24

Cuando Rowan se despertó, nevaba. Vestía un grueso y largo camisón de algodón, que le habían proporcionado para combatir el duro invierno neoyorquino. El dormitorio estaba decorado en blanco y se hallaba en silencio. Michael dormía profundamente junto a ella.

Ash trabajaba en su despacho, que estaba en el piso inferior, o al menos eso le había dicho que haría, aunque quizá ya hubiese concluido sus tareas y se había ido a acostar.

Rowan no percibía el menor sonido en esa habitación de mármol, en el silencioso y nevado cielo de Nueva York. Se detuvo frente a la ventana, contemplando el plomizo cielo y los pequeños copos de nieve que caían sobre los tejados de los edificios que la rodeaban, sobre el alféizar de la ventana y en airosas ráfagas contra el cristal, desvaneciéndose al instante.

Había dormido seis horas. Era suficiente.

Se vistió rápidamente con un sencillo traje negro que sacó de la maleta, de nuevo una costosa prenda elegida por otra mujer, quizá más extravagante que el tipo de ropa que ella acostumbraba usar. Perlas y más perlas. Unos zapatos que se abrochaban con unos cordones sobre el empeine, pero con unos tacones peligrosamente altos. Medias negras. Un leve toque de maquillaje.

Luego echó a caminar a través de los silenciosos pasillos. Si quería visitar el museo de muñecas, según le habían dicho tenía que oprimir el botón en el que aparecía una M.

Las muñecas. ¿Qué sabía ella sobre muñecas? De niña habían constituido su pasión secreta, que siempre le había dado vergüenza confesar ante Ellie y Graham, e incluso ante sus amigas. Por Navidad siempre pedía cosas como un juego de instrumentos químicos, una raqueta de tenis o un equipo estereofónico para su habitación.

El viento aullaba a través de la caja del ascensor como si se tratara de una chimenea. A Rowan le gustaba ese sonido.

Las puertas del ascensor se abrieron, revelando un interior forrado con paneles de madera y hermosos espejos, que Rowan apenas recordaba haber visto aquella mañana, cuando habían llegado poco antes del amanecer. Partieron al amanecer; llegaron al amanecer. Habían ganado seis horas. Según su reloj biológico era de noche, y ella se sentía despierta y llena de energía para afrontar la noche.

Rowan bajó en el ascensor, en un silencio mecánico, escuchando el fantasmagórico sonido del viento y preguntándose si a Ash también le gustaba.

Rowan suponía que de pequeña debió de tener muñecas, como todas las niñas, pero no lo recordaba. Todo el mundo regala muñecas a las niñas, ¿no? Quizá no. Quizá su amable y afectuosa madre adoptiva sabía que el baúl del desván contenía las muñecas de las brujas, confeccionadas con cabello y huesos humanos. Quizá sabía que allí había una muñeca por cada bruja Mayfair que había existido durante los últimos años. Puede que a Ellie no le gustaran las muñecas. Algunas personas, con independencia de su clase social, gustos personales o creencias religiosas, sienten temor de las muñecas.

¿Y ella? ¿También les tenía miedo?

Cuando se abrieron las puertas del ascensor Rowan observó unas vitrinas de cristal, unos apliques de bronce, y los inmaculados suelos de mármol, comunes al resto del edificio. En la pared había una placa de bronce que rezaba simplemente: COLECCIÓN PRIVADA.

Rowan salió del ascensor, dejando que la puerta se cerrara automáticamente tras ella, y comprobó que se hallaba en una inmensa sala iluminada con profusión.

Estaba rodeada de muñecas. Rowan observó sus grandes ojos de cristal, sus rostros de facciones perfectas, sus labios entreabiertos, expresión de un sincero y conmovedor asombro.

En una enorme vitrina de cristal, que había frente a ella, Rowan vio una muñeca de porcelana que medía aproximadamente un metro de estatura, con una larga cabellera de mohair y un exquisito vestido de seda, algo descolorido. Se trataba de una preciosa muñeca francesa del año 1880, creada por Casimir Bru, según indicaba la placa de la vitrina, posiblemente el fabricante de muñecas más importante del mundo.

Era justo reconocer su belleza, tanto si a uno le gustaban las muñecas como si no. Sus ojos, azules y rasgados, irradiaban luz y estaban dotados de unas espesas pestañas. Las manos, de color rosa pálido, estaban modeladas con tal exquisitez que parecían estar a punto de moverse. Pero era el rostro de la muñeca, su expresión, lo que cautivó a Rowan. Las cejas, finamente perfiladas, presentaban una leve asimetría, lo cual dotaba de vida a su mirada. Tenía una expresión a la vez curiosa, inocente y pensativa.

