5

El avión aterrizó en el aeropuerto de Edimburgo a las once de la noche. Ash dormitaba con la cara apoyada en la ventana. Observó los faros de los coches que avanzaban hacia él, negros, de marca alemana, unos sedanes que lo trasladarían a él y a su pequeño séquito por las estrechas carreteras hasta Donnelaith. Ya no era necesario hacer el viaje a caballo. Ash se alegraba de ello, no porque no hubiera disfrutado durante esos periplos a través de las escarpadas montañas sino porque quería llegar cuanto antes al valle.

«La vida moderna hace que nos volvamos impacientes», pensó Ash. ¿Cuántas veces en su larga vida había emprendido el camino de Donnelaith, decidido a visitar el lugar de sus más trágicas pérdidas y revisar de nuevo su destino? En ocasiones había tardado varios años en atravesar Inglaterra y alcanzar las tierras altas del norte; otras, sólo unos meses.

Actualmente realizaba el trayecto en cuestión de horas, lo cual era una ventaja. El viaje no era lo más problemático, sino la estancia en el valle.

Ash se levantó del asiento mientras Leslie, la joven y solícita ayudante con la que había hecho el viaje desde América, iba en busca de su abrigo, una manta y una almohada.

—¿Tienes sueño, querida? —le preguntó Ash con un leve tono de reproche. Esas jóvenes hacían a veces cosas muy raras. No le habría sorprendido que se hubiera puesto un camisón.

—Son para usted, señor Ash. El viaje dura casi dos horas. Supuse que así estaría más cómodo.

Ash sonrió y se dirigió hacia la salida. ¿Qué sentía esta chica cada vez que él la obligaba a emprender un vuelo nocturno hacia un lugar situado en el otro extremo de la Tierra? Escocia no era sino uno de los numerosos lugares a los que solían viajar. Nadie podía adivinar lo que esto significaba para él.

Cuando bajó por la escalerilla del avión, le asombró la fuerza con que soplaba el viento. Hacía más frío allí que en Londres. Su viaje le había llevado de un círculo de hielo a otro y a otro. Nada más apearse del avión deseó haber permanecido en el cálido y acogedor hotel londinense, una reacción un tanto pueril. Pensó en el gitano que yacía en el dormitorio, esbelto y con la piel morena, una boca cruel y unas cejas y unas pestañas negras, largas y rizadas como las de un niño.

¿Por qué tenían los niños unas pestañas tan largas? ¿Por qué se les caían más tarde? ¿Acaso necesitaban de pequeños esa protección? ¿Tenían también los Taltos unas pestañas largas y rizadas cuando eran pequeños? Ash no recordaba haber tenido infancia, aunque también existía ese período en la vida de los Taltos.

«La memoria perdida…» Había escuchado esas palabras en innumerables ocasiones.

Era terrible este regreso, negarse a avanzar sin mantener antes una amarga consulta con el alma.

El alma. «Tú no tienes alma», al menos eso han dicho.

A través del cristal que separaba la parte delantera de la posterior Ash observó cómo la joven Leslie ocupaba el asiento que tenía frente a él. Se alegraba de disponer de todo el compartimiento posterior y de que hubieran enviado dos coches para conducirlo a él y a su pequeño séquito hacia el norte. Hubiera resultado insoportable sentarse junto a un ser humano, escuchar el parloteo de los humanos, percibir el olor de una hembra humana, joven y dulce.

Escocia. El olor de los bosques; el olor del mar transportado por el viento.

El coche circulaba suavemente, manejado por un experto conductor. Menos mal. Habría sido intolerable verse zarandeado de un lado a otro hasta llegar a Donnelaith. Durante unos instantes advirtió tras él el resplandor de los faros del coche de su escolta, que lo seguía a todas partes. De repente sintió una terrible premonición. ¿Por qué someterse a ese trago tan amargo? ¿Por qué había decidido ir a Donnelaith? ¿Por qué se disponía a subir a la montaña y visitar los lugares de su pasado? Ash cerró los ojos y durante unos segundos vio el brillante cabello rojo de la pequeña bruja de la que Yuri estaba enamorado como un escolar. Vio sus ojos verdes, de mirada fría, que contrastaban con el infantil lazo que llevaba en el pelo. ¡Cuán estúpido era Yuri!

