8
Michael le indicó a Clem que saldrían por la puerta delantera. Él mismo sacaría las maletas. Sólo había dos, la de Rowan y la suya. No se trataba de un viaje de vacaciones, por lo que no era necesario coger los baúles y las bolsas para colgar los trajes.
Michael echó una ojeada a su diario antes de cerrarlo. Contenía una larga frase filosófica que escribió la noche de Carnaval, sin imaginar que poco después le despertaría una melancólica canción que sonaba en el tocadiscos y vería a Mona, vestida con un camisón blanco, bailando como una ninfa. Llevaba un lazo en el pelo y apareció tan lozana y fragante como pan recién horneado, leche fresca y fresones.
No, no podía pensar en Mona en estos momentos. Esperaba una llamada de Londres.
Además, quería leer el párrafo, que rezaba así:
Creo, en última instancia, que es posible adquirir cierta tranquilidad de espíritu pese a todos los horrores y tragedias que puedan producirse. Sólo podemos lograrla en la confianza de que las cosas cambiarán gracias a nuestra fuerza de voluntad y, por encima de todo, de que haremos lo que debemos hacer en los momentos adversos.
Habían transcurrido seis semanas desde aquella noche en que, enfermo y trastornado por el dolor, había plasmado por escrito esos sentimientos. En aquellos días, y hasta el momento presente, había permanecido prisionero en casa. Michael cerró el diario. Lo guardó en una bolsa de cuero, cogió la bolsa y las dos maletas y bajó la escalera, un poco nervioso porque no le quedaba una mano libre para agarrarse a la balaustrada y temía marearse y caer rodando.
Y si estaba equivocado respecto a lo que había escrito, en todo caso moriría con las botas puestas.
Rowan estaba en el porche hablando con Ryan. Mona también se hallaba presente y miraba a Michael con los ojos llenos de lágrimas y una renovada devoción. Llevaba un vestido de seda y estaba tan atractiva como siempre. Cuando Michael la miró, advirtió lo que Rowan había notado en ella —lo que él mismo había visto una vez en Rowan—: la turgencia de sus pechos, el color de sus mejillas y el destello de su mirada, junto con un ritmo levemente distinto en sus sutiles gestos.
«¡Mi Tesoro!»
Michael lo creería cuando ella se lo confirmara. Hasta entonces, se negaba a pensar en monstruos y genes. Soñaría con sostener a un hijo o una hija en sus brazos cuando esa posibilidad fuese real.
Clem se apresuró a coger las maletas y se dirigió hacia la verja. A Michael le gustaba más el nuevo chófer que el antiguo. Le gustaba su sentido del humor y su talante sencillo y relajado; le recordaba a unos músicos que había conocido.
El chófer cerró el maletero del coche. Ryan besó a Rowan en ambas mejillas y Michael le oyó decir:
—… alguna otra cosa que quieras decirme.
—Sólo que esta situación no durará mucho. Pero no debéis bajar la guardia. Y no dejes que Mona salga sola bajo ningún concepto.
—Puedes encadenarme a la pared —dijo Mona, encogiéndose de hombros—. Es lo que habrían hecho con Ofelia, de no haberse ahogado en el río.
—¿Quién? —preguntó Ryan—. Hasta ahora me he tomado esto bastante bien, Mona, teniendo en cuenta que tienes trece años y…
—Tranquilo, Ryan —replicó ella—. La que mejor se lo ha tomado he sido yo.
Mona sonrió con tristeza y él la miró perplejo.
«Ahora viene lo peor», pensó Ryan. No soportaba las largas despedidas de los Mayfair. Se sentía confuso y preocupado.
—Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda —le dijo Michael a Ryan—. Visitaremos a los compañeros de Aaron para averiguar lo que podamos. No tardaremos en regresar.
—¿Podéis decirme exactamente adónde vais?
—No —contestó Rowan, dando media vuelta y dirigiéndose hacia la verja.
Mona bajó corriendo los escalones del porche.
—¡Eh, Rowan! —gritó, echándole los brazos al cuello y besándola en la mejilla.
Por un momento Michael temió que Rowan no reaccionara, que permaneciera inmóvil como una estatua debajo de la encina, sin corresponder a la fogosidad de Mona ni tratar de liberarse de ella. Pero sucedió algo imprevisto. Rowan abrazó a Mona con fuerza y la besó en la mejilla, acariciándole el cabello y la frente.
—No te preocupes, no pasará nada —la tranquilizó Rowan—. Pero haz todo lo que te he dicho.
Ryan bajó los escalones detrás de Michael.
—No sé qué decir, excepto desearos buena suerte —dijo Ryan—. Quisiera que me explicaras más detalles sobre este asunto, sobre lo que vais a hacer.
