Cuatro
Moscú, 1937
Vi a Stalin una vez. Fue el día más fascinante de mi vida. Tenía catorce años.
«¡Natasha, estamos aquí!», gritó mi padre cuando el coche oficial en el que viajábamos pasó junto a la catedral de San Basilio y se acercó a la puerta de Spassky.
Observé por la ventana las torres y muros rojos del Kremlin. Había visto la fortaleza exterior de la vieja ciudad en numerosas ocasiones, pero aquélla era la primera vez que estaba dentro. Apreté la mano de papá cuando el coche pasó por debajo del arco y vi los jardines secretos. Las cúpulas doradas de las catedrales relucían en la menguante luz otoñal. El campanario de Iván el Grande dominaba el resto de los edificios. Decían que era el centro de Moscú. La gente ya no iba a rezar a la catedral de la Asunción y la del Arcángel, pero en el ambiente se respiraba aún parte de la grandeza de las coronaciones y los funerales imperiales del pasado. Me emocionaba al imaginar a las damas vestidas de terciopelo y engalanadas con joyas mientras observaban el desfile de los soldados. Pero me refrenaba. Por supuesto, la vida era mucho mejor ahora que el camarada Stalin llevaba las riendas. El zar Nicolás y sus predecesores no habían hecho nada por el pueblo ruso, salvo explotarlo.
El coche se detuvo delante del gran palacio del Kremlin y el chófer nos abrió la puerta.
—Venga, no te entretengas —bromeó papá mientras me ayudaba a salir del automóvil.
—¿Así que aquí es donde vive el camarada Stalin? —susurré.
—No exactamente, Natasha —repuso mi padre con una sonrisa—. Creo que sus aposentos están en el palacio de las Facetas.
Mi abuelo había sido confitero oficial de la Casa Imperial y papá lo había acompañado en numerosas ocasiones al gran palacio del Kremlin. Después de la Revolución, cuando Lenin llegó al poder, mis familiares se convirtieron en «enemigos de clase» y, desde entonces, ninguno de nosotros había vuelto a visitar el Kremlin. Ahora que gobernaba Stalin, las cosas habían cambiado de nuevo. Papá y yo íbamos a asistir como invitados a una cena de gala en honor del aviador Valery Chkalov y su tripulación, que habían realizado el primer vuelo transpolar ininterrumpido hasta América.
Me alisé el vestido de seda, que mi madre había confeccionado especialmente para la ocasión, y seguí a mi padre para unirnos al resto de los invitados que esperaban a la entrada. Reconocí algunas caras de las páginas de Pravda: había famosos jugadores de ajedrez, futbolistas y bailarines del ballet del Bolshói, además de célebres trabajadores y campesinos. Espié a Olga Penkina, una ordeñadora que había recibido la Orden de Lenin por cumplir a rajatabla la normativa de producción de su granja.
—¿Crees que Marina Raskova también vendrá? —le pregunté a mi padre.
La pared de encima de mi cama estaba cubierta de fotografías de aviadores famosos. Raskova ocupaba un puesto de honor junto a mi retrato de Stalin. Siempre que un piloto batía un récord, tanto yo como mi familia nos uníamos a la multitud que lo vitoreaba mientras desfilaba por la calle Tverskaya. Ése era el motivo por el que mi madre había renunciado a la invitación, para que yo pudiera acompañar a mi padre.
—No permitiré que te lo pierdas, Natasha. Por nada del mundo —había dicho.
Mi padre me dio un golpecito con el codo.
—Hay una persona a la que te interesará ver.
Me di la vuelta y vi a Anatoli Serov, que salía de un coche. El elegante piloto era un héroe de la guerra civil española. Me emocioné aún más cuando vi que había llevado a su mujer, la actriz Valentina. Era bellísima. Había intentado copiar su imagen rociándome el pelo rubio con zumo de limón y sentándome al sol, pero nunca había podido conseguir el tono platino de Valentina. En ese momento, apareció un guardia y nos invitó a entrar en el palacio. Alborotados, subimos las escaleras que conducían al salón San Jorge. Los campesinos pisaban tímidamente la alfombra roja y se interponían en el camino de las bailarinas que se pavoneaban detrás de ellos. Los futbolistas hablaban a voz en grito mientras los trabajadores de las fábricas contemplaban los apliques de bronce. Mi padre y yo seguimos a Serov y a su esposa. ¡Con qué elegancia se movía Valentina! Había algo felino en ella. Observé cada uno de sus movimientos y traté de imitar sus andares.
