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Había nevado durante todo el día. Mientras anochecía y rápidamente todo quedaba sumido en una densa oscuridad, él permaneció ante la ventana contemplando las pequeñas figuras que patinaban en Central Park. Las farolas proyectaban unos círculos perfectos de luz sobre la nieve. Los patinadores se deslizaban sobre el helado lago, aunque él sólo distinguía sus siluetas. Los coches circulaban lentamente a través de las calles oscuras.
A derecha e izquierda se erguían los rascacielos que poblaban el centro de la ciudad. Pero nada se interponía entre él y el parque, excepto una selva de edificios más bajos, unas azoteas con jardines, unas gigantescas máquinas negras y algunos tejados de dos aguas.
Le entusiasmaba esa vista y no dejaba de sorprenderle que otros la encontraran tan singular, que un operario que acudía a reparar uno de los aparatos de la oficina dijera que jamás había contemplado Nueva York desde semejante perspectiva. Era una lástima que no existiera una torre de mármol para todo el mundo, una serie de atalayas desde las cuales la gente pudiera admirar el extraordinario paisaje urbano.
Él levantaría unas torres cuya única función sería la de constituirse en jardines flotantes para el disfrute de la gente. Utilizaría los mármoles que tanto le gustaban. Quizá lo hiciese este mismo año. Sí, probablemente lo haría este año. Y unas bibliotecas. Construiría más bibliotecas, lo cual le obligaría a viajar. Deseaba hacerlo cuanto antes. Después de todo, los parques estaban casi terminados y había fundado pequeñas escuelas en siete ciudades. También había dotado de tiovivos a veinte poblaciones. Los animales estaban hechos de material sintético, pero cada uno de ellos era una meticulosa e indestructible reproducción tallada a mano de una célebre obra de arte europea. A la gente le encantaban los tiovivos. Pero había llegado el momento de pensar en otros proyectos. El invierno le había sorprendido soñando despierto…
A lo largo del último siglo había conseguido dar forma a un centenar de ideas, y los pequeños triunfos de este año eran muy alentadores. En el interior de este edificio había construido un tiovivo antiguo, con caballos, leones y otros animales que eran réplicas exactas de los originales. El museo de coches de época se alojaba en una planta del sótano. Todos los días acudía un gran número de visitantes para admirar los Modelo T, los Stutz Bearcats, los MG-TD con ruedas de radios metálicos.
Además, en unas estancias espaciosas y bien iluminadas que ocupaban dos plantas sobre el vestíbulo se hallaban los museos de muñecas, el orgullo de la compañía, en los cuales se exponían los ejemplares que él había adquirido en todos los rincones del mundo. También estaba el museo privado, formado por las muñecas de su colección particular y que sólo se abría al público de vez en cuando.
A veces bajaba para observar a la gente, confundido entre los grupos de visitantes. Nunca pasaba inadvertido, pero tampoco sabían quién era.
Es imposible pasar inadvertido cuando mides más de dos metros de altura. Sin embargo, en los últimos doscientos años había sucedido algo muy curioso: la estatura de los seres humanos había aumentado y, pese a sus más de dos metros, ya no destacaba tanto entre los demás. Algunos lo miraban con curiosidad, pero no les infundía miedo.
A veces entraba en el edificio alguien más alto que él y sus empleados se apresuraban a comunicárselo, creyendo que le complacía que le informaran de ello. Les parecía divertido. A él no le importaba. Le gustaba ver a la gente sonriente y feliz.
«Señor Ash, ha aparecido un tipo altísimo. Cámara cinco».
Él se volvía hacia el conjunto de pequeños monitores para observar al individuo. Netamente humano. Por lo general, se daba cuenta enseguida. Algunas veces, aunque pocas, no estaba seguro de ello. Entonces bajaba en el rápido y silencioso ascensor y se acercaba con disimulo al individuo para constatar a partir de una serie de detalles si se trataba exclusivamente de un ser humano.
Otro de sus sueños era construir pequeños edificios de juguete, exquisitamente realizados con modernos plásticos. Imaginaba pequeñas catedrales, castillos, palacios —reproducciones perfectas de las grandes maravillas arquitectónicas—, todos ellos fabricados en serie y muy «rentables», como dirían los miembros de la junta de administración. Habría estructuras de distintos tamaños, desde unas casitas de muñecas hasta otras en las que cabrían los propios niños. Fabricaría también unos caballitos de tiovivo, en resina de madera, al alcance de casi todos los bolsillos. Donaría centenares de caballitos de juguete a escuelas, hospitales y otras instituciones similares. También deseaba crear unas maravillosas muñecas, irrompibles y fáciles de lavar, para los niños pobres. Era una idea que venía acariciando desde principios de siglo.
En los últimos cinco años venía fabricando unas muñecas cada vez más económicas, superiores en calidad a las anteriores, hechas con nuevos materiales químicos, bonitas y resistentes; pero los niños pobres no podían adquirirlas. Este año quería presentar un producto novedoso… Había diseñado un par de prototipos muy interesantes. Quizá…
Mientras pensaba en esos proyectos experimentó una profunda sensación de alegría, pues sabía que tardaría varios años en ejecutarlos. Tiempo atrás o, como suele decirse, en tiempos remotos, había soñado con monumentos: grandes círculos de piedras que todos pudieran contemplar, una danza de gigantes sobre la tupida hierba de la planicie. Incluso las torres de proporciones más modestas le obsesionaban desde hacía décadas, y durante siglos se había deleitado examinando y estudiando la escritura de hermosos tomos.
Pero esos juguetes del mundo moderno, esos muñecos, esas pequeñas imágenes de seres adultos —no de niños, pues los muñecos nunca se parecen a los niños— constituían una extraña y persistente obsesión.
Los monumentos eran para quienes podían viajar con el fin de admirarlos. Las muñecas y los juguetes que él perfeccionaba y fabricaba llegaban a todos los rincones del mundo. Las máquinas modernas habían conseguido que un sinfín de maravillosos objetos estuvieran al alcance de personas de todos los países, ricas y pobres, gentes necesitadas de ayuda, comida y techo, o que se hallan en hospitales y asilos de los que jamás saldrán.
Su empresa había sido su salvación; gracias a ella había conseguido llevar a la práctica sus proyectos más ambiciosos. Él no comprendía por qué otras empresas de juguetes eran tan poco innovadoras, por qué sus estantes estaban repletos de muñecas monótonas e inexpresivas, por qué no aprovechaban las ventajas que ofrecían las nuevas tecnologías para crear productos nuevos y originales. A diferencia de sus aburridos colegas, cada triunfo le había animado a correr nuevos riesgos.
No le divertía eliminar a sus colegas del mercado. No, la competencia era algo que sólo entendía en el plano intelectual. Estaba convencido de que el número de posibles compradores en el mundo actual era ilimitado. En el mercado había sitio para todo aquel que propusiera algo novedoso y original. Y dentro de estos muros, dentro de esta gigantesca y peligrosa torre de acero y cristal, él gozaba de sus triunfos en un estado de felicidad que no podía compartir con nadie.
