34
La neta monotonía de la nieve, de las interminables reuniones, llamadas telefónicas, documentos de fax repletos de estadísticas y resúmenes de la vida comercial que él había elaborado en su intento de alcanzar el oro y los sueños.
Al mediodía apoyó la cabeza sobre la mesa. Hacía cinco días que Michael y Rowan se habían marchado. No lo habían llamado; ni tan siquiera le habían escrito una nota. Ash se preguntó si sus dotes les habrían entristecido, o desconcertado, o acaso habían decidido olvidarlo del mismo modo en que él mismo intentó apartar de su mente el recuerdo de Tessa, de Gordon, muerto en el suelo, de Yuri balbuceando y estrujándose las manos, del frío invierno en el valle y de las burlas de Aiken Drumm.
¿Y si sus voces sonaban secas e indiferentes y él se quedaba con el aparato en la mano una vez que cortaba la línea tras unos apresurados adioses? No, eso habría sido infinitamente peor.
Mejor dicho, no era lo que él quería.
«Ve a verlos; sólo verlos. —Sin alzar la cabeza, Ash pulsó el botón—. Ordena que preparen el avión. Aléjate del intenso frío de esta ciudad, ve a la tierra perdida del amor. Contémplalos, contempla su casa y sus cálidas luces, asómate a esas ventanas que describieron con todo lujo de detalle y después márchate de forma discreta y sigilosa, sin implorarles que te miren a los ojos. Ve a verlos, nada más».
Era un pequeño consuelo.
Antiguamente todas las casas eran reducidas, carecían de ventana, y estaban fortificadas. No podías ver a sus ocupantes. Pero ahora era distinto. Uno podía contemplar una vida perfecta como si contemplara un cuadro. El cristal transparente constituía una barrera que impedía la entrada de cualquier extraño y servía para delimitar el territorio secreto del amor de cada uno. Pero los dioses eran generosos, y te permitían asomarte al interior de las casas para contemplar a las personas que echabas de menos.
«Con eso bastará. Hazlo. Ellos jamás lo sabrán». No deseaba atemorizarlos.
El coche estaba listo. Remmick le bajó las maletas.
—Qué agradable debe de ser marcharse unos días al sur, señor —dijo Remmick.
—Sí, a la tierra del verano.
—Eso es lo que significa Somerset, señor, en Inglaterra.
—Lo sé —respondió Ash—. Nos veremos pronto. Mantén mis habitaciones caldeadas. Llámame de inmediato si… No dudes en avisarme si sucede algo importante.
Un espléndido crepúsculo, una ciudad tan llena de parques y jardines que se oía a multitud de pájaros cantar las melodías del atardecer. Ash se apeó del coche a pocas manzanas de distancia de la casa. Conocía el camino. Había comprobado su ubicación en el mapa de la ciudad. Pasó frente a unas verjas de hierro y unas hermosas madreselvas. Las ventanas estaban iluminadas, aunque el cielo se extendía todavía radiante y cálido en todas las direcciones. Ash oyó el canto de las cigarras y de los estorninos, que de repente descienden en picado pareciendo que van a depositar un beso, cuando en realidad lo que pretenden es devorar.
Ash aceleró el paso mientras contemplaba con admiración las aceras de trazado irregular, las banderas que ondeaban en los edificios, los ladrillos cubiertos de musgo, un sinfín de cosas maravillosas para ver y tocar. Al fin llegó a la esquina donde vivían Michael y Rowan.
Frente a él se alzaba la casa donde había nacido un Taltos. Una auténtica mansión, con muros de estuco que parecían de piedra, y unas majestuosas chimeneas.
Advirtió que su corazón empezaba a latir con fuerza. Ahí vivían sus brujos.
«No pretendo molestar. Ni rogar. Tan sólo veros. Disculpadme por caminar junto a la verja, bajo las ramas de los floridos árboles, y que de pronto, aprovechando que la calle está desierta, me encarame a la verja y aterrice entre los húmedos matorrales.
»No veo a ningún guardia por los alrededores. ¿Significa esto que os fiáis de mí, que confiáis en que jamás penetraré en vuestra casa sigilosamente, sin haber sido invitado, de forma inesperada? No he venido a robar. He venido sólo a hacer lo que cualquiera puede hacer: observaros desde lejos. Nosotros nunca robamos a quienes observamos sin que ellos lo sospechen.
