16
Llevaban una hora conduciendo y ya casi había oscurecido. El cielo estaba cubierto de nubes plateadas, y las ondulantes colinas y los verdes pastos conformaban un cuadro similar al de un inmenso edredón de patchwork.
Hicieron una breve parada en un pueblecito de una sola calle, en el que había unas casas negras y blancas con muros de entramado de madera, así como un pequeño cementerio abandonado y cubierto de matojos. La taberna presentaba un ambiente más acogedor. Había un par de hombres jugando a los dardos, y el aroma de la cerveza era delicioso.
Pero aquél no era el momento para detenerse y tomar un trago, pensó Michael.
Salió, encendió un cigarrillo y observó con curiosidad la suave firmeza con que Ash conducía a su prisionero hacia la taberna e, inevitablemente, hacia el servicio.
Yuri se hallaba en una cabina telefónica que había al otro lado de la calle, hablando rápidamente, tras haber llamado, con toda probabilidad, a la casa matriz. Rowan estaba junto a él, con los brazos cruzados, observando el cielo o algo que pasaba por él. Yuri parecía muy alterado; no cesaba de gesticular con la mano derecha, mientras que su izquierda sostenía el auricular, y de asentir con repetidos movimientos de cabeza. Era evidente que Rowan escuchaba lo que él decía.
Michael se apoyó contra el muro de yeso y dio una calada a su cigarrillo. Siempre le asombraba comprobar lo cansado que resultaba viajar en coche.
Aquel viaje, debido a la insoportable tensión que reinaba entre los ocupantes del coche, estaba resultando aún más agotador que otros, y ahora que había caído la noche sobre ese hermoso paisaje Michael se sintió invadido por el sueño.
Cuando Ash y su prisionero salieron de la taberna, Michael observó que Gordon parecía furioso y desesperado. Sin embargo, resultaba evidente que había sido incapaz de pedir ayuda, o que no se había atrevido a hacerlo.
Yuri colgó el teléfono y entró precipitadamente en la taberna. Seguía mostrando un aspecto muy alterado, casi enloquecido. Rowan lo había estado observando atentamente durante el trayecto, cuando conseguía apartar los ojos de Ash.
Michael contempló a Ash mientras éste obligaba a Gordon a tomar de nuevo asiento, en la parte posterior del coche. No intentó disimular su curiosidad; le parecía absurdo e innecesario hacerlo. Lo que más le intrigaba del gigantesco extraño era que no mostraba un aspecto grotesco, tal como había afirmado Yuri, sino que poseía una belleza un tanto espectacular. Al menos, eso creía Michael. Sólo alcanzaba a ver en él su esbelta silueta y sus ágiles y elegantes movimientos, que denotaban dinamismo y fuerza. Estaba dotado de unos reflejos increíbles; lo había demostrado media hora antes, cuando, al detenerse el coche en un cruce, Stuart Gordon intentó una vez más abrir la puerta del coche.
Su espeso cabello negro, fino y sedoso, le recordaba a Lasher. Las canas añadían un toque de distinción. Pese a sus rasgos delicados, la marcada estructura ósea de su rostro le confería un aire decididamente varonil, y el exagerado tamaño de su nariz quedaba disimulado por unos ojos grandes y separados. Tenía la piel de un hombre adulto, no de un bebé. Pero su mayor atractivo residía en su voz y en sus ojos; si su voz era capaz de convencer sin reservas, su mirada no resultaba menos persuasiva.
Tanto una como la otra transmitían cierto candor infantil, aunque en el fondo nada tuvieran de ingenuas. En conjunto, el extraño producía el efecto de un ser angelical, infinitamente sabio y paciente pero decidido a matar a Stuart Gordon tal como prometió que haría.
Michael no se atrevía a hacer conjeturas respecto a la edad de aquel ser. Era difícil no verlo como un ser humano, aunque diferente, extraño. Por supuesto, Michael sabía que no era un humano. Lo había percibido a través de multitud de pequeños detalles: el tamaño de sus nudillos, la curiosa forma, en que a veces abría los ojos, como atónito, y sobre todo la absoluta perfección de su boca y su dentadura. Su boca parecía tan suave como la de un bebé, algo imposible en un hombre con una piel curtida como la suya, y sus dientes eran tan blancos como los de un anuncio, descaradamente retocado, de una pasta dentífrica.
Michael no creía que ese ser fuera un anciano ni que se tratara del célebre san Ashlar de las leyendas de Donnelaith, el antiguo rey que se había convertido al cristianismo en los últimos días de dominio del Imperio romano en Inglaterra y que había permitido que su esposa pagana, Janet, muriera en la hoguera.
Pero sí había creído la siniestra historia que le relató Julien. Ese ser era, sin duda, uno de los numerosos Ashlar —uno de los poderosos Taltos del valle—, miembro de la misma especie que el ser al que Michael había dado muerte.
Estaba convencido de ello.
Michael había vivido demasiadas experiencias extrañas como para ponerlo en duda, y sin embargo no podía creer que ese personaje alto y bello fuera el viejo san Ashlar. Quizá no deseaba creerlo, por motivos que encajaban con las hipótesis que él había terminado por aceptar.
