3

Había prometido a aquel pequeño hombre que entraría en el hotel al cabo de unos minutos. «Si entras conmigo todos se fijarán en ti —le había dicho Samuel—. No te quites las gafas de sol».

Yuri estuvo de acuerdo. No le importaba esperar sentado en el coche unos minutos, observando a la gente pasar frente a las elegantes puertas del Claridge’s. Tras el valle de Donnelaith, Londres era como un bálsamo.

El largo viaje hacia el sur en compañía de Samuel, conduciendo de noche por unas autopistas que hubiesen podido hallarse en cualquier lugar del mundo, le había puesto nervioso.

El recuerdo del siniestro valle seguía grabado en su memoria. ¿Qué le hizo pensar que era prudente ir allí solo, en busca de información sobre los diminutos seres y los Taltos? Por supuesto, había hallado justamente lo que andaba buscando. Y de paso alguien le había disparado una bala del calibre 38, que le alcanzó el hombro.

El incidente le causó un fuerte impacto emocional. Jamás lo habían herido de un disparo. Pero lo que más le impresionó fueron los enanos.

Sentado en el asiento posterior del Rolls, recordó de nuevo la inquietante escena: la noche encapotada, el pálido reflejo de la luna a través de las espesas nubes y el sonido fantasmagórico de los tambores y las gaitas que se propagaba a través de los riscos.

De pronto vio a los enanos formando un círculo y cantando, aunque las palabras que entonaban con sus voces de barítono le resultaban incomprensibles.

Yuri no estuvo seguro de que existieran hasta aquel momento.

Bailaban sin cesar, agitando sus cuerpos deformes al ritmo de sus cánticos, alzando sus cortas piernas y balanceándose de un lado a otro. Algunos bebían en jarras, otros en botellas. Llevaban las cartucheras sobre los hombros. De vez en cuando disparaban sus pistolas contra la oscura y ventosa noche mientras reían de forma histérica como salvajes. Los disparos sonaban sofocados, como unos petardos. El insistente batir de los tambores contrastaba con la melodía apagada y melancólica de las gaitas.

Cuando le alcanzó la bala Yuri supuso que le había disparado uno de esos misteriosos hombrecillos, tal vez un centinela. Pero se equivocaba.

Al cabo de tres semanas abandonó el valle.

Ahora se encontraba frente al hotel Claridge’s. Dentro de un rato llamaría a Nueva Orleans para hablar con Aaron y Mona y explicarles el motivo de su prolongado silencio.

En cuanto al riesgo que corría en Londres debido a la proximidad de la casa matriz de Talamasca y de quienes trataban de matarlo, Yuri se sentía infinitamente más seguro ahí que en el valle, donde una bala le hirió el hombro.

Había llegado el momento de subir para encontrarse con el misterioso amigo de Samuel, que ya había llegado y cuyo aspecto Yuri desconocía. Había llegado el momento de hacer lo que el pequeño hombre le había pedido. Le había salvado la vida y le había ayudado a recobrar la salud, y ahora deseaba que Yuri conociera a su amigo, quien al parecer desempeñaba en este complejo drama un papel de gran importancia.

Yuri se apeó del coche y el amable portero del hotel se apresuró a ayudarlo.

De pronto sintió un agudo dolor en el hombro. ¿Cuándo aprendería a utilizar la mano izquierda? Lo había intentado varias veces, sin éxito.

Soplaba un aire helado pero Yuri apenas tuvo tiempo de sentirlo, pues entró inmediatamente en el inmenso y cálido vestíbulo del hotel. A continuación se dirigió hacia la amplia escalinata que había a su derecha.

Se escuchaban los suaves acordes de un cuarteto de cuerda que procedían del bar. El ambiente apacible del hotel serenó a Yuri, haciendo que se sintiera a salvo y feliz.

La cortesía de esos ingleses no dejaba de asombrarlo —el portero, el botones, el amable caballero con el que se cruzó en la escalera—; parecían no fijarse en su jersey viejo ni en sus sucios pantalones negros. Yuri pensó que eran demasiado educados.

Atravesó el segundo piso hasta alcanzar la puerta de la suite ubicada en la esquina, que Samuel le había descrito minuciosamente. Al ver que la puerta estaba abierta se adentró en un pequeño y acogedor recibidor, semejante al de una elegante mansión; que daba acceso a una estancia más grande, tan lujosa como había dicho el pequeño hombre.

Samuel estaba arrodillado, colocando unos troncos en la chimenea. Se había quitado la chaqueta de mezclilla, y la camisa blanca ponía de relieve sus brazos deformes y su joroba.

—Pasa, Yuri —indicó el enano sin levantar la vista.

Yuri se detuvo en el umbral. Junto a Samuel se hallaba el otro hombre, su amigo.

Éste presentaba un aspecto tan extraño como el del enano, pero en un sentido por completo distinto. Era extremadamente alto, aunque dentro de una normalidad. Tenía la tez pálida y el pelo oscuro y largo, lo cual contrastaba con el impecable traje de paño negro, la elegante camisa blanca y la corbata roja que llevaba. Tenía un aire decididamente romántico. Pero ¿qué significaba eso? Yuri no estaba seguro y, sin embargo, ésa fue la palabra que acudió de inmediato a su mente. El extraño no tenía un aspecto atlético —no era uno de esos gigantes del deporte que destacan en los juegos olímpicos televisados o en los ruidosos campos de baloncesto—, sino romántico.

Yuri lo miró a los ojos. Pese a su estatura, no le inspiraba temor. Su rostro era suave y juvenil, de rasgos casi afeminados, con largas y espesas pestañas y unos labios finamente perfilados. Sólo sus canas le daban cierto aire de autoridad, aunque su talante era amable y cordial. Sus ojos, grandes y castaños, observaron a Yuri con curiosidad. En general, presentaba un aspecto distinguido, a excepción de sus manos, excesivamente grandes. Yuri jamás había visto dedos tan largos y delgados como aquéllos.

—De modo que tú eres el gitano —dijo el hombre. Tenía una voz profunda y sensual, muy distinta al cáustico tono de barítono de Samuel.

—Entra y siéntate —indicó el enano con impaciencia mientras atizaba el fuego—. He pedido que nos suban algo de comer, pero cuando llegue el camarero quiero que te metas en el dormitorio. Prefiero que no te vea nadie.

—Gracias —respondió Yuri en voz baja.

De pronto se dio cuenta de que aún llevaba puestas las gafas oscuras. Al quitárselas, la iluminación de la estancia lo deslumbró. Estaba decorada al estilo clásico, con terciopelo de color verde oscuro y cortinas floreadas. Era una habitación agradable, en la que se advertía la impronta de sus diferentes ocupantes.

El célebre hotel Claridge’s. Conocía los hoteles más importantes del mundo, pero nunca había estado en el Claridge’s. Las otras veces que estuvo en Londres se alojó en la casa matriz de la Orden.

—Mi amigo me comentó que te han herido —dijo el extraño, acercándose a Yuri y mirándolo con afecto.