»Ten cuidado. Procura que no te vean. Pégate al seto y a los grandes árboles cuajados de relucientes hojas que se mecen al compás del viento. Este cielo es como el húmedo y suave cielo de Inglaterra, cercano, rebosante de color».
Aquél debía de ser el laurel bajo el cual se detuvo Lasher, asustando con su presencia a un niño, Michael, al indicarle que se aproximara a la verja; Michael, un niño brujo al que un fantasma era capaz de reconocer, el cual vivía en el mundo real aunque de vez en cuando atravesara unas zonas mágicas y encantadas.
Ash tocó la cérea corteza del árbol, pisó la mullida hierba. El perfume de las flores y las plantas, de los organismos vivos y la tierra, impregnaba el ambiente. Era un lugar de ensueño.
Ash se volvió lentamente para contemplar la casa. Cada piso contaba con porches de hierro forjado. Aquélla debía de ser la habitación de Julien, donde la tupida enredadera alargaba sus tallos como si quisiera atrapar el aire. Y allí, más allá de la mampara, estaba el salón.
¿Donde estáis? Ash no se atrevía a aproximarse. Hubiera resultado trágico que lo descubrieran en esos momentos, cuando la tarde violácea caía sobre las flores del jardín que relucían en los parterres y las cigarras cantaban de nuevo.
En aquel momento se encendieron unas luces en la casa y, detrás de los visillos de encaje, se adivinaron los cuadros que colgaban de las paredes. Al fin Ash decidió acercarse, envuelto en las sombras del atardecer, para mirar a través de las ventanas.
Los murales de Riverbend, ¿no era así como los había descrito Michael? Aunque todavía era pronto, quizá ya se hubieran reunido para cenar. Ash avanzó con sigilo a través de la hierba. ¿Tenía quizá aspecto de ladrón? Los rosales lo ocultaban de la vista de quienes se hallaban detrás de los cristales.
Eran muchos. Mujeres jóvenes y viejas, así como hombres vestidos con elegantes trajes que alzaban la voz como si estuvieran discutiendo. No era eso lo que Ash había soñado, lo que esperaba. Sin embargo, no conseguía apartar los ojos del portón principal. «Permite que vea a los brujos siquiera una vez».
De pronto, como si alguien hubiera escuchado su ruego, Ash vio a Michael gesticulando con vehemencia y hablando con otras personas que no parecían estar de acuerdo con él. Al cabo de unos momentos, como si hubiera sonado un gong, de repente todos se sentaron y los criados entraron en el comedor. Ash percibió un aroma a sopa y a carne, una comida que él no probaba nunca.
En aquellos momentos apareció Rowan, insistiendo en algo mientras miraba a los otros, discutiendo, indicando a los hombres que volvieran a sentarse. Una inmaculada servilleta blanca cayó al suelo. Los murales representaban unos cielos estivales perfectamente ejecutados. Ash deseó aproximarse más, pero resultaba demasiado arriesgado.
No obstante, alcanzaba a ver con claridad a Michael y Rowan, e incluso oía el murmullo de los cubiertos al rozar los platos. También percibía el olor a carne, a seres humanos, a… ¿a qué?
«Debe de ser un error», pensó Ash. Pero de golpe se sintió invadido por un olor penetrante, antiguo, tiránico. ¡Un olor a hembra!
Justamente cuando trataba de convencerse de que eso era imposible y buscaba con la mirada a la joven bruja pelirroja, entró en la habitación un Taltos hembra.
Ash cerró los ojos y escuchó los latidos de su corazón. Aspiró el olor que exhalaba la hembra, el cual se filtraba por las rendijas de los muros y los marcos de las ventanas, excitando su miembro, y lo obligó a retroceder, aterrado, deseoso de salir huyendo pero incapaz a la vez de moverse.
Una hembra. Una Taltos. Allí. Su roja cabellera resplandecía a la luz del candelabro. Hablaba rápidamente, como si estuviera inquieta, a la vez que extendía y movía los brazos. Ash percibió las notas agudas de su voz. Observó su rostro, el rostro de una recién nacida, sus delicados brazos, su vestido de encaje, su sexo latiendo de deseo, como una flor que se abriera en la oscuridad exhalando aquel olor que penetraba en su mente y lo trastornaba.
¡Rowan y Michael se lo habían ocultado!
¡Ella estaba ahí, y ellos, sus amigos, los brujos, no se lo habían dicho!