«Sí, estás viviendo una serie de experiencias totalmente nuevas, —se dijo Michael. Quizá eso explicara el hecho de que se lo tomara con una calma sorprendente—. Has visto a un fantasma; has oído su voz; sabes que estaba allí. Te reveló cosas que tú no podrías inventar. Viste a Lasher y lo oíste relatar su desgraciada historia, que también era algo inimaginable, una historia llena de nueva información y extraños detalles que todavía recuerdas con perplejidad, pese a que la tristeza que experimentaste cuando Lasher te la relató ya ha desaparecido y el propio Lasher se halla enterrado bajo un árbol.
»Y no olvides el momento en que enterraste el cadáver y arrojaste la cabeza junto a éste, y hallaste la esmeralda y la sostuviste en la mano, en la oscuridad, mientras el cuerpo decapitado de Lasher yacía en la húmeda fosa, esperando a ser cubierto con tierra.
Quizá uno acabase por acostumbrarse a todo, pensó Michael. Quizá eso era lo que le había sucedido a Stuart Gordon. No le cabía la menor duda de que Gordon era culpable, absolutamente culpable de todo. Yuri estaba convencido de ello. Pero ¿qué era lo que le había llevado a traicionar sus principios?
Michael reconocía que siempre había sido muy receptivo a esas oscuras y misteriosas cualidades celtas. Quizá su entusiasmo por la Navidad derivara de una inexplicable nostalgia de los rituales que se practicaban en aquellas islas; y quizá todos los pequeños adornos navideños que con tanto amor había acumulado durante años simbolizaran en cierto modo antiguos dioses celtas, revelasen un culto cargado de secretos paganos.
Su afición por las casas que había restaurado le permitió en ocasiones aproximarse, en la medida en que eso era posible en América, a aquella atmósfera de antiguos e impenetrables secretos, de misteriosos designios y conocimientos.
En cierto modo, Michael comprendía a Stuart Gordon. Y confiaba en que dentro de poco Tessa les explicaría, con toda claridad, los sacrificios y los graves errores de Gordon.
Sea como fuere, Michael había pasado por unas experiencias tan dramáticas que la serenidad que sentía ahora resultaba inevitable.
«Sí, has sufrido mucho, la vida te ha golpeado duramente y ahora estás aquí, junto a una taberna en esta pequeña y pintoresca aldea con su empinada calle de adoquines, pensando en todo ello sin la menor emoción. El ser que se encuentra a tu lado no es humano, aunque sea tan inteligente como cualquiera de ellos, y pronto se reunirá con una hembra de su misma especie, un hecho de tal trascendencia que nadie desea mencionarlo, quizá por respeto hacia el hombre que va a morir.
Es difícil viajar durante una hora en un coche junto a un hombre que va a morir.
Michael apagó el cigarrillo. Yuri salió de la taberna. Estaban listos para reemprender el camino.
—¿Has podido hablar con la casa matriz? —le preguntó Michael a Yuri.
—Sí, he hablado con varias personas. He hecho cuatro llamadas y he hablado con cuatro personas. Si esas cuatro personas, mis mejores y más viejos amigos, se hallan implicados en la conspiración, no tengo escapatoria.
Michael le propinó a Yuri una palmada en el hombro para tranquilizarlo y lo siguió hasta el coche.
De pronto, Michael decidió no obsesionarse más con la actitud de Rowan hacia el Taltos. Durante todo el trayecto se había sentido celoso y había estado a punto de pedirle al chófer que se detuviera para que Yuri ocupara el asiento delantero y él pudiera sentarse junto a su esposa.
No, no iba a dejarse abatir por los celos. No podía saber lo que Rowan pensaba o sentía cuando miraba a ese extraño ser. Puede que también él fuera un brujo debido a su perfil genético y a un extraño patrimonio que él ignoraba, pero no era capaz de adivinar el pensamiento de nadie. Desde el momento en que se habían encontrado con Ashlar, Michael comprendió que Rowan no sufriría daño alguno si hacía el amor con ese ser, puesto que, como ya no podía tener hijos, no padecería una hemorragia como las que habían acabado con la vida de las víctimas de Lasher.
En cuanto a Ash, si su deseo era acostarse con Rowan lo ocultaba con gran caballerosidad. Claro que sabía que iba a encontrarse con una hembra de su especie, quizá la última hembra Taltos que existía sobre la faz de la Tierra.
«Hay otro problema urgente —pensó Michael al sentarse en el asiento junto al conductor y cerrar la puerta del coche—. ¿Vas a cruzarte de brazos y dejar que ese gigante asesine a Stuart Gordon? Sabes perfectamente que no puedes hacerlo. No puedes asistir impasible al asesinato de una persona. Es imposible. La única vez que lo hiciste, sucedió de forma tan rápida, sólo el instante de apretar el gatillo, que apenas tuviste tiempo de reaccionar.
»Tú mismo has matado a tres personas. Y este estúpido cabrón, este loco que declara tener encerrada a una diosa, ha matado a Aaron.
A los pocos minutos habían dejado atrás la pequeña aldea, que se desvaneció entre las sombras. ¡Qué paisaje tan entrañable y apacible! En otro momento, Michael hubiera pedido que se detuvieran para dar un paseo por la carretera.