Absolutamente con nadie. Tan sólo con las muñecas. Las muñecas que ocupaban unas repisas de cristal a lo largo de los muros de mármol o unas peanas que se hallaban en las esquinas, o que se apiñaban sobre su amplio escritorio de madera. Su Bru, su reina, su belleza francesa de un siglo de antigüedad, había sido el testigo más fiel de innumerables vivencias. No pasaba un día sin que él bajara al segundo piso del edificio para visitar a Bru, una muñeca de noventa centímetros de estatura impecablemente concebida, una auténtica obra maestra, con sus rizos de mohair intactos, su rostro exquisitamente pintado, sus piernas y torso de madera tan perfectos como cuando el fabricante francés la lanzó al mercado parisiense hacía ya más de cien años.
Su encanto radicaba precisamente en el hecho de ser una muñeca que podían disfrutar miles de niños. Era una perfecta pieza de artesanía, fabricada en serie. Incluso su ropa de seda constituía una obra de arte, no para ser admirada por una sola persona sino por muchas.
Años atrás, cuando viajaba por el mundo, solía llevarla consigo. Con frecuencia la sacaba de la maleta para contemplar sus ojos de cristal y revelarle sus pensamientos, sus sentimientos, sus sueños. Por las noches, en la triste y solitaria habitación de hotel veía brillar una luz en los perspicaces ojos de la muñeca. Actualmente se hallaba expuesta en una vitrina de cristal, junto a otras muñecas Bru antiguas. A veces, sentía deseos de llevársela arriba y colocarla sobre una repisa en su dormitorio. ¿A quién podía importarle? ¿Quién se atrevería a hacer un comentario impertinente? La riqueza rodea a quien la posee de un silencio privilegiado; la gente se siente obligada a pensárselo dos veces antes de abrir la boca. De ese modo, podría hablar con la muñeca cuando lo deseara. En el museo, separados por una vitrina de cristal, no podían conversar. Ella, la humilde inspiración de su empresa, aguardaba pacientemente a que la rescatara.
Su empresa, ese «imperio», como solía denominarlo la prensa, se basaba en el desarrollo de una matriz industrial y mecánica que hacía sólo trescientos años que existía. ¿Y si una guerra llegaba a destruirla? Las muñecas y los juguetes le proporcionaban tanta satisfacción y alegría que no concebía la vida sin ellos. Aunque una guerra redujera el mundo a un montón de escombros, él seguiría creando figuritas de madera o arcilla que pintaría con sus propias manos.
En ocasiones se veía solo entre un montón de ruinas. Imaginaba Nueva York tal como aparecería en una película de ciencia-ficción, muerta y silenciosa, sembrada de columnas, frontones y cristales destrozados. Se veía a sí mismo sentado en una escalera derruida, fabricando una muñeca con unos palos y unos pedazos de tela arrancados respetuosamente del vestido de seda de una mujer que había muerto.
¿Quién iba a suponer que acabaría aficionándose a esas cosas? ¿Quién hubiese podido pensar que un día, hacía un siglo, mientras caminaba por París bajo un frío invernal, se detendría ante el escaparate de una tienda y se tropezaría con la mirada de cristal de su Bru, enamorándose perdidamente de ella?
Por supuesto, los de su especie siempre habían sido bien conocidos por su disposición al juego, a apreciar las cosas y disfrutar de ellas, razón por la que, después de todo, su afición quizá no fuera tan sorprendente. Sin embargo, estudiar una especie siendo uno de los pocos supervivientes de ésta resultaba complicado, sobre todo para alguien incapaz de apasionarse por la filosofía o la terminología médica y cuya memoria era buena pero no sobrenatural; además, su sentido del pasado solía limitarse a una inmersión propiamente infantil en el presente, y a cierto pánico a pensar en términos de milenios o siglos, o como los comunes mortales denominaran los grandes períodos de tiempo que él mismo había presenciado y a través de los cuales había vivido y luchado para, finalmente, acabar olvidándolos gracias a esta empresa que se adaptaba perfectamente a sus escasas pero singulares habilidades.
No obstante, le gustaba estudiar a sus congéneres y tomaba minuciosas notas sobre sí mismo. Lo de predecir el futuro no se le daba bien, al menos eso creía.
De pronto percibió un leve murmullo. Provenía de los serpentines que había bajo el suelo de mármol y que caldeaban suavemente la habitación. Casi le pareció sentir el calor que emanaba del suelo y atravesaba la suela de sus zapatos. Nunca hacía demasiado frío o demasiado calor en su torre; los serpentines se ocupaban de mantener la temperatura ideal. Le habría gustado que todo el mundo disfrutara de un confort semejante, de abundante comida, de calor. Su empresa invertía millones de dólares en ayuda humanitaria para gentes que vivían en remotos desiertos y selvas, pero él no estaba seguro de quién recibía ese dinero ni a quiénes beneficiaba.
Cuando se inventó el cine y, más tarde, la televisión, supuso que aquello acabaría con las guerras, que desaparecería el hambre del mundo. La gente no soportaría contemplar esas catástrofes en la pantalla. Pero se equivocaba. Ahora había más guerras y más hambre que nunca. En todos los continentes las tribus luchaban entre sí; millones de personas morían de hambre. Todavía quedaba mucho por hacer. ¿Por qué limitarse a unos pocos proyectos? ¿Por qué no hacerlo todo?
Había empezado a nevar de nuevo, unos copos tan pequeños que apenas los distinguía. Al aterrizar en las oscuras calles parecían derretirse, pero no podía estar seguro porque las calles se hallaban unos sesenta pisos más abajo. Junto a las aceras y en las azoteas había unas pilas de nieve medio derretida. En poco rato todo volvería a aparecer blanco, y desde esta habitación cálida y hermética resultaba fácil imaginar que la ciudad estuviera muerta y en ruinas debido a una plaga que no destruyera los edificios pero sí matara a los seres de sangre caliente que vivían en ellos, como las termitas en unos muros de madera.
El cielo estaba negro. Lo que menos le gustaba de la nieve era que le impedía ver el cielo. Y a él le encantaba el cielo sobre Nueva York, el cielo abierto que las personas en las calles no alcanzaban nunca a ver.
«Torres, les construiré torres —se dijo—. Un gran museo flotante, rodeado de terrazas, para que la gente suba en unos ascensores de cristal hasta el cielo y contemple…»
Unas torres destinadas al placer, entre todas esas otras que los hombres habían construido para el comercio y las ganancias.
De pronto se le ocurrió una curiosa idea que se repetía con machacona insistencia y le obligaba a meditar. Los primeros escritos que aparecieron en el mundo consistían en unas listas comerciales de productos que se vendían y compraban. Eso era lo que contenían las tablas cuneiformes de Jericó, unos inventarios… Igual que en Micenas.
En aquellos tiempos nadie consideraba importante plasmar por escrito sus ideas o pensamientos. Los edificios eran muy distintos de los actuales. Las estructuras más imponentes correspondían a los lugares sagrados, como templos o grandes zigurats de ladrillos de barro, revestidos de piedra caliza, por los que trepaban los hombres para realizar sacrificios a sus dioses. El círculo de monolitos de Salisbury Plain.
