9

Apenas se advertían cambios. La imponente mansión se alzaba en medio de una especie de parque o bosque particular con la verja abierta y sin perros que la custodiaran; las ventanas en forma de arco y un sinfín de chimeneas enmarcaba aquella inmensa superficie perfectamente cuidada. Al contemplarla, uno imaginaba tiempos pasados y percibía el eco de las atrocidades, el oscurantismo y el fuego en la noche negra y desierta.

Sólo los vehículos aparcados a ambos lados del camino de grava, así como los que se hallaban dispuestos en largas hileras en unos garajes al aire libre, indicaban que se vivía en la época presente. Incluso los cables eléctricos permanecían ocultos bajo tierra.

Ash se encaminó a través de los árboles hacia el edificio, escudriñando la fachada en busca de las puertas que recordaba. No vestía traje ni abrigo, sino ropa sencilla, un pantalón de pana marrón, como un obrero, y un grueso jersey de lana, la prenda favorita de los marinos.

A medida que se acercaba, la silueta de la casa se volvía más gigantesca. Había encendidas unas pocas y tenues luces. Los eruditos se hallaban en sus celdas.

A través de una serie de ventanucos protegidos con barrotes avistó una cocina que se hallaba en el sótano. Dos cocineras con uniformes blancos disponían la masa de pan sobre una mesa para que creciera. De la cocina emanaba un potente aroma de café recién hecho. Ash recordó que había una puerta de servicio. Caminó pegado a la pared, fuera del alcance de las luces, palpando las piedras de la fachada hasta alcanzar una puerta que parecía no haber sido utilizada desde hacía tiempo y que estaba atrancada.

No obstante, merecía la pena intentarlo. Además, iba preparado para ese tipo de contingencias. Confiaba en que la puerta no estuviera dotada de un sistema de alarma, como las de su casa. Al acercarse, observó su aspecto destartalado y comprobó que en lugar de una cerradura tenía un simple pestillo y que sus goznes estaban muy oxidados.

Ante su asombro, al empujar la puerta ésta se abrió con un desagradable chirrido. Frente a él vio un pasadizo de piedra y una pequeña escalera que conducía al piso superior. Observó la huella de pisadas recientes en la escalera y percibió una ráfaga de aire cálido y ligeramente enrarecido, típico de los ambientes que permanecen cerrados en invierno.

Ash entró y cerró la puerta. Una luz procedente de la cima de la escalera iluminaba un cartel que rezaba: NO DEJEN ESTA PUERTA ABIERTA. Tras cerciorarse de haberla cerrado, subió la escalera y llegó a un pasillo amplio y oscuro.

Se trataba del pasillo que recordaba. Echó a caminar por él, sin intentar amortiguar el sonido de sus zapatillas deportivas ni ocultarse entre las sombras.

Al cabo de unos minutos llegó a la biblioteca, no a los archivos que conservaban antiguos y valiosos documentos, sino a aquella sala de lectura con largas mesas de roble, cómodos sillones y montones de revistas de todas partes del mundo; en la chimenea quedaban algunos rescoldos entre los troncos quemados y las cenizas.

Ash había supuesto que la biblioteca estaría vacía, pero al entrar vio a un anciano dormido en un sillón, un individuo corpulento, calvo, con unas pequeñas gafas que descansaban sobre la punta de su nariz y ataviado con una bella toga que le cubría la camisa y el pantalón.

No podía empezar por aquella habitación, pues temía que sonara una alarma. Abandonó la biblioteca de forma sigilosa, dando gracias a la Divina Providencia por no haber despertado a aquel hombre, y se dirigió hacia la amplia escalera.

Antiguamente, a partir del tercer piso se hallaban los dormitorios. En la confianza de que todavía fuera así, subió rápidamente la escalera.

Cuando alcanzó el extremo del pasillo del tercer piso, giró hacia la derecha y siguió por otro pequeño corredor. Al ver una luz que se filtraba por debajo de una puerta, decidió empezar por allí.

Sin molestarse siquiera en llamar, giró la manecilla de la puerta y entró en un pequeño pero elegante dormitorio. La única ocupante era una mujer de pelo entrecano que se hallaba ante un escritorio, y que alzó la vista y lo miró con sorpresa pero sin temor.

Ash se acercó al escritorio con paso decidido.

La mujer tenía la mano izquierda apoyada sobre un libro abierto, mientras con la derecha subrayaba unas frases escritas en él.