Cuando se volvió, le sorprendió comprobar que Rowan lo estaba observando. Se había vuelto también hacia un lado, con su pierna apoyada contra el asiento que había detrás de él, para poder mirarlo. Sus piernas medio desnudas resultaban muy provocativas, pero ¿qué importaba? Rowan se estiró la falda para taparse los muslos, envueltos en unas transparentes medias de nailon.
Michael apoyó el brazo en el respaldo de cuero viejo del asiento, dejando reposar la mano sobre el hombro de Rowan. Ella no se apartó, sino que lo miró con sus inmensos y misteriosos ojos grises, ofreciéndole algo mucho más íntimo que una sonrisa.
Él la había evitado durante el rato que permanecieron en la aldea, aunque no sabía exactamente por qué. En un impulso, decidió hacer algo vulgar y descortés.
Se inclinó hacia Rowan, le agarró la cabeza y la besó rápidamente. Luego se acomodó de nuevo en el asiento. Rowan pudo haberlo evitado, pero no lo hizo. Y cuando sus labios rozaron los suyos, Michael sintió en su corazón una leve punzada que poco a poco empezó a adquirir mayor intensidad. «¡Te quiero! ¡Démonos otra oportunidad!»
Tan pronto como hubo expresado ese ruego, se dio cuenta de que no estaba hablando con ella, sino consigo mismo acerca de ella.
Michael se reclinó en el asiento y miró por la ventanilla, observando cómo el cielo se oscurecía y perdía su último y sutil resplandor. Luego, volvió la cabeza y cerró los ojos.
Nada impedía que Rowan se enamorara locamente de ese ser que no podría dejarla preñada con un monstruo, nada excepto la lealtad a su marido y su propia voluntad.
Michael comprendió que no poseía la certeza de que esas dos razones bastaran para frenarla. Quizá nunca se volviera a sentir seguro respecto a su mujer.
Al cabo de veinte minutos anocheció por completo y el chófer encendió los faros. Podían estar circulando por cualquier autopista, en cualquier parte del mundo.
Al fin Gordon rompió el silencio, ordenando al chófer que girara a la derecha y tomara el siguiente camino a la izquierda.
El vehículo giró por un camino que conducía a una zona boscosa en la que crecían hayas y robles, junto a unos pocos árboles frutales que Michael no consiguió identificar. Los faros del coche iluminaban de vez en cuando unas flores de color rosa.
El segundo camino vecinal estaba sin asfaltar. El bosque se tornaba cada vez más denso. Quizá se tratara de los vestigios de un viejo bosque infestado de druidas, como los que antiguamente se extendían por todo el territorio de Inglaterra y Escocia, posiblemente por toda Europa, ese tipo de bosques que Julio César había arrasado sin piedad, a fin de obligar a los dioses de sus enemigos a huir para no morir aniquilados.
La luna brillaba en el cielo. Michael divisó un pequeño puente antes de que giraran de nuevo y enfilaran un camino que discurría junto a un pequeño y apacible lago. En el lado opuesto se alzaba una torre, tal vez una fortaleza normanda. Era un paraje tan romántico que Michael supuso que los poetas del siglo pasado le habrían dedicado un sinfín de versos. Quizá incluso lo hubiesen construido ellos mismos, y se tratase de una de esas hermosas falsificaciones que habían florecido por doquier a medida que la reciente afición por las estructuras góticas revolucionaba la arquitectura en el mundo entero.
Pero al doblar un recodo y aproximarse a la torre, Michael la observó con mayor nitidez y pudo comprobar que se trataba de una torre típicamente normanda, de grandes proporciones, con una altura de unos tres pisos hasta las almenas. En las ventanas había luz. La parte inferior del edificio estaba rodeada de árboles.
Sí, era una torre normanda. Michael había visto algunas en su época de estudiante, cuando se dedicaba a recorrer los itinerarios turísticos de Inglaterra. Incluso resultaba posible que un sábado de estío de tantos años atrás que ya ni lo recordaba, hubiera contemplado esa misma torre que ahora se elevaba frente a ellos.
En cualquier caso, no se acordaba. El lago, el gigantesco árbol que tenía a su izquierda, todo el conjunto resultaba demasiado perfecto. Michael avistó los fundamentos de una estructura mayor que se hallaban diseminados a lo largo de una extensa zona, erosionados por la lluvia y el viento y medio ocultos por los matojos.
Después de atravesar un bosquecillo de jóvenes robles que ocultaban la torre, llegaron casi hasta sus puertas. Michael vio un par de coches aparcados frente a ella, así como dos diminutas luces que iluminaban un amplio portal.
El edificio presentaba un aspecto muy cuidado, habitable. La torre se hallaba perfectamente conservada, sin ningún añadido moderno que resultase visible. Una parra se aferraba a los muros de piedra, por encima del sencillo arco de la puerta.
Nadie pronunció palabra.
El chófer detuvo el coche en un pequeño claro cubierto de grava.
Michael se apeó apresuradamente y echó un vistazo a su alrededor. Pudo observar un frondoso jardín inglés que se extendía en dirección al lago y al bosque, repleto de plantas y flores primaverales cuyas siluetas apenas distinguía en la oscuridad. ¿Quién sabe qué tesoros se ocultaban allí, es que no se revelarían a sus ojos hasta el día siguiente, cuando amaneciera?
