27
Todo el mundo le había dicho que los Mayfair de Fontevrault estaban locos. «Por eso acuden a ti», doctor Jack. La gente de la ciudad afirmaba que absolutamente todos, incluso sus acaudalados parientes de Nueva Orleans, estaban locos.
Pero ¿qué necesidad tenía de comprobarlo personalmente en una tarde como ésa, en la que reinaba una profunda oscuridad y la mitad de las calles de la ciudad aparecían inundadas?
Le habían mostrado una criatura que acababa de nacer en medio de esa tormenta, envuelta en unas mantas malolientes ¡y metida en una nevera portátil! Mary Jane Mayfair había tenido el descaro de pedirle que redactara el certificado de nacimiento allí mismo, en su despacho.
El doctor había exigido ver a la madre.
Por supuesto, de haber sabido que Mary Jane iba a conducir la limusina de esa forma, en medio de la tormenta y por esos caminos de tierra, y que él acabaría sosteniendo a esa criatura sobre sus rodillas, habría insistido en seguirla con su furgoneta.
Cuando Mary Jane indicó la limusina, el doctor supuso que la conduciría un chófer. Se trataba de un coche flamante y nuevecito, de más de siete metros de longitud, con techo transparente, cristales tintados, un reproductor de discos compactos y un teléfono. Y esa pequeña reina de las amazonas sentada al volante, con su vestido de encaje manchado por completo y las piernas y las sandalias cubiertas de barro.
—¿Pretendes decirme —gritó el doctor para hacerse oír entre el ruido de la lluvia— que con un cochazo como éste no podías haber trasladado a la madre de la criatura al hospital?
El bebé, afortunadamente, tenía muy buen aspecto. Había nacido con un mes de antelación, según dedujo el doctor, y estaba algo desnutrido, pero aparte de eso se encontraba bien y dormía plácidamente en la nevera portátil rodeado de esas mantas cochambrosas, que apestaban a whisky.
—No corras tanto, Mary Jane —ordenó el doctor. Iban a tal velocidad que el ruido que producían las ramas al rozar el techo del coche sonaba como unos latigazos y las hojas húmedas se pegaban al parabrisas. Por no hablar de los saltos que daban sobre los baches de la carretera—. Vas a despertar a la criatura.
—La criatura se encuentra perfectamente, doctor —respondió Mary Jane, arremangándose la falda hasta las ingles.
Era una joven con fama de excéntrica. El doctor había pensado al principio que la criatura pertenecía a Mary Jane y que ésta iba a intentar convencerlo de que se la había encontrado a la puerta de su casa. Pero no, resulta que la madre del bebé se había quedado descansando en la casa del pantano. ¡Qué cosas! El doctor decidió incluir esta historia en sus memorias.
—Casi hemos llegado —dijo Mary Jane, haciendo una brusca maniobra para no chocar con una cerca de bambú que había a la izquierda—. Cuando nos subamos al bote, coja usted al bebé, ¿de acuerdo, doctor?
—¿Qué bote? —preguntó el doctor.
Pero sabía perfectamente a qué bote se refería Mary Jane. Todos le habían hablado sobre la vieja mansión, y le habían recomendado que se acercara al espigón de Fontevrault para contemplarla. Tenía un aspecto tan ajado, que parecía increíble que todavía se sostuviera en pie; uno de los costados estaba a punto de desmoronarse. Sin embargo, el clan insistía en vivir allí. Mary Jane Mayfair prácticamente había acabado con las existencias de Wal-Mart, a fin de acondicionar la casa para que su abuela y ella pudieran vivir allí. Todo el mundo lo sabía cuando apareció Mary Jane en la ciudad, vestida con sus pantaloncitos blancos y sus camisetas ceñidas.
El doctor tuvo que reconocer que era una chica atractiva, a pesar del sombrero vaquero que llevaba siempre. Tenía los pechos más altos y puntiagudos que jamás había visto, y unos labios del color de la goma de mascar.
—Espero que no le hayas dado a la criatura whisky para que no llore —dijo el doctor.
El bebé seguía roncando, mientras formaba burbujas de aire con sus diminutos labios rosados. «Pobre criatura —pensó el doctor—. ¡Tener que vivir en esa casa!» Mary Jane no le había permitido examinarla, aduciendo que ya lo había hecho su abuela y que todo estaba en regla.
La limusina se detuvo bruscamente. Seguía lloviendo a cántaros. El doctor apenas alcanzaba a distinguir la silueta de la casa que se alzaba ante él, así como las grandes hojas de un palmito verde que crecía junto a ésta. Pero vio con claridad que había unas luces encendidas. «Menos mal», pensó, pues le habían dicho que no disponían de corriente eléctrica.