Pese a su imponente estatura, Yuri no sintió el menor temor. De pronto, el hombre alzó las manos y extendió sus largos dedos, como si quisiera enmarcar el rostro de Yuri para examinarlo en detalle.

—Estoy perfectamente. Me hirieron de un disparo, pero su amigo me extrajo la bala. De no ser por él, estaría muerto.

—Eso me ha dicho. ¿Sabes quién soy?

—No.

—¿Sabes qué es un Taltos? Eso es lo que soy yo.

Yuri no respondió. Jamás lo hubiera sospechado, como tampoco podía sospechar que existieran unos extraños y diminutos seres como los que había visto en el valle. Taltos significaba Lasher, un asesino, un monstruo, una amenaza. Se quedó atónito, incapaz de articular palabra. Observó el rostro del extraño pensando que, a excepción de las manos, nada hacía pensar que no fuera simplemente un gigante humano.

—Por el amor de Dios, Ash —dijo el enano—, sé más discreto. —El espléndido fuego ardía con vigor. Después de limpiarse los pantalones, el enano se sentó en un amplio sillón, un tanto deforme, que parecía muy cómodo. Sus pies no alcanzaban el suelo.

Era imposible adivinar la expresión de su arrugado semblante. ¿Estaba realmente enojado? Su voz era lo único que reflejaba el estado de ánimo del enano, que rara vez dejaba traslucir a través de su mirada lo que pensaba o sentía. El intenso color rojo de su cabello confirmaba el tópico sobre el carácter colérico e impaciente de los pelirrojos. El enano comenzó a tamborilear con sus pequeños dedos sobre los brazos del sillón.

Yuri se dirigió al sofá y se sentó en un extremo del mismo, consciente de que el extraño se había acercado a la chimenea y contemplaba el fuego. Yuri no quería cometer la descortesía de observarlo fijamente.

—Un Taltos —dijo Yuri con una voz aceptablemente serena—. Un Taltos. ¿Por qué desea hablar conmigo? ¿Por qué quiere que le ayude? ¿Quién es usted, y por qué ha venido aquí?

—¿Has visto al otro? —preguntó el extraño, mirando a Yuri con una curiosa mezcla de franqueza y timidez. De no haber sido por sus desproporcionadas manos, cuyos nudillos eran demasiado prominentes, ese hombre podría haber representado el modelo ideal de belleza masculina.

—No, no llegué a verlo —contestó Yuri.

—Pero ¿estás seguro de que ha muerto?

—Sí.

El gigante y el enano. Yuri se contuvo para no soltar una carcajada. Los defectos del extraño le daban cierto atractivo, mientras que los defectos del enano le conferían a éste un aspecto maléfico. Era injusto, una broma de la naturaleza, una cuestión que sobrepasaba lo que Yuri consideraba comprensible.

—¿Tenía ese Taltos una compañera? —preguntó el extraño—. ¿Una hembra Taltos?

—No, su compañera era una mujer llamada Rowan Mayfair. Ya se lo conté a su amigo. Era su madre y al mismo tiempo su amante. Es lo que en Talamasca llamamos una bruja.

—Nosotros también —terció el enano—. En esta historia aparecen muchas brujas poderosas, Ashlar. Pero deja que este hombre te cuente la historia.

—Ashlar. ¿Es ése su nombre? —preguntó Yuri, sorprendido.

Cuatro días antes de abandonar Nueva Orleans, Aaron le había resumido la historia de Lasher, el demonio del valle. San Ashlar… Había repetido varias veces ese nombre. San Ashlar.

—Sí —dijo el extraño—. Ash es la versión abreviada, y que prefiero, de mi nombre. No pretendo ser descortés, pero puesto que prefiero el nombre de Ash, cuando me llaman Ashlar no suelo responder —añadió amablemente pero con firmeza. El enano soltó una carcajada y dijo:

—Yo lo llamo Ashlar para fastidiarlo y obligarle a prestar atención.

El extraño no hizo caso de ese comentario y siguió calentándose las manos ante el fuego. A la luz de las llamas, con los gigantescos dedos extendidos, ofrecía un aspecto depravado.

—¿Te molesta la herida? —preguntó el hombre, volviéndose hacia Yuri.

—Sí, aunque procuro disimularlo. Me hirieron en el hombro y cada vez que muevo el brazo me duele. Permítame que me recline en el sofá, así estaré más cómodo. Me siento desconcertado. ¿Quién es usted?

—Ya te lo dicho —respondió el extraño—. Prefiero que me hables de ti. Cuéntame tu historia.

—Ya te he explicado que este hombre es mi mejor amigo y confidente, Yuri —terció el enano con impaciencia—. Te he dicho que conoce la orden de Talamasca. Es más sabio que ningún otro ser vivo. Confía en él. Cuéntale lo que desea saber.

—Confío en usted —dijo Yuri—. Pero ¿por qué desea conocer la historia de mi vida? ¿Para qué quiere esa información?

—Para ayudarte, por supuesto —respondió el extraño con un leve movimiento de cabeza—. Samuel me ha dicho que los hombres de Talamasca tratan de asesinarte. Me resulta difícil aceptarlo. Siempre he sentido gran afecto por la orden de Talamasca. Procuro protegerme de ella, como de todo lo que pueda limitar mis actuaciones. Pero los hombres de Talamasca no son mis enemigos… al menos no lo han sido durante mucho tiempo. ¿Quién te ha atacado? ¿Estás seguro de que se trata de miembros de la Orden?

—No, no estoy seguro —contestó Yuri—. Cuando me quedé huérfano, los de Talamasca me acogieron. Aaron Lightner es la persona que más me ayudó. Samuel lo conoce.

—Yo también —dijo el extraño.

—Durante toda mi vida he servido a la Orden, viajando por el mundo, cumpliendo misiones cuyo significado muchas veces desconocía. Por lo visto, aunque yo lo ignoraba, mis votos se basaban en mi lealtad hacia Aaron Lightner. Cuando Aaron se marchó a Nueva Orleans para investigar a una familia de brujas, las cosas se complicaron. Las brujas pertenecen a la familia Mayfair. Leí su historia en los archivos de la Orden antes de que me vedaran el acceso a ellos. El Taltos es hijo de Rowan Mayfair.

—¿Quién era el padre? —preguntó el extraño.

—Un hombre.

—¿Un ser mortal? ¿Estás seguro?

—Totalmente, pero existen otras consideraciones no menos importantes. Esa familia se ha visto perseguida durante muchas generaciones por un espíritu al mismo tiempo bondadoso y maléfico. El espíritu, que asistió al insólito parto, se apoderó de la criatura que llevaba Rowan Mayfair en su vientre. El Taltos nació completamente desarrollado y poseía el alma de ese espíritu. Le pusieron el nombre de Lasher. Que yo sepa, es su único nombre. Como le he dicho, ese ser ha muerto.

El extraño sacudió la cabeza, perplejo. Luego se sentó en un sillón, se volvió cortésmente hacia Yuri y cruzó sus largas piernas. Mantenía la espalda erguida, como si no lo turbara ni avergonzara su estatura.