Al llegar al final de la escalera nos condujeron a la sala de recepción, donde suspiramos todos al mismo tiempo. Las paredes de un blanco níveo, iluminadas por lámparas de araña, eran deslumbrantes; las filigranas del suelo de madera tenían un dibujo tan intrincado que por un momento me pareció una magnífica alfombra. Una orquesta de cámara interpretaba Nocturno en re menor, de Chaikovski. Me sorprendió que el jefe de comedor nos llevara a mi padre y a mí a una de las mesas situadas en la parte delantera.
Cuando estuvimos todos sentados, uno de los guardias se dirigió hacia las puertas dobles y anunció la llegada del camarada Stalin. Nos pusimos en pie y me percaté de que el trabajador que se encontraba delante de nosotros estaba llorando, con sus manos temblorosas apoyadas en el regazo.
—No te pongas nerviosa —advirtió mi madre sobre el momento en que conociera a Stalin—. Deja que hable él y no expreses tus opiniones… sobre nada.
Stalin entró en el salón acompañado de tres guardias uniformados. Llevaba un uniforme gris de mariscal y el cabello peinado hacia atrás. Se movía de forma deliberadamente lenta, aguantando la mirada a cualquiera que tuviese la osadía de alzar la vista. Agaché la cabeza cuando miró en dirección a nosotros. Stalin irradiaba autoridad, aunque era más bajo y viejo de lo que parecía en los retratos. Detrás de él iban los héroes Valery Chkalov, su copiloto Georgi Baidukov y el navegante Alexánder Beliakov, además de varios comisarios. Ocuparon sus puestos. Viacheslav Molotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, nos dio la bienvenida y propuso un brindis por «nuestro gran líder y profesor de todos los pueblos», al que siguió otro dedicado a Chkalov y a su tripulación, a quienes tildó de «caballeros de la cultura y el progreso».
Entonces comenzó la cena. El festín que desplegaron ante nosotros incluía ensalada Olivier, ensalada de remolacha, caviar y verduras encurtidas de entrante, seguida de sopa de setas y pescado. Lo que más me impresionó no fue la variedad y abundancia de la comida, ni tampoco el champán y los excelentes vinos que sirvieron en copas de cristal, sino la calidad del pan. Los bollos eran tan blandos y dulces que se me deshacían en la boca: no hacía falta añadir mantequilla o aceite para que fueran comestibles. Jamás había probado un pan así. Nuestra familia se ahorraba las colas para conseguir raciones de pan porque, gracias al cargo que ocupaba mi padre, recibíamos paquetes especiales de productos que no siempre se encontraban en las tiendas. Aun así, el pan solía ser duro y amargo. Su escasez, según intuí por las conversaciones susurradas que se mantenían a mi alrededor, guardaba relación con los campesinos, ya que sus granjas habían sido colectivizadas. Cuando pregunté a mi madre al respecto, obtuve una respuesta misteriosa: «No se puede preparar una tortilla sin romper huevos».
Después del primer plato, a base de pechugas de pollo y pastel de verduras, nuestro líder se levantó para pronunciar un discurso sobre la aviación y su importancia para la Unión Soviética.
—Grandes extensiones de nuestro gran país siguen sin estar comunicadas por carreteras y líneas ferroviarias —dijo con voz atronadora—. El medio aéreo es la solución más prometedora a este problema. La madre patria necesita pilotos valientes y decididos.
Hablaba igual que se movía: sin prisa y con intención. Cada una de sus palabras se coló en mi conciencia. Pero no necesitaba convencerme. Ya tenía la ambición de aprender a volar igual que mi hermano, Alexánder, que era cadete de las fuerzas aéreas. Gracias a la instrucción había aprendido que, en la Unión Soviética, las mujeres eran iguales a los hombres, a diferencia de Occidente. Incluso aquellas pertenecientes a familias pobres podían ir a la universidad y estudiar ciencias o ingeniería, o llegar a directoras de fábrica.