—Aguarde un momento, me acercaré con el paraguas —dijo Mary Jane, cerrando la puerta del coche antes de que el doctor pudiera sugerir que era mejor esperar a que la lluvia amainara un poco. Al cabo de unos segundos Mary Jane abrió la portezuela del acompañante y el doctor no tuvo más remedio que coger la nevera y apearse.
—Tenga, cúbrala con esta toalla para que el niño no se moje —dijo Mary Jane—. ¡Corra hacia el bote!
—Prefiero ir andando, si no te importa —contestó el doctor—. Ve delante, yo te seguiré.
—Procure que el bebé no se caiga.
—¡No seas impertinente, niña! Antes de llegar a este lugar dejado de la mano de Dios, me pasé treinta y ocho años asistiendo a parturientas en Picayune, Mississippi.
«¿Y por qué diantres habré venido aquí?», se preguntó el doctor. Era una pregunta que se había formulado mil veces, sobre todo cuando su joven y nueva esposa, Eileen, nacida y educada en Napoleonville, no se hallaba presente para recordárselo.
La embarcación, según comprobó el doctor, consistía en una piragua de aluminio sin motor. El doctor observó que la casa presentaba el color de la madera putrefacta que se desliza por el río. Una glicina violácea envolvía los capiteles de las columnas del piso superior y se colaba por la balaustrada. «Al menos —pensó el doctor—, los árboles son tan tupidos que impiden que nos sigamos mojando». Un túnel de vegetación conducía hasta el porche. Afortunadamente, en las ventanas superiores se veía luces encendidas, lo cual evitaría que el doctor tuviera que abrirse camino a la luz de una lámpara de aceite. «Debo de estar loco —pensó—, al venir aquí con esta chiflada, atravesar el pantano en una frágil piragua y meterme en una casa que está a punto de venirse abajo».
—El día menos pensado se derrumbará —había dicho un día Eileen—. Una mañana pasaremos con el coche frente esa casa y comprobaremos que ha desaparecido, que se ha hundido en el pantano. Es un pecado que esa gente viva en esas condiciones.
Sosteniendo con una mano la nevera portátil en la que estaba el bebé, el doctor subió a la piragua y descubrió horrorizado que contenía medio palmo de agua.
—Esto se va a hundir —dijo el doctor—. Podías haber achicado el agua.
En cuanto puso los pies en el bote sus zapatos se llenaron de agua. ¿Por qué diablos había accedido a ir hasta allí? Cuando volviera a casa, Eileen le exigiría que le contara hasta el último detalle.
—No se preocupe, no se hundirá. Si sólo están cayendo cuatro gotas —respondió Mary Jane, empuñando el remo—. Agárrese bien y procure que la criatura no se moje.
Esa chica era una descarada. En Picayune, nadie se dirigía a un médico en ese tono. El niño seguía durmiendo plácidamente y se le escapó un chorro de pipí bastante insólito para un recién nacido.
El doctor se quedó atónito al presenciar cómo se deslizaban hasta el mismo porche en aquel trasto desvencijado y penetraban en el vestíbulo.
—¡Dios santo, esto parece una cueva! —exclamó—. ¿Cómo es posible que una mujer haya dado a luz en este lugar? ¡Pero si el agua llega hasta la biblioteca!
—No había nadie aquí cuando la casa se inundó —contestó Mary Jane, impulsando la embarcación con el remo.
El doctor oyó el sonido que produjo el remo al chocar contra las tablas de madera del suelo.
—Supongo que todavía hay muchos objetos flotando por el salón. Además, Mona Mayfair no dio a luz aquí abajo, sino en la buhardilla. Las mujeres no suelen parir en el salón, aunque no esté inundado.
El bote chocó con los escalones. Al sentir la violenta sacudida, el doctor se agarró a la resbaladiza balaustrada y saltó del bote, apoyando firmemente ambos pies en el escalón para asegurarse de que no iban a ceder bajo su peso.
El vestíbulo estaba iluminado por la luz que provenía del piso superior. El doctor percibió, por encima del rumor de la lluvia, otro sonido muy rápido, «clic, clic, clic». Era un sonido que ya había escuchado otras veces. También pudo oír la voz de una mujer que tarareaba una bella melodía.
—Me asombra que la escalera no se haya desprendido de la pared —dijo el doctor, mientras subía con aquella nevera, que empezaba a pesarle como una tonelada de ladrillos, entre sus manos—. ¿Cómo es que este lugar se aguanta aún en pie? ¡Si toda la casa se está viniendo abajo!
—Lleva doscientos años en este estado —replicó Mary Jane. Acto seguido subió corriendo la escalera, y al llegar al segundo piso se volvió hacia el doctor y le dijo—: Acompáñeme, tenemos que subir a la buhardilla.