Ahora, siete mil años después, los edificios más imponentes eran los dedicados a las transacciones comerciales y ostentaban nombres de bancos, grandes corporaciones o inmensas empresas privadas como la suya. Desde su ventana veía brillar esos nombres en grandes y toscas letras iluminadas, a través del oscuro cielo, a través de una oscuridad que en realidad no era tal.
En cuanto a los templos y lugares sagrados, eran meras reliquias. Más abajo, distinguía las torres de San Patricio. Pero se trataba más bien de un monumento al pasado que de un dinámico centro del espíritu religioso comunitario y tenía un aire pintoresco, allí entre los elevados y anodinos edificios que lo rodeaban. Sólo ofrecía un aspecto majestuoso desde la calle.
Pensó que los escribanos de Jericó habrían comprendido el gigantesco cambio que se había producido. O quizá no. En el fondo, ni él mismo acababa de entenderlo, aunque las implicaciones parecieran más importantes y fantásticas de lo que nadie pudiera imaginar. El comercio, esta infinita multiplicidad de objetos hermosos y útiles, podía salvar al mundo a condición de que… Ciertas estrategias, como la destrucción masiva de artículos de la temporada pasada, el afán de conseguir que los diseños de otros quedaran obsoletos, eran fruto de una lamentable falta de visión, de unas absurdas teorías comerciales. La auténtica revolución no consistía en un ciclo basado en la creación y la destrucción, sino en la inventiva y la constante expansión. Era preciso acabar con las viejas dicotomías: La salvación residía en su adorada Bru, con sus piezas fabricadas en serie, y en las diminutas calculadoras que millones de personas llevaban en el bolsillo, en el trazo ligero y perfecto de un bolígrafo, en las biblias de cinco dólares y en aquellos bonitos juguetes que se vendían en los pequeños comercios por unos pocos centavos.
Debía meditar seriamente en el asunto, analizarlo, elaborar unas teorías comprensibles para todo el mundo…
—Señor Ash… —interrumpió una voz con suavidad.
No era necesario decir nada más. Ash tenía bien entrenados a sus empleados: «No hagáis ruido al abrir y cerrar las puertas; hablad en voz baja, pues os oigo perfectamente».
La voz pertenecía a Remmick, un hombre gentil por naturaleza, un inglés con unas gotas de sangre celta, aunque él mismo no lo supiese, un mayordomo que se había hecho indispensable durante la última década, aunque no tardaría en llegar el momento en que, por motivos de seguridad, debería ser apartado de su cargo.
—Señor Ash, ha llegado la joven.
—Gracias, Remmick —contestó él, con una voz aún más suave que la de su sirviente.
Si se concentraba, podía ver reflejada en el oscuro cristal de la ventana la imagen de Remmick, un hombre de aspecto corriente, con unos ojos azules pequeños y relucientes. Tenía los ojos demasiado juntos, pero su rostro no era desagradable. Mostraba siempre tal expresión de serena devoción hacia su señor que éste le había tomado gran cariño.
Había muchas muñecas en el mundo con los ojos demasiado juntos —sobre todo las muñecas francesas fabricadas años atrás por Jumeau, Schmitt e Hijos, Huret o Petit y Demontier—, con unos rostros redondos y ojos brillantes junto a sus naricitas de porcelana, con unas bocas diminutas como capullos de rosa y labios prominentes, como si una abeja les hubiera clavado el aguijón. Todo el mundo amaba esas muñecas; esas reinas de labios abultados.
Cuando uno amaba las muñecas y se dedicaba a estudiarlas, también empezaba a querer a todo tipo de personas, pues distinguía en sus expresiones distintas cualidades y advertía que cada rasgo estaba minuciosamente esculpido y encajado, de forma que algunos semblantes resultaban verdaderas obras maestras. En sus paseos por Manhattan, a veces Ash observaba los rostros de la gente en un intento de imaginar las diversas fases de su creación, la forma en que habían sido modeladas las orejas, la nariz, hasta la más pequeña arruga.
—He ofrecido a la joven una taza de té, señor. Estaba aterida de frío.
—¿Acaso no enviamos un coche a recogerla, Remmick?
—Sí, señor, pero hoy hace mucho frío.
—Pero en el museo hace una temperatura ideal, ¿no? Supongo que la ha conducido directamente allí.
—Sí, señor. Está muy nerviosa.
Ash se volvió y, dirigiendo a Remmick una radiante sonrisa, le indicó que se apartara con un gesto casi imperceptible. Luego se encaminó hacia la puerta del despacho anexo por el suelo de mármol de Carrara y miró hacia otra estancia con el mismo tipo de pavimento, como todas las habitaciones, donde se hallaba sentada la joven frente a una mesa. Estaba de perfil. Parecía muy inquieta. Ni siquiera se atrevía a coger la taza de té que le había servido Remmick. No sabía qué hacer con las manos.
—Permítame que le arregle el cabello, señor —dijo Remmick, tocándole levemente el brazo.
—¿Es preciso?
—Sí, señor.
Remmick sacó un pequeño cepillo de esos que suelen utilizar los hombres y le alisó rápidamente el pelo, que, según el mayordomo, necesitaba un buen corte porque le caía de forma desordenada sobre el cuello de la chaqueta.
Remmick dio un paso atrás para contemplar su obra.
—Perfecto —dijo, alzando las cejas y sonriendo—. Aunque está demasiado largo, señor.
—¿Temes que la asuste? —inquirió éste en tono burlón pero afectuoso—. No creí que te importara lo que esa joven pudiera pensar.
—Lo único que me interesa es que usted presente siempre un aspecto impecable.
—Lo sé —le respondió Ash con suavidad—. Te lo agradezco de veras.
Luego se dirigió hacia la joven. Al acercarse carraspeó ligeramente para anunciar su presencia. Ella volvió la cabeza y levantó los ojos. Al verlo, se quedó pasmada.
Él avanzó hacia ella con los brazos extendidos.
La joven se levantó, sonriendo, y le estrechó ambas manos con calor y firmeza. Luego observó sus desmesurados dedos.
—¿La he sorprendido, señorita Paget? —preguntó él, mostrándole su sonrisa más cordial—. Acabo de cepillarme el pelo para causarle buena impresión. ¿No le gusta mi aspecto?
—Su aspecto es fabuloso, señor Ash —se apresuró a contestar la joven con un acento típicamente californiano—. No supuse que… No creí que fuera tan alto, aunque todo el mundo me lo había dicho.
—¿Le parece que tengo un aspecto amable, señorita Paget? También dicen eso de mí. —Ash hablaba pausadamente. Muchos americanos no comprendían su acento inglés.
—Oh, sí, señor Ash —respondió ella—. Muy amable. Me encanta su pelo. Me gustan los hombres con el pelo largo.
La escena era realmente divertida. Ash confiaba en que Remmick estuviera escuchando. La riqueza hace que la gente se abstenga de juzgarte por tus actos y busque la sabiduría en tus decisiones, tu estilo. No es que se muestre servil, sino más comprensiva y tolerante. Por lo menos, a veces.