Temblando, sintiendo que el frío le invadía las entrañas, rabioso y enloquecido ante aquel olor, Ash los observó a través de la ventana. Unos seres humanos, que no pertenecían a su especie, le habían dado la espalda y le habían ocultado la presencia de su princesa, la cual seguía discutiendo acaloradamente con los ojos llenos de lágrimas. ¿Por qué lloraba aquella espléndida y bellísima criatura?
Ash salió de detrás de las matas, no impulsado por su voluntad sino por una atracción irresistible. Se situó detrás de un delgado poste de madera, desde donde pudo oír los lamentos y reproches de la joven.
—¡La muñeca estaba impregnada de ese olor! ¡Tirasteis el envoltorio a la basura pero la muñeca olía a él! —se quejó con amargura.
Era frágil como todos los recién nacidos.
¿Y quién componía ese augusto consejo que se negaba a responder a sus súplicas? Michael alzó la mano para imponer orden. Rowan agachó la cabeza. Uno de los hombres se puso en pie.
—¡Si no me lo decís, romperé la muñeca! —gritó la joven.
—¡No! —contestó Rowan, precipitándose hacia ella—. ¡Te lo prohíbo! ¡Michael, ve a buscar la Bru, no dejes que la rompa!
—Morrigan, Morrigan…
La joven continuó llorando suavemente, mientras su olor se concentraba y flotaba en la atmósfera.
«Yo os amaba —pensó Ash—, y durante unos días incluso pensé en convertirme en uno de los vuestros». Angustiado, rompió a llorar. Samuel tenía razón. Ahí, detrás de esos cristales…
—¿Qué debo hacer? —murmuró Ash—. ¿Romper el cristal de un puñetazo y echaros en cara vuestro silencio, vuestro engaño, el hecho de no haberme comunicado que ella existía? ¡No os creí capaces de traicionarme!
Ash no soportaba contemplar el sufrimiento de la joven. ¿Acaso no lo comprendían? Ella había captado el olor del macho en los regalos que él les había dado a Michael y Rowan. ¡Aquello era una tortura para la pobre recién nacida!
La joven levantó la cabeza. Los hombres, que se habían congregado a su alrededor, no consiguieron que volviera a sentarse. ¿Qué era lo que había atraído su atención? ¿Por qué miraba fijamente la ventana? Ash estaba seguro de que no podía verlo, debido a la luz que se reflejaba en el cristal.
Ash dio un paso atrás. «El olor, sí, trata de captar mi olor, amor mío». Ash cerró los ojos y retrocedió torpemente a través del césped.
Ella se aproximó a la ventana y apoyó las palmas de sus manos contra el cristal. Sabía que él estaba allí. Había captado su olor.
¿Qué significado tenían las profecías, los proyectos, la razón, cuando durante toda la eternidad él sólo había visto a una hembra como aquélla, joven y fogosa, en sueños, o a una vieja como Tessa?
Ash oyó el estruendo que produjo el cristal de la ventana al romperse. Luego oyó gritar a la joven, y al volverse contempló atónito cómo echaba a correr hacia él.
—¡Ashlar! —gritó ella con su aguda voz.
Acto seguido emitió una retahíla de palabras a gran velocidad, unas palabras que sólo él podía oír acerca del círculo, las canciones, los recuerdos.
Rowan se había aproximado a los escalones del porche, donde se hallaba Michael.
La amistad que había existido entre Ash y ellos había desaparecido y, por tanto, también cualquier obligación que ésta conllevara.
La joven corrió hacia él a través del césped y se arrojó en sus brazos, envolviéndolo con su espesa y flameante cabellera. Al abrazarlo, cayeron al suelo unos fragmentos de cristal que habían quedado adheridos a su pelo y su vestido. Ash sintió sus cálidos pechos e introdujo la mano debajo de la falda para palpar su sexo, húmedo y caliente, mientras ella gemía y le lamía las lágrimas.
—¡Ashlar! ¡Ashlar!
—¡Conoces mi nombre! —exclamó él asombrado, besándola apasionadamente y con el deseo de arrancarle allí mismo la ropa.
Ash no recordaba haber visto ni conocido a nadie como ella. No era Janet, la que había muerto en la hoguera. Era ella misma, su amor, la hembra a la que había estado buscando durante toda su vida.