El chófer pisó el acelerador.

Ash no veía nada a través de los cristales tintados. Era lamentable. Intolerable. Los automóviles de su propiedad no tenían cristales tintados. Nunca se había preocupado de proteger su intimidad. Contemplar el mundo en sus colores naturales era para él tan imprescindible como respirar.

Decidió dormir un rato, confiando en que no le perturbaran los sueños.

De pronto oyó una voz, la de la joven Leslie, por el equipo de megafonía que se hallaba instalado en el techo del automóvil.

—He llamado a la posada, señor Ash, y he comunicado nuestra llegada. ¿Quiere que nos detengamos unos momentos?

—No, deseo llegar cuanto antes. Trataré de dormir un rato. Es un viaje muy largo.

Pensó de nuevo en el gitano, en su rostro delgado y moreno, en su deslumbrante dentadura blanca y perfecta, la dentadura de un hombre moderno; tal vez fuera un gitano rico. Era evidente que la bruja era rica, según pudo deducir de la conversación que mantuvo con Yuri. Imaginó que le desabrochaba un botón de la blusa que lucía en la fotografía. Deseaba contemplar sus pechos. Tenía los pezones rosados, y tocó las venitas azules que se transparentaban bajo la piel. Ash suspiró, dejando escapar un silbido, y volvió la cabeza.

El deseo era tan intenso y doloroso que se vio obligado a borrar esas imágenes de su mente. Luego se le apareció de nuevo la imagen del gitano. Vio su brazo largo y moreno extendido sobre la almohada. Aspiró el olor de los bosques y el valle que emanaba de él. «Yuri», murmuró en su fantasía, inclinándose sobre el joven y besándolo en la boca.

La situación se estaba poniendo al rojo vivo. Ash se incorporó, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió la cara con las manos.

«Un poco de música», murmuró. Se reclinó en el asiento, y apoyó la cabeza en la ventanilla, tratando de ver el paisaje a través de aquellos desagradables cristales ahumados; y entonces empezó a tararear con voz de falsete una canción que nadie comprendería salvo Samuel, y quizá ni siquiera él.

Eran las dos de la mañana cuando Ash, le ordenó al conductor que se detuviera. No podía continuar. Tras los cristales oscuros del coche se hallaba el mundo que él estaba impaciente por contemplar.

—Casi hemos llegado, señor.

—Lo sé. La ciudad se encuentra a unos pocos kilómetros. Ve allí directamente. Espérame en la posada. Avisa a mis escoltas. Diles que te sigan. Quiero estar solo.

Ash no esperó a que se produjeran los inevitables argumentos y protestas.

Se apeó apresuradamente del coche y cerró la portezuela antes de que el conductor pudiera bajarse para ayudarlo. Tras despedirse de él con un ademán, echó a caminar por el arcén hacia el bosque frondoso y frío.

El viento había amainado. La luna, oculta entre las nubes, emitía una luz sutil e intermitente. Ash aspiró el aroma de los pinos escoceses, la tierra oscura y fría, las primeras e intrépidas briznas de hierba primaveral, el leve perfume de las flores primaverales.

Sintió el agradable tacto de la corteza de los árboles bajo sus dedos.

Caminó durante un buen rato, a través de la oscuridad, tropezando de vez en cuando y apoyándose en los gruesos troncos de los árboles. No quería detenerse para descansar. Conocía bien el terreno. Conocía las estrellas que brillaban en lo alto, aunque las nubes tratasen de ocultarlas.

El espectáculo del cielo sembrado de estrellas le produjo una emoción extraña y dolorosa. Al fin se detuvo sobre un promontorio. Las piernas le dolían un poco, cosa que le pareció normal. Sin embargo, al detenerse en aquel lugar sagrado, que significaba para él más que ningún otro del mundo, recordó la época en que habría podido subir corriendo la colina sin que sus piernas se resintieran ni tener que detenerse para recobrar el aliento.