—El hijo de dos brujos —murmuró el extraño.

—Sin duda —respondió Yuri.

—¿Por qué dices eso? —preguntó el extraño—. ¿Qué significa?

—Existen numerosas pruebas genéticas que así lo confirman. Los de Talamasca poseen esas pruebas. Algunos miembros de las distintas ramas de esa familia de brujas poseen unos genes extraordinarios. Los genes de los Taltos, que normalmente no son activados por la naturaleza, en este caso —bien a través de la brujería o de la posesión demoníaca— crearon un Taltos.

El extraño sonrió. Yuri observó que la sonrisa imprimía a su rostro una expresión más cálida y afectuosa, como si se sintiera satisfecho.

—Te expresas como todos los miembros de Talamasca —dijo el extraño—. Hablas como los sacerdotes de Roma, como si no pertenecieras a esta época.

—Me formé en sus textos, en latín —respondió Yuri—. La historia de ese ser, Lasher, se remonta al siglo XVII. La he leído de cabo a rabo, junto con la historia de esa familia, la cual posee una gran fortuna y poder, y sus tratos secretos con ese espíritu, Lasher. He leído centenares de documentos sobre ellos.

—¿De veras?

—No he leído nada sobre los Taltos, si a eso se refiere —replicó Yuri—. La primera vez que oí esa palabra fue en Nueva Orleans, cuando fueron asesinados dos miembros de la Orden al tratar de liberar a ese Taltos, Lasher, del hombre que lo mató. Pero no puedo revelarle esa historia.

—¿Por qué? Deseo saber quién lo mató.

—Se lo diré cuando le conozca mejor, cuando se haya sincerado conmigo, tal como he hecho yo.

—¿Qué puedo decirle? Me llamo Ashlar. Soy un Taltos. Hace siglos que no veo a otro miembro de mi especie. Sé que existen, he oído hablar de ellos, he procurado dar con ellos y en ocasiones casi lo conseguí. Pero al final siempre fallaba algo. Hace siglos que no toco a un ser de mi propia especie.

—Entonces debe de ser muy viejo —observó Yuri—. La vida de los seres humanos se cuenta por años, no por siglos.

—Sí, debo de ser muy viejo —contestó el extraño—. Tengo algunas canas, como habrás podido comprobar. Pero ¿cómo puedo saber los años que tengo, ni qué aspecto tendré cuando sea viejo o los años que tardaré en convertirme en un ser decrépito e inútil? Cuando vivía feliz entre mis congéneres, era demasiado joven para aprender todo lo que iba a necesitar para este largo y solitario viaje. Dios no me concedió el don de una memoria sobrenatural. Como cualquier hombre normal y corriente, recuerdo algunas cosas con toda claridad; otras se han borrado de mi memoria.

—¿Le conocen los de Talamasca? —preguntó Yuri—. Debo saberlo. La orden de Talamasca era mi vocación.

—¿Era? Explícate.

—Como le he dicho, Aaron Lightner fue a Nueva Orleans. Aaron es un experto en brujos. Nosotros estudiábamos a los brujos.

—No divagues —terció el enano—. Continúa.

—No seas grosero, Samuel —dijo el extraño suavemente pero con firmeza.

—No seas imbécil, Ash, este gitano se está enamorando de ti.

El Taltos miró a Samuel indignado. Durante unos instantes la ira se reflejó en su hermoso rostro, luego sacudió la cabeza y cruzó los brazos como quitando importancia al comentario del enano.

Yuri se quedó de una pieza. Le escandalizaba la falta de discreción y educación que imperaba hoy en día. Se sintió humillado porque era cierto que experimentaba cierta atracción hacia el extraño, muy distinta al sentimiento, más intelectual, que le inspiraba Samuel.

Yuri volvió la cabeza, dolido. No tenía tiempo de contar la historia de su vida, de cómo había caído bajo el dominio de Aaron Lightner y la fuerza y el poder que los hombres de acusada personalidad ejercían sobre él. Deseaba decir que no se trataba de nada erótico. Pero sí lo era, en la medida en que todo en la vida se basa en el erotismo.

El Taltos observó con frialdad al enano.

Yuri prosiguió:

—Aaron Lightner acudió a ayudar a las brujas Mayfair en sus incesantes batallas con Lasher. Aaron Lightner no llegó a averiguar de dónde procedía el espíritu. Sólo se sabía que en el año 1665 fue invocado por una bruja en Donnelaith.

»Cuando el espíritu asumió una apariencia mortal, después de causar la muerte de numerosas brujas, Aaron Lightner lo vio y supo de su propia boca que era el Taltos, que había habitado con anterioridad en un cuerpo humano, en tiempos del rey Enrique, y que había muerto en Donnelaith, el valle donde la bruja invocó su nombre.

»Esos datos no constan en los archivos de Talamasca que yo conozco. Apenas han transcurrido tres semanas desde que ese ser fuera asesinado. Sin embargo, es posible que se hallen en unos archivos secretos que alguien conoce. Cuando los de Talamasca supieron que Lasher se había reencarnado, por decirlo de alguna manera, lo persiguieron a fin de aniquilarlo. Es posible que asesinaran a varias personas inocentes. Lo ignoro. Sólo sé que Aaron no tuvo nada que ver con aquello y que se sintió traicionado por sus colegas. Por eso debo preguntarle a usted si ellos le conocen, si sus datos están en sus archivos secretos.

—Sí y no —respondió el extraño—. No parece que seas un mentiroso.

—No digas cosas extrañas, Ash —protestó el enano.

Estaba repantigado en el sillón, con sus cortas y deformes piernas extendidas, las manos enlazadas sobre su chaleco de lana y el cuello de la camisa desabrochado. En sus ojillos se reflejaba una curiosa luz.

—No era más que un comentario, Samuel. Ten un poco de paciencia —contestó el extraño, lanzando un suspiro—. En todo caso, eres tú quien dice cosas extrañas.

Ash parecía irritado. Tras unos instantes, se volvió hacia Yuri.

—Permíteme que responda a tu pregunta, Yuri —dijo, pronunciando su nombre con simpatía y familiaridad—. Probablemente los actuales miembros de Talamasca no sepan nada sobre mí. Sólo un genio sería capaz de desenterrar todas las historias sobre nosotros que se conservan en los archivos de Talamasca, suponiendo que esos documentos existan. Jamás he comprendido la importancia o el significado de esos documentos, los archivos de la Orden. Una vez, hace siglos, leí unos manuscritos y no pude evitar reírme. En aquellos tiempos el lenguaje escrito se me antojaba muy ingenuo. Actualmente, algunos escritos me producen la misma sensación.

Aquellas palabras sorprendieron a Yuri. El enano tenía razón; Yuri se sentía profundamente atraído hacia el extraño. Había perdido su habitual y prudente renuencia a confiar en los demás. Cuando uno se enamora se despoja de todo sentimiento de alienación y desconfianza, de forma que la aceptación del otro constituye una experiencia intelectualmente orgásmica.