Se notaba que la joven era sincera. Sus ojos lo examinaban detenidamente, lo cual llenó a Ash de satisfacción. Tras estrecharle las manos con delicadeza, se separó de ella y ocupó su sillón al otro lado de la mesa.
Ella se sentó de nuevo, sin apartar los ojos de él. Tenía el rostro delgado y lleno de arrugas, pese a ser tan joven. Sus ojos eran de un tono azul violáceo. Era una muchacha de una belleza peculiar: cabello rubio ceniza, desaliñada pero elegante, vestida con una ropa exquisitamente vieja y arrugada.
«No hay por qué tirar las prendas viejas —pensó él—, pueden venderse a una tienda de ropa de segunda mano, reciclarlas mediante unas puntadas y un buen planchado; el destino de los objetos manufacturados reside en su durabilidad y versatilidad: la seda arrugada debajo de una luz fluorescente, un vestido viejo pero elegante con unos botones de plástico de colores inconcebibles, acompañado de unas medias de nailon tan resistente que podrían servir como cuerda si la gente no las tirara a la basura. Había tantas cosas que hacer y ver… Si pudiera hacerme con el contenido de todos los cubos de basura de Manhattan, ganaría otro billón con el material que encontraría allí».
—Admiro su trabajo, señorita Paget. Me alegro de conocerla personalmente —dijo señalando la superficie de su mesa, atestada de grandes fotografías en color de las muñecas que diseñaba la joven.
¿Es posible que ella no se hubiera fijado en las fotos? La muchacha se ruborizó. Quizá se sintiera algo enamoriscada de él, de su estilo, de sus modales. No estaba seguro. Tenía el don de hacer que la gente se enamorara de él, a veces sin pretenderlo siquiera.
—Hoy es uno de los días más importantes de mi vida, señor Ash —dijo la joven, como si no pudiera creer lo que le estaba sucediendo. Luego calló, avergonzada, temiendo haberse excedido.
Él sonrió con amabilidad, ladeando un poco la cabeza —una costumbre que solía desconcertar a sus interlocutores—, de forma que parecía mirar a la joven de abajo arriba aunque él fuese mucho más alto que ella.
—Quiero sus muñecas, señorita Paget —dijo Ash—. Todas. Me gusta cómo trabaja los nuevos materiales. Sus muñecas son originales, distintas. Es justamente lo que quiero.
La joven sonrió con timidez. Era un momento muy importante para ambos. Él estaba encantado de verla tan feliz.
—¿Le han explicado mis abogados los términos del contrato? ¿Está de acuerdo con ellos?
—Sí, señor Ash. Me lo han explicado todo de forma detallada, y acepto su oferta. Es mi sueño.
La joven pronunció la última palabra con vehemencia, sin balbuceos y sin sonrojarse.
—Es usted demasiado sincera, señorita Paget, necesita a alguien que la ayude a negociar un contrato comercial —dijo Ash en tono de reproche—. Pero jamás he estafado a nadie, al menos que yo recuerde. En caso de haberlo hecho, me gustaría que me lo recordasen a fin de subsanar mi error.
—Soy suya, señor Ash —dijo la joven. Tenía los ojos relucientes, pero no a causa de las lágrimas—. Los términos son generosos. Los materiales, estupendos. Los métodos… —La muchacha se encogió levemente de hombros—. La verdad es que desconozco los métodos de fabricación en serie, aunque conozco sus muñecas. He visitado varias tiendas para examinar los productos de la marca Ashlar. Sé que nuestra asociación funcionará.
Como tanta otra gente, la joven había comenzado fabricando sus muñecas en la cocina de su casa y después se instaló en el taller de un garaje, donde utilizaba un rudimentario horno para cocer las figuras de arcilla. Recorría los mercadillos en busca de tejidos; se inspiraba en personajes de películas y novelas. Sus obras eran exclusivas, «ediciones limitadas», como solían subrayar en las tiendas elegantes de juguetes y las galerías de arte. Había ganado varios premios, grandes y pequeños.
Sin embargo, sus moldes podían utilizarse para algo totalmente distinto: medio millón de maravillosas reproducciones de una muñeca, de otra y de otra más, en un vinilo trabajado de forma tan exquisita que parecería porcelana, con unos ojos pintados y centelleantes como el cristal.
—Hay algo que no comprendo, señorita Paget. ¿Por qué no pone nombre a sus muñecas?
—Las muñecas no tienen nombre para mí, señor Ash —respondió la joven—. Prefiero que los elija usted.
—¿Se da cuenta de que pronto será rica, señorita Paget?
—Eso me han dicho —contestó ella. En aquel momento parecía frágil y vulnerable.
—Tendrá que reunirse a menudo con nosotros para dar su conformidad a cada fase de la fabricación. De todos modos, no le ocupará mucho tiempo.
—Me encantará participar en el proceso de fabricación. Deseo…
—Quiero que me enseñe de inmediato todas las muñecas que vaya diseñando. Póngase en contacto con nosotros.
—De acuerdo.
—No esté tan segura de que le encantará participar en el proceso de fabricación. Como habrá observado, la fabricación en serie no se parece en nada a la producción artesanal, a la creación. Bueno, sí se parece, pero la gente no lo ve así. Los artistas no suelen ver la fabricación en serie como su aliada.
No era necesario que él le expusiera sus viejas teorías acerca de las obras únicas o las ediciones limitadas y que lo único que le interesaba era fabricar unas muñecas accesibles para todo el mundo. Utilizaría los moldes creados por ella para fabricar miles de muñecas, año tras año, variando algunos rasgos cuando lo considerara oportuno.
Todo el mundo sabía que a él no le interesaban los valores o conceptos elitistas.
—Si desea formularme alguna pregunta sobre nuestros contratos, señorita Paget, no dude en hacerlo.
—Ya he firmado los contratos, señor Ash —contestó la joven, soltando una carcajada espontánea y juvenil.
—Lo celebro, señorita Paget. Prepárese para ser famosa —dijo él, apoyando las manos en la mesa y enlazando los dedos.
—Sé que es usted un hombre muy ocupado, señor Ash —concluyó la joven, observando sus inmensas manos con curiosidad—. Me dijeron que no podría dedicarme más de quince minutos.
Él hizo un gesto con la cabeza para darle a entender que eso carecía de importancia, que prosiguiera.
—Quisiera saber por qué le gustan mis muñecas, señor Ash. Quiero decir…
Tras reflexionar unos instantes, él respondió:
—Lógicamente, me gustan porque son originales, como usted misma ha dicho. Pero lo que más me gusta, señorita Paget, es que sonríen incluso con los ojos; sus rostros transmiten vida y alegría. Tienen unos dientes blancos y resplandecientes. Casi me parece oírlas reír.
—Ése era el riesgo, señor Ash —contestó la joven, soltando otra carcajada. En aquellos momentos parecía tan feliz como las criaturas que diseñaba.
—Lo sé, señorita Paget. Confío en que no se le ocurra crear unas muñecas tristes.
—No sé si sabría hacerlo.