Pero ¿qué importaba que le dolieran un poco las piernas? Eso le permitía comprender mejor el dolor y sufrimiento de los demás. Los seres humanos sufrían mucho. Ash pensó de nuevo en el gitano que dormía en su cálido lecho, mientras soñaba con su bruja. El dolor era dolor, ya fuera físico o psicológico. Ni siquiera el más sabio de los Taltos sabría decir cuál era peor, si el del corazón o el de la carne.

Al cabo de un rato continuó trepando por la escarpada colina, avanzando con cautela y sosteniéndose con ayuda de las gruesas ramas que colgaban de los árboles.

Soplaba un ligero viento. Ash notó que tenía las manos y los pies fríos, pero no le molestó. El frío más bien le tonificaba.

Gracias a Remmick, había cogido su abrigo forrado de piel y tuvo la precaución de ponerse unas prendas de lana; y gracias al cielo, el dolor que sentía en las piernas no había aumentado, aunque le molestaba bastante.

Algunos tramos del terreno eran peligrosos, pero los altos árboles formaban una barrera que le impedía despeñarse y le permitía avanzar sin mayores dificultades.

Al cabo de un rato giró y echó a andar por un sendero que conocía bien, el cual serpenteaba entre dos pequeñas colinas cubiertas por unos vetustos árboles que habían permanecido intactos durante siglos, al abrigo de los intrusos.

El sendero descendía hacia un pequeño valle sembrado de grandes piedras que le lastimaban los pies y lo hacían tropezar continuamente. Luego, Ash comenzó a trepar de nuevo por una empinada colina, jadeante pero convencido de que su voluntad conseguiría superar su cansancio.

Al fin llegó a un pequeño claro, sin perder de vista la cima que se erguía ante él. La frondosa vegetación le impidió hallar el sendero o un camino practicable, y continuó avanzando por entre los matorrales. Al girar hacia la derecha, pudo observar, a los pies de un profundo precipicio, las aguas del lago en las que se reflejaba la pálida luz de la luna, y más allá las gigantescas ruinas de una catedral.

Ash se detuvo, impresionado. Ignoraba que hubieran reconstruido una gran parte de la catedral. Divisó la nave de la iglesia, numerosas tiendas de campaña y cobertizos y unas diminutas luces, apenas mayores que la cabeza de un alfiler. Ash se apoyó en la roca y contempló ese panorama, sintiéndose entonces seguro, sin peligro de resbalar o caer al vacío.

Sabía lo que se sentía al precipitarse en un abismo, intentando agarrarse a algo y gritando de terror, incapaz de frenar la caída, mientras el cuerpo adquiere cada vez más peso y velocidad.

Se había desgarrado el abrigo y tenía los zapatos húmedos debido a la nieve.

Durante unos instantes se sintió abrumado por los intensos aromas de aquella tierra y notó que un placer erótico le invadía el cuerpo.

Cerró los ojos y dejó que la suave e inocua brisa le acariciara el rostro y le refrescara las manos.

«Estás muy cerca. Sólo tienes que subir un poco más y girar al llegar a esa roca gris que aparece iluminada por la luna. Dentro de un momento las nubes volverán a tapar la luna, pero te será muy fácil dar con la roca».

De pronto percibió un sonido lejano. Por unos instantes creyó haberlo imaginado, pero al cabo de un rato oyó el batir de tambores y el sonido melancólico de unas gaitas, sombrío y desprovisto de ritmo y melodía, que lo llenó de angustia. El sonido se hizo cada vez más intenso, o al menos él lo iba percibiendo con mayor claridad. Durante unos segundos el viento sopló con fuerza, y luego amainó; el rugido de los tambores resonaba en el valle, acompañado por el ruido de las gaitas. Ash trató de hallar en ese sonido un esquema melódico, y al no hallarlo apretó los dientes y se tapó las orejas con las palmas de las manos.

«La cueva. Vamos, sigue adelante. Puedes refugiarte en ella. No hagas caso de los tambores. Si supieran que estás aquí, ¿crees que tocarían una bonita canción para atraerte? ¿Crees que recuerdan siquiera alguna canción?»