Valery Chkalov fue el siguiente en levantarse a hablar. Aunque había leído los apasionantes detalles sobre su vuelo transpolar en Pravda, era fascinante oír la historia de boca del hombre que la había vivido. Presté atención a cada una de sus palabras mientras contaba que la brújula del avión había dejado de funcionar cuando la tripulación se aproximaba a la región polar y que Beliakov tuvo que guiarse por estima y una brújula solar. Respiré hondo igual que todos los demás cuando Chkalov explicó que el viento en contra y las tormentas incrementaron el consumo de combustible más de lo previsto y mermaron las limitadas reservas de oxígeno de la tripulación. Luego relató que el general George C. Marshall fue a recibirlos a su llegada a Estados Unidos y describió a la multitud que los vitoreaba mientras desfilaban por Nueva York. Me imaginaba cada escena como si fuera yo quien la había vivido. Me vi saludando a la ferviente muchedumbre desde el coche descapotable, enfundada como Valentina Serova en un vestido con hombreras y sandalias de tacón. Mi cabello rubio platino relucía al sol cuando el presidente Roosevelt me estrechó la mano y los reporteros se acercaron a hacerme fotos. Estaba absorta en la gloria de la celebridad cuando papá me dio un golpecito con el codo. Chkalov había propuesto un brindis.
—Por el camarada Stalin, que nos enseña y nos educa como si fuéramos sus hijos. Incluso en las situaciones más peligrosas, sentimos su mirada paterna sobre nosotros.
Me puse en pie como el resto y alcé la copa.
—¡Por el camarada Stalin!
Los camareros nos trajeron el postre: compota de melocotón y helado de frambuesa. Los sabores afrutados me recordaban a los días de verano que pasábamos en nuestra dacha.
Anastas Mikoyán, el comisario del sector alimentario, que estaba sentado a nuestra mesa, se inclinó en dirección a mi padre.
—Antes, los trabajadores y su familia sólo podían comer helado, de chocolate y demás, en festividades especiales —le dijo—. Ahora los producen en masa unas máquinas. ¿Por qué iba a querer alguien comer helado o chocolatinas artesanales cuando pueden producirlas unas relucientes máquinas modernas?
—Por supuesto —contestó mi padre.
No estaba segura de que papá coincidiera con los sentimientos de Mikoyán. Antaño, su familia había sido famosa por sus excelentes chocolates y pasteles artesanales. Pero mi padre no era un hombre de inclinaciones políticas. Se había pasado años sin encontrar empleo después de que su familia cayera en desgracia, y ahora disfrutaba de su trabajo en la fábrica de chocolate Octubre Rojo, donde gozaba de libertad para inventar nuevas recetas. Mientras le permitieran hacer cosas que gustaran a la gente, era feliz.
Me di cuenta de que Stalin estaba observándonos. Se levantó lentamente y alzó su copa en dirección a mi padre.
—Ahora propongo un brindis especial por el camarada Azarov, chocolatero jefe de la fábrica Octubre Rojo —anunció—. La fábrica no sólo ha cumplido con creces su plan anual durante los últimos dos años, sino que, gracias al camarada Azarov, también ha mejorado la variedad y calidad de los chocolates que se ofrecen al pueblo soviético. Ha inventado doscientos tipos de chocolate nuevos.
A papá lo cogió desprevenido; no se esperaba un brindis en su honor. Se ruborizó y, aturullado, se llevó la mano a la garganta; con su habitual modestia, intentó desviar las alabanzas hacia otros.
—Gracias, camarada Stalin —dijo mientras se ponía en pie con una copa de champán en la mano—. Y me gustaría proponer un brindis por el camarada Mikoyán, que no sólo ha sido responsable de nuestro éxito al garantizar el suministro de las materias primas necesarias, sino que también ha puesto el champán al alcance de todos, hombres y mujeres.
Stalin entrecerró los ojos un momento, como si intentara discernir un significado oculto en las palabras de mi padre. Pero entonces sonrió y volvió a levantar la copa.
—¡Desde luego, camaradas, la vida es más alegre ahora! ¡La vida es más divertida!
Se volvió hacia la orquesta, a la que se habían unido un saxofonista y un bajista de jazz, y asintió. Al instante empezaron a tocar un foxtrot.
Papá se quitó la vergüenza de encima y me llevó a la pista de baile. Dimos vueltas y vueltas al son de la música de jazz, que había sido aprobada oficialmente. Éramos buenos bailarines. Teníamos que serlo por fuerza: mi madre era profesora de bailes de salón. Se había formado como cantante de ópera, pero, después de la Revolución, las cosas cambiaron. Durante los años de penurias, cuando nacimos mi hermano y yo, y mi padre y otros artesanos no tenían trabajo, mantenía a la familia dando clases de piano, danza y arte a un reducido número de estudiantes. Ahora que la suerte de mi padre había cambiado, también lo había hecho la de mi madre. Según pude leer en Pravda: «Antaño, la buena vida era dominio de zares y nobles. Con el camarada Stalin, todo hombre, mujer y niño puede vivir bien». Mi madre no sólo daba clases de bailes de salón a parejas de clase obrera, sino que también les enseñaba modales, a hablar bien y a apreciar la buena música. Stalin alentaba a su pueblo a probar cosas nuevas y a mostrar la alegre vida de los soviéticos, que vivían ajenos a la explotación del sistema capitalista.