El libro era De topicis differentiis, de Boecio. La mujer había subrayado la siguiente frase: «El silogismo es una argumentación en la que, establecidas ciertas cosas, necesariamente resulta, por el hecho de haberlas establecido, una cosa distinta a ellas».

Ash soltó una carcajada.

—Discúlpeme —le dijo a la mujer.

Ella lo miró sin inmutarse. No había movido un músculo desde que él entró en la habitación.

—Es cierto pero a la vez gracioso, ¿verdad? Lo había olvidado.

—¿Quién es usted? —preguntó ella.

Su voz ronca, quizá debido a la edad, sorprendió a Ash. El cabello, abundante y salpicado de canas, lo llevaba recogido en un anticuado moño en la nuca, en lugar de lucir la anodina melena que solían lucir las mujeres en la actualidad.

—Soy un grosero, lo sé —dijo Ash—. Sé cuándo cometo una torpeza, y le ruego que me disculpe.

—¿Quién es usted? —repitió la mujer casi con idéntico tono de voz que antes, excepto que esta vez espació las palabras para darles mayor énfasis.

—¿Qué soy yo? —preguntó él—. Ésta es una pregunta más importante; ¿sabe usted lo que soy yo?

—No —contestó la mujer—. ¿Debería saberlo?

—No lo sé. Fíjese en mis manos. Son extraordinariamente largas y delgadas.

—Delicadas —rectificó la mujer con su voz profunda y ronca, observando brevemente las manos de Ash y mirándole de nuevo a los ojos—. ¿Por qué ha venido?

—Utilizo los métodos de un niño —contestó él—. No conozco otro sistema más eficaz.

—No ha respondido a mi pregunta.

—¿Sabe que Aaron Lightner ha muerto?

La mujer lo miró fijamente durante unos instantes. Luego se reclinó en la silla, soltando el rotulador verde que sostenía en la mano derecha y apartando la vista bruscamente, impresionada por la noticia.

—¿Quién se lo ha dicho? —preguntó—. ¿Lo saben los demás?

—Creo que no.

—Sabía que él no regresaría —dijo la mujer, apretando los labios de forma que las arrugas que los circundaban aparecieron muy definidas y oscuras—. ¿Por qué ha venido a comunicarme la noticia?

—Para comprobar su reacción. Para averiguar si ha tenido algo que ver en su asesinato.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído.

—¿Asesinato? —repitió la mujer, levantándose lentamente y mirándolo con desprecio, sobre todo al advertir su elevada estatura. Luego dirigió su vista hacia la puerta, como si desease escapar. Entonces Ash alzó la mano con suavidad, rogándole que tuviera paciencia.

Su gesto la detuvo.

—¿Dice que Aaron fue asesinado? —preguntó la mujer, frunciendo el ceño y observándolo fijamente a través de sus gafas con montura plateada.

—Así es. Un coche lo atropelló de forma deliberada. Murió en el acto.

La mujer cerró los ojos como si, incapaz de moverse y escapar, estuviese buscando la forma de asimilar el impacto de la noticia. Durante unos instantes permaneció inmóvil, como ajena a la presencia de Ash. Luego abrió los ojos y murmuró con rabia:

—¡Las brujas Mayfair! No debió haber ido ahí.

—No creo que las brujas tuvieran nada que ver en ello —respondió Ash.

—Entonces ¿quién lo hizo?

—Alguien de la Orden.

—¡Es imposible! ¡No sabe lo que dice! Ninguno de nosotros haría algo semejante.

—Sé perfectamente lo que digo —replicó Ash—. Yuri, el gitano, afirmó que fue alguien de la Orden, y no tenía por qué mentir. No creo que Yuri sea un mentiroso.

—Yuri. ¿Ha visto a Yuri, sabe dónde está?

—¿Acaso no lo sabe usted?

—No. Se marchó una noche, es lo único que sabemos. ¿Dónde está ahora?

—Está a salvo, aunque de milagro. Los mismos canallas que asesinaron a Aaron trataron de matarlo también a él. Tenían que hacerlo.

—¿Por qué?

—¿Realmente no sabe nada de este asunto? —preguntó Ash, ahora convencido de la inocencia de la mujer.

—No, espere. ¿Adónde va?

—A descubrir a los asesinos. Lléveme ante el Superior General.