Ash continuó su ascensión, y al llegar a la roca palpó su fría superficie con ambas manos. A seiscientos metros de distancia se encontraba la boca de la cueva, oculta por la vegetación, pero Ash reconocía las formaciones de piedra. Siguió adelante, jadeando, arrastrando los pies. El viento silbaba entre los pinos. Ash apartó las ramas para impedir que le arañaran el rostro. Al cabo de un rato alcanzó la tenebrosa cueva. Entró en ella, se sentó con la espalda apoyada en la pared, sin resuello, y cerró los ojos.

No se oía nada; tan sólo el murmullo del viento, que por fortuna sofocaba el batir de los lejanos tambores, suponiendo que siguieran emitiendo aquel espantoso ruido.

—Estoy aquí —murmuró Ash. Sus palabras quebraron el silencio, alcanzando los rincones más recónditos de la cueva. Pero no obtuvo respuesta. Apenas se atrevía a pronunciar su nombre.

Ash se levantó, dio un paso, y después otro. Siguió avanzando, apoyándose en los muros de la cueva y notando que su cabello rozaba el techo de la misma, hasta alcanzar un punto donde el camino se ensanchaba; el eco de sus pasos le indicó entonces que el techo de la cueva era allí más alto. No veía nada.

Durante unos momentos sintió temor; quizás había avanzado con los ojos cerrados, dejándose guiar por las manos y los oídos, y ahora, al abrir los ojos en busca de una luz, sólo veía oscuridad. Temió caerse. Tuvo la sensación de que no se hallaba solo, pero se negó a echar a correr, a salir huyendo como un pájaro asustado, de forma humillante, con riesgo de sufrir un accidente.

Ash trató de dominar su temor. La oscuridad seguía envolviéndolo. El único sonido que percibía era el de su respiración.

—Estoy aquí —repitió—. He vuelto. —Las palabras brotaban de sus labios y caían en el vacío—. Por favor, una vez más, te lo ruego… —murmuró Ash.

Silencio.

A pesar del frío que reinaba en la cueva, estaba sudando. Sentía el sudor en la espalda, bajo su camisa, y en la cintura, debajo del cinturón de cuero con que sujetaba sus pantalones de lana. Sentía la frente impregnada de una humedad grasienta y repugnante.

—¿Por qué he venido? —preguntó. Su voz sonó débil y distante. Luego, alzando la voz, añadió—: He venido con la esperanza de que vuelvas a coger mi mano, aquí, como hiciste en otra ocasión, y me procures consuelo.

El eco de sus vehementes palabras retumbó entre los muros de la cueva, haciéndolo estremecer.

Sin embargo, en lugar de contemplar una dulce aparición, le asaltaron los recuerdos del valle que jamás lo abandonarían. La batalla, el humo, los gritos. Oyó la voz de ella gritando entre las llamas: «¡Maldito seas, Ashlar!» El calor y la ira hirieron cruelmente su corazón y sus tímpanos. Sintió de nuevo el viejo terror, la vieja convicción.

«… espero que sufras hasta el fin de tus días».

Silencio.

Tenía que volver sobre sus pasos, debía hallar el estrecho pasadizo que conducía a la salida. Si permanecía allí, sin ver nada, incapaz de hacer otra cosa que no fuese recordar, sufriría un accidente. Aterrado, dio media vuelta y echó a andar apresuradamente hasta que palpó los fríos y ásperos muros de piedra de la cueva.

Cuando vio de nuevo las estrellas lanzó un profundo suspiro de alivio. Durante unos momentos permaneció inmóvil, con la mano sobre el corazón, escuchando el incesante batir de los tambores. Parecían más cercanos, quizá porque el viento había dejado de soplar. Habían iniciado una cadencia, rápida y luego más lenta, similar al redoble de tambor antes de una ejecución.

—No, aléjate de mí —murmuró Ash.

Deseaba huir de aquel lugar. Confiaba en que su fama y su fortuna le ayudarían a escapar de allí. No podían dejarlo abandonado sobre aquella colina, soportando el espantoso sonido de los tambores y las gaitas, que interpretaban una siniestra melodía. ¿Por qué había cometido la locura de ir allí? Detrás de él, a pocos metros, se abría la boca de la cueva.

