Diecisiete

Stalingrado, 1942

Queridas mamá y Zoya:

Hace tiempo que no tengo la oportunidad de escribiros más que unas pocas líneas. Pero hoy está lloviendo y los alemanes no se han aproximado, así que estoy en el búnker con las demás chicas y una pequeña estufa para calentarnos. Si os digo la verdad, cuando me informasteis de la muerte de Román en Voronezh, me puse triste y me costaba hablar con la gente. Me entusiasmaban las misiones, pero, al volver, lo único que quería era irme a dormir o dar un paseo. Como sabéis, Román era amable conmigo. Para bien o para mal, antes de partir hacia la guerra nos prometimos que, si sobrevivíamos, nos casaríamos. No estaba enamorada de Román, pero era un buen hombre y tal vez podríamos haber llevado una vida feliz juntos. Ahora, cuando emprendemos misiones para cubrir a las tropas de tierra, lo recuerdo y hago todo lo que puedo por proteger a los hombres.

Tener aquí a Svetlana es reconfortante. Saber que cuida de mi avión me da confianza en la máquina que me lleva a la batalla cada día. La vida de los mecánicos es más dura que la de los pilotos. Deben revisar cada avión cuando volvemos de las salidas —a veces seis veces diarias o más— y luego repararlos por la noche con sólo una linterna para iluminarse. Las pilotos y miembros de la tripulación compartimos un búnker subterráneo, pero cuando hace más frío, los mecánicos tienen que cerciorarse de que los motores no se congelen por la noche. Así que ahora Svetlana duerme en una trinchera cerca de los aviones con los otros mecánicos y sólo un toldo para protegerse de los elementos. ¡Cuando la saludo por la mañana, tiene hielo en el pelo!

¡Qué buena amiga es Svetlana! Con sus cualificaciones no tenía por qué venir al frente, pero lo hizo para estar conmigo. Su madre le escribe, lo sé, pero nunca le manda nada. Puede que Lidia Dmitrievna esté atravesando dificultades. ¿Podrías enviarme la colcha de la cama para que Svetlana no pase frío y esos guantes finos que guardo en el cajón? Tiene costras en las manos y quizá con los guantes podrá llegar a las partes complicadas del motor y protegerse la piel. Menuda pareja formaremos entonces: ¡yo con mis rulos y Svetlana con guantes de gala reparando el avión! ¿Qué dirá el capitán Orlov?

Todavía no os he hablado del líder de mi escuadrón. El capitán Orlov es el hombre más atractivo que he conocido en mi vida: alto, de hombros anchos, mandíbula marcada, ojos marrones y pelo castaño. ¡Pero es muy serio! Por supuesto, la situación desesperada en la que nos encontramos en Stalingrado no es para reírse y estamos más tristes de lo normal, pero el capitán Orlov habla con tanta gravedad de la sopa o de la poesía de Pushkin como al informarnos de que nuestro escuadrón está a punto de enfrentarse a cincuenta aviones enemigos. Su solemnidad me hace reír, lo cual es incómodo, porque no tiene sentido del humor y, cuanto más intento controlarme, más me río.

Mamá, en tu última carta me preguntabas si tengo miedo cuando entro en combate. Me da pavor cuando estamos en orden de ataque fase uno. Mientras esperamos en la cabina, se me encoge el estómago y me late tan fuerte el corazón que casi me desmayo de miedo. A veces me castañetean los dientes de tal manera que estoy convencida de que me oye todo el regimiento. ¿Será la próxima salida la última? ¿Volveré a veros? Pero, en cuanto recibo la orden de despegue y muevo el avión por la pista, me invade una sensación de calma. Atenúo todos los sentimientos y me concentro. Me convierto en una especie de máquina y pienso sólo en la misión, y no en el miedo o en las consecuencias. Para entrar en ese estado tengo mis rituales. En fase dos, me pongo pintalabios, polvos y perfume. Son mis pinturas de guerra, mi manera de decirle al enemigo que estoy preparada para enfrentarme a él. No me permito pensar en los alemanes como si fueran personas, como el padre, el hermano o el marido de alguien. Hacerlo sería fatal. No dejo de recordarme que no estaría matando alemanes si no hubieran invadido la madre patria y hubieran asesinado a gente inocente. Antes de atacar, me persigno y confío mi alma a Dios. El capitán Orlov no entiende esos rituales. Me ha enviado varias veces al calabozo por incumplir las normas de vestimenta. También me ha reprendido por las cosas que guardo en la cabina: el pequeño icono que me enviaste, el lápiz de labios, la polvera y el espejo. Cree que mis productos cosméticos son pura vanidad, pero, aunque intentara explicárselo, no lo entendería.

El calabozo no es un sitio agradable. Tienes que entregar el cinturón —para que no puedas hacerte daño con él— y permanecer allí en confinamiento. Al menos los guardias me dejan cantar, aunque lo hago en voz muy baja para no ponerlos en aprietos. Incluso cuando utilizo el lavabo se supone que deben acompañarme y no dejar de vigilarme. Pero los guardias son caballeros y siempre miran hacia otro lado. ¡A lo que tiene que acostumbrarse una en una guerra!

Aunque el castigo por incumplir las normas puede prolongarse varios días, el capitán Orlov me saca al cabo de unas horas. Soy su compañera de vuelo y, aunque no se alegró cuando me dieron ese cargo, creo que ahora se siente más seguro conmigo que con cualquier otro piloto. Hemos abatido a varios aviones juntos y desde que he llegado he derribado dos en solitario. Cuando el capitán Orlov me ordena que salga del calabozo, espera que me muestre contrita y que no vuelva a llevar maquillaje. Pero cuando estamos en fase dos, Svetlana me pasa el maquillaje y todo vuelve a empezar.

Últimamente no he estado en el calabozo, y creo que es porque para Svetlana es una molestia cada vez que me confinan en solitario, ya que tiene que ajustar los pedales de mi avión a la altura de un piloto y volver a ajustarlos para mí. Estoy segura de que ha expresado su descontento y ahora parece que el capitán Orlov ha dejado de reñirme. ¿Lo veis? Soy una buena soldado. ¡Siempre gano!

Cuando el coronel Smirnov, el comandante de nuestro regimiento, vio el broche de zafiro que llevo, no me reprendió. Simplemente me preguntó si no me parecía demasiado precioso para llevarlo al combate. Yo le respondí: «¡Yo también soy preciosa y entro en combate!». Se echó a reír (¡el coronel Smirnov tiene mucho más sentido del humor que mi líder de escuadrón!).

En fin, si mañana deja de llover, seguro que estaremos ocupadas, así que tengo que ir a dormir. ¡Un beso a las dos!

Con cariño,

NATASHA

P. D.: Mamá, sé que estás triste por haber perdido a Ponchik. ¡Pero nuestro perrito vivió muchos años y recibió mucho afecto! Por favor, busca otro perro extraviado en memoria de Ponchik, papá y Sasha. Esas criaturas deben de estar pasando mucha hambre y miedo. Llévalas contigo. ¡Los perros son fieles y no te traicionan nunca, a diferencia de las personas!