El doctor alzó la cabeza y divisó a la abuela Mayfair en lo alto de la escalera, vestida con un camisón de franela estampado con flores, saludándolo con la mano.
—Hola, doctor Jack. ¿Cómo está mi simpático y guapo amigo? Deme un beso. Me alegro de verlo.
—Yo también me alegro de verla, abuela —respondió el doctor. Mary Jane pasó bruscamente junto a él, advirtiéndole de nuevo que no dejara caer al bebé. Aún faltaban cuatro escalones. El doctor estaba deseando dejar la nevera en el suelo; en realidad, no sabía por qué había tenido que transportarla él.
Al fin accedió al ambiente seco y cálido de la buhardilla. La anciana se puso de puntillas para que el doctor la besara en la mejilla. Éste tuvo que reconocer que la abuela Mayfair era una viejecita encantadora.
—¿Cómo está, abuela? ¿Se toma las pastillas que le receté? —preguntó el doctor.
En cuanto éste depositó la nevera en el suelo, Mary Jane la cogió y echó a correr. La buhardilla era el lugar más decente de la casa. Había unos cables de los que colgaban unas bombillas y unas prendas de vestir. Los muebles eran viejos y confortables, y el aire no olía a moho, sino más bien a flores.
—¿Qué es ese ruido que oigo en el segundo piso? —le preguntó el doctor a la abuela Mayfair mientras ésta lo agarraba del brazo.
—Usted limítese a hacer lo que tenga que hacer, doctor Jack, y firme el certificado de nacimiento del bebé. No queremos problemas legales con su nacimiento. ¿Le he contado alguna vez los problemas que tuve por no inscribir en el registro civil a Yancy Mayfair hasta pasados dos meses de su nacimiento? No se imagina los líos que tuve con el Ayuntamiento y…
—Fue usted misma quien la ayudó a nacer, ¿no es cierto, abuela? —preguntó el doctor, propinándole una palmadita en la mano.
La primera vez que la abuela Mayfair se presentó en su consulta, sus enfermeras le advirtieron que era mejor no esperar a que terminara de contarle sus historias, porque éstas no tenían fin. La abuela apareció en su consulta al segundo día de haberla abierto el doctor Jack, diciendo que ningún otro médico de la ciudad volvería a ponerle jamás las manos encima.
—Así es, doctor —respondió la abuela.
—La madre está ahí —dijo Mary Jane, señalando el gablete lateral de la buhardilla, que estaba cubierto por una mosquitera como si se tratara de una tienda de campaña rematada con tejado de punta. En un extremo había una ventana rectangular, por la que penetraba la luz y el murmullo de la lluvia.
Tenía un aspecto muy decorativo. Debajo de la mosquitera había una lámpara de queroseno que estaba encendida; el doctor percibió su olor y su cálido resplandor, reflejado en la pantalla de cristal ahumado. El lecho era muy grande y estaba cubierto con varias mantas y una colcha. De pronto el doctor se entristeció al pensar en su abuela, la cual había muerto ya hacía años, y en esos enormes lechos con tantas mantas que uno no podía mover siquiera los dedos de los pies, y lo calentito que se sentía al despertarse en las frías mañanas de invierno en Carriere, Mississippi.
El doctor alzó el sutil velo de la mosquitera y agachó un poco la cabeza. Las tablas del suelo, de madera de ciprés, estaban desnudas y limpias y presentaban un color rojo burdeos. No había una sola gotera, aunque la lluvia que golpeaba el cristal de la ventana proyectaba unos breves destellos sobre todos los objetos que había en la habitación.
En el lecho yacía, medio dormida, una muchacha pelirroja. Mostraba unas profundas ojeras oscuras y respiraba con dificultad.
—Esta joven debería encontrarse en el hospital.
—Está agotada, doctor. ¿Acaso no lo estaría usted si acabara de dar a luz? —replicó Mary Jane con descaro—. ¿Por qué no acabamos de una vez para que la pobre pueda descansar en paz?
Al menos, la cama estaba más limpia que la improvisada cuna. La joven yacía sobre unas sábanas inmaculadas, vestida con un camisón blanco ribeteado de encaje y abrochado con unos botoncitos de perlas. Su cabello, largo y bien cepillado, se desparramaba sobre la almohada. El doctor jamás había contemplado pelo tan rojo como aquél. Es posible que el bebé hubiera heredado el cabello rojo de su madre, pero de momento lo tenía de un color más pálido.
Y, a propósito de la criatura, el doctor se alegró de oírla emitir unos gorgoritos, pues ya se había empezado a preocupar por ella. La abuela Mayfair se apresuró a tomarla en brazos. El doctor observó, por la forma en que la cogía, que el bebé estaba en buenas manos, aunque le sorprendió que una mujer de esa edad tuviera que hacerse cargo de la criatura. La joven que yacía postrada en el lecho era menor que Mary Jane.
