17

Todo había cambiado. Todo resultaba más fácil. Ella yacía en los brazos de Morrigan y Morrigan yacía en los de ella…

No se despertó hasta el atardecer.

Había tenido un sueño fantástico. Era como si Gifford, Alicia y la anciana Evelyn hubieran estado con ella, sin muertes ni sufrimiento, sino bailando, sí, bailando en un círculo.

Mona se encontraba en la gloria. Aunque más tarde no recordara el sueño, nadie le podía robar la sensación de bienestar que estaba sintiendo en esos momentos. El cielo tenía un color violáceo, como le gustaba a Michael.

Mary Jane se hallaba de pie junto a ella, con el rostro enmarcado por su espléndida cabellera rubia, tan atractiva como siempre.

—Eres como Alicia en el País de las Maravillas —dijo Mona—. A partir de ahora te llamaré Alicia.

«Todo irá perfectamente, te lo prometo».

—He preparado la cena —dijo Mary Jane—. Le dije a Eugenia que podía librar esta noche. Espero que no te importe; cuando vi la despensa me volví loca.

—Por supuesto que no me importa —respondió Mona—. Ayúdame a levantarme; eres una prima estupenda.

Mona se levantó de un salto, completamente despejada. Se sentía ágil y libre, como el bebé que llevaba en el vientre, un bebé con una larga cabellera pelirroja flotando en el liquido amniótico, igual que una muñequita de goma dotada de diminutos brazos y piernas.

—He preparado unos ñames, arroz, ostras gratinadas y pollo asado con mantequilla y estragón.

—¿Dónde aprendiste a cocinar? —preguntó Mona. Luego se detuvo y abrazó a Mary Jane—. No existe nadie como nosotros, ¿verdad? Me refiero a nuestra familia.

—Desde luego —contestó Mary Jane, sonriendo—. Es genial. Te quiero, Mona Mayfair.

—Me alegra saberlo —contestó Mona.

Al llegar a la puerta de la cocina, Mona asomó la cabeza y exclamó:

—¡Caray! ¡Menuda cena has preparado!

—Para que veas —respondió Mary Jane, sonriendo con orgullo y mostrando una dentadura perfecta—. Cocino desde los seis años. En aquel entonces mi madre vivía con un cocinero, ¿sabes? Más tarde trabajé en un elegante restaurante de Jackson, Mississippi. Jackson es la capital, ¿sabes? Los senadores acudían a comer al restaurante donde yo trabajaba. Un día les dije a los dueños: «Si queréis que trabaje aquí, dejad que mire lo que hace el cocinero y así aprenderé a cocinar». ¿Qué quieres beber?

—Leche, me muero de ganas de beber leche —respondió Mona—. Pero no entres todavía. Mira, es la hora mágica del crepúsculo; el momento preferido de Michael.

Desgraciadamente, no recordaba quién había junto a ella en el sueño. Tan sólo persistía la sensación de cariño, de profundo bienestar.

Durante unos momentos pensó en Michael y Rowan. ¿Lograrían descubrir al asesino de Aaron? Mona confiaba en que juntos consiguieran superar todos las dificultades, es decir, si cooperaban el uno con el otro. En cuanto a Yuri, su destino lo llevaría seguramente por rumbos distintos al de ellos.

Cuando llegase el momento, todo el mundo lo comprendería.

Las flores resplandecían. Era como si todas las plantas cantaran. Mona se apoyó contra la puerta y unió su canturreo al de las flores, como si un remoto rincón de su memoria, allí donde se almacenaban todas las cosas delicadas y bonitas, le dictara las palabras de la canción. En el aire flotaba un agradable aroma… ¡Era la dulce fragancia de los olivos!

—Anda, vamos a cenar —dijo Mary Jane.

—De acuerdo, de acuerdo —contestó Mona; alzando los brazos en un gesto de resignación y despidiéndose de la noche.

Luego entró en la cocina, como sumida en exquisito trance, y se sentó ante la magnífica mesa que Mary Jane había dispuesto. Había sacado la vajilla Royal Antoinette, que ostentaba un delicado dibujo y cuyos platos tenían el borde dorado. Qué chica tan fantástica y tan lista, pensó Mona. Sólo ella era capaz de dar con la mejor porcelana dejándose guiar sólo por su instinto. Su prima parecía ofrecer un amplio abanico de posibilidades, pero ¿era realmente tan aventurera como parecía? Qué ingenuo había sido Ryan al llevarla allí y dejarlas a solas a las dos.

—Nunca había visto una vajilla como ésta —dijo Mary Jane con entusiasmo—. Es como si estuviera fabricada con un tejido almidonado. ¿Cómo lo hacen? —preguntó, depositando sobre la mesa una botella de leche y una caja que contenía chocolate en polvo.

—No eches ese veneno en la leche, por favor —dijo Mona, cogiendo el envase para abrirlo apresuradamente y llenar el vaso.

—¿Cómo pueden fabricar unas piezas de porcelana que no sean lisas? No lo entiendo, a menos que la porcelana sea tan maleable como la masa de pan antes de cocerla, y aun así…

—No tengo la menor idea —respondió Mona—, pero siempre he adorado esta vajilla. En el comedor no produce tanto impacto, puesto que su belleza queda ensombrecida por los murales. Pero en la mesa de la cocina queda perfecta. Has tenido un gran acierto al colocar los tapetes individuales de encaje Battenberg. Aunque haya pasado poco rato desde que acabamos de comer, me siento hambrienta. Es increíble, pero tengo un apetito voraz.

—No ha pasado poco rato, y tú apenas probaste bocado —dijo Mary Jane—. Tenía miedo de que te enfadaras conmigo por haber sacado estas cosas, pero luego pensé: «Si Mona se molesta por ello, volveré a recogerlas y punto».

—Cariño, por un tiempo la casa es nuestra —contestó Mona con aire triunfal.