Aunque, bien pensado, nadie podía saber si se encontrarían aún allí cuando amaneciera.
Entre ellos y la torre se alzaba un inmenso alerce, sin duda el árbol más antiguo que Michael había contemplado en su vida.
Michael se dirigió hacia el venerable árbol, dejando atrás a su esposa. Pero no pudo reprimir el impulso.
Cuando se detuvo bajo sus gigantescas ramas alzó los ojos hacia la fachada de la torre y divisó una solitaria figura en la tercera ventana; tan sólo unos hombros y una cabeza diminuta. Se trataba de una mujer, con el cabello suelto y tal vez cubierto por un velo.
Michael oyó los pasos de los demás sobre la grava, pero no se movió. Deseaba permanecer en aquel lugar y admirar el sereno lago, en cuyas aguas se reflejaban delicados árboles frutales que ostentaban unas pálidas flores. Probablemente se tratara de ciruelos japoneses, unos árboles que crecían en primavera en Berkeley, California, y que conseguían que la luz de las callejuelas adquiriera un matiz rosado.
Michael deseaba guardar en su memoria todo esto. No quería olvidarlo jamás. Quizá aún no se había recuperado del largo viaje en avión, o puede que se estuviera volviendo loco como Yuri. Era una imagen que simbolizaba a la perfección la aventura que habían emprendido, sus horrores y revelaciones: la esbelta torre y la perspectiva de hallar en su interior una princesa.
El chófer apagó los faros del coche. Los otros pasaron junto a Michael. Rowan permaneció a su lado mientras él contemplaba el lago por última vez. Después vio la gigantesca silueta de Ash, que agarraba a Stuart Gordon por la muñeca. Éste avanzaba arrastrando los pies, como si estuviera a punto de desplomarse. Durante unos instantes, Michael sintió lástima de aquel anciano de cabellos grises. Cuando se aproximaron a la puerta, la luz iluminó los vulnerables tendones de su delgado cuello.
Sí, aquél era el momento supremo, pensó Michael, impresionado ante la idea de que en aquella torre vivía un Taltos hembra, como Rapunzel, y que Ash iba a matar al anciano al que conducía hacia la puerta de la torre.
Es posible que el recuerdo de ese momento —de esas imágenes, de la suave y fresca noche— fuera lo único que él consiguiera salvar de esa experiencia. Era muy probable.
Con gesto pausado pero firme, Ash le arrebató la llave a Stuart Gordon y la introdujo en la enorme cerradura de hierro. La puerta se abrió con moderna eficacia y ellos penetraron en el vestíbulo; aquel espacio estaba dotado de calefacción eléctrica y había sido decorado con unos amplios y confortables sillones de estilo neo-renacentista que exhibían unas amplias patas maravillosamente talladas y rematadas por unas garras, así como una tapicería algo raída, aunque valiosa y muy bella.
De los muros colgaban unos cuadros medievales, muchos de los cuales mostraban la imperecedera pátina de la pintura al temple con yema de huevo. En una esquina había una armadura cubierta de polvo. Otros tesoros aparecían diseminados aquí y allá, en deliberado desorden. Parecía el hogar de un hombre poético, un hombre enamorado del pasado de Inglaterra, quizá fatalmente desarraigado del presente.
A la izquierda, había una escalinata que seguía la curva de la pared a medida que descendía. La luz de una habitación del piso superior iluminaba el hueco de la escalera; Michael pensó que tal vez también proviniera de otras habitaciones.
Ash soltó a Stuart Gordon, se dirigió hacia la escalera, apoyó la mano en el poste y empezó a subir.
Rowan lo siguió en el acto.
Stuart Gordon parecía no haberse dado cuenta de que Ash lo había soltado.
—No la lastimes —dijo de pronto, como si eso fuera la única cosa que le preocupara—. No la toques sin su permiso —le rogó a Ash. La voz que brotaba de su esquelético y viejo rostro parecía constituir el último vestigio de su masculinidad—. ¡No le hagas daño a mi tesoro!
Ash se detuvo, miró a Gordon fijamente y luego subió la escalera.
Todos le siguieron, incluido Gordon, quien pasó apresuradamente junto a Michael y casi derribó a Yuri. Al llegar a la cima de la escalera alcanzó a Ash y ambos desaparecieron.
Cuando los otros llegaron arriba, se encontraron con una gran estancia decorada con la misma sencillez que el vestíbulo; sus muros eran los de la torre, salvo para dos pequeñas habitaciones con paredes y techo revestidos de madera antigua, que quizá servían de baños o vestidores. La espaciosa estancia contenía varios sofás y sillones cómodos y viejos, así como unas lámparas de pie con pantallas de pergamino que iluminaban algunos rincones de la habitación, aunque el centro estaba desnudo. Del techo pendía un candelabro de hierro cuyas velas proyectaban un amplio círculo de luz sobre el reluciente suelo.
Al cabo de unos instantes Michael advirtió que en la habitación había otra persona, medio oculta en las sombras. Yuri se volvió para mirarla.
Al otro lado del círculo de luz, frente a ellos, había una mujer muy alta sentada en un taburete, ante un telar. Un pequeño flexo iluminaba sus manos, pero no su rostro. Michael distinguió un fragmento de la labor que estaba realizando, un primoroso bordado de alegres pero sutiles colores.