—Dile a Bea que hemos tenido que marcharnos —respondió Michael—. A los demás explícales tan sólo lo imprescindible.
Ryan asintió, receloso y preocupado, pero sobre todo resignado.
Rowan subió al coche. Michael se sentó junto a ella y al cabo de unos segundos partieron, enfilando el camino sombreado por las ramas de los árboles. Mona y Ryan ofrecían un simpático cuadro, de pie junto a la verja y saludando con la mano; Mona con el rostro enmarcado por su espléndida melena, cual estrella centelleante, mientras que Ryan mantenía una expresión perpleja y preocupada.
—El pobre está condenado a organizar la vida de unas personas que nunca le explican lo que pasa —comentó Rowan.
—Lo intentamos una vez —respondió Michael—, pero fue inútil. En el fondo, Ryan no desea enterarse de lo que pasa. Él cumplirá al pie de la letra lo que le hemos dicho. Lo que no puedo asegurar es que Mona también lo haga. Pero de Ryan estoy seguro.
—Todavía estás enfadado.
—No —contestó Michael—. Dejé de estarlo cuando regresaste a mí.
Sin embargo, no era cierto. Todavía se hallaba molesto por la intención de ella de partir sola y dejarlo a él al cuidado de la casa y del bebé que Mona llevaba en el vientre. De todos modos, sentirse molesto no era lo mismo que estar enfadado.
Rowan giró el rostro y miró hacia delante. Michael la observó de soslayo. Estaba todavía muy delgada, pero nunca le había parecido tan guapa. El traje negro, las perlas y los zapatos de tacón alto le conferían un aire provocativo, un tanto perverso. Pero Rowan no precisaba de esos aditamentos para resultar atractiva. Su belleza residía en su pureza, en la estructura ósea de su rostro, en las cejas oscuras y bien perfiladas que realzaban su expresión, y en su suave y alargada boca que él deseaba besar en aquellos momentos preso de un brutal deseo masculino por despertarla, separar sus labios, sentir cómo su cuerpo se doblegaba entre sus brazos y poseerla.
Ésa era la única forma en que podía poseerla.
Rowan oprimió el botón para subir el panel de vidrio instalado detrás del conductor. Luego se volvió hacia Michael.
—Estaba equivocada —dijo, sin rencor y sin tratar de justificarse—. Sé que querías a Aaron. Me quieres a mí. Quieres a Mona. Estaba equivocada.
—Olvidemos el tema —contestó Michael. Era duro para él mirarla a los ojos, pero estaba decidido a hacerlo, a calmarse, a dejar de sentirse molesto, enfadado o lo que fuera.
—Pero hay algo que quiero que comprendas —insistió Rowan—. No pienso mostrarme amable y civilizada con las personas que mataron a Aaron. No voy a responder ante nadie de mis actos, ni siquiera ante ti, Michael.
Él se echó a reír. Al contemplar sus grandes y fríos ojos grises se preguntó si ésa era la expresión que veían sus pacientes unos segundos antes de que la anestesia empezara a surtir efecto.
—Lo sé, cariño —respondió Michael—. Cuando lleguemos, cuando nos encontremos con Yuri, quiero averiguar lo que sabe. Quiero estar presente cuando hables con él. No pretendo tener tu talento ni tu valor. Pero quiero estar presente.
Rowan asintió con un leve movimiento de cabeza.
—Quién sabe, quizás encuentres alguna tarea para mí —sugirió Michael.
Ya lo había dicho. Era demasiado tarde para dar marcha atrás. Michael sabía que se había ruborizado, y apartó su mirada de ella.
Cuando Rowan contestó, lo hizo con una voz que Michael jamás le había oído utilizar excepto con él, y que durante los últimos meses había adquirido una nueva intensidad.
—Te amo, Michael. Sé que eres un buen hombre, pero yo no soy una buena mujer.
—No sabes lo que dices, Rowan.
—Por supuesto que lo sé. He estado con los duendes, Michael. He penetrado en su círculo interno.
—Y has regresado —respondió él, con su vista fija en ella e intentando contener la explosión de los agitados sentimientos que lo invadían—. Has vuelto a ser Rowan, estás aquí. Existen cosas más importantes que la venganza.
De modo que no había sido él quien la había despertado de su letargo, sino la muerte de Aaron.
Michael se sentía tan herido, tan fuera de sí, que temió perder de nuevo el control.
—Te quiero, Michael —dijo Rowan—. Te quiero mucho. Y sé cuánto has sufrido. No creas que no soy consciente de ello.
Él asintió con la cabeza. No quería contradecirla, pero quizá se estaba engañando a sí mismo, y también a ella.