—Haga lo que haga, cuenta con mi apoyo. Pero no diseñe unas criaturas tristes. Eso déjelo para otros artistas.
Ash se levantó despacio, dando por finalizada la entrevista, y la joven, educadamente, se apresuró a ponerse en pie.
—Muchas gracias, señor Ash —le dijo, estrechando su enorme mano—. Cómo puedo expresarle…
—No es necesario.
Ash dejó que le estrechara la mano. Algunas personas no deseaban tocarlo una segunda vez. Era como si supieran que no era humano. No era su rostro lo que les repelía, sino sus desproporcionados pies y manos. O puede que, en su subconsciente, comprendieran que su cuello era demasiado largo, sus orejas demasiado estrechas. Los seres humanos reconocen inmediatamente a sus congéneres, a su tribu, clan o familia. Una gran parte del cerebro humano está organizado con el fin de reconocer y recordar diferentes tipos de fisonomías.
Pero a ella no le repelía el aspecto de Ash. Era una joven a la que abrumaba y ponía nerviosa tener que firmar un contrato comercial.
—A propósito, señor Ash, no se ofenda, pero me encantan sus canas. Espero que no se las tiña nunca. A los hombres jóvenes les sientan divinamente las canas.
—¿Por qué dice eso, señorita Paget?
La joven volvió a ruborizarse.
—No lo sé —contestó, soltando una risita nerviosa—. Tiene el cabello tan blanco para ser tan joven… No imaginé que fuera usted tan joven. Me ha sorprendido…
La joven se detuvo, turbada. Ash decidió poner fin a la entrevista antes de que la señorita Paget cometiera una de sus imaginarias torpezas.
—Gracias, señorita Paget —dijo Ash—. Ha sido usted muy amable. Celebro haber hablado con usted. —Su tono era tranquilizador, contundente, memorable—. Confío en volver a verla pronto y deseo que sea muy feliz.
De inmediato apareció Remmick para acompañar a la joven hasta la puerta. Ella se despidió murmurando unas cálidas palabras de gratitud, expresando su confianza en que no la abandonaran las musas de la inspiración y su deseo de complacer a todo el mundo. O algo por el estilo. Él le dirigió una última sonrisa antes de que la joven abandonara la estancia y se cerraran tras ella las puertas de bronce.
Una vez en su casa, la señorita Paget sacaría unas viejas revistas y se pondría a hacer unos cálculos aritméticos, utilizando quizás una calculadora. Comprendería que él no podía ser tan joven como había imaginado y llegaría a la conclusión de que había pasado los cuarenta, que iba ya camino de los cincuenta.
¿Cómo resolvería este inconveniente a la larga?, se preguntó Ash. El tiempo siempre era un problema. Llevaba una vida que le satisfacía plenamente, pero era preciso realizar algunos ajustes. En cualquier caso, no quería pensar en algo tan desagradable. ¿Y si su cabello se volvía completamente blanco? Sería una ventaja, sin duda. Pero ¿qué significaba el cabello blanco? ¿Qué era lo que revelaba? En estos momentos se sentía demasiado feliz para pensar en esas cosas. Demasiado feliz para pensar en algo que le infundía pavor.
Se dirigió de nuevo hacia la ventana para contemplar la nieve que seguía cayendo. Desde este despacho divisaba Central Park con tanta nitidez como desde los otros. Apoyó la mano en el cristal. Estaba helado.
La pista de patinaje aparecía desierta. La nieve cubría todo el parque y el tejado del edificio de enfrente. De pronto observó algo muy curioso que le hizo sonreír.
Se trataba de la piscina instalada en la azotea del hotel Parker Meridien. La nieve caía acompasadamente sobre el tejado transparente de la azotea mientras, debajo de éste, un hombre nadaba en el agua verde y límpida de la piscina que se hallaba cincuenta pisos por encima del nivel de la calle.
«Esto es ser rico y poderoso —musitó Ash—. Nadar bajo el cielo mientras nieva».
Construir piscinas flotantes era otro de los proyectos destacables.
—Señor Ash —le interrumpió Remmick.
—¿Qué hay? —respondió Ash distraídamente, observando las largas brazadas del nadador, un hombre de edad avanzada y de extrema delgadez. En otros tiempos lo habrían tomado por una víctima del hambre; pero se notaba que estaba sano y en forma. Probablemente se tratara de un hombre de negocios que se había visto atrapado en el crudo invierno neoyorquino por circunstancias económicas, y había decidido nadar un rato en la impoluta piscina climatizada del hotel.
—Una llamada telefónica para usted, señor.
—No me interesa, Remmick. Estoy cansado. Es la nieve. Hace que sienta deseos de tumbarme en la cama y dormir. Voy a acostarme. Sólo me apetece tomarme una taza de chocolate caliente y dormir, dormir y dormir.
—El hombre que está al teléfono me ha asegurado que usted querría hablar con él, que le dijera…
—Todos dicen lo mismo, Remmick —replicó Ash.
—Se llama Samuel, señor.
—¡Samuel!
Ash se volvió bruscamente y observó el plácido rostro de su mayordomo, que no reflejaba ningún juicio ni opinión. Tan sólo afecto y sumisión.
—Dijo que le avisara de inmediato, señor Ash. Supuse que…
—Has hecho bien. Déjame solo unos minutos.
Ash se sentó ante su mesa. Cuando se cerraron las puertas del despacho, levantó el auricular y oprimió un pequeño botón rojo.
—Samuel —murmuró.
—Ashlar —respondió la voz de su interlocutor, con tanta nitidez como si se encontrara junto a él—, llevo quince minutos esperando que te pongas al teléfono. Parece que te has convertido en un personaje muy importante.
—¿Dónde estás, Samuel? ¿En Nueva York?
—No, en Donnelaith. Me alojo en la posada.
—Teléfonos en el valle… —murmuró Ash. Su interlocutor le hablaba desde Escocia, desde el valle.
—Así es, amigo mío, teléfonos en el valle. Y otras cosas. Ha aparecido un Taltos, Ash. Lo he visto con mis propios ojos. Un auténtico Taltos.
—Un momento. ¿He oído bien?
—Perfectamente. No te excites, Ash. Está muerto. Era un niño, un bebé. Es una historia muy larga en la que había un gitano implicado, un gitano muy listo llamado Yuri, miembro de la orden de Talamasca. De no ser por mí, estaría muerto.
—¿Estás seguro de que el Taltos ha muerto?
—Me lo dijo el gitano. La orden de Talamasca está atravesando momentos difíciles. Ha ocurrido una tragedia. Todo parece indicar que quieren matar al gitano, pero él está decidido a regresar a la casa matriz. Debes venir cuanto antes.
—Me reuniré contigo mañana en Edimburgo, Samuel.
—No, ve directamente a Londres. Se lo prometí al gitano. Pero ven enseguida, Ash. Si sus hermanos de Londres averiguan dónde se encuentra, lo matarán.
—Es una historia increíble, Samuel. Los de Talamasca son incapaces de matar a nadie, y menos aún a uno de los suyos. ¿Estás seguro de que ese gitano no te ha mentido?