—¿Existe algún lenguaje que no le parezca cómico? —preguntó Yuri.

—El argot moderno —contestó el extraño—, el realismo de las obras de ficción y el periodismo, rebosante de coloquialismos. Por lo general carecen de cualquier atisbo de ingenuidad; han perdido formalidad y se basan en una intensa condensación. Lo que se escribe hoy en día parece el chirriante sonido de un silbato comparado con las canciones que se solían cantar antiguamente:

Yuri se echó a reír y dijo:

—Tiene razón. Pero no es el caso de los documentos de Talamasca.

—No. Tal como he dicho, son melódicos y divertidos.

—De todas formas, hay documentos y documentos. ¿Está seguro de que no saben que usted existe?

—Cada vez estoy más convencido de ello. Pero continúe. ¿Qué fue de ese Taltos?

—Trataron de secuestrarlo, pero sus raptores murieron en el intento. El hombre que asesinó al Taltos mató también a los hombres de Talamasca. Antes de morir, esos hombres confesaron que disponían de un Taltos hembra, que hacía siglos que trataban de conseguir la unión entre un macho y una hembra de esa especie. Según dijeron, ése era el fin primordial de la Orden. El propósito oculto y clandestino. Esta revelación desmoralizó profundamente a Aaron Lightner.

—Lo comprendo.

Yuri prosiguió:

—Lasher, el Taltos, no pareció asombrarse ante esa noticia. Durante su primera encarnación, los de Talamasca habían tratado de llevárselo de Donnelaith, probablemente con la intención de obligarlo a unirse con la hembra. Pero Lasher no se fiaba de ellos y se negó a acompañar al hombre que pretendía secuestrarlo. En aquel tiempo era un sacerdote. Todos lo consideraban un santo.

—San Ashlar —apostilló el enano. Su voz pareció brotar no de entre las arrugas de su rostro, sino de su pesado tronco—. San Ashlar, que siempre aparece de nuevo.

El extraño inclinó levemente la cabeza mientras sus oscuros ojos castaños examinaban la alfombra como si tratasen de descifrar el complicado diseño oriental. Luego miró a Yuri, sin alzar la cabeza, de forma que sus pobladas cejas mantenían ocultos sus ojos.

—San Ashlar —dijo con melancolía.

—¿Es usted ese hombre?

—No soy un santo, Yuri. Espero que no te importe que te llame Yuri. Pero, por favor, no hablemos de santos.

—Por supuesto que puedes llamarme Yuri. ¿Me permites que te llame Ash y te tutee? Pero no has respondido a mi pregunta. ¿Eres el hombre que consideraban un santo? Hablas de cosas que sucedieron hace siglos mientras nosotros estamos sentados en esta habitación, junto al fuego, esperando que el camarero nos traiga unos refrescos. Contesta. No puedo protegerme de mis hermanos de la Orden si no me ayudas a entender lo que ocurre.

Samuel se levantó apresuradamente y se dirigió hacia la puerta de la habitación.

—Métete en el dormitorio, Yuri —dijo—. Vamos, desaparece.

Yuri se levantó, sintiendo por unos instantes un intenso dolor en el hombro, entró en el dormitorio y cerró la puerta tras él. La habitación estaba en penumbra; las elegantes cortinas filtraban la tenue luz matutina. Yuri descolgó rápidamente el teléfono, pulsó un número para obtener línea con el exterior y luego marcó el prefijo de Estados Unidos.

De pronto se detuvo, incapaz de contarle a Mona las mentiras que debía decir para protegerse. Deseaba también hablar con Aaron e informarle de lo que sabía, pero temió que el gigante y el enano le impidieran hablar con ellos.

En varias ocasiones, durante el trayecto desde Escocia, Yuri había intentado telefonear desde una cabina pública, pero el enano le había instado a subir de nuevo al coche para proseguir el viaje.

¿Qué podía decirle a su joven amada? ¿Qué podía revelarle a Aaron durante los escasos momentos de que dispondría para hablar con él?

Yuri marcó apresuradamente el prefijo de Nueva Orleans y el número de la casa de los Mayfair en la esquina de St. Charles con Amelia, y aguardó. De repente se dio cuenta de que en América era ya de noche.

Un error imperdonable, a pesar de las circunstancias. Al cabo de unos minutos respondió la voz de una mujer que Yuri conocía pero no logró identificar.

—Disculpe, llamo desde Inglaterra. Deseo hablar con Mona Mayfair —dijo—. Espero no haber despertado a toda la casa.

—¿Es usted Yuri? —preguntó la mujer.

—Sí —confesó él, sin asombrarse de que ésta hubiera reconocido su voz.

—Aaron Lightner ha muerto —dijo la mujer—. Soy Celia, la prima de Beatrice. La prima de Mona. Han matado a Aaron.

Se produjo una larga pausa durante la cual Yuri permaneció inmóvil, incapaz de pensar o visualizar nada. Sintió pánico, pánico de lo que significaban las palabras de Celia; jamás volvería a ver a Aaron, no volvería a hablar con él, Aaron y él… Aaron había desaparecido para siempre.

Trató de decir algo, pero no consiguió articular palabra. Impotente, Yuri se limitó a pellizcar el cable del teléfono, un pequeño y absurdo gesto.

—Lo lamento, Yuri. Estábamos muy preocupados por usted, sobre todo Mona. ¿Dónde está? ¿Puede llamar a Michael Curry? Le daré su número.

—Estoy bien —respondió Yuri en voz baja—. Ya tengo su número.

—Mona está allí, en casa de Michael Curry. Querrán saber dónde está, si se encuentra bien y cómo ponerse en contacto con usted.

—Aaron… —musitó Yuri, desesperado, pero no pudo continuar. Hablaba con un hilo de voz, abrumado por las tremendas emociones que le nublaban la vista y comprometían su equilibrio, el sentido de su propia identidad—. Aaron…

—Fue atropellado de forma intencionada por un coche con un hombre al volante. Aaron acababa de salir del hotel Pontchartrain, donde había dejado a Beatrice con Mary Jane Mayfair. Él y Beatrice habían acompañado a Mary Jane al hotel. Beatrice se disponía a bajar al vestíbulo cuando oyó el ruido. Ella y Mary Jane presenciaron el accidente. El coche pasó varias veces sobre el cuerpo de Aaron.

—Entonces fue un asesinato —dijo Yuri.

—Sí. Han arrestado al individuo que lo hizo. Un asesino a sueldo. Fue contratado para atropellar a Aaron, pero afirma ignorar la identidad del hombre que lo contrató. Recibió cinco mil dólares en efectivo por el trabajo. Llevaba una semana intentándolo. Se había gastado la mitad del dinero.

Yuri sintió deseos de colgar el auricular. No podía seguir hablando. Al cabo de unos instantes, se pasó la lengua por el labio superior y dijo:

—Celia, le agradecería que diera un recado a Mona Mayfair y a Michael Curry de mi parte. Dígales que estoy en Inglaterra, que estoy bien. Me pondré en contacto con ellos muy pronto. Transmita mi pésame a Beatrice Mayfair. Transmítales a todos mi… afecto.