Necesitaba ayuda. ¿Dónde estaban las personas que obedecían todas sus órdenes? Había sido un estúpido al separarse del resto del grupo para escalar solo la colina. Se sentía tan solo y desgraciado que comenzó a gemir como una criatura.

Al cabo de unos minutos empezó a descender por la cuesta. No le importaba tropezar, ni desgarrarse el abrigo ni engancharse el cabello con las ramas de los árboles. Siguió avanzando deprisa, pese a que los pies le escocían.

Los tambores rugían cada vez más fuerte. Temía pasar junto a ellos y las gaitas, las cuales emitían un desagradable sonido nasal y al mismo tiempo irresistible. No debía pararse. No debía escuchar. Siguió descendiendo y, aunque se cubrió los oídos con las manos, todavía oía las gaitas y la siniestra cadencia, lenta y monótona, de los tambores, cuyo sonido parecía brotar de su cerebro, de sus huesos, como si estuviera en medio de ellos.

Desesperado, echó a correr, tropezando y perdiendo el equilibrio. Al caer se desgarró el pantalón y se hizo daño en las manos, pero siguió corriendo hasta que de pronto advirtió que los tambores y las gaitas lo rodeaban. La melancólica canción lo atraía y atrapaba como una tela de araña, haciéndolo girar una y otra vez, incapaz de huir. Al abrir los ojos vislumbró a través del frondoso bosque la luz de unas antorchas.

No se habían percatado de su presencia. No habían advertido su olor ni sus pasos. Por suerte, el viento soplaba a su favor. Ash se apoyó en los troncos de dos pequeños pinos como si fueran los barrotes de una prisión y contempló el pequeño espacio oscuro en el que tocaban y bailaban formando un pequeño círculo. «¡Qué movimientos más torpes!», pensó. Resultaban grotescos.

El estrépito de los tambores y las gaitas era ensordecedor. Ash no podía moverse, tan sólo limitarse a contemplar el espectáculo mientras aquellos seres ridículos saltaban y brincaban como locos. Uno de ellos, un diminuto individuo de cabello largo y canoso, se plantó en medio del círculo, alzó sus cortos brazos y recitó en una antigua lengua:

—¡Oh, dioses, tened misericordia de vuestros desgraciados hijos!

«Mira, observa —se dijo Ash, aunque la música no le permitiera apenas articular esas sílabas en su imaginación—. Mira, observa, no dejes que la música te distraiga. Fíjate en sus harapos, en las cartucheras que llevan colgadas del hombro. Observa las pistolas que empuñan». De improviso sonaron unos disparos que rompieron el silencio de la noche, y Ash vio unas pequeñas llamas que brotaban de los cañones de las pistolas. Una violenta ráfaga de aire apagó por un instante las antorchas, pero su fuego volvió a avivarse de inmediato y a lucir cual flores siniestras.

Ash percibió el olor a carne chamuscada, pero no era real; tan sólo era un recuerdo.

—¡Maldito seas, Ashlar! —gritó una voz.

A continuación, unos himnos entonados en la nueva lengua, la lengua de los romanos, y el hedor, el hedor de carne devorada por las llamas.

De pronto se oyó un alarido y la música cesó. Todos los instrumentos permanecieron mudos, a excepción de un tambor, que ejecutó un par de notas más.

Ash se dio cuenta de que era él quien había gritado. «Corre —se dijo—. Pero ¿por qué? ¿Adónde? Ya no tienes por qué huir. Ya no perteneces a este lugar. Nadie puede lastimarte».

Ash observó en silencio, con el corazón acelerado, el pequeño círculo de individuos que se iba ensanchando y lentamente, agitando las antorchas, se desplazaba en su dirección.

—¡Taltos! —gritaron.

Habían percibido su olor. Los hombrecillos echaron a correr profiriendo gritos de alarma. Luego volvieron a congregarse ante él.

—¡Taltos! —gritó uno de ellos. Las antorchas se iban aproximando.