¡Qué rica estaba la leche! Mona se la bebió con tal ansia que derramó unas gotas sobre la mesa.

«Bebe más».

—Ya lo hago —dijo Mona.

—Ya lo veo —respondió Mary Jane, sentándose junto a ella. Todas las fuentes contenían cosas deliciosas.

Mona se sirvió una generosa porción de arroz, sin salsa. Era fantástico. Empezó a comer sin esperar a que se sirviera Mary Jane, que insistía en añadir varias cucharadas de chocolate en polvo a su vaso de leche.

—Espero que no te importe. El chocolate me encanta. No puedo vivir sin él. Antes me comía todos los días un bocadillo de chocolate. ¿Sabes cómo se prepara? Colocas un par de barras de chocolate entre dos rebanadas de pan blanco y luego añades unas rodajas de plátano y azúcar. Está delicioso.

—Te comprendo, yo pensaría lo mismo que tú si no estuviera embarazada. Una vez me zampé una caja entera de chocolates rellenos de cerezas —dijo Mona, engullendo una cucharada tras otra de arroz. Ningún chocolate podía compararse a aquello. Los chocolates rellenos de cerezas se le antojaron ahora una insignificancia. Lo más curioso es que le apetecía comer pan blanco—. Supongo que necesito tomar hidratos de carbono —dijo—. Es lo que me dicta mi bebé.

«¿Se reía, o cantaba?»

Daba lo mismo; todo era muy sencillo, muy natural; Mona se sentía en paz con el mundo entero, y no le costaría ningún esfuerzo hacer que Michael y Rowan participaran de esa armonía. Satisfecha, se repantigó en la silla. De pronto tuvo una visión, una visión del cielo tachonado de estrellas. La bóveda celeste aparecía negra, pura y fría, había unas personas cantando y las estrellas tenían un aspecto magnífico, sencillamente magnífico.

—¿Cómo se llama la canción que tarareas?

—Calla, ¿no has oído un ruido?

Ryan acababa de llegar. Mona oyó su voz en el comedor. Estaba hablando con Eugenia. Era magnífico ver a Ryan, pero no dejaría que se llevara a Mary Jane.

En cuanto Ryan entró en la cocina y Mona vio su cara de cansancio, sintió lástima de él. Todavía llevaba el traje oscuro que se había puesto para el funeral. Debió haber elegido un traje de mil rayas, como solían hacer los hombres en verano. A Mona le encantaba ver a los ancianos tocados con un sombrero de paja.

—Siéntate con nosotras, Ryan —dijo Mona, engullendo otra gigantesca cucharada de arroz—. Mary Jane ha preparado un auténtico festín.

—Siéntate aquí —terció Mary Jane, levantándose de un salto—. Te traeré un plato, primo Ryan.

—No puedo quedarme, querida —respondió Ryan, esmerándose en mostrarse cortés con Mary Jane, la «prima del campo»—. Tengo prisa. Pero te agradezco tu invitación.

—Ryan siempre tiene prisa —dijo Mona—. Antes de irte, date un paseo por el jardín. Está precioso. Mira el cielo, escucha a los pájaros. Y si no lo has hecho nunca, aspira el aroma de los olivos.

—¿Crees que es bueno comer tanto arroz, teniendo en cuenta tu estado?

Mona reprimió la risa.

—Anda, siéntate y toma un vaso de vino, Ryan —dijo—. ¿Dónde está Eugenia? ¡Eugenia! ¡Trae un poco de vino!

—No me apetece beber vino, Mona, gracias —contestó Ryan. Cuando al cabo de unos instantes apareció Eugenia, enojada y con cara de pocos amigos, Ryan le indicó con un gesto que podía retirarse. Eugenia obedeció.

Pese a su cansancio e irritación, Ryan estaba muy guapo y presentaba un aspecto tan pulido que parecía que le hubieran sacado brillo con una gamuza. Mona sintió de nuevo deseos de soltar una carcajada. Decidió beberse, otro trago de leche, o mejor, todo el vaso. Arroz y leche. No era de extrañar que los texanos fueran tan aficionados al arroz con leche.

—Déjame que te llene el plato, primo Ryan. No tardo nada —insistió Mary Jane.

—No, Mary Jane, gracias. Quiero decirte algo, Mona.

—¿Ahora mismo? ¿No puedes esperar a que acabemos de cenar? Está bien, suéltalo. ¿Tan grave es? —Mona se sirvió otro vaso de leche, derramando unas gotas sobre la mesa—. Después de todo lo que ha pasado… Sabes, lo malo de esta familia es su conservadurismo puro y duro. ¿Lo he dicho bien?

—Estoy hablando con usted, señorita Cerdita —contestó Ryan.

Mona y Mary Jane se echaron a reír.

—Acabarán contratándome de cocinera —dijo Mary Jane—, aunque lo único que hice fue echar un poco de mantequilla y ajo.

—¡Así que es la mantequilla! —exclamó Mona, señalando a Mary Jane—. ¿Dónde está la mantequilla? Ése es el secreto, echar grandes cantidades de mantequilla. —Mona cogió una rebanada de pan blanco y una generosa ración de mantequilla tibia, la cual había empezado a derretirse sobre el platito.

Ryan consultó su reloj, una señal infalible de que no permanecería allí más de cuatro minutos. Pero no había dicho una sola palabra acerca de llevarse a Mary Jane.

—¿Qué me querías decir? —preguntó Mona—. No te cortes. Podré soportarlo.

—No estoy seguro de ello —contestó Ryan, muy serio.

Su respuesta provocó otro ataque de hilaridad en Mona y Mary Jane. O puede que fuera la expresión de Ryan. Mary Jane, que estaba de pie junto a Ryan, se tapó la boca con la mano, en un vano intento de disimular su risa.