El doctor Jack se acercó, se arrodilló, no sin esfuerzo, en el desnudo suelo y apoyó la mano sobre la frente de la madre. Ésta abrió los ojos lentamente. El doctor se quedó asombrado al observar que eran de un maravilloso e intenso color verde. La muchacha era una niña, demasiado joven para ser madre.
—¿Te encuentras bien, preciosa? —preguntó el doctor.
—Sí, doctor —respondió la joven con voz clara y firme—. ¿Sería tan amable de rellenar esos papeles?
—Sabes perfectamente que deberías…
—El bebé ya ha nacido, doctor —le interrumpió la joven. Por su acento, el doctor dedujo que no era de allí—. He dejado de sangrar. No pienso ir a ninguna parte. De hecho, me encuentro mejor de lo que había imaginado.
El doctor la observó atentamente. La carne debajo de sus uñas presentaba un buen color. Su pulso era normal. Tenía los pechos muy hinchados. Y junto a la cama había una jarra de leche. Se había bebido la mitad. «Estupendo —pensó el doctor—, le conviene beber mucha leche».
Parecía una chica inteligente, segura de sí misma y bien educada. Era evidente que no se trataba de una campesina.
—Dejadme a solas con ella —indicó el doctor, dirigiéndose a Mary Jane y a la anciana, las cuales permanecían de pie junto a él como dos gigantescos ángeles guardianes. El bebé empezó a lloriquear, como si acabara de descubrir que estaba vivo y eso no le gustase—. Apartaos para que pueda examinar a esta joven y asegurarme de que no sufre una hemorragia.
—Yo misma cuidé de ella —respondió la abuela suavemente—. ¿Piensa que dejaría que siguiera ahí postrada si sufriera una hemorragia?
De todos modos, salió de la habitación tal como le había indicado el doctor, sosteniendo al bebé en brazos y acunándolo quizá con demasiada energía para un recién nacido.
El doctor supuso que la joven madre protestaría por ello, aunque no lo hizo.
Puesto que no había nadie que le ayudara, él mismo se vio obligado a sostener la lámpara a fin de examinar a la joven con profundidad.
La chica se incorporó sobre las almohadas. Su larga y alborotada cabellera enmarcaba su pálido rostro. El doctor retiró las ropas de la cama para poder examinarla. Todo estaba limpio; tuvo que reconocer que Mary Jane y la abuela habían hecho un buen trabajo. La joven estaba tan inmaculada como si hubiera dado a luz en una bañera llena de agua. Le habían colocado debajo unas toallas blancas. Apenas sangraba. Pero no cabía duda de que era la madre del niño; resultaba evidente que acababa de parir. Su camisón blanco estaba inmaculado.
¿Por qué no habían limpiado al pequeño con tanto esmero como a la madre?, se preguntó el doctor. Eran tres mujeres, y ni siquiera fueron capaces de envolverlo en unas mantas limpias.
—Descansa —le recomendó el doctor a la madre—. Por lo que veo, el niño no te ha causado ningún desgarro, aunque hubiera sido mejor, pues de ese modo el parto habría sido más rápido. La próxima vez te aconsejo que des a luz en un hospital.
—De acuerdo, doctor —contestó la joven con voz somnolienta. Luego sonrió y dijo—: No se preocupe por mí, estoy bien.
«Toda una dama», pensó el doctor. Ya nunca volvería a ser una niña, aunque era menuda de talla. Cuando esta historia empezara a circular por la ciudad se armaría un escándalo monumental, aunque él no pensaba decirle a Eileen ni una palabra de ello.
—Ya le dije que se encontraba perfectamente —terció la abuela, retirando la mosquitera con una mano mientras con la otra sostenía al bebé. La madre ni siquiera miró a su hijo.
«Probablemente esté cansada a causa del parto», pensó el doctor. Era mejor que reposara.
—Muy bien —dijo el doctor Jack, cubriendo a la joven con la colcha—. Pero si empieza a sangrar, si le sube la fiebre, llévenla de inmediato con la limusina al hospital de Napoleonville.
—De acuerdo, doctor Jack, me alegro de que haya venido —contestó Mary Jane, tomándolo de la mano y conduciéndolo hacia la puerta.
—Gracias, doctor —dijo suavemente la joven pelirroja—. ¿Hará el favor de rellenar los papeles? Ponga la fecha del nacimiento y todos los datos. Mary Jane y la abuela firmarán como testigos.