Sin duda, se trataba de un ejemplar único, incomparable. Y, al margen de que Rowan, cuando era niña, hubiera deseado que le regalaran muñecas, en aquellos momentos sintió un intenso deseo de tocar la muñeca que tenía ante sí, de palpar sus redondas mejillas sonrosadas, quizá incluso de besar sus labios entreabiertos y acariciar con la yema del índice derecho sus sutiles pechos insinuantes y comprimidos por un ajustado corpiño. Obviamente, con el paso del tiempo había perdido parte de su dorada cabellera; y sus elegantes zapatos de cuero estaban gastados y rotos. Pero el efecto era imborrable, irresistible, «un placer intemporal». Rowan sintió deseos de abrir la vitrina y estrecharla entre sus brazos.

Rowan se imaginó acunándola, como a un recién nacido y cantándole una nana, aunque no fuese un bebé; era una niña. De los lóbulos de sus orejas, perfectamente dibujadas, pendían unas pequeñas cuentas azules. Alrededor del cuello lucía un vistoso collar, tal vez propiedad de alguna mujer. Cuando uno examinaba atentamente todos los detalles, comprobaba que en el fondo no se trataba de una niña, sino de una pequeña mujer sensual y de extraordinaria frescura, acaso una peligrosa y astuta coqueta.

Una pequeña placa, a los pies de la muñeca, describía sus singulares rasgos, explicaba que su estatura era superior a lo normal, que vestía unas prendas originales, que era perfecta, y que fue la primera muñeca que Ash Templeton adquirió. Sobre éste no constaban más datos, tan sólo su nombre, probablemente porque no era necesario.

La primera muñeca. Ash le había explicado brevemente a Rowan, cuando le habló sobre el museo, que la había visto en el escaparate de una tienda parisina.

Resultaba lógico que la muñeca hubiera atraído su atención y le hubiera conquistado el corazón. Era lógico que la hubiera llevado consigo a todas partes durante un siglo; que hubiera fundado su imperio en homenaje a la muñeca, con el fin de ofrecer, según había dicho, «su gracia y belleza a todo el mundo en una forma distinta».

La muñeca no tenía nada de trivial, sino que poseía una cualidad deliciosamente misteriosa. Mostraba una expresión desconcertada, sí, pensativa, una muñeca capaz de reflexionar.

«Al mirarla —pensó Rowan—, tengo la sensación de comprenderlo todo».

Luego contempló las demás vitrinas que había en la sala. Algunas contenían otras obras maestras francesas, creadas por Jumeau y Steiner y otros fabricantes cuyos nombres jamás lograría retener, así como centenares de pequeñas muñecas francesas con caras redondas como la luna llena, boquitas pintadas de rojo y ojos rasgados. «Qué inocentes parecéis», murmuró Rowan. A continuación descubrió unas muñecas elegantemente vestidas, que lucían miriñaques y sofisticados sombreros.

Rowan hubiera permanecido horas allí, paseando por el museo y examinando vitrinas. Resultó mucho más interesante de lo que había imaginado. Además, allí reinaba un silencio reconfortante y a través de las ventanas se divisaba un maravilloso paisaje nevado.

Pero no estaba sola.

A través de los cristales de diversas vitrinas descubrió que Ash había bajado a reunirse con ella; estaba inmóvil, como si llevara un rato observándola. El cristal distorsionaba levemente su expresión. Al fin se movió, y Rowan dio un suspiro de alivio.

Ash se dirigió hacia ella, con pasos silenciosos, y Rowan vio que sostenía la maravillosa muñeca Bru.

—Toma, puedes cogerla si lo deseas —dijo Ash.

—Parece muy frágil —contestó Rowan.

—Es una muñeca.

Al sostener su cabeza en la palma de su mano izquierda, Rowan experimentó una extraña y poderosa sensación. Luego percibió el delicado sonido que produjeron los zarcillos al rozar el cuello de porcelana. Su cabello tenía al mismo tiempo un tacto suave y áspero, y la peluca presentaba numerosas zonas calvas.

A Rowan le entusiasmaron los diminutos dedos. Le encantaron las medias de encaje y las enaguas de seda, muy antiguas, desteñidas, que amenazaban con romperse si las tocaba.

Ash permaneció inmóvil, observándola con expresión sosegada, casi insultantemente atractivo, con el cabello canoso perfectamente cepillado y las manos, unidas como si rezara, apoyadas en la barbilla. Ahora, llevaba un traje de seda blanco holgado, muy moderno, probablemente italiano. La camisa era de seda negra y la corbata, blanca. Parecía la versión amable de un gángster, alto, esbelto, misterioso, luciendo unos enormes gemelos de oro y unos llamativos y costosos zapatos blancos y negros.