—Me marcho, Mona —dijo—. He dejado unas cajas llenas de papeles en el dormitorio principal. Son unos documentos que me pidió Rowan, unos apuntes que redactó en su habitación de Houston. —Ryan señaló con una mirada a Mary Jane, insinuando que ésta no debía enterarse de nada.

—Ah, sí, las notas —contestó Mona—. Anoche te escuché hablar sobre ellas. Una vez oí una historia muy curiosa sobre Daphne Du Maurier. ¿Sabes quién es, Ryan?

—Por supuesto.

—Pues bien, resulta que su libro, Rebeca, lo concibió como un experimento para comprobar cuánto tiempo podía estar sin nombrar la narradora, que es a su vez la protagonista de la obra. Me lo contó Michael. Es una anécdota auténtica. Al llegar al final del libro, el experimento ya no tenía importancia. Sin embargo, el lector nunca llega a averiguar el nombre de la segunda esposa de Maxim de Winter en la novela, ni tampoco en la película. ¿La has visto?

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que estamos hablando?

—Tú haces lo mismo, Ryan, creo que morirás sin haber pronunciado el nombre de Lasher —respondió Mona, estallando en una carcajada.

Mary Jane también se echó a reír, como si estuviera informada del asunto.

No hay nada más divertido que ver a alguien riéndose de un chiste, excepto ver a alguien que te mira indignado, sin esbozar siquiera una sonrisa.

—No toques esas cajas —dijo Ryan con aire solemne—. Pertenecen a Rowan. Hay algo que debo decirte sobre Michael, algo que hallé en un árbol genealógico que figura en uno de esos papeles. Haz el favor de sentarte, Mary Jane, y termina de cenar.

—¿Un árbol genealógico? —repitió Mona—. ¡Caray! Puede que Lasher supiera cosas que nosotros ignoramos. La genealogía no es tan sólo una afición en esta familia, Mary Jane, sino una verdadera obsesión. Ya han pasado cuatro minutos, Ryan.

—¿A qué te refieres?

Mona le explicó entre carcajadas que se le había acabado el tiempo, que tenía que marcharse. Creyó que le iba a dar un ataque de tanto reír.

—Ya sé lo que vas a decir —terció Mary Jane, levantándose de un salto, como si resultara obligado ponerse en pie para sostener una conversación tan seria y trascendente como aquélla—. Vas a decir que Michael Curry es un Mayfair. ¡Ya te lo dije!

Ryan empalideció.

Mona apuró el cuarto vaso de leche. Tras haberse terminado su arroz, cogió el bol y lo inclinó sobre su plato, dejando que cayera sobre él otra montaña de humeantes granos de arroz.

—No me mires de esa forma, Ryan —dijo Mona—. ¿Qué ibas a decirme sobre Michael? ¿Acaso tiene razón Mary Jane? Ella dijo que la primera vez que vio a Michael se dio cuenta de que era un Mayfair.

—Lo es —declaró Mary Jane—. Enseguida advertí su parecido con la familia. ¿Sabes a quién se parece? A ese cantante de ópera.

—¿A quién te refieres? —preguntó Ryan.

—¿Un cantante de ópera? —preguntó Mona.

—Tyrone MacNamara. Beatrice tiene unas fotos de él colgadas en la pared. El padre de Julien. Debe de ser tu bisabuelo, Ryan. En el laboratorio genealógico vi a un montón de gente que se parecía a él, con unos rasgos típicamente irlandeses. ¿No os habíais fijado? Es lógico, porque todos tenéis sangre irlandesa, sangre francesa…

—Y sangre holandesa —apostilló Ryan con voz tensa. Miró a Mona y luego a Mary Jane—. Tengo que irme.

—Espera un segundo —dijo Mona, engullendo apresuradamente una cucharada de arroz y bebiendo después un trago de leche—. ¿Era eso lo que ibas a contarme? ¿Que Michael es un Mayfair?

—Hay una mención en esos papeles —respondió Ryan— que al parecer hace referencia explícita a Michael.

—¡Es increíble! —exclamó Mona.

—Esto es como la realeza —soltó Mary Jane—. Todos los primos se casan entre sí. ¡Y he aquí a la zarina en persona!

—Me temo que tienes razón —dijo Ryan—. ¿Has tomado algún medicamento, Mona?

—Por supuesto que no. ¿Me crees capaz de hacerle eso a mi hija?

—Bien, tengo que irme —dijo Ryan—. Portaos bien. Recordad que la casa está rodeada de guardias. No os mováis de aquí, y no incordiéis a Eugenia.

—No te vayas, Ryan —le rogó Mona—. Nos divertimos mucho contigo. ¿Qué quieres decir con eso de que no incordiemos a Eugenia?

—Cuando hayas recobrado el juicio —dijo Ryan—, te agradecería que me llamaras. ¿Y si el niño es un varón? Supongo que no irás a arriesgar tu vida haciéndote una de esas pruebas para determinar el sexo de la criatura…

—No es un varón, estoy segura —contestó Mona—. Es una niña, y le he impuesto el nombre de Morrigan. Ya te llamaré, ¿de acuerdo?

Después de esto, Ryan salió de la forma en que sólo él sabía hacerlo, es decir, con pasos rápidos pero sin denotar urgencia en su marcha, como suelen hacer las monjas o los médicos, sin apenas ruido ni aspavientos.

—No toquéis esos papeles —dijo desde el office.

Mona se reclinó en la silla y respiró hondo. Dedujo que Ryan sería la última persona adulta que aparecería por allí para controlar lo que hacían.

¿Sería cierto lo que había dicho sobre Michael?

—¿Tú crees que es verdad? —preguntó a Mary Jane—. Subamos a echar un vistazo a esos papeles.

—Pero Ryan dijo que esos papeles pertenecen a Rowan —protestó Mary Jane—. Nos dijo que no debíamos tocarlos. Anda, sírvete un poco de pollo con bechamel. ¿No te apetece? Me ha salido buenísimo.