—Puede utilizar esta mesa —dijo Mary Jane, señalando un par de tablas de pino colocadas sobre dos viejas cajas de Coca-Cola que hacían las veces de improvisada mesita. Hacía mucho tiempo que el doctor no veía ese tipo de cajas en las que se depositaban las pequeñas botellas de Coca-Cola de cinco centavos; eran piezas de coleccionista. El doctor observó el viejo aplique de gas en la pared que tenía frente a él. Esta casa estaba llena de viejos objetos que Mary Jane habría podido vender en un mercadillo.
El doctor se inclinó sobre la mesa para rellenar los papeles. Estaba en una postura bastante incómoda, pero no merecía la pena quejarse. Sacó la pluma del bolsillo y Mary Jane se apresuró a orientar la luz de una bombilla hacia él.
De pronto, oyó de nuevo el extraño ruido que provenía del piso de abajo, «clic, clic, clic», seguido de una especie de zumbido.
—¿Qué es ese ruido? —preguntó el doctor—. Veamos, ¿el nombre de la madre?
—Mona Mayfair.
—¿Y el del padre?
—Michael Curry.
—Casados legalmente…
—Sáltese ese párrafo.
El doctor meneó la cabeza.
—La criatura nació anoche, ¿no es así?
—A las dos y diez de la mañana. Asistieron el parto Dolly Jean Mayfair y Mary Jane Mayfair. En Fontevrault. ¿Sabe cómo se escribe?
El doctor asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Nombre de la criatura?
—Morrigan Mayfair.
—Nunca había oído ese nombre. Es el nombre de un santo, ¿no?
—Será mejor que se lo deletrees, Mary Jane —indicó la madre con un hilo de voz, desde el interior de la tienda formada por la mosquitera—. Con dos erres, doctor.
—Ya sé cómo se escribe —contestó el doctor Jack, deletreando el nombre para tranquilizar a la madre—. No he traído una báscula…
—Pesa tres kilos con trescientos veinte gramos —contestó la abuela, paseando arriba y abajo y propinándole a la criatura unas palmaditas en la espalda para tranquilizarla—. La pesé en la báscula de la cocina. Su estatura es normal.
El doctor meneó de nuevo la cabeza. Terminó de rellenar el formulario e hizo una copia. No merecía la pena discutir con esas mujeres.
De golpe descargó un rayo que iluminó las cuatro esquinas de la buhardilla, Norte, Sur, Este y Oeste, y acto seguido se desvaneció, dejando la estancia sumida en una acogedora oscuridad. La lluvia caía suavemente sobre el tejado.
—Les dejo esta copia —dijo el doctor, entregando el certificado a Mary Jane—, y me llevo el original para enviarlo por correo a la parroquia. Dentro de un par de semanas recibirán el documento oficial. Ahora —añadió, dirigiéndose a la madre—, procure dar de mamar al bebé. Todavía no le ha subido la leche, pero tiene calostro y…
—Ya le he explicado todo eso, doctor Jack —le interrumpió la abuela—. Lo amamantará en cuanto usted se marche. Es muy tímida.
—Vamos, doctor —dijo Mary Jane—. Le acompañaré a casa.
—Ojalá hubiera algún otro medio de regresar a casa —replicó el doctor.
—Si tuviera una escoba, lo llevaría en ella —dijo Mary Jane, indicándole que la siguiera mientras se dirigía con paso apresurado hacia la escalera. El taconeo de sus sandalias resonó sobre las tablas del suelo.
La madre soltó una risita infantil. Por un instante su aspecto pareció completamente normal, incluso con algo de color en las mejillas. Sus pechos parecían a punto de estallar. El doctor confió en que el bebé no resultara ser un remilgado. Pensándolo bien, era imposible decir cuál de las dos jóvenes era más atractiva.
El doctor levantó la mosquitera y se acercó de nuevo al lecho. Tenía los zapatos llenos de agua, pero ¿qué podía hacer? La camisa también estaba empapada.
—¿Estás segura de que te encuentras bien? —le preguntó a la madre.
—Sí, seguro —contestó ésta, sin dejar de beber con avidez de la jarra de leche.
Era lógico que le apeteciera beber leche, pensó el doctor Jack, aunque no lo necesitaba. La joven sonrió, mostrando unos dientes muy blancos, los más blancos que el doctor había visto jamás. Tenía la nariz salpicada de pecas. Puede que fuera menuda, pero era la pelirroja más guapa que él había visto en su vida.
—Vamos, doctor —dijo bruscamente Mary Jane—. Mona tiene que descansar, y temo que el niño empiece a berrear. Adiós, Mona, adiós, Morrigan; adiós, abuela.
Acto seguido, Mary Jane cogió al doctor de la mano y lo arrastró a través de la buhardilla, deteniéndose sólo un instante para ponerse el sombrero vaquero, que se había quitado al entrar en la casa. Al colocárselo cayó un pequeño chorro de agua al suelo y se formó un pequeño charco.