La mujer no esperó a que se lo repitiera dos veces. Se dirigió apresuradamente hacia la puerta e indicó a Ash que la siguiera. Sus gruesos tacones resonaban sobre el suelo pulido mientras caminaba por el pasillo con la cabeza agachada y los brazos en un rítmico balanceo.

Recorrieron el largo pasillo hasta llegar a una puerta de dos hojas. Ash la recordaba, aunque antiguamente aparecía cubierta con varias capas de viejo barniz y no presentaba un aspecto tan limpio y lustroso como ahora.

La mujer llamó a la puerta. Ash temió que despertara a toda la casa, pero no había otra forma de conseguir lo que él pretendía.

Al abrirse la puerta la mujer se apresuró a entrar, y luego se volvió para indicar al hombre que se encontraba en la habitación que iba acompañada de otra persona.

El hombre miró hacia la puerta, y al descubrir a Ash su expresión de asombro se tornó de inmediato en un gesto de aprensión y recelo.

—Sabe lo que soy, ¿verdad? —preguntó Ash con suavidad.

Acto seguido entró en la habitación y cerró la puerta. Se trataba de un amplio despacho con un dormitorio contiguo. En la habitación reinaba un ligero desorden, las lámparas estaban mal distribuidas, la iluminación era deficiente y la chimenea estaba vacía.

—Sí, lo sabe —dijo Ash—. Y también que han asesinado a Aaron Lightner.

El hombre no se mostró sorprendido, sino profundamente alarmado. Era alto y corpulento, parecía gozar de buena salud y tenía el aire de un irritado general que se sabe en peligro. Ni siquiera trató de fingir sorpresa. La mujer lo advirtió enseguida.

—No sabía que iban a hacerlo. Me dijeron que usted había muerto, que le habían matado.

—¿Yo?

El hombre retrocedió unos pasos. Parecía aterrado.

—Yo no di orden de que mataran a Aaron. Ni siquiera sé por qué la dieron, ni por qué querían atraerlo a usted hasta aquí. No sé nada.

—¿Qué significa todo esto, Anton? —inquirió la mujer—. ¿Quién es esta persona?

—Persona, no es la palabra adecuada —respondió el hombre, cuyo nombre era Anton—. Tienes ante ti a…

—¿Qué papel desempeñó usted en este asunto? —le preguntó Ash al hombre.

—¡Ninguno! —respondió éste—. Soy el General Superior. Me enviaron aquí para ocuparme de que se cumplieran los deseos de los Mayores.

—¿Fueran cuales fuesen esos deseos?

—¿Qué derecho tiene a interrogarme?

—¿Ordenó a sus hombres que hicieran regresar al Taltos aquí?

—Sí, pero fue por mandato de los Mayores —contestó el hombre—. ¿De qué me acusa? ¿Qué he hecho para que se presente aquí y me exija que responda a sus preguntas? Los Mayores eligieron a esos hombres, no yo. —El hombre se detuvo, respiró hondo y miró a Ash, examinando los pequeños detalles de su cuerpo—. ¿Acaso no comprende mi posición? Si han matado a Aaron Lightner, ha sido por orden de los Mayores.

—Pero usted lo ha aceptado. ¿Lo han aceptado también los demás?

—No lo saben, y no deben saberlo —respondió el hombre, indignado.

La mujer soltó un pequeño gemido. Quizás hasta ese momento guardó la esperanza de que Aaron no hubiera muerto. Ahora lo sabía con certeza.

—Debo informar a los Mayores que está usted aquí —dijo el hombre—. Debo comunicarlo de inmediato.

—¿Cómo piensa hacerlo?

El hombre señaló el fax que había sobre la mesa. El despacho era tan grande que Ash ni siquiera se había fijado en el aparato, repleto de luces y bandejas para los papeles. La mesa estaba llena de cajones. Ash supuso que en uno de ellos se ocultaba una pistola.

—Tengo que informarlos inmediatamente de su presencia —dijo el hombre—. Disculpe, pero debo rogarle que se retire.

—No —respondió Ash—. Es usted un corrupto, un perverso. Envió a unos hombres de la Orden a que mataran a unos inocentes.

—Me lo ordenaron los Mayores.

—¿Se lo ordenaron… o le pagaron por ello?

El hombre guardó silencio. Aterrado, se volvió hacia la mujer y dijo:

—Avisa a alguien. —Luego miró a Ash y añadió—: Les ordené que le hicieran regresar aquí. Lo que sucedió no fue culpa mía. Los Mayores me exigieron que me trasladara aquí y cumpliera sus órdenes.