—¡Bechamel! No dijiste nada de la bechamel. Morrigan no quiere comer carne. No le gusta. Mira, tengo derecho a ver esos papeles. Si él escribió unas notas…

—¿Quién es él?

—Lasher. Lo sabes perfectamente. No me digas que tu abuela no te dijo nada.

—Claro que me lo dijo. ¿Crees en él?

—¿Que si creo en él? Casi me mata. Por poco paso a formar parte de una estadística, como mi madre, tía Gifford y las demás mujeres de la familia a las que asesinó. Cómo no voy a creer en él, si está… —Mona se detuvo y señaló el jardín, concretamente la encina. No, era preferible no contárselo a Mary Jane, había jurado a Michael que jamás le diría a nadie que estaba enterrado allí, junto con la otra víctima inocente, Emaleth, que tuvo que morir aun sin haber hecho daño a nadie.

«No te preocupes, Morrigan, cariño mío, no dejaré que te ocurra nada malo».

—En fin, es una historia muy larga que ahora no tengo tiempo de contarte —dijo Mona.

—Sé quién es Lasher —respondió Mary Jane—. Sé lo que pasó. Me lo contó la abuela. Los otros no dijeron claramente que había asesinado a unas mujeres. Sólo dijeron que la abuela y yo teníamos que venir a Nueva Orleans y alojarnos en casa de alguno de vosotros. Pero no lo hicimos y no nos ha pasado nada malo.

Mary Jane se encogió de hombros e inclinó la cabeza hacia un lado.

—Os podía haber costado muy caro —respondió Mona. La bechamel estaba riquísima con el arroz. ¿A qué viene esta comida blanca, Morrigan?

«Los árboles estaban repletos de manzanas, y su carne era blanca, y los tubérculos y las raíces que arrancamos de la tierra eran blancos, y estábamos en el paraíso». ¡Cómo brillan las estrellas! ¿Era el mundo en aquellos días realmente tan puro y maravilloso? ¿O existían como hoy unas amenazas tan graves que todo estaba corrompido? Si vives atemorizado, ¿qué importa…?

—¿Qué pasa, Mona? —preguntó Mary Jane—. ¿Te has dormido?

—No pasa nada —contestó Mona—. He recordado un fragmento del sueño que tuve cuando estaba tumbada en el jardín. Estaba conversando con alguien. Sabes, Mary Jane, es preciso que la gente aprenda a comprender a los demás. Ahora mismo, tú y yo estábamos aprendiendo a entendernos. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Claro. Así no tendrás más que llamar a Fontevrault y decirme: «Mary Jane, te necesito», y yo cogeré la furgoneta y acudiré corriendo.

—Sí, eso es exactamente a lo que me refiero. De este modo tú lo sabrás todo sobre mí y yo sobre ti. Ha sido el sueño más feliz que he tenido en la vida. Era tan… alegre. Todos bailábamos alrededor de una hoguera. Normalmente el fuego me da miedo, pero en el sueño me sentía libre, totalmente libre. Nada me preocupaba. Necesitamos otra manzana. No fueron los invasores quienes inventaron la muerte. Ésa es una idea absurda, aunque comprendo que todos pensaran que ellos… Todo depende de cómo lo mires, y si no tienes un concepto claro del tiempo, si no comprendes la importancia del tiempo… Es evidente que los pueblos primitivos que se alimentaban de lo que cazaban sí lo tenían, igual que los pueblos agricultores, pero quienes habitan en paraísos tropicales quizá no desarrollen este tipo de relaciones porque para ellos los ciclos no existen. La aguja está fija en el cielo. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—No.

—Pues presta atención y lo comprenderás. En el sueño que tuve, era como si los invasores hubieran inventado la muerte. Pero ahora comprendo que lo que en realidad habían inventado era matar, no la muerte. Es muy distinto.

—Allí hay un frutero lleno de manzanas. ¿Te traigo una?

—Más tarde. Quiero subir a la habitación de Rowan —contestó Mona.

—Deja que termine de comer —le rogó Mary Jane—. No subas sin mí. Aunque no sé si tenemos derecho a entrar en su habitación.

—A Rowan no le importaría. Puede que a Michael sí. Pero, sabes —dijo Mona, imitando la forma de hablar de Mary Jane—, me importa un pito.

A Mary Jane le dio tal ataque de risa que casi se cae de la silla.

—¡Qué mala eres! —dijo—. Vamos. De todos modos, el pollo es más bueno cuando está frío.

«Y la carne del mar era blanca, la carne de los langostinos y los peces, de las ostras y las almejas. Blanca y pura. Los huevos de las gaviotas eran preciosos, con una cáscara completamente blanca, y cuando los rompías aparecía un enorme ojo dorado, flotando en un líquido transparente, que parecía observarte fijamente».

—¿Mona?

Mona se detuvo en la puerta que comunicaba con el office y cerró los ojos. Sintió que Mary Jane le cogía la mano.

—No —dijo, suspirando—. Ha vuelto a desaparecer.

Mona se llevó la mano al vientre, separando los dedos para palparlo y notar los pequeños movimientos del bebé. Qué bonita es Morrigan. Es pelirroja como yo. ¿De veras tienes el cabello rojo, mamá?

—¿Acaso no puedes verme?

«Te veo en los ojos de Mary Jane».

—¿Quieres que te traiga una silla para que te sientes, Mona? —preguntó Mary Jane.

—No, estoy perfectamente —contestó Mona, abriendo los ojos. De pronto sintió una maravillosa inyección de energía. Extendió los brazos y echó a correr a través del office, el comedor y el pasillo y subió apresuradamente la escalera.

—¡Vamos, sígueme! —le gritó a Mary Jane.