—Calla, calla —le dijo la abuela al bebé—. Apresúrate, Mary Jane. Esta criatura se está poniendo muy nerviosa.
El doctor se disponía a decir que la mejor forma de calmar al bebé era entregárselo a su madre, pero temió que Mary Jane lo arrojara escaleras abajo de un empujón. La tenía pegada a los talones, hasta podía sentir sus puntiagudos pechos rozándole la espalda. Pechos, pechos, pechos. Menos mal que había elegido la especialidad de geriatría, pues no habría sido capaz de resistirse ante esas madres adolescentes vestidas con camisones transparentes, y haciendo ostentación de sus pezones con el mayor de los descaros.
—Le pagaré quinientos dólares por la visita, doctor —dijo Mary Jane en voz baja, rozándole la oreja con sus labios rosados y sensuales—, porque sé lo que significa venir hasta aquí en una tarde como ésta. Además, es usted tan amable y tan simpático…
—¿Y cuándo veré ese dinero, Mary Jane Mayfair? —preguntó el doctor Jack, malhumorado.
Las chicas de su edad eran todas unas descaradas. ¿Cómo reaccionaría Mary Jane si él se volviera de pronto y le metiera mano, como ella parecía estar deseando que hiciera? Debía cobrarle por un par de zapatos nuevos, pensó, ya que los que llevaba estaban hechos una pena. Siempre le quedaría el recurso de pedirle el dinero a aquellos parientes ricos de Nueva Orleans.
Un momento. Si precisamente esa chica que estaba acostada en la buhardilla pertenecía a los acaudalados Mayfair y había venido aquí para…
—No se preocupe por nada —dijo Mary Jane—, usted no entregó el paquete, sólo firmó conforme lo había recibido.
—¿De qué estas hablando? —preguntó el doctor.
—¡Apresúrese, tenemos que coger nuevamente el bote!
Mary Jane corrió escaleras abajo, seguida por el doctor Jack, que apenas podía levantar los pies. En realidad, la casa no estaba tan inclinada como parecía desde fuera. «Clic, clic, clic». El doctor oyó de nuevo aquel ruido que lo tenía intrigado. Puede que uno acabara acostumbrándose a vivir en una casa inclinada, aunque la idea de vivir en una desvencijada mansión medio inundada…
De pronto cayó otro rayo que inundó de luz el vestíbulo, permitiendo la visión del papel de las paredes, los techos, los montantes sobre las puertas y el viejo candelabro del que colgaban dos cables inutilizados.
¡Eso es! ¡Aquel ruido provenía de un ordenador! El doctor Jack alcanzó a ver en la habitación del fondo, durante la fracción de segundo que duró el resplandor del rayo, a una mujer muy alta y de cabello rojo como el de la joven madre que yacía arriba… aunque el doble de largo, que se hallaba inclinada sobre el ordenador, tecleando apresuradamente, y canturreando como si repitiese en voz alta lo que iba escribiendo.
Después, las sombras cayeron sobre su silueta y sobre la pantalla del ordenador, y el flexo proyectó un pequeño círculo de luz amarilla sobre sus ágiles dedos.
«Clic, clic, clic».
En aquel momento descargó un trueno que hizo vibrar todos los objetos de cristal que había en la casa. Mary Jane se tapó los oídos. La joven y extraña mujer que estaba sentada ante el ordenador lanzó un grito y se levantó de un salto. Todas las luces de la casa se apagaron de golpe, sumiéndolos en una penumbra tan densa que parecía haber anochecido.
La hermosa extraña no cesaba de gritar como una posesa. Era mucho más alta que el doctor.
—Calla, Morrigan, no grites —dijo Mary Jane, corriendo hacia ella—. Sólo ha sido un rayo. La luz no tardará en volver.
—¡Pero ha desaparecido! —contestó la joven.
Luego se volvió y vio al doctor Jack. Éste pensó durante unos momentos que estaba perdiendo facultades. La chica tenía una cabeza idéntica a la de su madre, las mismas pecas, el mismo pelo rojo, la blanca dentadura, los ojos verdes. ¡Dios santo! Era como si alguien hubiera arrancando la cabeza de la madre para colocarla sobre el largo cuello de esa extraña y gigantesca criatura. Madre e hija podían haber sido gemelas. El doctor medía un metro setenta y siete centímetros, y esa chica larguirucha le pasaba al menos un palmo. Sólo llevaba puesto un camisón holgado, como su madre, que dejaba ver sus suaves, blancas y larguísimas piernas. Debían de ser hermanas. A la fuerza.