—¿Qué sensación te produce esa muñeca? —preguntó Ash con aire inocente, como si realmente deseara saberlo.

—Posee una virtud mágica —murmuró Rowan, temerosa de que su voz sonara más fuerte que la de él. Luego depositó la muñeca en sus manos.

—¿Una virtud mágica? —preguntó Ash, contemplando la muñeca y alisándole el pelo y las arrugas del vestido con unos breves y sencillos ademanes. Acto seguido la alzó en el aire y la besó, mirándola embelesado—. Una virtud mágica… —repitió—. Pero ¿qué sensación te produce?

—De tristeza —contestó Rowan, apoyando la mano en la vitrina y observando una muñeca alemana, infinitamente más natural, que estaba sentada en una pequeña silla de madera. La tarjeta decía: MEIN LIEBLING. Era mucho menos decorativa y sofisticada. No tenía el aspecto de una coqueta, pero poseía una belleza radiante y, a su estilo, era tan perfecta como la Bru.

—¿Tristeza? —preguntó Ash.

—Sí, por una femineidad que he perdido, o que tal vez no he poseído nunca. No es que lo lamente, pero siento tristeza por algo con lo que quizá soñé de joven. No lo sé.

Luego, mirándolo a los ojos, Rowan añadió:

—No puedo tener más hijos. Mis hijos eran unos monstruos. Están enterrados juntos, debajo de un árbol.

Ash asintió con un ademán, mirándola con simpatía y comprensión. La expresión de su rostro era suficientemente elocuente, de modo que sobraban las palabras.

Rowan deseaba decir otras cosas, como que jamás había imaginado que existieran semejantes obras de arte en el universo de las muñecas, ni que éstas pudieran ser tan interesantes y diversas entre sí o estar dotadas de un encanto inmediato y sencillo.

Pero detrás de esas reflexiones, en el fondo de su corazón, pensaba fríamente: «Poseen una belleza triste, aunque no sé por qué, al igual que la tuya».

Rowan pensó de pronto que si Ash intentaba besarla en aquellos momentos, ella cedería sin oponer la menor resistencia, que su amor por Michael no le impediría rendirse a ese impulso, aunque confiaba fervientemente en que a Ash no se le ocurriera semejante idea.

Rowan decidió no dar ocasión a que eso sucediera. Cruzó los brazos y se dirigió hacia otra zona inexplorada de la sala, que estaba presidida por las muñecas alemanas. Las vitrinas contenían una colección de niñas alegres y sonrientes, de labios abultados, vestidas con unos sencillos trajes de algodón. Pero Rowan ni siquiera se fijó en ellas. No podía dejar de pensar en que Ash estaba a sus espaldas, observándola. Sentía su mirada, percibía el leve sonido de su respiración.

Al cabo de unos minutos, Rowan se volvió. La mirada de Ash la desconcertó. Sus ojos expresaban sin disimulo una profunda emoción, un conflicto que se agitaba en su interior.

«Si lo haces, Rowan, perderás a Michael para siempre». Luego bajó la mirada lentamente y se alejó con pasos suaves de él.

—Este lugar es mágico —dijo Rowan, sin volverse—. Pero tengo tantas ganas de conversar contigo, de conocer tu historia, que prefiero aplazar nuestra charla hasta mejor momento, cuando pueda saborearla.

—De acuerdo. Michael está despierto, supongo que ya habrá desayunado. ¿Por qué no subimos a reunirnos con él? Estoy dispuesto a pasar por el penoso trance de contaros mi historia.

Rowan observó a Ash mientras éste colocaba de nuevo la muñeca francesa en su vitrina de cristal, alisándole una vez más el pelo y la falda con movimientos rápidos y hábiles. Luego se besó las yemas de los dedos y las aplicó en la frente de la muñeca. Por último cerró la vitrina, giró la pequeña llave dorada y la guardó en el bolsillo.

—Sois mis amigos —dijo Ash, volviéndose hacia Rowan. Después extendió la mano y pulsó el botón de llamada del ascensor—. Creo que he empezado a amaros, lo cual es peligroso.

—No quiero que sea peligroso —respondió Rowan—. Me siento demasiado atraída hacia ti para dejar que nuestra relación nos cause problemas o nos hiera. Pero siento la curiosidad de saber algo, ¿significa eso, acaso, que estás enamorado de los dos?

—Por supuesto, de otro modo me hincaría de rodillas y te suplicaría que me permitieras hacerte el amor —contestó Ash. Luego añadió, bajando la voz—: Te seguiría hasta el fin del mundo.