Era fantástico correr de aquel modo. Era una de las cosas que añoraba de su infancia, el no haber corrido nunca por la avenida de St. Charles con los brazos extendidos. Subir los escalones de dos en dos. Dar la vuelta a la manzana corriendo para ver si era capaz de hacerlo sin detenerse, sin desmayarse, sin ponerse a vomitar.

Mary Jane subió corriendo la escalera tras ella.

La puerta del dormitorio estaba cerrada. Probablemente la hubiera cerrado el bueno de Ryan.

Pero no. Al abrirla, Mona comprobó que la habitación estaba en penumbra. Pulsó el interruptor y la araña de cristal que colgaba del techo se encendió, iluminándose así el amplio lecho, el tocador, las cajas.

—¿Qué es ese olor? —preguntó Mary Jane.

—Lo has notado, ¿verdad?

—Claro.

—Es el olor de Lasher —murmuró Mona.

—¿Lo dices en serio?

—Sí —contestó Mona, mirando el montón de cajas de cartón—. ¿Qué te parece ese olor?

—Hummm, es agradable. Me recuerda al olor del caramelo, el chocolate o la canela, o algo parecido. ¡Uf! ¿De dónde sale? ¿Sabes una cosa?

—¿Qué? —preguntó Mona, acercándose a las cajas.

—Unas personas han muerto en esta habitación.

—¡No me digas! Eso lo sabe todo el mundo, Mary Jane.

—¿Te refieres a Mary Beth Mayfair, a Deirdre y a ese asunto? Ya lo sé. Me enteré cuando Rowan permanecía enferma en esta habitación, y Beatrice nos llamó a la abuela y a mí para que viniéramos a Nueva Orleans. Me lo dijo la abuela. Pero en esta habitación ha muerto otra persona, alguien que olía como él. ¿No notas tres olores distintos? Uno es el olor de él, el otro es el de la otra persona y el tercero es el olor de la muerte.

Mona permaneció inmóvil, tratando de percibir esos tres olores, pero no lo consiguió. De pronto sintió una aguda punzada de dolor al recordar lo que Michael le había descrito, la joven delgada que en realidad no era humana; Emaleth. Oyó el estallido de la bala. Mona se tapó las orejas.

—¿Qué diantres te pasa, Mona Mayfair?

—¿Dónde sucedió? —preguntó Mona, cubriéndose las orejas con las manos y cerrando los ojos con fuerza. Al cabo de unos segundos los abrió y miró a Mary Jane, que se hallaba de pie frente a la lámpara, medio en sombras, observando a Mona con sus enormes y relucientes ojos azules.

Mary Jane echó un vistazo a su alrededor sin apenas mover el cuerpo, tan sólo girando un poco la cabeza. Luego dio un rodeo a la cama. Su cabeza parecía más redonda y pequeña de lo habitual debajo de su suave cabello liso. Se detuvo al otro lado de la cama y dijo con voz profunda y solemne:

—Aquí. Alguien murió aquí mismo. Alguien que olía como él, pero que no era él.

Mona oyó un grito, tan potente y violento que resultaba diez veces más espantoso que la detonación de la bala. Aterrada, se tocó el vientre. «Basta, Morrigan, basta. Te prometo…»

—Tienes mal aspecto, Mona. ¿Vas a vomitar?

—¡Claro que no! —replicó Mona, estremeciéndose. Luego empezó a tararear una canción, sin preguntarse siquiera dónde la había oído, una canción muy bonita que probablemente acababa de inventarse.

Se volvió y contempló el atrayente montón de cajas.

—Las cajas también huelen a él —dijo Mona—. Es un olor muy fuerte. Sabes, jamás he conseguido que otro miembro de la familia reconociera haber percibido ese olor.

—Se encuentra en todas partes —respondió Mary Jane, situándose junto a Mona. Ésta se sintió algo acomplejada ante la elevada estatura de su prima y sus prominentes pechos—. Tienes razón, las cajas también están impregnadas de su olor. Fíjate, están selladas con cinta adhesiva.

—Sí, y marcadas por Ryan con un rotulador negro. En ésta dice: NOTAS, ANÓNIMOS. —Mona se sonrió—. Pobre Ryan. NOTAS, ANÓNIMOS. Suena a un grupo de asistencia psicológica para libros en busca de su autor.

Mary Jane soltó una carcajada.

Mona también rompió a reír. Se acercó a las cajas y se arrodilló junto a ellas, procurando no sobresaltar al bebé. Éste seguía llorando y no cesaba de moverse. «Debe de impresionarle el olor —pensó Mona—, aparte de las tonterías que digo e imagino». Empezó a tararear una melodía y luego cantó suavemente:

—«Traed las flores más hermosas, traed las flores más raras del jardín, del bosque, de los prados y el valle». —Era la canción más alegre y dulce que conocía. Se la había enseñado Gifford, un canto a la primavera—. «Nuestros corazones rebosan alegría, nuestras voces narran la historia de la rosa más bella del valle».

—¡Caramba, Mona Mayfair! No sabía que tuvieras una voz tan bonita.

—Todos los Mayfair poseemos una bonita voz, Mary Jane. Pero yo no tengo una voz como la que tenía mi madre, o Gifford. ¡Si las hubieras oído cantar! Tenían voz de soprano. Mi tono es más profundo.

Mona siguió tarareando la música sin la letra, imaginando bosques, verdes prados y flores.

—«Oh, María, te coronamos con una diadema de flores, Reina de los ángeles, Reina de mayo. Oh, María, te coronamos con una diadema de flores…»

Permanecía de rodillas, balanceándose de un lado a otro, con su mano apoyada sobre el vientre, mientras el bebé se movía al ritmo de la música, su espléndido cabello rojo flotando en el líquido amniótico, cual tinta anaranjada, desparramado a su alrededor, ingrávido, translúcido, hermosísimo…

No veo mis ojos, mamá, sólo veo lo que tú ves.