—Pero no sabes lo que supone ser la persona que soy. Yo estuve presente durante el parto, era la madre. Yo fui la causa, por decirlo así, el instrumento crucial. Y he pagado por ello. He pagado un precio altísimo. Ya no soy la misma de antes. Te quiero como te he querido siempre, mi amor hacia ti no mermó en ningún momento; pero no soy ni puedo ser la misma. Lo comprendí cuando permanecía sentada en el jardín, incapaz de responder a tus preguntas, de mirarte o abrazarte. Lo comprendí perfectamente. Sin embargo te quería, y te sigo queriendo. ¿Comprendes lo que intento decirte?
Michael asintió de nuevo con un movimiento de cabeza.
—Deseas herirme, lo sé —dijo Rowan.
—No, no deseo hacerlo. No es eso. Sólo pretendo… arrancarte esa faldita de seda y esa chaqueta de corte impecable para que te des cuenta de que estoy aquí. ¡Soy yo, Michael! Qué vergüenza, ¿verdad? Qué salvajada, ¿no?, que desee poseerte de la única forma en que puedo hacerlo, porque me abandonaste, me apartaste de tu lado…
Michael se detuvo. No era la primera vez que en medio de un arrebato de ira se daba cuenta de la inutilidad de lo que hacía y decía. De nada servía enojarse. Michael comprendió que no podía seguir así, que con aquello no conseguiría otra cosa que deprimirse aún más.
Michael permaneció inmóvil, y notó que su ira se iba disipando. Sus músculos empezaron a relajarse y casi se sintió cansado. Se reclinó en el asiento y miró de nuevo a Rowan.
Ella también lo miró. No parecía asustada ni triste. Michael se preguntó si, en el fondo de su corazón, estaba aburrida y se lamentaba de no haberlo dejado en casa mientras ella planeaba los siguientes pasos que iba a dar.
«Quítate esos pensamientos de la cabeza, tío, porque si no lo haces jamás conseguirás volver a amarla».
Michael sabía que la amaba. Estaba seguro de ello, no le cabía la menor duda. Amaba su valor y su frialdad. Así es como ella se había comportado en su casa de Tiburon, cuando hicieron el amor bajo las vigas del techo, cuando pasaron horas charlando sin sospechar que, a lo largo de todas sus respectivas vidas ambos se habían ido aproximando el uno al otro.
Michael acarició la mejilla de Rowan, consciente de que su expresión no se había modificado, de que era totalmente dueña de sí misma y de la situación.
—Te quiero —murmuró él.
—Lo sé —respondió ella.
Michael soltó una risita.
—¿Lo sabes? —preguntó, sonriendo complacido. Luego se rió de forma silenciosa y sacudió la cabeza—. ¡Lo sabes!
—Sí —contestó ella—. Temo por ti, siempre lo he hecho, y no porque no seas fuerte o capaz, ni esas cosas. Temo por ti porque poseo un poder que tú no tienes. Esa gente —nuestros enemigos, los que mataron a Aaron— también posee un poder especial, que proviene de una ausencia total de escrúpulos.
Rowan se sacudió una mota de polvo de su corta y ceñida falda. Cuando suspiró, el suave sonido invadió el coche como un perfume.
Luego agachó la cabeza, un pequeño gesto que hizo que su sedoso cabello cayera hacia delante y ocultase parcialmente su rostro. Al levantar de nuevo la cabeza, sus pestañas le parecían a Michael más largas y sus ojos más bellos y misteriosos.
—Llámalo poder de bruja, si quieres. Quizá sea así de sencillo. Quizá lo lleve en los genes. Quizá sea una facultad física que me permite hacer cosas que los demás no pueden hacer.
—Entonces yo también lo poseo —señaló Michael.
—No. De modo fortuito quizá poseas la hélice larga —contestó Rowan.
—No se trata de una casualidad. Él me eligió para ti, Rowan. Me refiero a Lasher. Hace años, cuando yo era un niño y me detuve ante la puerta de aquella casa, él me eligió. ¿Por qué crees que lo hizo? Seguro que no fue porque creyera que yo era un hombre honrado que podría destruir aquel cuerpo mortal que tanto esfuerzo le había costado adquirir. Fue por el extraño poder que yo poseía, Rowan. Tú y yo participamos de las misivas raíces célticas. Lo sabes muy bien. Soy hijo de un obrero y no conozco mi historia, pero sus orígenes son los mismos que los de la tuya. El poder está ahí. Lo tenía en mis manos cuando era capaz de adivinar el pasado y el futuro con sólo tocar a la gente; estaba ahí cuando oí la música interpretada por un fantasma con objeto de conducirme hasta Mona.
Rowan frunció el ceño, pensativa, entornando los ojos durante unos segundos.