Mientras papá y yo bailábamos, vi que Stalin, que se movía entre los invitados, vaso de coñac en mano, no dejaba de mirarme en ningún momento. Para ser más exactos, no dejaba de observar mis pies. Era como si no le gustaran mis zapatos. Lo cierto es que no hacían juego con mi vestido. Eran negros, de corte salón; los había heredado de mi madre y los guardaba para ocasiones especiales. Los lustramos lo mejor que pudimos, pero no había forma de disimular que eran viejos. Los zapatos eran lo más difícil de conseguir, incluso para una familia como la mía, que podía acceder a tiendas especiales. De vez en cuando nos llegaba el rumor de que había zapatos en una tienda, pero, después de hacer cola durante horas, descubríamos que eran número único o de tan mala calidad que se caerían a trozos después de llevarlos una sola vez. Mi hermano me explicó que era una cuestión de oferta y demanda, y de escasez de materia prima. Pero cuando le pedí más detalles, mi madre nos interrumpió de inmediato. «¡Jamás, jamás digáis nada que pueda interpretarse como una crítica a nuestro Estado!», advirtió.
Papá y yo volvimos a la mesa. Me sorprendí al ver que Stalin se nos acercaba.
—Camarada Azarov —dijo—, debo felicitarlo por su hermosa y joven mujer.
—¡Oh, no! —repuso mi padre, sonrojándose de nuevo sin darse cuenta de que Stalin bromeaba—. Es mi hija, Natalia.
—Mi madre se ha puesto enferma, así que he venido en su lugar —le dije a Stalin, repitiendo la mentira piadosa que me habían dicho que contara si alguien preguntaba por qué no había asistido mi madre.
—Natalia es una piloto en ciernes —apostilló mi padre—. Tenía que traerla esta noche.
—¿De verdad? —preguntó Stalin, que ocupó el asiento que Mikoyán había dejado libre para ir a bailar. Se atusó el espeso bigote y estudió mi rostro.
Recordé que mi madre me había aconsejado que no hablara mucho, pero el interés de Stalin en mi ambición pudo conmigo.
—Sí, camarada Stalin —dije, escondiendo los pies debajo de la silla para que mis zapatos no volvieran a distraerlo—. Algún día espero ser una de sus águilas y aportar gloria a la Unión Soviética.
Stalin sonrió y asintió con aprobación a mi padre.
—Cada vez que visitamos el parque Gorki quiere ir al salto en paracaídas —le dijo mi padre a Stalin—. Esperamos que pueda empezar en la escuela de pilotos de planeadores el año que viene.
—¿El año que viene? —Stalin sacó un paquete de cigarrillos Herzegovina, rompió los extremos y utilizó el tabaco para llenarse la pipa.
—En diciembre cumplirá quince años, camarada Stalin —explicó mi padre—. Ha de esperar a los dieciséis para poder matricularse.
—¿Sólo tiene catorce? —Stalin arqueó las cejas, se encendió la pipa e inhaló profundamente. El aire se llenó de aroma a tabaco—. Su hija parece más madura.
—Desde luego —coincidió mi padre—. Ha estudiado todos los libros de aviación que hay en la biblioteca.
Stalin observó su pipa como si estuviera meditando sobre algo.
—A mis hijos les digo que para mejorar tienen que estudiar, estudiar y estudiar —afirmó—. Yo ya soy mayor y, sin embargo, todavía intento aprender algo nuevo cada día.
Estaba encantada de mantener una conversación personal con Stalin. Cuando me disponía a preguntarle qué le gustaba estudiar, uno de sus guardias se acercó y le susurró algo al oído. Stalin asintió y se volvió hacia nosotros.
—Debo irme, pero ha sido un placer conocerla, Natalia. Su padre debe de estar orgulloso de usted.
En el coche, de vuelta a casa, reproduje cada una de las palabras de Stalin. No era la figura enigmática que me había parecido a primera vista. Era amable y paternal, tal como lo había descrito Chkalov, aunque más serio y considerado que mi padre, una persona que siempre estaba de buen humor. Me sentía más decidida que nunca a convertirme en uno de sus leales pilotos.