—Eh, despiértate, que te vas a caer.

—Tienes razón. Me alegro de que me hayas arrancado de mis ensoñaciones, Mary Jane, pero pido a la Santísima Virgen María que mi bebé tenga los ojos verdes como yo. ¿Tú qué crees?

—¡No podrían ser de un color más hermoso!

Mona colocó las manos sobre la caja de cartón que tenía delante. Sí, era ésa. Olía a él. ¿Había escrito Lasher las notas con su propia sangre? Y pensar que su cadáver estaba enterrado en el jardín… Debería desenterrarlo. Al fin y al cabo, las circunstancias habían cambiado. Rowan y Michael no tendrían más remedio que aceptarlo, o bien no se lo diría; pero aquello era un asunto que le concernía.

—¿Qué cadáveres vamos a desenterrar? —inquirió Mary Jane, frunciendo el ceño.

—¡Deja de adivinar mi pensamiento! No te comportes como una arpía Mayfair, sino como una bruja Mayfair. Ayúdame a abrir esta caja.

Mona arrancó la cinta adhesiva con las uñas y retiró la tapa de cartón.

—No sé si debemos hacerlo, Mona, esto pertenece a otra persona.

—Ya lo sé —respondió Mona—. Pero esa otra persona forma parte de mi patrimonio, tiene su propia rama en este árbol, y por el árbol, desde sus mismas raíces, fluye un potente fluido, nuestra sangre, y él también formaba parte de él, vivió en él, por decirlo así, desde el principio, eternamente, como los árboles. ¿Sabías que los árboles son lo más antiguo que existe sobre la Tierra?

—Sí, ya lo sé —contestó Mary Jane—. Cerca de Fontevrault hay unos gigantescos. Hay unos cipreses cuyas raíces se asoman a través del agua.

—¡Chitón! —exclamó Mona, acabando de retirar el papel marrón que envolvía la caja. Estaba embalada como si contuviera la vajilla de María Antonieta y debiera ser transportada a Islandia. Al fin, Mona vio la primera hoja de un montón de folios cubiertos con un plástico y sujetos con una goma gruesa. La letra era muy puntiaguda, con unas l, t e y muy alargadas y unas vocales diminutas que a veces quedaban reducidas a tan sólo unos puntitos; pero resultaba legible.

Mona arrancó apresuradamente el plástico que cubría las hojas.

—¡Mona Mayfair!

—¡Hay que echarle valor, chica! —replicó Mona—. No lo hago por capricho, sino porque me interesa. ¿Quieres ayudarme y ser mi confidente, o vas a abandonarme? En esta casa tenemos una televisión por cable que capta todos los canales. Si lo prefieres, puedes irte a tu cuarto a ver la televisión, suponiendo que no quieras hacer esto, ni bañarte en la piscina ni coger flores, ni desenterrar unos cadáveres que hay debajo del árbol…

—Prometo ser tu aliada y confidente.

—Entonces pon la mano aquí. ¿Notas algo?

—¡Oooooh!

—Lo escribió él. Tienes ante ti la caligrafía de un ser no humano. ¡Mira!

Mary Jane se arrodilló junto a Mona, y recorrió el papel con las yemas de sus dedos. Tenía la espalda encorvada, el cabello le caía a ambos lados de la cara, abundante y vistoso como el de una peluca. Sus blancas cejas contrastaban con la bronceada frente, destacándose cada uno de los pelos. ¿Qué era lo que pensaba, sentía, veía? ¿Qué significaba la expresión de sus ojos? Esa chica no tenía nada de tonta. Lo malo era que…

—Qué sueño tengo —dijo Mona de pronto, comprendiendo en cuanto lo dijo que era cierto. Se pasó la mano por la frente y añadió—: Me pregunto si Ofelia se quedó dormida antes de ahogarse.

—¿Ofelia? ¿Te refieres a la Ofelia de Hamlet?

—Ya sabes a quién me refiero —respondió Mona—. Es genial. Sabes, Mary Jane, te quiero.

Mona miró a Mary Jane. Sí, era la prima más fantástica con que uno podía contar, una prima que podía convertirse en su mejor amiga, una prima que sabría todo cuanto sabía Mona. Y nadie, absolutamente nadie, sabía todo lo que sabía Mona.

—Tengo mucho sueño —dijo, estirándose con delicadeza en el suelo cuan larga era, boca arriba, y contemplando la bonita araña de cristal que pendía del techo—. ¿Te importa examinar los papeles que hay en esa caja, Mary Jane? Conociendo como conozco al primo Ryan, imagino que habrá hecho unas marcas en la genealogía.

—Sí —contestó Mary Jane.

Menos mal que había dejado de discutir.

—No pienso discutir contigo. Puesto que hemos llegado hasta aquí, y ya que se trata de las notas de un ser no humano… No, descuida, cuando termine recogeré los papeles y lo dejaré todo en orden.

—Perfecto —respondió Mona, apoyando la mejilla sobre el frío suelo. Hasta las baldosas olían a él—. Y puesto que —dijo imitando a Mary Jane, pero sin la menor malicia— la información que contienen esos papeles es muy valiosa, tenemos que conseguirla a toda costa.

Entonces ocurrió algo increíble. Mona cerró los ojos y oyó la canción, el canto a la primavera. No tenía más que escuchar. No tenía que pronunciar las palabras ni tararear la melodía. La canción se iba desarrollando como si Mona estuviera sometida a uno de esos experimentos cerebrales en los que te aplican unos electrodos en el cerebro, y entonces ves visiones y percibes el aroma del arroyo que había junto a la colina detrás de la casa de cuando eras niña.