Ash se detuvo y miró a la mujer. Ésta, a su vez, se volvió hacia él. Se trataba de la mujer de largos cabellos que Michael había visto en la ventana.
Todos permanecieron inmóviles, mientras Gordon corría hacia ella.
—¡Tessa! —exclamó, haciendo caso omiso de los otros, como si hubiera olvidado que estaban allí—. ¡Ya estoy aquí, cariño!
La mujer se levantó. Era mucho más alta que Gordon. Éste la abrazó y ella emitió un leve suspiro, apoyando delicadamente las manos sobre sus hombros. Pese a su estatura, era tan delgada que daba la impresión de ser más débil que él. Gordon la tomó por la cintura y la condujo hacia el círculo de luz.
Rowan la miró con expresión preocupada. Yuri parecía entusiasmado. El rostro de Ash era impenetrable; se limitó a observarla mientras se dirigía hacia ellos. Entonces se detuvo bajo el candelabro, y la luz le iluminó la coronilla y la frente.
Parecía monstruosamente alta, tal vez por tratarse de una mujer.
Su rostro era perfecto, como el de Ash, pero menos alargado y pronunciado. Tenía una boca diminuta y bien dibujada, los ojos grandes y azules, de mirada bondadosa, y unas pestañas largas y espesas como las de Ash. Su abundante cabellera blanca le caía por la espalda, inmóvil y sedosa, más parecida a una nube que a una mata de pelo, tan fina que casi resultaba translúcida.
Llevaba un vestido violeta con un exquisito bordado debajo del pecho. Las mangas, largas y abombadas, ya pasadas de moda, se ceñían delicadamente a sus muñecas.
Michael pensó de pronto en Rapónchigo —o, mejor dicho, en todos los cuentos infantiles que había leído a lo largo de su vida—, en hadas, reinas y princesas de inequívoco poder. Cuando la mujer se acercó a Ash, Michael observó que su tez poseía una blancura casi nívea. Era como un cisne que se hubiera transformado en una princesa de mejillas firmes y lozanas, labios levemente brillantes y unas largas pestañas que enmarcaban sus maravillosos ojos azules.
La mujer arrugó el ceño, igual que una criatura a punto de romper a llorar.
—Taltos —murmuró, aunque sin manifestar el menor temor. Su expresión era triste.
Yuri lanzó una exclamación de asombro.
Gordon parecía perplejo, como si no hubiera estado preparado para que el encuentro se produjera en esas circunstancias. Durante unos instantes, mientras contemplaba con arrobo a su amor, pareció rejuvenecer.
—¿Es ésta la hembra? —preguntó Ash, sonriendo levemente, sin apartar los ojos de la mujer pero tampoco sin hacer el menor gesto por estrechar la mano que ella le tendía. Luego continuó con voz pausada—: ¿Ésta es la mujer por la que asesinaste a Aaron Lightner, por la cual trataste de matar a Yuri, la hembra a la que querías proporcionar un Taltos macho a cualquier precio?
—¡No sabes lo que dices! —respondió Gordon con voz trémula—. Si tratas de hacerle daño, de palabra o acto, te mataré.
—No lo creo —replicó Ash—. Querida —añadió, dirigiéndose a la mujer—, ¿comprendes lo que digo?
—Sí —contestó ella suavemente, con una voz casi infantil—, Taltos —dijo, alzando las manos como una santa en éxtasis. Luego sacudió la cabeza y volvió a fruncir el ceño como si algo le preocupara.
¿Era la desgraciada Emaleth tan bonita y femenina como ella?
De pronto Michael vio cómo el rostro de Emaleth se desintegraba bajo el impacto de las balas y su cuerpo caía al suelo. ¿Era ésa la razón por la que lloraba Rowan, o era porque estaba cansada y le lloraban los ojos mientras presenciaba la escena entre Ash y la mujer? ¿Qué sentía ella aquellos momentos?
—Eres muy guapa, Tessa —dijo Ash, alzando levemente las cejas.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gordon—. Hay algo que no funciona entre vosotros. ¿De qué se trata? —Gordon avanzó un paso pero sé detuvo, no deseaba interponerse entre ellos. Su potente voz expresaba una profunda tristeza. Tenía la habilidad de un orador, de alguien que sabe cómo convencer a sus interlocutores—. No imaginé que vuestro encuentro se produjera en estas circunstancias, rodeados de personas incapaces de comprender el verdadero significado de esto.
Gordon se encontraba demasiado emocionado para fingir. Sus gestos ya no eran histéricos, sino trágicos. Ash permaneció inmóvil, sonriendo y observando a Tessa complacido mientras ella también esbozaba con su diminuta boca una alegre sonrisa.
—Sí, eres muy guapa —murmuró Ash. Luego se besó las yemas de los dedos y aplicó suavemente el beso a la mejilla de la mujer.
Tessa suspiró, estirando su largo cuello y dejando que el cabello se le desparramara por la espalda. Luego extendió las manos, y Ash la estrechó entre sus brazos y la besó. Sin embargo, Michael advirtió que la besaba sin pasión.
Gordon se interpuso entre ellos, le rodeó la cintura a Tessa con el brazo izquierdo y la obligó suavemente a retroceder.