—Es un asunto relacionado con el Taltos. ¿Puedes partir inmediatamente, Ash?
—Sí.
—¿No me fallarás?
—No.
—Debo hacerte una advertencia. Lo leerás en los periódicos en cuanto aterrices en Inglaterra. Han estado excavando en Donnelaith, en las ruinas de la catedral.
—Lo sé, Samuel. Ya hemos hablado de ello en otras ocasiones.
—Han levantado la tumba de san Ashlar. Vieron el nombre grabado en la lápida. Lo leerás en la prensa. Han acudido unos expertos de Edimburgo. También hay unas brujas implicadas en esta historia. El gitano te lo contará todo. Voy a colgar, la gente me está mirando.
—Eso no es ninguna novedad, Samuel. Espera un momento…
—Vi tu fotografía en una revista, Ash. ¿Es verdad que tienes canas? En fin, da lo mismo.
—Sí, el pelo se me está poniendo blanco. Pero es un proceso bastante lento. Con relación a lo demás, no he envejecido. Aparte de las canas, tengo el mismo aspecto que la última vez que nos vimos.
—Vivirás hasta el fin del mundo, Ash. Tú serás quien acabe destruyéndolo.
—¡No digas eso!
—Nos veremos en Londres, en el Claridge’s. Nosotros partiremos de inmediato hacia allí. Es un hotel donde podrás encender un magnífico fuego en la chimenea y dormir en una espaciosa y acogedora habitación revestida con chintz y terciopelo de color verde musgo. Te espero allí, Ash. La factura del hotel corre de tu cuenta. Llevo dos años en el valle.
Tras estas palabras, Samuel colgó.
—Está loco —murmuró Ash, colgando a su vez el teléfono.
Ni siquiera parpadeó cuando se abrieron las puertas de su despacho. Apenas distinguió la figura que acababa de entrar. No pensaba en nada, tan sólo repetía mentalmente las palabras «Taltos» y «Talamasca».
Al alzar la vista vio a Remmick, que sostenía una jarra de plata maciza y le sirvió una taza de chocolate. El vapor del humeante líquido ascendía hacia el rostro paciente y fatigado del sirviente. Estaba repleto de canas. «Yo no tengo tantas», se consoló Ash.
En realidad, sólo tenía canas en las sienes y en las patillas, y unas pocas en el pecho. Al mirar sus muñecas descubrió que también había unos pelos blancos entre el vello negro que cubría sus brazos.
¡Taltos! Talamasca. El mundo se derrumbará…
—¿Hice bien en pasarle la llamada? —preguntó Remmick con esa voz típicamente británica, casi inaudible, que tanto complacía a su señor. Algunas personas lo habrían criticado por mascullar entre dientes.
Dentro de poco partiría hacia Inglaterra, donde la gente es amable y educada. Inglaterra, el país donde reina un frío polar, visto desde las costas de la tierra perdida, un misterio de impenetrables bosques y montañas coronadas de nieve.
—Sí, Remmick. Quiero que me pases todas las llamadas de Samuel. Parto hacia Londres de inmediato.
—Entonces debo apresurarme, señor. El aeropuerto de La Guardia ha permanecido cerrado todo el día. Va ser muy difícil…
—No hables más y date prisa.
Ash se bebió el chocolate a sorbos, paladeándolo. No existía nada con un sabor tan dulce y exquisito como el chocolate, excepto la leche fresca y sin adulterar.
—Otro Taltos —murmuró, depositando la taza sobre la mesa—. La orden de Talamasca está atravesando momentos difíciles…
Pero no acababa de creerse esa historia.
Remmick había desaparecido. Las puertas estaban cerradas; el hermoso bronce relucía como chocolate caliente. En el suelo de mármol se reflejaba un haz de luz procedente del techo, como el reflejo de la luna sobre el mar.
—Otro Taltos, un varón.
En su mente se agolpaban numerosos pensamientos y emociones, confundiéndole. Durante unos momentos temió estallar en sollozos, pero no lo hizo. Lo que sentía era rabia, una profunda rabia al enterarse de esa noticia que hacía que su corazón latiera aceleradamente, que le obligaba a viajar a Inglaterra para informarse sobre ese Taltos, un varón, que había muerto.
Así que Talamasca estaba atravesando momentos difíciles… Era inevitable. Pero ¿qué podía hacer él? ¿Por qué tenía que verse envuelto de nuevo en esos asuntos? En cierta ocasión, hacía siglos, había llamado a sus puertas. Pero ¿quién iba a acordarse de aquello?
Conocía los rostros y los nombres de todos los miembros de la Orden. El temor que le infundían lo obligaba a mantenerse informado sobre sus andanzas. A lo largo de los años, no habían cesado de ir al valle. Alguien sabía algo, pero nada había cambiado.
¿Por qué debía interceder por ellos y tratar de ayudarlos?, se preguntó Ash. Porque una vez le habían abierto sus puertas, le habían escuchado, le habían pedido que permaneciera allí, no se habían reído de sus historias y habían prometido guardar el secreto. Al igual que él, la orden de Talamasca era muy vieja. Tan vieja como los árboles de los bosques milenarios.
¿Cuánto tiempo hacía de eso? Mucho, antes de que fundaran la casa de Londres, cuando todavía iluminaban el viejo palacio de Roma con velas. Le habían prometido que no constaría en los archivos, en reciprocidad a lo que él les había revelado… Una historia impersonal, anónima, a caballo entre la leyenda y la realidad, unos hechos acaecidos hacía muchos años. Agotado, se había quedado dormido bajo su techo; ellos le habían ayudado. Sin embargo, en último extremo no eran más que simples mortales dotados de una extraordinaria curiosidad, unos individuos normales y corrientes, unos eruditos, alquimistas, coleccionistas, que se sintieron impresionados por él.
Sea como fuere, no le interesaba que la Orden se viera en aprietos, tal como le había informado Samuel, teniendo en cuenta lo que sabían y lo que ocultaban en sus archivos. Era peligroso. Ash se compadecía del gitano del valle. Por otra parte, el asunto del Taltos, de las brujas, había despertado su curiosidad.
El mero hecho de pensar en brujas hizo que se estremeciera.
Remmick regresó con un abrigo forrado de piel.
—Hace mucho frío, señor —dijo, colocándoselo sobre los hombros—. Parece que se ha resfriado.
—Estoy perfectamente —respondió Ash—. No es necesario que me acompañes. Quiero que envíes dinero al hotel Claridge’s de Londres. Es para un hombre llamado Samuel. No tendrán ninguna dificultad en identificarlo. Es un enano, deforme, pelirrojo y con la cara llena de arrugas. Ocúpate de que le entreguen el dinero. Le acompaña un individuo, un gitano al que desconozco.
—De acuerdo, señor. ¿Su apellido?
—Lo ignoro, Remmick —contestó Ash, arrebujándose en el abrigo—. Conozco a Samuel desde hace tantos años…
Al subirse en el ascensor comprendió que acababa de decir una estupidez. De un tiempo a esta parte decía muchas estupideces. Hacía unos días, Remmick comentó que le encantaba el mármol que revestía estas estancias y él contestó: «Sí, yo me enamoré del mármol desde el primer momento que lo vi», lo cual sonaba absurdo.