—Eso es lo que ambas debemos tener muy presente, que la brujería es una ciencia con un alcance inmenso —murmuró Mona medio dormida, mientras escuchaba la bonita canción que sonaba en su mente—. Es una combinación de alquimia, química y ciencia del cerebro, y que ello constituye magia pura. No hemos perdido nuestra magia en la era de la ciencia, sino que hemos descubierto unos secretos totalmente nuevos. Estoy convencida de que venceremos.

—¿Vencer?

«Oh, María, te coronamos con una diadema de flores, Reina de los ángeles, Reina de mayo. Oh, María, te coronamos con una diadema de flores…»

—¿Estás leyendo los papeles, Mary Jane?

—Mira, aquí hay una carpeta que contiene unas fotocopias: «Inventario: Páginas Relevantes, genealogía incompleta».

Mona se dio la vuelta. Durante unos instantes no supo dónde se hallaba. La habitación de Rowan. En las lágrimas que pendían de la araña de cristal advirtió unos pequeños prismas. Era la lámpara que había instalado Mary Beth, la que habían comprado en Francia, ¿o acaso había sido Julien? ¿Dónde estás, Julien? ¿Por qué has permitido que me sucediera esto?

Pero los fantasmas no responden, a menos que deseen hacerlo, a menos que tengan algún motivo para hacerlo.

—Estoy revisando la genealogía incompleta.

—¿La has encontrado?

—Sí, el original y una copia. Todo está por duplicado. Originales y copias están agrupados en unos paquetitos. Ryan ha trazado un círculo alrededor del nombre de Michael Curry; también ha marcado el asunto de Julien con una joven irlandesa, así como que la chica entregó el bebé al orfanato de Margaret y se convirtió en una hermana de la caridad, la hermana Bridget Marie, y que la niña, la del orfanato, se casó con un bombero llamado Curry, con el que tuvo un hijo, y luego a él, no sé qué, Michael. Lo pone aquí.

Mona se echó a reír y contestó:

—El tío Julien era un león. ¿Sabes lo que hacen los leones cuando llegan a un territorio nuevo? Matan a todas las crías para que las hembras se pongan nuevamente en celo, y luego copulan con ellas para que les den tantos hijos como puedan. Es la supervivencia de los genes. El tío Julien lo sabía muy bien. Quería mejorar la especie.

»Por lo que he oído decir, tenía unas ideas muy curiosas sobre quién debía sobrevivir. Mi abuela me contó que mató de un tiro al padre de nuestro tatarabuelo.

»Aunque no estoy segura de que fuera el padre de nuestro tatarabuelo. ¿Qué más dicen esos papeles?

—A decir verdad, si el tío Ryan no lo hubiera marcado no se entendería ni jota. Hay tantos datos que resulta mareante. ¿Sabes a lo que se parece? A lo que escriben las personas cuando están drogadas, y creyéndose muy brillantes, y al día siguiente lo miran y ven unas líneas que semejan un electrocardiograma.

—No me digas que has trabajado de enfermera.

—Sí, durante un tiempo, en una estrambótica comuna donde teníamos que aplicarnos un enema todos los días para liberarnos de las impurezas de nuestro organismo.

Mona estalló en una risueña carcajada.

—No creo que ni la comunidad de los doce Apóstoles hubiera conseguido obligarme a hacer eso.

Aquella araña de cristal era en verdad espectacular, pensó Mona. Resultaba imperdonable que no la hubieran bajado nunca al suelo para poder contemplarla con mayor detalle. La canción seguía sonando en su mente, sólo que ahora era interpretada por un instrumento parecido a un arpa, y cada nota se fundía con la siguiente. Mona sintió que casi flotaba sobre el suelo al concentrarse en la música y en las luces de la lámpara.

—¿Estuviste mucho tiempo en esa comuna? —preguntó, sintiéndose casi vencida por el sopor—. Debía de ser un sitio horrible.

—No. Obligué a mi madre a sacarme de allí. Le dije: «Mira, o nos marchamos de aquí las dos o me largo sola». Y como en aquel entonces yo tenía doce años, mi madre se asustó. Aquí aparece otra vez el nombre de Michael Curry. Hay otro círculo alrededor de su nombre.

—¿Quién? ¿Lasher o Ryan?

—No sé, es una fotocopia. No, espera, han dibujado el círculo sobre la fotocopia. Debe de haber sido Ryan. Dice algo de «waerloga». Supongo que significa warlock, brujo.

—Exacto —respondió Mona—. Es inglés antiguo. He consultado la etimología de todas las palabras que se refieren al mundo de los brujos y la brujería.

—Yo también. Sí, es warlock. También significa alguien que conoce siempre la verdad, ¿no?

—Y pensar que fue el tío Julien quien me pidió que hiciera esto… No lo entiendo, aunque supongo que los fantasmas saben lo que se hacen y el tío Julien no lo sabía. Los muertos lo saben todo. Las personas malas también, tanto si están vivas como muertas, o al menos saben lo suficiente para atraparnos en una tela de araña de la que no podemos escapar. Pero Julien no sabía que Michael era descendiente suyo. Estoy segura. De lo contrario, no me habría pedido que viniera.

—¿Adónde, Mona?

—A esta casa, la noche del Carnaval, para que me acostara con Michael y concibiera ese bebé que sólo Michael y yo podíamos crear; quizá tú también habrías podido engendrarlo con Michael, porque eres capaz de percibir el olor que despiden esas cajas, el olor de él.

—Sí, quizá sí. Nunca se sabe.

—Es verdad, nunca se sabe. Pero yo lo atrapé primero. Conquisté a Michael una noche en que la puerta estaba abierta, antes de que Rowan regresara a casa. Me colé por las rendijas y ¡zas! Me quedé embarazada y ahora voy a tener un maravilloso bebé.

Mona se colocó boca abajo, se incorporó sobre los codos y apoyó su barbilla entre las manos.

—Debes saberlo todo, Mary Jane.

—Sí —respondió Mary Jane—. Quiero saberlo todo. Estoy un poco preocupada por ti.