—Aquí no, por favor. ¡Esto no es un vulgar burdel!
Luego se apartó de Tessa y se dirigió hacia Ash, con las manos unidas como si estuviera rezando, mirándolo sin temor, preocupado por algo más crucial para él que el hecho de salvar su propia vida.
—¿Qué lugar es el más idóneo para la boda de los Taltos? —solicitó con tono respetuoso, casi implorante—. ¿Cuál es el lugar más sagrado en Inglaterra, donde el perfil de St. Michael se extiende por la cima de la colina, y la derruida torre de la antigua iglesia de St. Michael se alza cómo un centinela?
Ash lo miró casi con tristeza, sereno, escuchándolo atentamente, mientras Gordon proseguía con su apasionado discurso.
—Déjame que os conduzca hasta allí, permíteme asistir a la boda de los Taltos de Glastonbury Tor —dijo, bajando el tono de voz y pronunciando las palabras de forma pausada—. Si consigo presenciar ese acontecimiento, ese milagro del nacimiento en la sagrada montaña, en el mismo lugar donde Jesús apareció en Inglaterra —allí donde han caído viejos dioses y han surgido otros nuevos, donde se ha derramado sangre en defensa de lo sagrado—, si consigo presenciar el alumbramiento del hijo de los Taltos plenamente conformado y unido en un abrazo a sus padres, el símbolo de la vida, ya no me importará seguir vivo o morir.
Gordon alzó la mano como si sostuviera en ella la Sagrada Forma. Se expresaba con voz sosegada, sin crispación, y sus ojos eran suaves y luminosos.
Yuri lo observó con manifiesto recelo.
Ash parecía la viva imagen de la paciencia, pero por primera vez Michael presintió una emoción más profunda y temible detrás de la mirada y la sonrisa de Ash.
—Entonces —continuó Gordon—, habré contemplado lo que siempre deseé. Habré asistido al milagro que cantan los poetas y sueñan los ancianos. Un milagro más grande que todos los que he presenciado desde que mis ojos pueden leer y mis oídos escuchar las historias que se me han relatado; o desde que mi lengua es capaz de articular palabras que expresen mis sentimientos más profundos.
»Concédeme estos últimos y preciosos momentos, la oportunidad de trasladarme a ese lugar. No queda lejos. Se encuentra sólo a un cuarto de hora de aquí, no tardaremos en llegar. Una vez en Glastonbury Tor, te entregaré la hembra, como un padre entregaría a su hija, mi tesoro, mi amada Tessa, y entonces podréis hacer lo que os plazca.
Gordon se detuvo y miró a Ash, sin moverse, con una expresión de profunda tristeza, como si sus palabras encerraran la tácita aceptación de su propia muerte.
No advirtió el silencioso pero evidente desprecio que reflejaba la mirada de Yuri.
Michael estaba perplejo ante la transformación que había experimentado el anciano, la fuerza y convicción de sus palabras.
—Glastonbury —murmuró Stuart—. Te lo ruego. Aquí no —dijo, sacudiendo la cabeza—. Aquí no —repitió. Luego guardó silencio.
Ash permaneció impasible. Después, suavemente, como si revelara un terrible secreto y con ello rompiera el corazón de un hombre sensible por el que sintiera una gran compasión, dijo:
—La unión no puede consumarse, no se producirá ningún nacimiento. —Ash pronunció estas palabras de forma pausada—. Tu hermoso tesoro es demasiado viejo. Es estéril. Su fuente se ha secado.
—¿Viejo? —replicó Stuart desconcertado, incrédulo—. ¡Viejo! —murmuró—. ¡Estás loco! ¿Cómo puedes decir eso? —inquirió, volviéndose hacia Tessa, la cual lo observaba imperturbable, sin mostrar el menor signo de dolor ni disgusto. Estás loco —repitió Stuart, alzando la voz—. ¡Mírala! —exclamó—. Mira su rostro, su cuerpo. Es magnífica. Te he traído una esposa de tal belleza que deberías caer de rodillas ante mí y darme las gracias —dijo Stuart desesperado, como si presintiera su derrota.
—Es posible que su rostro conserve su lozanía hasta el día que muera —respondió Ash con su habitual tono sosegado—. Todos los Taltos poseen un rostro juvenil, pero su cabello es completamente cano, está muerto. De su cuerpo no emana ningún aroma. Pregúntaselo a ella, si no me crees. Los humanos han pronunciado su nombre repetidamente. O quizá ha vivido aún más tiempo que yo. Su útero está muerto. Su fuente se ha secado.
Gordon ni siquiera trató de protestar. Se cubrió la boca con las manos, como si quisiera ocultar su dolor.
La mujer parecía un tanto perpleja, y sólo un poco disgustada. Se adelantó, rodeó con su largo y esbelto brazo los hombros de Gordon y dijo, dirigiéndose a Ash:
—Me juzgas por lo que los hombres han hecho conmigo a lo largo de los años, utilizándome en todas las aldeas y poblaciones a las que he acudido, causándome repetidas hemorragias, hasta que mi sangre se ha secado.
—No, no te juzgo —respondió Ash con vehemencia—. No te juzgo, Tessa. Te lo aseguro.
—¡Ah! —exclamó ella, sonriendo de modo alegre, como si aquella respuesta la hiciera sentirse profundamente feliz.