—Descuide, así lo haré.

Yuri colgó. Si Celia añadió algo más, él no lo oyó. El teléfono se quedó silencioso. Los colores pasteles de la habitación lo ayudaron a serenarse. La luz se reflejaba de forma tenue en el espejo. Los aromas de la habitación eran frescos y limpios.

Yuri experimentó una profunda sensación de enajenación, de falta de confianza en el futuro y en los demás. Roma. Su encuentro con Aaron. Aaron había desaparecido, no del pasado, pero sí del presente y del futuro.

Yuri permaneció inmóvil. Por unos momentos había perdido la noción del tiempo.

Al cabo de un rato comenzó a reaccionar. Tuvo la sensación de que llevaba horas plantado ante el tocador. Se dio cuenta de que Ash, el gigantesco extraño, había entrado en la habitación, pero no para alejarlo del teléfono.

De pronto la cálida y amable voz del extraño intensificó de forma dolorosa la angustia que sentía Yuri.

—¿Por qué lloras, Yuri? —preguntó Ash, con la pureza de un niño.

—Aaron Lightner ha muerto —respondió Yuri—. No quise llamarlo para informarle de que habían tratado de asesinarme. Debí decírselo. Debí prevenirlo…

La voz ligeramente corrosiva de Samuel, que se hallaba junto a la puerta, le interrumpió.

—Él lo sabía, Yuri. Tú mismo me dijiste que Aaron te aconsejó que no fueras al valle, te advirtió que andaban tras él.

—Sí, pero…

—No debes culparte por lo ocurrido —dijo Ash.

Yuri notó cómo las inmensas manos del extraño se posaban suavemente sobre sus hombros.

—Aaron… era mi padre —dijo Yuri con voz inexpresiva—. Aaron era mi hermano. Mi amigo.

Yuri experimentó una mezcla de remordimientos y dolor, junto al insoportable pavor que le inspiraba la muerte. En aquellos momentos le pareció imposible que Aaron hubiera desaparecido de su vida, pero sabía que con el tiempo acabaría aceptando la fría e implacable realidad.

De pronto se sintió como si fuera de nuevo un niño y se encontrara en la aldea de su madre, en Yugoslavia, junto a su lecho de muerte. Fue la última vez que había experimentado un dolor como el que sentía ahora. Yuri apretó los dientes, temiendo perder el control y echarse a llorar o a gritar.

—Lo mataron los de Talamasca —afirmó—. ¿Quién pudo ser sino ellos? Lasher, el Taltos, ha muerto. Ellos son los culpables de todos los asesinatos. El Taltos mató a las mujeres, pero no a los hombres. Fueron los de Talamasca.

—¿Fue Aaron quien mató al Taltos? —preguntó Ash—. ¿Era él su padre?

—No. Pero amaba a una mujer de Nueva Orleans, que supongo estará destrozada por su muerte.

Yuri sintió deseos de encerrarse en el baño, aunque no sabía muy bien con qué objeto. Quizá para sentarse en el suelo de mármol, apoyar la cabeza en las rodillas y llorar.

Pero el enano y el gigante se lo impidieron. Alarmados y preocupados, le obligaron a regresar a la salita de la suite. Mientras el gigante le ayudaba a sentarse en el sofá, procurando no lastimarle el hombro, el enano se apresuró a ofrecerle una taza de té y unos pastelitos; un tentempié frugal pero apetitoso.

Yuri contempló el fuego, el cual parecía consumirse rápidamente. Admitió que se le había acelerado el pulso y que estaba sudando. Se quitó bruscamente el grueso jersey, lastimándose el hombro y olvidando que no llevaba nada debajo, y permaneció sentado con el torso desnudo, el jersey entre las manos.

De golpe oyó un leve ruido junto a él. Al volverse el enano le entregó una camisa blanca, envuelta en el papel de la lavandería. Yuri la desabrochó y se la puso. Le quedaba demasiado grande y supuso que pertenecía a Ash. Se arremangó las mangas y se abrochó varios botones, agradecido de que Samuel le hubiera dado algo con qué cubrirse. Se sentía cómodo con aquella camisa holgada. El jersey yacía a sus pies, sobre la alfombra. Yuri observó que tenía adheridas unas briznas de hierba, unas hojas y un poco de tierra.

—¡Y yo que creí que había sido un rasgo generoso por mi parte no comunicar a Aaron lo sucedido! —se reprochó Yuri con amargura—. No quería alarmarlo. Decidí esperar a que la herida cicatrizase y yo me sintiese recuperado del todo antes de ponerme en contacto con él y confirmarle que me encontraba perfectamente.

—¿Por qué pretendían los de Talamasca matar a Aaron Lightner? —inquirió Ash.

Había vuelto a su sillón y estaba sentado con las manos juntas, entre las rodillas, y la espalda tiesa como una vara. Era sin duda un hombre muy apuesto.

Yuri se sintió como si hubiera perdido el conocimiento y contemplara la escena por primera vez. Observó la sencilla correa negra y el reloj digital de oro en la muñeca de Ash. El enano pelirrojo se hallaba de pie junto a la ventana, que había abierto para airear la habitación. Yuri notó la gélida corriente de aire y vio que el fuego de la chimenea se avivaba.

—¿Por qué, Yuri? —repitió Ash.

—No lo sé. Confiaba en que estuviéramos equivocados, y que los de Talamasca no tuvieran nada que ver en este asunto, que no hubieran asesinado a unas personas inocentes, que fuera mentira que disponían de un Taltos hembra para obligarla a unirse con un macho de su especie. Me costaba creer que se propusieran cometer semejante barbaridad. Disculpa, no pretendo ofenderte…

—… por supuesto.

—Supuse que las aspiraciones de la Orden eran más nobles, que su trayectoria era absolutamente pura y transparente; unos eruditos consagrados al estudio y a sus archivos, que se abstenían de intervenir en lo que observaban; unos estudiosos de los fenómenos sobrenaturales. ¡Qué estúpido fui! Mataron a Aaron porque descubrió la verdad. Y por eso tienen que matarme a mí. La Orden debe proseguir su labor como si nada hubiera sucedido. Imagino que me estarán vigilando desde la casa matriz, para impedirme a toda costa la entrada. Supongo que tendrán los teléfonos controlados. Aunque quisiera no podría llamar allí, ni a Amsterdam ni a Roma. Si trato de enviar un fax lo interceptarán. Jamás bajarán la guardia ni dejarán de vigilarme hasta que haya muerto.

»De ese modo nadie podrá delatarlos, revelar a sus hermanos y hermanas el terrible secreto de esa Orden maléfica… lo cual parece confirmar las viejas máximas de la Iglesia católica: todo aquello que es sobrenatural y no proviene de Dios es diabólico. Su propósito de encontrar un macho Taltos para hacer que se una con la hembra…

Yuri levantó la vista. Ash estaba triste y pensativo. Samuel, apoyado en la ventana, que había vuelto a cerrar, también demostraba a través de las profundas arrugas de su rostro tristeza y preocupación. «Cálmate —pensó Yuri—, mide bien tus palabras. No te dejes llevar por la histeria».