—¡Eh! —exclamó, mirando fijamente al doctor Jack y echando a caminar descalza hacia él, aunque Mary Jane trató de detenerla.
—Siéntate otra vez —le ordenó Mary Jane—. La luz volverá enseguida.
—Eres un hombre —dijo la joven, que no era mayor que la diminuta madre que yacía arriba, o que la propia Mary Jane. Se detuvo frente al doctor, mirándolo con cara de pocos amigos. Sus ojos, verdes, enmarcados por unas cejas rojas y unas pestañas larguísimas, eran más grandes que los de la joven madre.
—Ya te lo dije —respondió Mary Jane—, el doctor ha venido para rellenar los papeles del bebé. Doctor Jack, le presento a Morrigan, la tía del niño. Morrigan, éste es el doctor Jack. Siéntate, Morrigan, el doctor tiene muchas cosas que hacer.
—No te pongas tan ceremoniosa —replicó la larguirucha joven, sonriendo. Luego se frotó sus largas y sedosas manos. Su voz tenía un timbre idéntico al de la joven madre que yacía arriba. Una voz bien educada—. Le ruego me perdone, doctor Jack, mis modales dejan todavía mucho que desear, aún estoy un poco verde, quizá trato de asimilar más información de la que nuestra especie es capaz de digerir, pero tenemos tantos problemas que debemos resolver; por ejemplo, ahora que ya tenemos el certificado de nacimiento, porque ya lo tenemos, ¿no es así, Mary Jane?, ¿o acaso no era eso lo que tratabas de decirme cuando me interrumpiste de forma tan poco considerada, Mary Jane? Sin embargo, lo que realmente quisiera saber es qué habéis decidido sobre el bautizo del bebé porque, si la memoria no me falla, el legado estipula claramente que el bebé debe ser bautizado en la fe católica. Según he podido observar en estos documentos a los que acabo de tener acceso pero que sólo he hojeado, es más importante bautizarlo que inscribirlo en el registro civil.
—¿De qué diantres estás hablando? —preguntó el doctor Jack—. ¿Acaso te han vacunado en la RCA Victor? Pareces un disco rayado.
La joven lanzó una carcajada y palmoteó de júbilo, moviendo al mismo tiempo la cabeza y sacudiendo su larga cabellera pelirroja.
—¿De qué está hablando usted, doctor? —contestó la joven—. ¿Cuántos años tiene? Es bastante madurito, ¿no?, calculo que tendrá unos sesenta y siete años, ¿me equivoco? Déjeme ver sus gafas.
Antes de que el doctor pudiera protestar, se las arrebató de la nariz y lo observó a través de ellas. El doctor se quedó estupefacto; lo cierto es que tenía sesenta y ocho años. Miró a la joven, que se había convertido en una fragante silueta borrosa.
—Esto es genial —dijo la joven, colocando las gafas sobre el caballete de la nariz del doctor Jack. Tras recuperar la visión, observó que la joven lo miraba sonriente, mostrando unos hoyuelos en las mejillas y los labios más perfectos que él había visto jamás—. Hacen que todo parezca un poco más grande, y pensar que no es más que uno de los numerosos inventos con los que me tropezaré durante mis primeras horas de vida, unas gafas, unos lentes, ¿es ésa la palabra correcta? Unas gafas, un horno microondas, unos pendientes de clip, el teléfono, programas informáticos, el monitor del ordenador… Tengo la impresión de que, cuando meditamos sobre ello, advertimos cierta poesía en esos objetos con los que nos topamos ya al principio de nuestra vida, sobre todo si es verdad que nada es fortuito, que las cosas sólo parecen aleatorias según el punto de vista con que se miren y que, en última instancia, cuando valoramos detenidamente nuestros instrumentos de observación comprendemos que incluso los inventos con los que nos topamos en una mansión abandonada y en ruinas se confabulan para expresar algo sobre sus ocupantes, algo más profundo de lo que pudiéramos imaginar. ¿Qué opina, doctor?
El doctor lanzó una sonora carcajada y se dio una palmada en la pierna.
—Hija, no sé qué opinar sobre eso —contestó—, pero me encanta cómo lo has expresado. ¿Cómo dices que te llamas? ¿Morrigan? ¿De modo que le han puesto tu nombre al bebé? No me digas que también eres una Mayfair.
—Desde luego, me llamo Morrigan Mayfair —respondió la joven, alzando los brazos en un arrebato de entusiasmo.
De pronto se produjo un breve resplandor, seguido de un leve zumbido; entonces las luces volvieron a encenderse y el ordenador, que se hallaba detrás de ellos, empezó a emitir su característico sonido de puesta en marcha.