De pronto se volvió hacia Michael y hacia Rowan, que permanecía oculta entre las sombras, y los miró con afecto.
—Aquí no he sufrido esos horrores —dijo la mujer—. Stuart me ama de forma casta. Éste es mi refugio —añadió, extendiendo las manos hacia Ash—. ¿No quieres quedarte aquí conmigo? —preguntó, conduciendo a Ash hacia el centro de la habitación—. Podríamos charlar, bailar. Cuando te miro a los ojos oigo una música.
La mujer atrajo a Ash hacia ella y dijo con tono emocionado y sincero:
—Me alegro mucho de que hayas venido.
Luego miró a Gordon, el cual retrocedió mientras observaba la escena con el ceño arrugado, las manos sobre los labios, hasta chocar con una vieja silla de madera. Se dejó caer en ella, apoyó la cabeza en el respaldo y volvió el rostro. Era como si las fuerzas lo hubieran abandonado, como si se hubiera quedado sin aliento.
—Bailad conmigo —dijo Tessa—. Todos vosotros. ¿No queréis bailar conmigo?
La mujer extendió los brazos e inclinó la cabeza hacia atrás y agitó su cabellera, que parecía no tener vida, como el cabello blanco de los ancianos. Luego empezó a dar vueltas y más vueltas haciendo que la amplia falda de su vestido violeta se ahuecara y formase una especie de campana, mientras ella danzaba sobre las puntas de sus pies calzados con unas zapatillas de raso.
Michael no podía apartar los ojos de ella, fascinado por los sutiles movimientos con los que iba describiendo un amplio círculo, avanzando el pie derecho y luego el izquierdo, como si se tratara de una danza ritual.
En cuanto a Gordon, estaba tan abatido que inspiraba lástima. La negativa de Ash a unirse con la mujer había supuesto para él un golpe terrible, peor que la muerte.
Ash miraba también fijamente a Tessa, ligeramente conmovido, preocupado, incluso triste.
—Mientes —murmuró Stuart, hundido, desesperado—. Lo que dices es una mentira abominable.
Ash no se dignó contestar, sino que sonrió a Tessa y asintió con un movimiento de cabeza en señal de aprobación.
—Pon la música que me gusta, Stuart. Quiero que la oiga Ash —dijo la mujer, sonriendo y dedicándole una reverencia a Ash. Él se inclinó ante ella y la tomó de las manos.
La patética figura sentada en la silla parecía incapaz de moverse. De nuevo murmuró:
—No es cierto. —Sus palabras carecían de convicción.
Tessa empezó a tararear una canción mientras seguía girando.
—Interpreta mi música, Stuart, por favor.
—Yo lo haré —terció Michael en voz baja.
Acto seguido se volvió sin saber muy bien lo que buscaba, confiando en que no se tratara de un arpa o un violín, algo que requería la destreza de un músico experimentado, porque en tal casó haría el ridículo más espantoso.
Michael también se sentía deprimido, muy triste, incapaz de gozar de la sensación de alivio que hubiera debido sentir en aquellos momentos.
Durante unos instantes miró a Rowan, la cual parecía también tocada con un velo de tristeza, sus manos juntas y su figura erguida contra la barandilla de la escalera, siguiendo con la mirada todos los movimientos de Tessa, que había empezado a tararear una melodía que entusiasmaba a Michael.
Al fin Michael descubrió el equipo estereofónico, de diseño casi místicamente técnico y dotado de multitud de pequeñas pantallas digitales, botones y cables conectados a varios altavoces que se hallaban colgados en la pared a distancias aleatorias.
Michael se agachó, para intentar leer el nombre de la cinta que había dentro del reproductor de casetes.
—Es la música que le gusta a ella —dijo Stuart, mirando fijamente a la mujer—. No tienes más que apretar el botón. Es su música. No se cansa jamás de escucharla.
—Baila con nosotros —dijo Tessa—. ¿No te apetece bailar con nosotros? —insistió, acercándose a Ash.
Esta vez Ash no pudo resistirse a la invitación de la mujer. La tomó de las manos y luego la ciñó por la cintura como si se dispusieran a iniciar un vals, íntimamente abrazados.
Michael oprimió el botón del aparato.
A través de los numerosos altavoces empezaron a sonar los suaves y lentos acordes en un bajo sostenido de los instrumentos de cuerda, luego las trompetas, nítidas y resplandecientes, se impusieron sobre los vibrantes tonos del clavicordio y adoptaron la misma escala melódica para acabar asumiendo el protagonismo, seguidas por las cuerdas.
Ash guiaba airosamente a su pareja, trazando ambos con pasos ágiles y precisos unos armoniosos círculos.
Se trataba del Canon de Pachelbel. Michael reconoció de inmediato la obra, ejecutada de forma tan magistral como jamás la había oído interpretar, y en la que los instrumentos de viento alcanzaban la riqueza acústica que había pretendido el compositor.
Jamás nadie compuso obra musical más melancólica, más entregada al romanticismo.
La música fue adquiriendo intensidad y trascendiendo los límites del barroco; las trompetas, las cuerdas y el clavicordio ejecutaban diversas melodías que se entrelazaban entre sí con una riqueza desgarradora, lo cual confería a la pieza un carácter a la vez conmovedor e intemporal.