—Hablas de siglos como otros hablan de años —dijo Yuri, dirigiéndose a Ash—. La hembra de los Talamasca probablemente habría vivido siglos. Sin duda, ése era el propósito de la Orden: tejer una tela de araña tan pérfida y diabólica que ni el hombre moderno hubiese sido capaz de concebir semejante atrocidad. Es muy sencillo. Esos estúpidos hombres y mujeres aguardaban el momento de atrapar un Taltos, una criatura capaz de procrear con su compañera de modo tan rápido y eficaz que su especie no tardaría en dominar el mundo. Me pregunto a qué se debe que los invisibles y anónimos Mayores de la Orden se sientan tan seguros de sí mismos, tan convencidos de que no…

Yuri se detuvo bruscamente. No se le había ocurrido pensar en ello. ¡Por supuesto! ¿En cuántas ocasiones había estado en la misma habitación con un ser de aspecto mortal que no era humano? Ésta era la primera vez. Quién sabe cuántos seres de esa especie vivían en nuestro cómodo mundo y se paseaban tranquilamente como si fueran humanos mientras perseguían sus fines inconfesables. Taltos. Vampiros. El viejo enano, con su propio reloj, sus rencores y sus historias.

El enano y el gigante lo observaban en silencio. ¿Acaso habían acordado secretamente dejarlo hablar para que les revelara lo que ellos deseaban averiguar?

—¿Sabéis lo que me gustaría hacer? —preguntó Yuri.

—No —respondió Ash.

—Ir a la casa matriz de Amsterdam y matar a todos los Mayores. Pero seguramente no los encontraría allí. Quizá no hayan estado nunca en la casa matriz de Amsterdam. No sé quiénes son. Quiero que cojas el coche, Samuel. Debo ir a ver a mis hermanos y hermanas que se encuentran aquí, en Londres.

—No vayas —contestó Samuel—. Te matarán.

—No creo que en estos momentos se hallen todos en la casa. Es mi última esperanza; nos hemos dejado engañar por un puñado de canallas. Quiero que me lleves en coche a la casa matriz que está en las afueras de Londres. Entraré rápidamente y, antes de que descubran mi presencia, hablaré con mis hermanos y hermanas y les obligaré a escucharme. ¡Debo hacerlo! Debo prevenirles, informarles de que han matado a Aaron.

Yuri se detuvo, perplejo, al comprobar que había alarmado a sus extraños amigos. El enano, con sus cortos y deformes brazos cruzados sobre su amplio pecho, presentaba un aspecto grotesco. Tenía el ceño fruncido. Ash se limitaba a observar a Yuri en silencio, pero visiblemente preocupado.

—¿Qué te importa lo que pueda pasarme? —inquirió Yuri dirigiéndose al enano—. En una ocasión me salvaste la vida, cuando me dispararon en el valle, pero nadie te pidió que lo hicieras. ¿Por qué? ¿Qué significo para ti?

Samuel soltó un pequeño gruñido, dando a entender que su pregunta no merecía respuesta.

—Quizás ambos seamos gitanos como tú, Yuri —dijo Ash suavemente.

Yuri no respondió; no creía en los sentimientos que describía el extraño. No creía absolutamente en nada, excepto en que Aaron había muerto. Imaginó a Mona, su pequeña bruja. Vio con toda nitidez su carita y su espléndida melena pelirroja. Vio sus ojos. Pero no podía sentir nada por ella. En aquellos momentos deseó con todas sus fuerzas tener a Mona junto a él.

—No tengo nada —murmuró.

—Escúchame, Yuri —dijo Ash—. Talamasca no fue fundada para investigar a los Taltos. Créeme. Aunque no conozco a los actuales Mayores de la Orden, antiguamente conocí a algunos y te aseguro que no eran unos Taltos, ni tampoco creo que los de ahora lo sean. ¿Qué imaginas que son, Yuri, unas hembras de nuestra especie?

Ash se expresaba con tono suave y pausado, pero enérgico.

—Las hembras Taltos son tan caprichosas e infantiles como los machos —apuntó Ash—. Una hembra, cansada de vivir entre otras hembras, se habría arrojado de inmediato a los brazos de ese ser, Lasher. ¿Qué sentido tiene que enviaran a unos hombres mortales a capturar ese trofeo y ese enemigo? Ya sé que desconfías de mí, pero quizá te sorprenda oír las historias que podría relatarte. Tranquilízate, tus hermanos y hermanas no han sido engañados por la Orden. Pero creo que tu tesis es acertada. No fueron los Mayores quienes empañaron el espíritu inicial de Talamasca, a fin de capturar a esa criatura llamada Lasher. Fue un pequeño grupo de miembros, que descubrió los secretos de esa antigua especie.

Ash se detuvo; parecía como si de pronto hubiera dejado de sonar una música en la estancia. Ash observó a Yuri con ojos francos y pacientes.

—Confío en que tengas razón —respondió Yuri con suavidad—. No soportaría que estuvieras equivocado.

—Nosotros tres conseguiremos descubrir la verdad —prosiguió Ash—. Sinceramente, aunque me caíste bien en cuanto te conocí y decidí ayudarte por una cuestión de solidaridad, de simpatía, ahora deseo ayudarte por otra razón. Recuerdo cuando no existía Talamasca. Recuerdo cuando sólo había un hombre. Las catacumbas entonces albergaban una biblioteca de una extensión no mayor que la de esta habitación. Luego los miembros pasaron a ser dos, tres, y más tarde cinco, diez. Recuerdo a sus fundadores. Sentía gran afecto hacia ellos. Mi propio secreto, mi propia historia, se oculta en sus archivos, esos archivos que han sido traducidos a lenguas modernas y almacenados electrónicamente.

—Lo que intenta decir Ash —intervino Samuel con un tono seco, tratando a la vez de contener su impaciencia—, es que no debemos permitir que subviertan y alteren la naturaleza de Talamasca. Los de Talamasca saben demasiado sobre nosotros y sobre otras muchas cosas. En mi caso no se trata de lealtad, sino de querer que me dejen en paz.

—Yo sí lo hago por lealtad —replicó Ash—. Por cariño y gratitud. Por múltiples razones.

—Es evidente —dijo Yuri.

Sintió que se apoderaba de él un profundo cansancio, el inevitable resultado de un tumulto emocional, el inevitable rescate, la imperiosa necesidad de dormir.

—Si este pequeño grupo de miembros de la Orden supiera que existo —dijo Ash en voz baja—, me perseguiría igual que hizo con Lasher. Tampoco es la primera vez que los seres humanos persiguen a los de mi especie. Las bibliotecas que guardan grandes secretos son muy peligrosas. Alguien puede penetrar en ellas y robarlos.