A medida que avanzaban Ash distinguió cómo sus rostros lo observaban fijamente, sosteniendo en alto las antorchas cuyas llamas proyectaban extrañas sombras sobre los ojos, mejillas y bocas de los diminutos individuos. El hedor a carne quemada que despedían las antorchas le produjo náuseas.

—¿Qué habéis hecho, desgraciados? —les increpó Ash, blandiendo los puños—. ¿Acaso las habéis sumergido en la grasa de un niño que no ha sido bautizado?

Se oyó una carcajada, seguida de otra, hasta que todos estallaron en risotadas histéricas.

Ash se volvió y los contempló fijamente.

—¡Sois despreciables! —gritó. Estaba tan rabioso que no le importaba su dignidad ni las muecas que pudiera hacer.

—Taltos —dijo un individuo, acercándose a él—. Taltos.

«Míralos, fíjate en ellos». Ash volvió a agitar los puños, dispuesto a defenderse a golpes y patadas si era necesario.

—¡Aiken Drumm! —exclamó Ash, reconociendo al anciano que lucía una larga barba enmarañada que rozaba el suelo—. Robin y Rogart, también os he reconocido.

—¡Ashlar!

—Sí, y Fyne y Urgart. ¡Hola, Rannoch!

De pronto advirtió que no había ninguna mujer entre ellos. Todos los rostros que lo observaban eran masculinos, pertenecían a unos hombres que él conocía perfectamente. No, no había mujeres entre ellos gritando ni agitando los brazos.

Ash se echó a reír. ¿Era aquello real? Sí, completamente real. Comenzó a avanzar hacia ellos, obligándolos a retroceder. Urgart levantó bruscamente su antorcha, con la intención indefinida de golpearlo o poderle ver mejor el rostro.

—¡Urgart! —gritó Ash, y haciendo caso omiso de la antorcha se abalanzó sobre el diminuto individuo para agarrarlo del cuello y zarandearlo.

Los demás echaron a correr profiriendo gritos de terror y dispersándose en la oscuridad. Eran unos catorce individuos, todos hombres. ¿Por qué no se lo había dicho Samuel?

Ash cayó de rodillas, riendo a carcajadas, y se tumbó sobre el suelo del bosque; en esa postura, contempló a través de las ramas de los pinos las estrellas que resplandecían sobre las nubes mientras la luna se deslizaba suavemente hacia el norte.

Debió suponerlo. Debió haberlo calculado. Debió haberlo comprendido la última vez que estuvo allí y las mujeres, viejas, enfermas y tullidas, le arrojaron piedras y lo cubrieron de insultos. Había percibido el olor de la muerte del mismo modo en que lo percibía ahora, pero no se trataba del olor de la sangre de las mujeres sino del olor seco y corrosivo de los hombres.

Al cabo de un rato se puso de costado, con el rostro descansando sobre la tierra, y cerró los ojos. Oyó los sigilosos pasos de los hombrecillos.

—¿Dónde está Samuel? —preguntó uno.

—Dile a Samuel que regrese.

—¿Por qué has venido? ¿Has conseguido librarte del maleficio?

—¡No me hables del maleficio! —replicó Ash, incorporándose bruscamente—. No te atrevas a dirigirme la palabra, cerdo —añadió, agarrando la antorcha que sostenía el anciano. Al aproximársela a la nariz, percibió el inconfundible olor a grasa humana y la arrojó al suelo.

—¡Malditos! ¡Sois peores que la peste! —gritó.

Uno de los individuos le pellizcó la pierna. Otro le arrojó una piedra que le alcanzó la mejilla y le produjo una herida superficial. Otros le lanzaron palos.

—¿Dónde está Samuel?

—¿Te ha enviado él?

De pronto Aiken Dumm soltó una risotada y dijo:

—Pensábamos zamparnos a un apetitoso gitano, hasta que Samuel se lo llevó para presentárselo a Ashlar.

—¿Dónde está nuestro gitano? —exigió Urgart.

Más gritos, carcajadas e insultos.

—¡Que el diablo te lleve y devore a pedazos! —gritó Urgart.

Los tambores empezaron a sonar de nuevo. Los golpeaban con los puños, en tanto las gaitas emitían una serie de notas desafinadas.