Rowan se volvió y entró en el ascensor, ofuscada y con las mejillas ardiéndole. Antes de que las puertas del ascensor se cerraran, echó una última ojeada a las hermosas muñecas que estaban expuestas en las vitrinas de cristal.

—Lamento haberte dicho eso —se excusó Ash con timidez—. Ha sido deshonesto por mi parte primero decírtelo y luego negarlo, discúlpame.

—Estás disculpado —murmuró Rowan—. Me siento… muy halagada. ¿Es ésa la palabra adecuada?

—No, sería más justo decir «intrigada» o «fascinada», pero no creo que te sientas halagada. Amas a tu marido con tal vehemencia que cuando estoy junto a ti siento el fuego de tu pasión. Deseo ese fuego. Quiero que derrames tu luz sobre mí. Jamás debí pronunciar esas palabras.

Rowan no contestó. En realidad, no sabía qué decir. Sólo sabía que en estos momentos no podía concebir estar separada de Ash, ni creía que Michael tampoco pudiera. En cierto modo, era como si Michael necesitara a Ash más que ella misma, aunque Michael y ella todavía no habían tenido ocasión de hablar de esas cosas.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Rowan se encontró en una amplia sala de estar con el suelo de mármol rosa y crema y unos confortables sillones de cuero, iguales a los del avión, aunque éstos fueran más grandes y de una piel más suave.

En esta ocasión se sentaron también alrededor de una mesa, más baja que la del avión, en la que había unas pequeñas fuentes con queso, nueces, fruta y distintas clases de pan.

A Rowan sólo le apetecía un gran vaso de agua fría.

Michael, vestido con una vieja chaqueta de mezclilla y con sus gafas de carey caladas, leía el New York Times.

Cuando Rowan y Ash tomaron asiento, Michael levantó la vista, dobló el periódico y lo dejó a un lado.

Rowan no quería que Michael se quitara las gafas; le daban un aire distinguido. De golpe Rowan sonrió al pensar que le gustaba tener a esos dos hombres junto a ella, uno a cada lado.

Durante unos segundos tuvo unas vagas fantasías de un ménage à trois, aunque sabía que esas cosas no funcionaban nunca e imaginaba que Michael jamás consentiría ni participaría en ello. En el fondo, era preferible dejar las cosas tal como estaban.

«Tienes otra oportunidad con Michael —pensó Rowan—. Sabes que la tienes, al margen de lo que él pueda pensar. No tires por la borda el único amor que te ha importado. Compórtate como una mujer adulta y ten paciencia, a fin de saborear el amor en sus múltiples facetas; trata de sosegar tu espíritu para que cuando aparezca de nuevo la felicidad, seas capaz de atraparla al vuelo».

Michael se quitó las gafas, se reclinó en el sillón y apoyó un tobillo sobre la rodilla de la pierna contraria.

Ash se había instalado también cómodamente en el sillón.

«Formamos un triángulo —pensó Rowan—, y yo soy la única que enseño las rodillas y mantengo los pies bajo la mesa, como si tuviera algo que ocultar».

Ese pensamiento la hizo sonreír. El aroma de café la distrajo, y al bajar la vista vio sobre la mesa, al alcance de su mano, un bote de café y una taza.

Pero antes de que Rowan pudiera moverse, Ash se adelantó y le sirvió una taza de café. Estaba sentado a su derecha, más próximo a ella que en el avión. Todos estaban sentados más cerca los unos de los otros. Volvían a formar un triángulo equilátero.

—Deseo hablar con vosotros —dijo de pronto Ash. Juntó de nuevo las manos como si rezara y se estiró el labio inferior. Tenía el ceño levemente fruncido, pero luego la expresión de preocupación desapareció y dijo, con cierta tristeza—: Esto es muy difícil para mí, muy difícil, pero quiero hacerlo.

—Lo comprendo —respondió Michael—. Pero ¿por qué quieres hacerlo? Estoy impaciente por oír tu historia, pero ¿por qué te atormentas de este modo?

Ash reflexionó unos instantes. Rowan observó los pequeños signos de tensión en sus manos y su rostro.

—Porque quiero que me améis —respondió Ash con suavidad.

Rowan lo miró atónita, incapaz de articular palabra, y al mismo tiempo se sintió un poco triste.

Michael, en cambio, sonrió de forma franca y directa, como era habitual en él, y dijo:

—Entonces, cuéntanoslo todo, Ash. Anda, dispara.

Ash se echó a reír ante la ocurrencia. Luego, todos guardaron silencio, pero era un silencio amable.

A continuación, Ash empezó a relatar su historia.