La mujer estaba visiblemente impresionada por lo que acababa de oír.

—Anton —murmuró, sin tratar siquiera de descolgar el teléfono.

—Le daré una última oportunidad —dijo Ash—, para que me diga algo que me impida matarlo.

Era mentira. Ash lo comprendió tan pronto como hubo pronunciado la frase. De todos modos, quizá la amenaza obligara al hombre a revelarle algo importante.

—¡Cómo se atreve! —protestó el hombre—. ¡No tengo más que dar unas voces para que alguien acuda de inmediato en mi ayuda!

—¡Adelante! —contestó Ash—. Estos muros son muy gruesos, pero puede intentarlo si lo desea.

—¡Vera, avisa a alguien! —dijo el hombre.

—¿Cuánto le pagaron? —preguntó Ash.

—Usted no sabe nada.

—Se equivoca. Usted sabe lo que yo soy, pero nada más. Tiene una mente decrépita e inútil. Me tiene miedo, y miente. Sí, miente. Probablemente no les costó ningún trabajo corromperlo; le ofrecieron un anticipo, mucho dinero, y accedió a colaborar en este diabólico plan.

Ash miró a la mujer, que estaba horrorizada.

—No es la primera vez que esto sucede en su Orden —dijo Ash.

—¡Fuera de aquí! —exclamó el hombre.

Luego empezó a gritar pidiendo ayuda. Su estentórea voz resonó en la inmensa estancia.

—Voy a matarle —dijo Ash.

—¡Espere! —exclamó la mujer, extendiendo las manos para detenerlo—. No puede resolver las cosas de este modo. No es necesario que lo mate. Si han asesinado a Aaron, debemos convocar de inmediato al Consejo. En estos momentos la casa está llena de miembros veteranos de la Orden. Eso haremos. Venga, le acompañaré.

—Puede convocarlo cuando yo me haya ido. Usted es inocente. No voy a matarla. Pero usted, Anton, colaboró en este asunto, fue comprado. ¿Por qué no lo reconoce? ¿Quién le compró? No fueron los Mayores quienes le dieron las órdenes.

—Le aseguro que fueron ellos.

El hombre trató de huir pero Ash extendió sus largos brazos y lo agarró del cuello con una fuerza superior a la de cualquier mortal. Empezó a apretar como si quisiera acabar con él en el acto, confiando en imprimir la fuerza suficiente para partirle el cuello, pero no lo consiguió.

La mujer se apresuró a descolgar el teléfono para pedir ayuda. El hombre tenía el rostro congestionado y sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas. Cuando perdió el conocimiento, Ash siguió apretando con fuerza hasta asegurarse de que el hombre estaba muerto y no se incorporaría al cabo de unos segundos, como sucedía en ocasiones. Luego lo dejó caer al suelo.

La mujer soltó el auricular y gritó:

—¡Dígame cómo sucedió! ¡Quiero saber cómo mataron a Aaron! ¿Quién es usted?

Ash oyó unas voces en el pasillo.

—Rápido, necesito el número que comunica con los Mayores.

—No puedo dárselo —contestó la mujer—. Sólo nosotros podemos saberlo.

—No sea estúpida, señora. Acabo de matar a este hombre. Haga lo que le ordeno.

La mujer no se movió.

—Hágalo por Aaron —dijo Ash—, y por Yuri Stefano.

La mujer miró la mesa mientras se llevaba una mano a los labios, como si dudara. Luego cogió rápidamente una pluma, anotó algo en un papel y se lo entregó.

En aquel momento sonaron unos golpes en la puerta.

Ash miró a la mujer. No había tiempo para seguir hablando.

Se volvió y abrió la puerta. Ante él vio a un nutrido grupo de hombres y mujeres que lo observaban con extrañeza.

Había algunas personas viejas y otras jóvenes. El grupo estaba formado por cinco mujeres, cuatro hombres y un muchacho, muy alto pero imberbe. En medio de ellos se hallaba el anciano de la biblioteca.

Ash cerró la puerta tras él, confiando en poder impedir que la mujer les contara lo sucedido.

—¿Alguno de ustedes sabe quién soy? —preguntó Ash, mirándolos detenidamente para memorizar los rasgos de cada uno de ellos—. ¿Saben lo que soy? Si lo saben, les ruego que me contesten.

Nadie dijo nada, sino que se limitaron a observarlo desconcertados. Ash oyó cómo la mujer lloraba en la habitación, emitiendo unos sollozos profundos y roncos como su propia voz.