El viento resonaba en la caja del ascensor mientras descendían a una velocidad vertiginosa. Era un sonido que sólo se percibía en invierno y que aterraba a Remmick, aunque Ash lo encontraba divertido.
Al llegar al garaje subterráneo vio que el coche estaba dispuesto, con el motor en marcha y despidiendo un potente chorro de humo blanco. Un sirviente cargaba las maletas en el maletero. Junto al vehículo se hallaban Jacob, el piloto nocturno, el copiloto, cuyo nombre desconocía, y el chófer del turno de noche, un joven rubio y discreto que apenas despegaba los labios.
—¿Está seguro de que desea partir esta noche, señor? —preguntó Jacob.
—¿Acaso no vuelan otros aviones? —replicó Ash, deteniéndose y apoyando su mano en la manecilla del coche. Del interior del vehículo brotaba un aire cálido y reconfortante.
—Por supuesto, señor.
—Entonces, ¿por qué no vamos a volar nosotros? Si tienes miedo, Jacob, puedes quedarte en tierra.
—Yo voy a donde vaya usted, señor.
—Gracias, Jacob. En una ocasión me aseguraste que nuestro avión era capaz de volar a través de las tormentas en condiciones más seguras que un reactor comercial.
—En efecto, señor, lo recuerdo perfectamente.
Tras instalarse en el asiento de cuero negro, Ash apoyó los pies en el que había frente a él, cosa que un hombre de estatura normal no habría conseguido en aquella limusina gigantesca. Una oportuna mampara lo separaba del chófer. Los demás le seguían en otro coche, y sus escoltas ocupaban el vehículo que le precedía.
La elegante limusina subió por la rampa, girando a una velocidad peligrosa pero emocionante, y salió del garaje. La nieve seguía cayendo con fuerza. Menos mal que habían rescatado a los mendigos de las calles. Ash había olvidado preguntar por los mendigos. Seguramente los habían conducido al vestíbulo del edificio, donde les habrían ofrecido una bebida caliente y un camastro donde acostarse.
Atravesaron la Quinta Avenida y se dirigieron hacia el río. La nieve caía en un silencioso torrente de hermosos y diminutos copos, que se derretían al contacto con los oscuros ventanales o las húmedas aceras. Ash observó los copos de nieve, que caían entre los anodinos edificios como si se precipitaran a través de profundos desfiladeros.
¡Taltos!
Durante unos instantes se sintió deprimido, como si la alegría hubiera desaparecido de su mundo, de sus triunfos y sus sueños. Se representó mentalmente a la joven californiana que diseñaba muñecas, vestida con un arrugado traje de seda morado. Yacía muerta sobre su lecho, en un baño de sangre, y su vestido aparecía empapado.
Por supuesto, él no permitiría que sucediera algo así. Hacía mucho tiempo que no ocurría nada semejante; ni siquiera recordaba qué se sentía al abrazar el cálido cuerpo de una mujer o al saborear la leche de una madre.
Imaginó el lecho, la sangre, el cuerpo inerme y frío de la joven con los párpados lívidos, al igual que la carne debajo de sus uñas e incluso su rostro. Imaginó esa escena para ahuyentar otros pensamientos. Su brutalidad le servía de freno, le permitía controlar sus impulsos.
«No le des más vueltas. Era un varón. Está muerto».
De pronto comprendió que iba a ver a Samuel, a reunirse de nuevo con él, y dejó que ese pensamiento lo inundara de felicidad. Ash era un experto en evocar pensamientos y sensaciones que le producían satisfacción.
Hacía cinco años que no veía a Samuel. ¿O eran más? No estaba seguro. Habían hablado varias veces por teléfono. A medida que los sistemas telegráfico y telefónico se fueron perfeccionando, mantuvieron un contacto cada vez más frecuente. Pero hacía años que no se veían.
En aquellos tiempos Ash sólo tenía unas pocas canas. Ahora, en cambio, el pelo se le estaba volviendo completamente blanco. Por supuesto, Samuel había hecho un comentario respecto a sus canas, a lo que Ash respondió: «No te preocupes, desaparecerán».
Durante unos momentos se alzó el velo, la coraza protectora que lo había salvado numerosas veces de un insoportable dolor.
Vio el valle, el humo; oyó el temible sonido de las espadas y vio unas figuras que corrían hacia el bosque. El humo brotaba de los cobertizos y las timoneras… ¡Era imposible que hubiera sucedido!
Cambiaron las armas y las normas, pero las matanzas proseguían. Hacía setenta y cinco años que vivía en este continente —al que siempre regresaba al cabo de un par de meses de haber partido— por varias razones, entre otras porque no deseaba hacerlo cerca de las llamas, el humo, el dolor, la devastación de la guerra.
El recuerdo del valle no lo abandonaba. Había otros recuerdos relacionados con él, imágenes de verdes campos, flores silvestres, miles de florecillas azules. Se vio navegando por el río en una pequeña embarcación mientras los soldados se hallaban apostados en las almenas. Qué cosas tan extrañas hacían esos seres, colocando una piedra encima de otra para construir inmensas montañas. Pero ¿qué significaban los monumentos que habían erigido en su honor, los grandes monolitos que centenares de hombres habían transportado a través de la planicie para construir el círculo?
Vio también la cueva, de forma tan nítida como en una fotografía. Luego se vio a sí mismo bajar apresuradamente la cuesta, tropezando y casi perdiendo el equilibrio, cuando de pronto apareció Samuel.
—Vámonos, Ash —le dijo éste—. ¿Qué has venido a hacer aquí? ¿Qué pretendes descubrir en este lugar?
Ash vio a unos Taltos con el cabello blanco.
«Los sabios, los bondadosos, los conocedores de nuestra historia y nuestras costumbres», decían de ellos. No los llamaban «viejos». Esa palabra no se empleaba en aquellos tiempos, cuando el agua de los manantiales de la isla era tibia y las frutas caían de los árboles. Incluso cuando acudían al valle, nunca utilizaban la palabra «viejo», aunque todo el mundo supiese que vivían más tiempo que los otros. Los de cabello blanco conocían unas historias muy interesantes.
—Ve a escuchar la historia.
En la isla, eras tú mismo quien elegías a los individuos de cabello blanco a los que deseabas acercarte, pues ellos no te elegían a ti, y te sentabas para oírles cantar, hablar, o recitar versos y relatar todo cuanto recordaban. Había una mujer de cabello blanco que cantaba con una voz muy dulce y mantenía siempre los ojos fijos en el mar. A Ash le gustaba mucho oírla cantar.
¿Cuánto tiempo, cuántas décadas pasarían antes de que su propio pelo se tornara completamente blanco?
Quizás ocurriera antes de lo que imaginaba. En aquella época el tiempo no significaba nada. Había muy pocas hembras de cabello blanco, porque debido a los partos solían morir jóvenes. Nadie hablaba nunca de ello, pero todo el mundo lo sabía.