Yuri comenzó a llorar, en silencio, sin derramar una lágrima. Miró la taza de té. No había tomado ni un sorbo, y el té se había enfriado. Cogió la servilleta de hilo, la desdobló y se secó los ojos. Tenía un tacto áspero, pero no le importó. Estaba hambriento y le apetecía comerse uno de aquellos pastelillos, pero dadas las circunstancias le pareció una frivolidad.

—No pretendo ser el ángel guardián de Talamasca —continuó Ash—. Nunca lo pretendí. Pero la Orden se ha visto amenazada en varias ocasiones y no consentiré que nadie la perjudique o la destruya.

—Existen varias razones por las que una pequeña banda de renegados de Talamasca desearía atrapar a Lasher —dijo Samuel, dirigiéndose a Yuri—. Sería un magnífico trofeo. Puede que los humanos deseen capturar a un Taltos por motivos muy distintos de los que cabría imaginar. Quizá no sean unos hombres dedicados a la ciencia, a la magia ni a la religión; ni siquiera unos eruditos. Quizá sólo deseen contemplar a ese raro e indescriptible ser, hablar con él, estudiarlo y observar cómo se reproduce.

—O puede que decidan hacerlo pedazos —terció Ash—. O clavarle unas agujas para oírlo gritar de dolor.

—Es posible —dijo Yuri—. Quizá se trate de un complot fraguado fuera de la Orden por unos renegados o unas personas ajenas a la misma. Estoy cansado. Deseo acostarme en una cama. No sé por qué os he dicho cosas tan terribles.

—Yo sí —contestó el enano—. Tu amigo ha muerto. Yo no estaba allí para salvarlo.

—¿Mataste al hombre que trató de asesinarte, Yuri? —preguntó Ash.

—No, lo maté yo —respondió el enano—. En realidad, no pretendía hacerlo. Comprendí que si no lograba abatirlo volvería a disparar contra el gitano. Confieso que lo hice por diversión, dado que Yuri y yo no habíamos intercambiado aún palabra. Me enfurecí al ver que ese hombre le apuntaba con la pistola. El cadáver está en el valle. ¿Quieres ir a verlo? Probablemente los enanos lo dejaron en el mismo sitio donde cayó.

—De modo que así fue como sucedió —dijo Ash.

Yuri guardó silencio. Comprendió vagamente que debió ir en busca del cadáver de ese hombre y examinar sus documentos de identidad. Pero la herida del hombro y el accidentado terreno se lo impidieron. Le preocupaba la posibilidad de que el cadáver de ese hombre se perdiera para siempre en el valle de Donnelaith, que los enanos dejaran que se descompusiera.

Los enanos.

Antes de caer bajo el impacto de la bala, Yuri había contemplado el espectáculo de aquellos diminutos seres que bailaban sobre la hierba del valle como unos modernos gnomos deformes y maléficos. La luz de sus antorchas fue lo último que había visto antes de perder el conocimiento.

Cuando abrió los ojos vio a Samuel, su salvador, sosteniendo la pistola y la cartuchera. Su rostro era tan viejo y estaba tan arrugado como las raíces enmarañadas de un vetusto árbol. «Han venido a matarme —pensó Yuri—. Pero los he visto. Quisiera decírselo a Aaron. He visto a los enanos…»

—Es un grupo ajeno a Talamasca —dijo Ash, despertando bruscamente a Yuri de su pesadilla y atrayéndolo de nuevo hacia el pequeño círculo formado por los tres hombres—. No tiene nada que ver con la Orden.

«El Taltos —pensó Yuri—, he visto al Taltos. Estoy en una habitación con un individuo que afirma ser uno».

De no ser porque el honor de la Orden había sido mancillado, y porque el dolor que sentía en el hombro le recordaba la violencia y la traición de que había sido objeto, Yuri se habría sentido profundamente impresionado por haber visto al Taltos. Pero ése era el precio que uno tenía que pagar por contemplar esas visiones. Todo tenía un precio, según le había dicho Aaron. Desgraciadamente, ya nunca podría contárselo.

—¿Cómo sabes que se trata de un grupo ajeno a Talamasca? —preguntó Samuel un tanto mordaz.

El enano presentaba un aspecto muy distinto al que tenía la noche en que se conocieron, vestido con un jubón raído y unos pantalones viejos. Sentado junto al fuego, parecía un horripilante sapo mientras contaba sus balas, llenaba los espacios vacíos de su cartuchera, bebía whisky y ofrecía la botella con insistencia a Yuri. Aquella noche Yuri se emborrachó como jamás lo había hecho. Necesitaba calmar su dolor.

«Eres como un gnomo maléfico…», le había dicho Yuri.

«Puedes llamarme así si lo deseas —le contestó entonces el enano—. Me han dicho cosas peores. Pero mi nombre es Samuel».

«¿En qué idioma cantan?», había preguntado Yuri. El persistente sonido de las voces y los tambores le enervaban.

«En nuestra lengua. ¡Cállate y déjame contar las balas!», replicó el enano.

Ahora, el enano se encontraba cómodamente instalado en un civilizado sillón y vestido con ropa civilizada, mientras contemplaba al prodigioso gigante, Ash, que seguía sin responder a la pregunta que le había formulado Samuel.

—Sí, ¿por qué crees que se trata de un grupo ajeno a la Orden? —preguntó Yuri, tratando de olvidar el frío, la oscuridad, los tambores y el intenso dolor producido por el disparo.

—Su torpeza —contestó Ash—. El disparo de la pistola. El coche que atropelló a Aaron Lightner. Existen métodos más sencillos para matar a una persona. Los miembros de Talamasca lo saben bien; lo aprendieron estudiando a brujas, hechiceros y otros príncipes de lo maléfico. Nunca dispararían contra un hombre en el valle como si fuera un animal. Es inconcebible.

—Pero si la pistola es el arma del valle, Ash —indicó Samuel con tono burlón—. ¿Por qué no habrían de utilizarlas los brujos si las utilizan los enanos?

—Es el juguete del valle —respondió Ash sin perder la calma—. Lo sabes perfectamente, Samuel. Los hombres de Talamasca no son unos monstruos espiados y perseguidos que se ocultan en la selva y se dedican a aterrorizar a la gente. El peligro no proviene de los Mayores de la Orden. Se trata de un pequeño grupo de individuos ajenos a Talamasca, que descubrieron cierta información y decidieron considerarla muy valiosa. Libros, discos de ordenadores… ¿Quién sabe? Quizá fueron unos sirvientes quienes les vendieron esos secretos.

—Deben de creer que nos comportamos como niños —dijo Yuri—. Deben de tenernos por curas y monjas dedicados a archivar documentos y secretos en unos bancos de datos.

—¿Quién es el padre del Taltos? ¿Quién mató a éste? —preguntó de repente Ash—. Prometiste decírmelo si yo te revelaba lo que deseabas saber. ¿Qué más quieres? He sido más que franco contigo. ¿Quién es ese brujo capaz de prohijar un Taltos?

—Se llama Michael Curry —respondió Yuri—. Probablemente también intenten matarlo.