—¡Estupendo! —exclamó la joven, volviéndose apresuradamente y agitando su melena pelirroja—. Volvemos a estar en línea con Mayfair y Mayfair, hasta que la Madre Naturaleza decida humillarnos a todos, prescindiendo de lo bien dotados, configurados, programados e instalados que estemos. Dicho de otro modo, hasta que caiga otro rayo.
La joven corrió a sentarse ante la pantalla del ordenador y comenzó a teclear de nuevo, olvidándose por completo del doctor.
—¡Apresúrate, Mary Jane! —gritó la abuela desde arriba—. La criatura tiene hambre.
Mary Jane tiró de la manga del doctor.
—Espera un momento —dijo éste.
Pero el doctor Jack comprendió que había perdido irremediablemente a la asombrosa joven, del mismo modo que comprendió que debajo del camisón blanco no había más que su piel desnuda y que la luz del flexo ponía de relieve sus pechos, su vientre liso y sus espléndidos muslos; ni siquiera llevaba braguitas. El doctor observó sus enormes pies, preguntándose si era prudente permanecer descalza ante un ordenador con la tormenta que estaba cayendo. Su larga melena pelirroja rozaba el asiento de la silla.
La abuela volvió a gritar desde arriba.
—¡Mary Jane, no olvides que tienes que devolver el niño antes de las cinco!
—Ya voy, ya voy. Vamos, doctor Jack.
—¡Adiós, doctor Jack! —gritó la hermosa y larguirucha joven agitando su mano derecha, la cual remataba un brazo impresionantemente largo, sin apartar la vista del ordenador.
Mary Jane pasó corriendo frente al doctor y subió de un salto en al bote.
—¿Viene o no? —preguntó al doctor Jack—. Me marcho, tengo muchas cosas que hacer. ¿O es que se va a quedar ahí como un pasmarote?
—¿Adónde tienes que llevar al niño antes de las cinco? —preguntó al salir de su estupor mientras reflexionaba sobre lo que acababa de decir la anciana—. Supongo que no pensarás llevarlo a bautizar.
—¡Apresúrate, Mary Jane!
—¡Leven anclas! —gritó Mary Jane, apoyando el remo en los escalones para impulsar el bote.
—¡Un momento!
El doctor pegó un salto y aterrizó violentamente dentro de la piragua, haciendo que ésta chocara con la balaustrada y la pared.
—Haz el favor de reducir la marcha —le dijo a Mary Jane—. Llévame hasta el embarcadero sin arrojarme al pantano.
«Clic, clic, clic».
Afortunadamente la lluvia había amainado algo. A través de las espesas nubes asomaban tímidamente unos rayos de sol, haciendo que las gotas brillaran como gemas.
—Tenga, doctor —dijo Mary Jane cuando el doctor Jack se subió al coche, entregándole un grueso sobre lleno de billetes de veinte dólares. El doctor calculó, de forma aproximada, que el sobre debía de contener unos mil dólares. Mary Jane cerró la portezuela y se sentó al volante.
—Esto es mucho dinero, Mary Jane —dijo el doctor, aunque estaba pensando en un nuevo cortacésped, un artilugio para eliminar rastrojos, una podadera de setos eléctrica y un televisor en color Sony. Por si fuera poco, no existía ningún motivo en el mundo que lo obligara a declarar ese dinero a Hacienda.
—Calle y métaselo en el bolsillo —respondió Mary Jane—. Se lo ha ganado viniendo aquí con este tiempecito.
Acto seguido, Mary Jane se arremangó de nuevo la falda hasta medio muslo. Sin embargo, no podía compararse con la espléndida jovencita pelirroja que habían dejado sentada ante el ordenador. El doctor hubiera dado cualquier cosa por poder ponerle las manos encima siquiera durante cinco minutos, acariciar su aterciopelada piel y sus largas piernas. «Basta, viejo idiota —se dijo—, vas a provocarte un ataque cardíaco».
Mary Jane dio marcha atrás de forma brusca, haciendo que las ruedas giraran vertiginosamente en el barro, efectuó un peligroso giro de ciento ochenta grados y se lanzó a toda velocidad por la carretera llena de baches.
El doctor se volvió para echar un último vistazo a la casa, a las inmensas y destartaladas columnas que se alzaban sobre los cipreses y a las lentejas de agua que se introducían por las ventanas de la planta baja. Luego fijó de nuevo la vista en la carretera y dejó escapar un suspiro de alivio. Estaba impaciente por alejarse de aquel lugar.
Cuando llegara a casa y su esposa Eileen le preguntara: «¿Qué es lo que has visto en Fontevrault, Jack?», él no sabría qué responder. Desde luego, no le diría ni una palabra sobre las tres jóvenes tan atractivas que había visto reunidas bajo un mismo techo. Ni tampoco sobre el fajo de billetes de veinte dólares que guardaba en su bolsillo.