

No podía creer la suerte que había tenido. Desde que Svetlana hiciera su asombrosa confesión, la historia de Natalia Azarova la tenía interesadísima, y ahora iba a conocer a un experto en ella.

Ayudó a Luka a llevar al salón la bandeja de blinis, con acompañamiento de queso feta, pimientos dulces marinados y berenjenas.

—Y entonces, Lily, ¿cómo conociste a Luka? —preguntó Tamara.

Lily les habló de la colonia de gatos; todo el mundo asintió con un gesto de aprobación.

—Es un gran tipo —dijo Mijaíl—. Fuimos juntos al colegio.

Lily miró a Luka. Era una persona especial. Aparte de ser atractivo y de hacer gala de un gusto impecable, tenía talento y era inteligente y amable. Luego buscó en las estanterías alguna foto reveladora de algún novio, pero no encontró ninguna. «Tiene que haber alguien que aprecie lo fantástico que es» pensó. Pero entonces recordó que Moscú no era como Sídney. Aquí la gente no podía ser abiertamente homosexual sin correr el riesgo de que lo insultaran o lo agredieran. Quizá tuviera a alguien, pero lo llevaban con discreción y no salían juntos a bailar.

Eran un grupo muy afable. Le preguntaron a Lily por la vida en Australia. A Boris le interesaba saber más sobre las playas y las serpientes y las arañas venenosas. Cuando Lily anunció a sus amigos australianos que se iba a trabajar a Rusia, reaccionaron como si fuera a trasladarse al Salvaje Oeste. «Rusia es un lugar peligroso», le dijeron. Ahora se daba cuenta de que algunos rusos veían Australia de la misma manera.

Cuando llegó la hora de irse, Luka cogió el libro de Yefim de la estantería y se lo ofreció a Lily.

—Lo llamaré mañana para ver cuándo está libre.

Luka dejó a Lily delante de su casa. Antes de salir, la besó en las mejillas.

—Ha sido una noche fantástica, Lily. ¿Te gustaría volver a salir con nosotros? Creo que a mis amigos les has caído bien.

—Claro —respondió—. A mí también me han caído bien.

Mientras se ponía el camisón y se cepillaba los dientes, Lily pensó que salir con amigos era como volver a coger un libro después de una larga temporada sin leer e intentar recordar las tramas de la historia. Sin embargo, le habría gustado que Adam estuviese allí disfrutando de la noche con ella.

Se metió en la cama con Pushkin y Laika, y contempló la portada del libro de Yefim. Su apellido era Grekov y el libro se titulaba Cielos de zafiro: Natalia Azarova, heroína de guerra rusa. Buscó el nombre de Svetlana en el índice y vio que no aparecía hasta que a Natasha la destinaron a Stalingrado, y sólo como su mecánica. Lily se dio cuenta de que conocía más datos íntimos de la piloto que la máxima autoridad en el tema. Al parecer, Yefim ignoraba que Svetlana y Natasha eran amigas de la infancia. En el capítulo que relataba el día de la desaparición de Natasha, el autor afirmaba que Svetlana también había desaparecido cuando fue a buscar a su piloto:

Novikova no tenía permiso para abandonar el campamento y la podrían haber fusilado por desertora. Pero los otros mecánicos la dejaron marchar y no informaron al capitán Valentín Orlov, el nuevo comandante del regimiento, porque estaban convencidos de que daría media vuelta. Pudo ocurrirle cualquier cosa, pero es poco probable que Novikova encontrara a Natalia Azarova. Lo más seguro es que no hubiera cruzado las líneas enemigas cuando la atraparon y la abatieron, o tal vez pisó una mina y saltó en pedazos. Puede que incluso la devorara un oso o un lobo. Según sus camaradas, no era una superviviente como Natalia Azarova.

—Pues se equivoca en ambas cosas —le dijo Lily a Laika—. En primer lugar, tu dueña es, sin duda alguna, una superviviente. Y, en segundo lugar, sí que encontró a Natalia Azarova. Si no, ¿cómo iba a saber lo que le sucedió realmente?

Lily cerró el libro y apagó la luz. Tenía que ser paciente y esperar a que Svetlana estuviera preparada para contarle esa parte de la historia.