—No, no creo que lo hagan —dijo Ash—. Por el contrario, tratarán de que vuelva a procrear un Taltos. La bruja, Rowan…

—No puede tener más hijos —respondió Yuri—. Pero existen otras brujas en la familia. Una de ellas es tan poderosa que…

Yuri notó que lo vencía el cansancio. Se pasó la mano derecha por la frente para despejarse, pero tenía la mano caliente. Al inclinarse hacia delante se sintió muy mareado, de modo que volvió a reclinarse en el sofá, lentamente, procurando no lastimarse el hombro, y cerró los ojos. Luego sacó del bolsillo del pantalón el billetero y lo abrió.

Yuri extrajo del billetero una pequeña fotografía escolar de Mona, en colores muy vivos. Su amada aparecía sonriendo, mostrando su blanca dentadura, el rostro enmarcado por su abundante cabellera pelirroja. Una bruja adolescente, simpática y cariñosa, pero una bruja al fin.

Yuri se limpió los ojos y los labios. La mano le temblaba de tal forma que el bello rostro de Mona parecía estar desenfocado.

Ash cogió la fotografía por el borde con sus largos dedos. El Taltos se hallaba de pie junto a Yuri, con una mano apoyada en el respaldo del sofá y la otra sosteniendo la fotografía mientras la examinaba en silencio.

—¿Pertenece a la misma rama familiar que la madre? —preguntó Ash suavemente.

Yuri le arrebató bruscamente el retrato y lo oprimió contra su pecho. Luego se inclinó de nuevo hacia delante, mareado, presa de un lacerante dolor en el hombro.

Ash se retiró con discreción y se dirigió hacia la chimenea. El fuego casi se había apagado. Apoyó las manos en la repisa de la chimenea y mantuvo la espalda erguida, en una postura casi militar, su oscuro y largo cabello cubriéndole el cuello. Desde el lugar donde se hallaba sentado, Yuri no distinguía sus canas, sólo su cabello castaño oscuro.

—Supongo que intentarán secuestrarla —dijo Ash, sin volverse, alzando la voz para que Yuri le oyera—. O quizás intenten secuestrar a otra bruja de la familia.

—Sí —contestó Yuri, ofuscado. ¿Cómo pudo pensar que no la amaba? ¿Cómo es posible que la sintiera tan lejos de él?—. ¡Tratarán de raptarla! ¡Dios mío! ¡Les hemos dado ventaja! —exclamó—. ¡Ordenadores! ¡Archivos! ¡El mismo sistema que utiliza la Orden!

Yuri se levantó apresuradamente. Sintió un intenso dolor en el hombro, pero no le importó. Seguía estrechando la fotografía de Mona contra su pecho.

—¿A qué te refieres? —preguntó Ash, volviéndose hacia él. El resplandor de las llamas iluminaba su rostro de forma que sus ojos parecían verdes como los de Mona y su corbata una mancha de sangre.

—¡A las pruebas genéticas! —respondió Yuri—. Toda la familia se ha sometido a unas pruebas para evitar que vuelva a nacer un Taltos. ¿No lo comprendes? En la clínica están compilando unos historiales médicos en los que constan datos genéticos y ginecológicos. Por medio de estos documentos esos canallas sabrán quién es una bruja y quién no. Estarán mejor informados que el estúpido Taltos. Dispondrán de un arma de la que él carecía. El Taltos intentó aparearse con numerosas mujeres de la familia y las mató. Todas ellas murieron sin darle lo que él deseaba, una hija. Pero…

—¿Me permites ver de nuevo la fotografía de la joven bruja pelirroja? —preguntó Ash con timidez.

—No —contestó Yuri.

Le latían las sienes y sintió que por su brazo se deslizaban unas gotas de sangre. Se le había abierto la herida.

—No —repitió, mirando a Ash.

Ash guardó silencio.

—No me pidas eso —dijo Yuri—. Te necesito. Necesito que me ayudes, pero no me pidas que te enseñe ahora su rostro.

Ambos se miraron y Ash asintió.

—Muy bien —dijo—. No te lo pediré. Pero te advierto que es muy peligroso amar a una bruja con tanta vehemencia. Supongo que lo comprendes, ¿no?

Yuri no respondió. Durante unos momentos lo entendió todo: que Aaron había muerto, que Mona corría peligro, que le habían arrebatado casi todo cuanto él amaba, que apenas le quedaban esperanzas de alcanzar algún día la felicidad, que se sentía demasiado cansado y dolorido para pensar con claridad, que deseaba tumbarse en la cama del dormitorio, la primera que veía desde que lo habían herido. Comprendió que jamás debió haber enseñado la fotografía a ese extraño que lo observaba con fingida amabilidad e infinita paciencia. Y también comprendió que él, Yuri, estaba a punto de derrumbarse.

—Vamos, Yuri —intervino Samuel de forma repentina pero amable, encaminándose hacia él con su torpe andar y extendiéndole su mano gruesa y deforme—. Debes dormir un rato. Cuando te despiertes te tendremos preparada una suculenta cena.

Yuri dio unos pasos pero se detuvo, resistiéndose a que el enano, que tenía tanta fuerza como cualquier hombre de estatura normal, lo condujera hacia el dormitorio. Yuri se volvió y miró a Ash, que permanecía junto a la chimenea.

Luego entró en el dormitorio y se desplomó sobre el lecho, y el enano le quitó los zapatos.

—Lo siento —dijo Yuri.

—No te preocupes —contestó el enano—. ¿Quieres que te cubra con la colcha?

—No, hace calor. Me siento cómodo, seguro.

Yuri oyó cómo se cerraba la puerta, pero no abrió los ojos. Notó que empezaba a sumirse en un profundo sueño que lo iba alejando de la realidad. De pronto vio a Mona sentada a los pies de la cama, invitándolo a aproximarse, a abrazarla. El vello que tenía entre las piernas era de un tono rojizo aún más oscuro que el de su cabello. Yuri abrió los ojos. Durante unos instantes sólo fue consciente de la oscuridad que lo rodeaba, una inquietante ausencia de luz. Luego advirtió que Ash estaba de pie junto a la cama, observándolo. Un temor instintivo lo obligó a permanecer inmóvil, con los ojos fijos en el abrigo de paño de Ash.

—Descuida, no te robaré la fotografía mientras duermes —murmuró Ash—. He venido a decirte que esta noche partiré hacia el norte para visitar el valle. Nos veremos mañana, cuando regrese.

—He cometido un error —respondió Yuri—. No debí enseñarte la fotografía. ¡Cuán estúpido he sido!

Yuri siguió contemplando el paño oscuro del abrigo. De pronto, ante su rostro vio los blancos dedos de la mano derecha de Ash. Yuri giró la cabeza lentamente y alzó la vista. La proximidad del rostro del gigante le horrorizó, pero no emitió ningún sonido. Miró sus ojos vidriosos, que lo observaban con curiosidad, y sus voluptuosos labios.

—Creo que me estoy volviendo loco —dijo Yuri.

—No —contestó Ash—, pero a partir de ahora procura ser más perspicaz. Duerme. No temas, estás a salvo. Samuel se quedará contigo hasta que yo regrese.