Los brujos presenciaron la escena en silencio. Los otros también habían salido al porche. Todos eran brujos. Ni uno levantó un dedo para tratar de interponerse entre ellos, para separarlos. Ash observó que Michael tenía un aire pensativo, y Rowan… ¿quizá de resignación?
Deseaba decirles: «Lo siento. Debo llevarla conmigo. No creo que os sorprenda. Lo siento sinceramente. No vine a buscarla. No vine a juzgaros y robaros lo que os pertenece. No vine a descubrir que teníais encerrada aquí a una hembra y luego olvidarme de ella».
La joven lo devoraba a besos, oprimiendo sus jóvenes y dulces pechos contra él. De pronto Mona; la bruja pelirroja, se precipitó hacia ellos gritando enfurecida.
—¡Morrigan!
—Me voy, madre, me voy.
Morrigan pronunció las palabras tan deprisa que era imposible entenderlas, pero para él fue suficiente. La cogió en brazos, dispuesto a salir corriendo, y vio que Michael levantaba la mano en ademán de despedida, como dándole permiso para marcharse de inmediato, y que su hermosa Rowan asentía. Tan sólo Mona, la pequeña bruja, gritó.
Ash tomó a la joven de la mano y ambos echaron a correr ágilmente por el oscuro césped, a lo largo de unos pasillos empedrados y atravesaron otro fragante jardín, húmedo y frondoso como las antiguas selvas.
—¡Eres tú! ¡El olor que emanaba de los regalos me hizo enloquecer! —exclamó Morrigan.
Tras ayudarla a encaramarse sobre la tapia, Ash saltó a la calle y la cogió de nuevo en brazos. Sentía un deseo casi irresistible. Agarrándola del pelo, la obligó a inclinar la cabeza hacia atrás y la besó en el cuello.
—¡Aquí no, Ashlar! —murmuró la joven, aunque su cuerpo cedía con docilidad—. En el valle, Ashlar, en el círculo de Donnelaith. Sé que todavía existe, lo veo en mi mente.
¡Sí, sí! Ash no tenía la certeza de poder reprimir sus deseos durante el largo viaje en avión hasta Donnelaith. Pero no debía lastimar sus suaves pezones, ni desgarrar su frágil y tersa piel.
Ash echó a correr con ella de la mano, mientras Morrigan lo seguía con pasos ágiles y enérgicos.
Sí, se dirigían al valle.
—Amor mío —murmuró él, volviéndose para contemplar la casa por última vez, la gigantesca mansión que se erguía en la oscuridad llena de secretos, brujos, magia, y desde la cual la muñeca Bru lo observaba todo; el lugar donde residía el libro—. Mi bella y joven esposa…
Las pisadas de Morrigan resonaban sobre los adoquines. Ash la tomó en brazos y echó a correr a toda velocidad.
De pronto oyó la voz de Janet en la cueva, repleta de potes de arcilla, temor, remordimientos y calaveras que relucían en la oscuridad.
La memoria ya no era el estímulo, el pensamiento, la mente que pone en orden la onerosa carga de nuestras vidas: fracasos, errores, momentos de exquisito dolor, humillación. No, la memoria era algo tan suave y natural como los oscuros árboles que se alzaban sobre sus cabezas, como el cielo violáceo, como la luz que declinaba, como los murmullos de la noche.
Una vez dentro del coche, Ash la sentó sobre sus rodillas, le rasgó el vestido, la agarró del pelo y lo restregó contra sus labios, sus ojos. Morrigan lanzó una exclamación de placer y comenzó a canturrear.
—El valle —murmuró ella. Tenía las mejillas arreboladas, los ojos brillantes.
—Antes de que amanezca aquí, el día habrá despuntado en el valle —dijo Ash—. Nos tumbaremos sobre la hierba, entre las piedras, íntimamente abrazados, mientras el sol se eleva sobre nosotros.
—Lo sabía… lo sabía —murmuró Morrigan.
Ash le besó el pezón, succionando el dulce néctar de su carne, gimiendo mientras sepultaba el rostro entre sus pechos.
El coche se alejó a toda velocidad de la sombría esquina y la majestuosa mansión, dejando atrás las grandes ramas cubiertas de hojas que sostenían la oscuridad como una fruta madura debajo del cielo violáceo. El vehículo parecía un proyectil lanzado hacia el corazón verde del mundo, transportando a los dos Taltos, macho y hembra, que al fin se habían encontrado.
2.30 de la madrugada del 10 de julio de 1993