Los machos de pelo blanco eran vigorosos, apasionados, glotones y excelentes adivinos. Pero la mujer de cabello blanco era muy frágil, debido a los numerosos partos.
Era horrible recordar de golpe esas cosas con tanta nitidez. ¿Existía acaso otro secreto mágico relacionado con el cabello blanco, otro que hiciera que uno recordara lo sucedido desde el principio? No, no era eso, sino tan sólo que durante los años en que ignoraba cuánto tiempo tardaría en envejecer y morir imaginó que acogería a la muerte con los brazos abiertos. Pero ahora había cambiado de opinión.
La limusina atravesó el río y se dirigió hacia el aeropuerto. Era grande y sólida y se agarraba bien al asfalto resbaladizo, resistiendo los embates del viento.
Los recuerdos seguían agolpándose en su mente. Él ya era viejo en los tiempos en que los soldados cabalgaban por la llanura. Era ya viejo cuando vio a los romanos apostados en las almenas de la muralla de Antonino, cuando contempló desde las puertas del monasterio de Columba los elevados acantilados de Jonia.
Guerras… ¿Por qué tenía siempre esas imágenes grabadas en la memoria, junto con los dulces recuerdos de los seres que había amado, de los bailes y la música en el valle? Veía a los jinetes cabalgando por la pradera, una masa oscura extendiéndose como la tinta sobre un apacible cuadro, y acto seguido percibía las gigantescas nubes de polvo que se alzaban de sus corceles.
Ash se despertó sobresaltado.
El pequeño teléfono que se hallaba frente al asiento sonó con insistencia. Ash descolgó bruscamente el auricular.
—¿Señor Ash?
—¿Qué hay, Remmick?
—Supuse que le interesaría saberlo. En el Claridge’s conocen perfectamente a su amigo Samuel. Han dispuesto la suite que él suele ocupar, en una esquina de la segunda planta, con chimenea. Esperan su llegada, señor. A propósito, en el hotel tampoco conocen el apellido de su amigo Samuel. Al parecer, no lo utiliza nunca.
—Gracias, Remmick. Reza para que tengamos un buen viaje. Hace un tiempo infernal.
Ash colgó antes de que Remmick empezara a recitar su acostumbrada letanía de consejos. No debí decirle que hacía mal tiempo, pensó.
Era increíble que en el Claridge’s conocieran a Samuel, que se hubieran acostumbrado a su presencia. La última vez que Ash lo vio, su pelo rojo parecía un nido de pájaros y su cara tenía tantas arrugas que sus ojos apenas resultaban visibles; tan sólo brillaban de vez en cuando a modo de pedacitos de ámbar incrustados en la carne fláccida y rubicunda de su rostro. En aquellos días Samuel iba cubierto de harapos y llevaba una pistola en el cinturón, como un pirata, lo cual hacía que la gente se apartara apresuradamente de su lado.
—Todos me tienen miedo, no puedo seguir aquí —le había dicho a Ash—. Fíjate cómo me miran, inspiro más miedo ahora que años atrás.
No obstante, en el Claridge’s se habían acostumbrado a su presencia. ¿Acaso encargaba ahora sus trajes a un sastre de Savile Row? ¿Habría sustituido sus viejos y sucios zapatos por unos nuevos? ¿Habría renunciado a llevar una pistola en el cinturón?
Cuando el coche se detuvo, el viento casi le impidió abrir la puerta. El chófer lo ayudó a apearse mientras la nieve caía sobre él.
La nieve era hermosa, ¡y estaba tan limpia antes de posarse sobre el pavimento! Ash se enderezó y notó las piernas un poco entumecidas; se protegió los ojos con la mano para impedir que la nieve lo cegara.
—No se preocupe, señor —dijo Jacob—. Saldremos de aquí en menos de una hora. Le ruego que suba inmediatamente al avión.
—Gracias, Jacob —respondió Ash.
Antes de subir al avión se detuvo unos instantes. La nieve cubría su abrigo oscuro y él notaba cómo los copos se derretían sobre su pelo. Sacó del bolsillo un pequeño juguete, un caballito de madera, y se lo entregó a Jacob.
—Es para tu hijo. Se lo prometí.
—Me sorprende que se haya acordado de eso en una noche tan infame, señor.
—No tiene importancia, Jacob. Seguro que tu hijo también se acuerda.
Era un juguete insignificante, un simple caballito de madera; el niño merecía algo mejor. Sí, le regalaría un juguete de más calidad.
Ash atravesó la pista a grandes zancadas, con tanta rapidez que el chófer apenas pudo seguirlo en un intento de protegerlo con el paraguas.
Al cabo de unos momentos se instaló en la cálida cabina de su reactor, que le producía cierta claustrofobia.
—He conseguido la pieza musical que me pidió, señor Ash.
Conocía perfectamente a la joven, pero no recordaba su nombre. Era una de sus mejores secretarias. Lo había acompañado en su último viaje a Brasil. Ash se avergonzó de no recordar su nombre.
—Te llamas Evie, ¿verdad? —preguntó a la joven, sonriendo y arrugando levemente el ceño como si le pidiese disculpas.
—No, señor, Leslie —respondió ella, perdonándolo al instante.
Parecía una muñeca de porcelana, con las mejillas y los labios pintados de un sutil tono rosado, y sus pequeños ojos oscuros y vivarachos. La joven aguardó tímidamente.
Cuando él tomó asiento en la amplia butaca de cuero hecha a su medida, más larga que las otras, la joven le entregó el programa de música.
En él constaba la selección habitual —Beethoven, Brahms, Shostakovich—, más la pieza que había solicitado, el Requiem de Verdi, pero no podía escucharla ahora. Si se dejaba atrapar por aquellos solemnes acordes y voces, los recuerdos acabarían abrumándole.
Ash apoyó la cabeza en el respaldo del asiento, indiferente al espectáculo invernal que se le ofrecía a través de la ventanilla. «Trata de dormir, estúpido», se dijo sin mover los labios.
Pero sabía que no podría conciliar el sueño. Sabía que no haría más que pensar en Samuel y en las cosas que éste le había dicho, dándoles vueltas y más vueltas, hasta que volvieran a encontrarse. Recordaría el olor de la casa matriz de Talamasca y el aspecto de clérigos que presentaban sus miembros, así como una mano humana sosteniendo una pluma de ave mientras escribía con grandes letras: «Anónimo. Leyendas de la tierra perdida. De Stonehenge».
—¿Desea descansar, señor? —preguntó la joven Leslie.
—No, pon la Quinta sinfonía de Shostakovich. Me hará llorar, pero no me hagas caso. Tengo hambre. Tráeme un poco de queso y leche.
—Sí, señor, lo tengo todo preparado.
Leslie empezó a recitar los nombres de los cremosos quesos que mandaban traer de Francia, Italia y otros países. Él aprobó el surtido con un movimiento de cabeza, deseando zambullirse en el sonido de la música, en la divina y estremecedora calidad de aquel sofisticado sistema electrónico que le haría olvidar la tormenta de nieve y el hecho de que pronto atravesarían el océano en dirección a Inglaterra, a la planicie, a Donnelaith, hacia un infinito dolor.