—¿Por mí? No hay motivo. Me encuentro muy bien. Aparte de tener ganas de beberme otro vaso de leche, estoy perfectamente. —Mona se sentó—. Esta postura resulta bastante incómoda, supongo que no podré dormir boca abajo durante algunos meses.

Mary Jane frunció levemente el ceño y miró a su prima con expresión seria. Estaba muy graciosa. No era extraño que los hombres adoptaran en ocasiones una actitud paternalista hacia las mujeres. Mona se preguntó si ella también resultaría tan graciosa con esa expresión de preocupación.

—¡Unas brujitas! —murmuró Mona, alzando las manos a la altura de las orejas y agitando los dedos.

Mary Jane se echó a reír.

—Sí, unas brujitas —dijo—. Así que fue el fantasma del tío Julien quien te dijo que vinieras aquí y te acostaras con Michael mientras Rowan estaba ausente.

—Así es. El tío Julien fue el instigador de todo el asunto. Me temo que se ha ido al cielo y ha dejado que nos las arreglemos como podamos, pero no me importa. No querría tener que explicarle eso.

—¿Por qué?

—Porque es una nueva fase, Mary Jane. Podríamos decir que se trata de un asunto de brujería que corresponde a nuestra generación. No tiene nada que ver con Julien ni con Michael ni con Rowan, ni tampoco con la forma en que ellos lo habrían resuelto. Es algo totalmente distinto.

—Ya comprendo.

—¿De veras?

—Sí. Estás muerta de sueño. Te traeré un vaso de leche.

—Te lo agradezco.

—Acuéstate y duerme, cariño. Se te están cerrando los ojos. ¿Puedes verme?

—Claro, pero tienes razón. Me acostaré aquí mismo. Aprovecha la ocasión, Mary Jane.

—Eres demasiado joven, Mona.

—No me refiero a eso —contestó Mona, soltando una carcajada—. Además, si no soy demasiado joven para los hombres, tampoco lo soy para las mujeres. En el fondo, siento curiosidad por saber qué se siente al hacerlo con una chica, o una mujer, una mujer guapa como Rowan. Pero no me refiero a eso, sino a las cajas. Están abiertas. Aprovecha y lee todo los papeles que puedas.

—Sí, quizá lo haga. No entiendo la letra de él, pero sí la de ella. Aquí hay varias notas de Rowan.

—Pues léelas. Si quieres ayudarme, tienes que hacerlo. En la biblioteca encontrarás el documento sobre las brujas Mayfair. Dijiste que lo habías leído, pero ¿es verdad?

—¿Sabes, Mona? No estoy segura.

Mona se colocó de costado y cerró los ojos.

«En cuanto a ti, Morrigan, retrocedamos a épocas lejanas, olvidémonos de esas tonterías sobre invasores y soldados romanos, retrocedamos a la época de la planicie, cuéntame cómo comenzó todo. ¿Quién es el hombre moreno al que todos quieren?»

—Buenas noches, Mary Jane.

—Oye, antes de que te duermas, puedes decirme quién es la persona o las personas de la familia en quienes más confías.

—Tú, Mary Jane.

—¿No son Rowan y Michael?

—No. De ahora en adelante los considero el enemigo. Hay varias cosas que quiero preguntarle a Rowan, que debo saber de sus labios, pero no tiene por qué estar al corriente de lo que pasa. Tengo que inventarme un motivo para mis preguntas. En cuanto a Gifford y Alicia, están muertas, la anciana Evelyn se encuentra demasiado enferma y Ryan es demasiado estúpido; por otra parte, Jenn y Shelby son demasiado inocentes y Pierce y Clancy son un cero a la izquierda, y no quiero complicarles la vida. ¿Has deseado alguna vez llevar una vida normal?

—Jamás.

—En tal caso tendré que depender de ti, Mary Jane. Adiós.

—Entonces ¿no quieres que llame a Rowan ni a Michael a Londres para pedirles consejo?

—Ni mucho menos. —Se habían formado seis círculos, y el baile estaba a punto de comenzar. Mona no quería perdérselo—. No se te ocurra hacerlo, Mary Jane. Ni en broma. Prométemelo. Además, en Londres es de noche y no sabemos lo que estarán haciendo. Que Dios los bendiga. Que Dios bendiga a Yuri.

Mona empezó a sumirse en un sueño profundo. Vio a Ofelia, con unas flores en el pelo, deslizarse por el río. Las ramas de los árboles rozaban su rostro y la superficie del agua. No, estaba bailando dentro del círculo, y el hombre moreno se encontraba en el centro del mismo, tratando de prevenirles, pero todos se reían de él. Todos lo querían mucho, pero sabían que solía preocuparse por nimiedades.

—Estoy preocupada por ti, Mona, debo decirte que…

La voz de Mary Jane sonaba muy lejana. «Flores, unos ramos de flores. Eso lo explica todo, el motivo de que me haya pasado la vida soñando con jardines, y dibujándolos con lápices de colores. “¿Por qué dibujas siempre jardines, Mona?”, me preguntó la hermana Louise. Los jardines me encantan. El jardín de la calle Primera presentaba un aspecto lamentable hasta que lo arreglaron, y ahora, tan cuidado y hermoso, oculta el secreto más siniestro».

No, madre, no…

«No, las flores, los círculos, ¡me estás hablando! Creí que este sueño sería tan agradable como el anterior».

—¿Mona?

—Suéltame, Mary Jane.

Mona apenas la oía; por otra parte, no le importaba en absoluto lo que dijera.

Esa actitud era una ventaja, porque esto fue lo que salió de labios de Mary Jane, tan lejana… antes de que Mona y Morrigan empezaran a cantar.

—… sabes, lamento decírtelo, Mona Mayfair, pero el bebé ha crecido desde que te quedaste dormida debajo del árbol.