—¡Idos al infierno! —exclamó Ash—. ¿Queréis que yo mismo os acompañe hasta allí?

Acto seguido dio media vuelta y echó a correr sin saber qué dirección tomar. Al fin decidió bajar por el mismo sendero por el que había escalado la colina, sintiendo el crujido de las ramas bajo sus pies, el murmullo del roce de las hojas y el silbido del aire. Por fin estaba a salvo de sus tambores, sus gaitas y sus burlas.

Al poco rato dejó de oír la música y las voces. Al fin se hallaba solo.

Jadeante y con el pecho, las piernas y los pies doloridos, avanzó despacio hasta que, al cabo de un buen rato, llegó a la carretera. Al pisar el asfalto se sintió como si estuviera soñando, aunque era consciente de haber regresado al mundo, frío, desierto y silencioso. Las estrellas llenaban cada cuadrante del cielo. La luna se asomaba y volvía a ocultarse tras las nubes, la brisa agitaba levemente los pinos y el viento soplaba desde las montañas, impulsándole a seguir andando.

Cuando llegó a la posada, Leslie, su joven ayudante, lo estaba esperando. Al verlo hizo un gesto de asombro y se apresuró a ayudarlo a despojarse del abrigo, que estaba roto y manchado. Al subir la escalera Leslie le tomó de la mano.

—Qué calentita está la habitación —dijo él.

—Sí, señor, la leche también está caliente —respondió la joven, ayudándole a desabrocharse la camisa. Sobre la mesita de noche había un vaso grande de leche.

—Gracias, querida.

—Que descanse —dijo Leslie.

Ash se dejó caer sobre la cama. La joven lo cubrió con el edredón de plumas y le colocó bien la almohada. El lecho lo acogió cual suave y cálido nido, y Ash no tardó en sumergirse en el primer ciclo de sueño.

El valle, su valle, el lago, su lago, su tierra.

«Has traicionado a tu propia gente».

Por la mañana desayunó de forma apresurada en la habitación mientras sus ayudantes lo disponían todo para su inmediato regreso a Estados Unidos. Esta vez no iría a visitar la catedral. Había leído los artículos en la prensa. San Ashlar, sí, él también había oído esa historia. La joven Leslie lo miró perpleja.

—Creí que el motivo del viaje era visitar la tumba del santo —dijo Leslie.

—Ya volveremos algún día —le respondió él, encogiéndose de hombros.

En otra ocasión quizá darían un paseo hasta la catedral.

Al mediodía aterrizó en Londres.

Samuel lo esperaba junto al coche. Iba impecablemente vestido con un traje de mezclilla, una camisa blanca y una elegante corbata. Parecía un caballero en versión diminuta. Hasta se había peinado decentemente y su rostro presentaba el respetable aspecto del de un bulldog inglés.

—¿Has dejado solo al gitano?

—Se marchó mientras yo dormía —confesó Samuel—. No lo oí salir. Se ha largado. No dejó ningún mensaje.

Tras reflexionar unos momentos, Ash dijo:

—Bien, no importa. ¿Por qué no me dijiste que las mujeres habían desaparecido?

—No seas idiota. ¿Acaso crees que te hubiera dejado ir allí si hubieran estado las mujeres? Piensas poco. No cuentas los años. No razonas. Te dedicas a jugar con tus juguetes y tu dinero y te olvidas de todo lo demás. Por eso eres feliz, porque tienes la capacidad de olvidar.

El coche partió del aeropuerto hacia la ciudad.

—¿Vas a refugiarte en tu maravilloso parque de juegos? —preguntó Samuel.

—No. Sabes que debo hallar al gitano —respondió Ash—. Quiero descubrir el secreto de Talamasca.

—¿Y la bruja?

—Sí, también debo encontrarla a ella —contestó Ash con una sonrisa y volviéndose hacia Samuel—. Al menos para acariciar su cabello rojo, besar su piel pálida y aspirar su perfume.

—¿Y…?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Creo que sí lo sabes.

—Entonces, déjame en paz. Si ha de ser así, tengo los días contados.