La alarma empezó a cundir entre el grupo de curiosos. Al cabo de unos segundos apareció otro joven.

—Es preciso que entremos —dijo una mujer—. Debemos averiguar lo que ha pasado.

—¿No me conocen? —insistió Ash. Luego se dirigió al joven que acababa de llegar y le preguntó—: ¿No sabe quién soy ni por qué estoy aquí?

Ninguna de aquellas personas parecía reconocerlo. Nadie sabía nada. Sin embargo todos ellos eran miembros de la Orden, eruditos, no empleados del servicio. Eran hombres y mujeres en la plenitud de sus vidas.

La mujer que estaba dentro de la habitación empezó a tirar de la manecilla de la puerta hasta que consiguió abrirla.

—¡Aaron Lightner ha muerto! —gritó—. Lo han asesinado.

Sus compañeros lanzaron exclamaciones de asombro y horror. Todos ellos eran la viva imagen de la inocencia. El anciano de la biblioteca parecía mortalmente herido por la noticia, y tan inocente como el resto.

Había llegado el momento de desaparecer.

Ash se abrió camino entre el grupo de personas, se dirigió con rapidez hacia la escalera y bajó los escalones de dos en dos antes de que alguien pudiera seguirlo. La mujer gritó para que se detuviera e instó a los demás a que no lo dejaran escapar. Pero Ash era más ágil y tenía las piernas más largas que ellos.

Ash alcanzó una puerta lateral antes de que sus perseguidores salvaran el primer tramo de la escalera.

Salió del edificio, atravesó rápidamente el húmedo césped y, tras volverse un instante para comprobar si lo perseguían, echó a correr. No se detuvo hasta que llegó a la verja, la cual superó de un salto. Luego se encaminó hacia su coche, que estaba aparcado frente al edificio, indicó al chófer que abriera la portezuela y partieron con premura.

Ash se acomodó en el asiento mientras el coche circulaba a gran velocidad por la autopista.

Entonces cogió el papel que le había dado la mujer y observó el número de fax que allí figuraba. Se trataba de un número que, según creyó recordar, pertenecía a Amsterdam.

Ash descolgó el teléfono que había junto a su asiento y le preguntó a la telefonista si aquel número correspondía a Amsterdam.

En efecto, así era.

Tras memorizar el número, o al menos intentarlo, Ash dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.

Ya de regreso al hotel, anotó el número de fax, encargó la cena, se dio un baño y aguardó pacientemente mientras los camareros disponían los suculentos platos sobre una mesa cubierta con un mantel de hilo. Sus colaboradores, incluida la joven y bonita Leslie, se hallaban de pie junto a él.

—Mañana temprano quiero que me busques otro alojamiento —le dijo Ash a Leslie—. Un hotel tan elegante como éste, pero más grande. Necesito poder disponer de un despacho y de varias líneas telefónicas. Cuando lo tengas solucionado ven a recogerme.

La joven Leslie, que parecía encantada de que su jefe le hubiera encomendado una tarea tan importante, salió de la habitación seguida de los otros. Tras ordenar a los camareros que se retiraran, Ash empezó a devorar el apetitoso menú compuesto por espaguetis con salsa de queso, una jarra de leche fría y carne de langosta, que no le gustaba pero que, en definitiva, no dejaba de ser una carne blanca.

Luego se echó a descansar en el sofá, dejándose arrullar por el crepitar del fuego y confiando en que cayera una suave llovizna.

También confiaba en que Yuri regresase. No era probable, pero había insistido en que sus empleados permanecieran en el Claridge’s por si Yuri decidía volver a ellos.

Al cabo de un rato llegó Samuel, tan borracho que apenas podía caminar. Llevaba la chaqueta de mezclilla colgada del hombro, y su camisa blanca estaba sucia y arrugada. Ash observó que era una camisa hecha a medida, al igual que el traje, con objeto de adaptarse mejor al grotesco cuerpo de Samuel.

Samuel se dejó caer torpemente junto al fuego. Ash se levantó, cogió unos cojines del sofá y los colocó debajo de la cabeza del enano. Éste abrió los ojos y lo miró como si no lo reconociera. Apestaba a alcohol y respiraba con dificultad, pero eso no le importó a Ash, quien siempre había sentido un profundo cariño por Samuel.

Por el contrario, habría discutido con cualquiera que no coincidiera con él en que Samuel poseía una rara y tosca belleza, como esculpida en piedra. Pero ¿de qué habría servido?