La pareja continuó bailando, sus cabezas levemente inclinadas, trazando de forma pausada unos gráciles pasos al ritmo de la melodía. Ash miró a Tessa complacido. A medida que la música iba adquiriendo intensidad, cuando las trompetas emitieron unos delicados y vibrantes trinos, perfectamente controlados, y todas las voces instrumentales se unieron en el momento más jubiloso de la obra, Ash y Tessa empezaron a girar con mayor rapidez, describiendo unos círculos cada vez más amplios.
La falda de Tessa parecía flotar en torno a ella mientras sus diminutos pies se movían con elegancia, los tacones resonando levemente sobre el suelo de madera, su sonrisa más espléndida que nunca.
De pronto Michael percibió otro sonido que se unió a la danza —pues el Canon, cuando era interpretado de ese modo, parecía una danza— y comprendió que era la voz de Ash, el cual estaba cantando. Tan sólo tarareaba la música, sin pronunciar palabra. Tessa se apresuró a imitarlo, y ambas voces se elevaron sobre el profundo y brillante sonido de las trompetas, al ritmo de los crescendo de la melodía, mientras giraban a gran velocidad con las espaldas erguidas, y riendo radiantes de felicidad.
A Rowan se le llenaron los ojos de lágrimas mientras contemplaba al hombre, alto y de porte majestuoso, y a la airosa y grácil reina de las hadas. El anciano sentado en la silla, agarrado al brazo de ésta como si se hallase al límite de sus fuerzas, también estaba profundamente conmovido.
Yuri parecía estar a punto de derrumbarse, de perder el control. Pero permanecía inmóvil, apoyado en la pared, contemplando la escena.
Ash miraba a su pareja embelesado, con adoración, girando la cabeza de un lado al otro y moviéndose cada vez más deprisa.
Siguieron bailando y girando en medio del círculo de luz, desplazándose hacia las sombras y apareciendo de nuevo en el centro de la habitación, cantando como si se brindaran mutuamente una serenata; el rostro de Tessa expresaba la alegría de una niña a la que acabaran de conceder su deseo más ferviente.
Michael pensó que debían retirarse —Rowan, Yuri y él— para permitir que Ash y Tessa disfrutaran de su tierno y conmovedor encuentro.
Quizá éste fuese el único abrazo del que gozarían. Ambos parecían haberse olvidado de la compañía, así como de la suerte que les tenía reservado el destino.
Pero ni él ni ninguno de los presentes pudo retirarse. El baile continuó hasta que el ritmo se tornó más lento, hasta que los instrumentos empezaron a sonar con más suavidad, anunciando el fin de la pieza, y las distintas líneas melódicas del Canon confluyeron en una única y potente voz, que al cabo de unos segundos empezó a disiparse mientras la trompeta emitía una última nota antes de que se hiciera definitivamente el silencio.
La pareja se detuvo en el centro de la habitación, la luz del candelabro iluminando sus rostros y su cabello.
Michael se apoyó en el muro de piedra, incapaz de moverse, mirándolos fijamente.
Esa clase de música podía herirte profundamente. Provocaba el recuerdo de las frustraciones y la soledad. Era como si dijera: «Así es la vida. Tenlo presente».
Silencio.
Ash tomó las manos de la reina de las hadas, examinándolas detenidamente, y las besó. Tessa permaneció inmóvil, mirándolo como si estuviera enamorada, quizá no de él, sino de la música, el baile y la luz, de todo.
Ash la condujo de nuevo hacia el telar, obligándola suavemente a tomar asiento en el taburete.
Al volverse y contemplar el tapete que estaba bordando, Tessa pareció olvidarse de todos los presentes, incluso de Ash, y sus ágiles dedos reanudaron de inmediato la labor.
Ash retrocedió, procurando no hacer ruido, y luego se volvió y miró a Stuart Gordon.
El anciano no protestó ni suplicó. Permaneció sentado de lado en la silla mientras su mirada se dirigía de Ash a Tessa, y de nuevo a Ash.
Había llegado el trágico momento, pensó Michael. Pero quizá una historia, una extensa explicación, un argumento desesperado consiguiera demorarlo.
Sin duda, Gordon trataría de hacerlo. Alguien debía intentarlo. Era preciso hacer algo para salvar la vida de aquel desgraciado ser humano; justamente porque era eso, un ser humano, alguien debía impedir su inmediata ejecución.
—Quiero los nombres de los otros —dijo Ash con su habitual tono calmado—. Quiero saber quiénes fueron tus compinches, tanto dentro como fuera de la Orden.
Stuart tardó unos minutos en responder. No se movió, ni rehuyó la mirada de Ash.
—No —contestó al fin—. Jamás te daré esos nombres.
Era una respuesta definitiva. Michael comprendió que ninguno de ellos conseguiría convencer al anciano, el cual permanecía encerrado en su dolor.
Ash se dirigió lentamente hacia Gordon.
—Espere —dijo Michael—. Se lo ruego, Ash, espere.
Ash se detuvo y miró solícito a Michael.
—¿Qué pasa, Michael? —preguntó, fingiendo no saber a qué se debía ese ruego.
—Deje que Gordon nos revele lo que sabe —contestó Michael—. Deje que nos cuente su historia.