—No hice uso de ese poder para acabar con Lasher —dijo Michael—. Estaba demasiado aterrado para hacerlo. Utilicé mi fuerza de hombre y unos simples instrumentos, tal como me indicó Julien. Pero poseo ese poder. Estoy convencido de ello. Y si tengo que utilizarlo para lograr que me ames, que me ames como yo deseo, no dudaré en hacerlo. Ésa es mi intención.
—Mi querido e inocente, Michael —respondió ella con un tono levemente perplejo.
Michael sacudió la cabeza. Luego se volvió hacia ella y la besó. Quizá no fuera ése el gesto más oportuno, pero no pudo contenerse. La sujetó por los hombros, la obligó a reclinarse hacia atrás y le besó los labios. Sintió que Rowan respondía sin vacilar con la misma pasión de antaño, abrazándolo y besándolo con fuerza, arqueando su espalda a fin de buscar el mayor contacto entre sus cuerpos.
Al cabo de unos instantes, Michael se separó de ella.
El coche circulaba a gran velocidad por la autopista. Estaban a punto de llegar al aeropuerto y no quedaba tiempo para la pasión que él sentía, para expresar su ira, su dolor y su amor.
Esta vez fue ella quien se volvió hacia él y le tomó la cabeza entre las manos para besarlo.
—Michael, amor mío —dijo Rowan—. Mi único y verdadero amor.
—Estoy contigo, cariño —respondió él—. Jamás trates de alejarme de tu lado. Lo que tengamos que hacer por Aaron (por Mona, por el bebé, por la familia o por quien sea), lo haremos juntos.
Cuando se hallaban sobrevolando el Atlántico, Michael cerró los ojos e intentó dormir. Habían comido con avidez, habían bebido algo más de la cuenta y habían estado charlando durante una hora sobre Aaron. El interior del avión se encontraba en penumbra y en silencio, y ellos se habían arrebujado entre media docena de mantas.
Necesitaban descansar. Aaron les habría aconsejado que durmieran un rato.
Dentro de ocho horas aterrizarían en Londres. Allí estaría amaneciendo, aunque según su reloj interno todavía sería de noche. Yuri estaría esperándolos, impaciente por conocer todos los detalles sobre la muerte de Aaron. El dolor, la tristeza de lo inevitable.
Michael estaba empezando a caer en un profundo sopor, sin saber si se hundiría en una pesadilla o en un sueño alegre y absurdo como una mala historieta, cuando de pronto advirtió que Rowan le tocaba el brazo.
Se volvió perezosamente hacia ella. Rowan estaba reclinada en el asiento, sosteniéndole la mano.
—Si salimos de esto —murmuró Rowan—, si no intentas entorpecer mis movimientos, si no vuelvo a alejarme de ti…
—Sí…
—Entonces nada se interpondrá entre nosotros. Nadie podrá separarnos jamás. Ni tampoco me importará que tengas otra mujer más joven.
—No deseo otra mujer —contestó Michael—. Durante el tiempo que permaneciste alejada de mí ni siquiera soñé con otras mujeres. Quiero a Mona, sí, y siempre la querré, pero eso forma parte de nuestra naturaleza. La quiero y deseo tener un hijo suyo. Tengo tantas ganas de ser padre que me da miedo hablar de ello. Es demasiado pronto. No quiero llevarme una decepción. Pero sólo te amo a ti, desde el día en que nos conocimos.
Rowan cerró los ojos, y apoyó su mano sobre el brazo de Michael, hasta que al cabo de unos minutos ésta se deslizó y cayó, de forma natural, como si Rowan se hubiera quedado dormida. Michael se volvió y contempló su rostro perfecto y sereno.
—He matado —murmuró él, aunque no estaba seguro de que ella pudiera oírlo—. He matado a tres personas, y no siento el menor remordimiento. Eso cambia a cualquiera.
Rowan no respondió.
—Si fuese necesario volvería a hacerlo —dijo Michael.
Rowan movió los labios.
—Lo sé —dijo suavemente, sin abrir los ojos, inmóvil como si estuviera profundamente dormida—. Yo lo haré tanto si es preciso como si no. Me han ofendido mortalmente.
Rowan se inclinó hacia Michael y lo besó de nuevo en los labios.
—Así, no aguantaremos hasta llegar a Londres —dijo él.
—Somos los únicos que viajamos en primera —contestó Rowan, alzando las cejas y besándolo nuevamente—. Una vez, a bordo de un avión, sentí una especie de amor que jamás había sentido. Fue el primer beso que me dio Lasher, por decirlo así. Fue un beso salvaje, electrizante. Pero ahora deseo tus brazos, tu pene, tu cuerpo. No puedo esperar hasta que nos encontremos en Londres. ¡Lo necesito ahora!
No hacía falta que ella insistiera. De no haberse desabrochado Rowan la chaqueta, él le habría arrancado los botones en un típico arrebato romántico.