—¿Has encontrado a Yuri? —preguntó Samuel.

—No —contestó Ash, apoyado sobre una rodilla para hablar con él sin necesidad de alzar la voz—. No le he buscado. Londres es muy grande. No hubiese sabido por dónde empezar.

—Tienes razón, es una ciudad sin principio ni fin —dijo Samuel, lanzando un profundo suspiro—. Yo lo he buscado por todas partes. He visitado un montón de bares. Temo que intente regresar y que lo maten.

—Cuenta con muchos aliados —respondió Ash—. Y uno de sus enemigos ha muerto. Toda la Orden está en guardia. Supongo que eso favorece a Yuri. He matado al Superior General.

—¿Cómo se te ha ocurrido hacer eso? —preguntó Samuel, apoyándose sobre un codo y esforzándose por incorporarse hasta que al fin lo ayudó Ash.

Samuel se sentó con las piernas cruzadas, al estilo indio, y miró a Ash fijamente.

—Lo hice porque ese hombre era un corrupto y un embustero. Todo foco de corrupción dentro de Talamasca representa un peligro. Además, sabía lo que yo era. Me confundió con Lasher. Cuando le amenacé con matarlo atribuyó la culpa de todo a los Mayores. Ningún miembro leal a la organización habría mencionado a los Mayores ante un extraño, ni tampoco habría intentado justificarse de esa manera.

—Así que lo mataste.

—Con mis propias manos, como de costumbre. Fue muy rápido. Apenas sufrió. Luego aparecieron otros miembros. Ninguno de ellos me reconoció. En mi opinión, la corrupción se encuentra entre las altas jerarquías y todavía no ha penetrado en las bases, y si lo ha hecho, ha sido de forma confusa. No saben lo que es un Taltos, y ni siquiera son capaces de reconocerlo cuando lo tienen ante sus propias narices.

—Quiero regresar al valle —dijo Samuel.

—¿No prefieres ayudarme para que el valle siga siendo un lugar seguro y tus repugnantes amigos puedan bailar, tocar la gaita, asesinar a seres inocentes y hervir la grasa de sus huesos en unas calderas?

—Tienes una lengua muy afilada.

—¿Tú crees? Quizá tengas razón.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Ignoro cuál es el siguiente paso. Si Yuri no ha regresado por la mañana, supongo que deberemos marcharnos.

—Lástima, me gustaba el Claridge’s —protestó Samuel, arrojándose de bruces sobre un cojín y cerrando los ojos.

—Refréscame la memoria, Samuel —dijo Ash.

—¿Qué quieres saber?

—¿Qué es un silogismo?

—¿Que te refresque la memoria? —contestó Samuel con una carcajada—. Pero si nunca has tenido ni idea de lo que es un silogismo. ¿Qué sabes tú de filosofía?

—Demasiado —respondió Ash, esforzándose en recordar lo que era un silogismo: Todos los hombres son bestias. Las bestias son salvajes. Por tanto, todos los hombres son salvajes.

Luego entró en el dormitorio y se tumbó en la cama.

Durante unos momentos vio de nuevo a la hermosa bruja, la novia de Yuri. Imaginó que ésta oprimía sus desnudos pechos contra su rostro, y que su espesa cabellera se los cubría a modo de manto.

Al cabo de un rato se quedó dormido. Soñó que recorría su museo de muñecas. Las baldosas de mármol estaban recién pulidas y vio en ellas el reflejo de un sinfín de tonalidades, cuyos matices variaban en función de los colores que se situasen junto a ellas. Todas las muñecas que había en las vitrinas —las modernas, las antiguas, las feas, las más bonitas— empezaron a cantar al unísono. Las francesas bailaban, agitando sus pequeñas faldas acampanadas y exhibiendo una alegre sonrisa en sus caritas redondas; las espléndidas muñecas Bru, sus preferidas, los tesoros de su colección, cantaban con voz de soprano mientras les centelleaban los ojos bajo las luces fluorescentes. Ash jamás había oído una música semejante. Se sentía muy feliz.

«Crearé unas muñecas capaces de cantar —se dijo Ash en sueños—. No como las antiguas, que no eran más que unos juguetes mecánicos, sino unas muñecas dotadas de un sistema electrónico que les permita cantar para siempre. Y cuando se produzca el fin del mundo, las muñecas seguirán cantando entre las ruinas».