20
Mona se hallaba de pie en la oscura cocina y se sentía deliciosamente saciada. Había consumido toda la leche, hasta la última gota, así como el queso, el requesón y la mantequilla. Eso es lo que se llama limpiar la nevera. Hasta las delgadas láminas de queso para fundir, repleto de productos químicos y colorantes, un queso que producía asco, habían sido devoradas con avidez.
—Sabes, cariño, si resultaras una idiota… —dijo.
Esa posibilidad no existe, madre. Yo soy tú y Michael. Y en un sentido muy real, soy todas las personas que han hablado contigo desde el principio, incluyendo a Mary Jane.
Mona soltó una carcajada, a solas en la oscura cocina, apoyada contra el frigorífico. ¡El helado! Se había olvidado del helado.
—Te ha tocado una buena mano, tesoro —dijo Mona—. No podías tener mejores cartas. Y deduzco que no te perdiste ni una sílaba…
¡Montones de helado de vainilla Häagen-Dazs!
—¡Mona Mayfair!
«¿Quién me llama? ¿Eugenia? No quiero hablar con ella. No quiero que me moleste ni que tampoco moleste a Mary Jane».
Mary Jane se había quedado en la biblioteca, con los papeles que había sacado de la mesa de Michael, o puede que ahora perteneciera a Rowan puesto que ella había regresado. Daba lo mismo, eran unos informes médicos y unos documentos legales y comerciales, además de algunos papeles que guardaban con las cosas que sucedieron hacía tres semanas. Cuando empezó a ojear los diversos informes e historias, demostró una curiosidad insaciable por todo lo relativo a la historia de la familia. Devoró esos papeles como si fueran helado de vainilla.
—Veamos, ¿debemos compartir ese helado con Mary Jane, como buenas primas, o zampárnoslo nosotras?
Zampárnoslo nosotras.
Había llegado el momento de decírselo a Mary Jane. Cuando Mary Jane había pasado ante la puerta de la cocina, hacía unos minutos, antes del último saqueo a la nevera, murmuraba algo sobre los médicos que habían muerto, pobres desgraciados, el doctor Larkin y el de California, y sobre las autopsias de las mujeres asesinadas. Lo importante era acordarse de colocar otra vez esos papeles en su sitio para que Rowan y Michael no se alarmaran. Al fin y al cabo, no hacían eso por capricho, sino por un motivo muy concreto. Mary Jane era la persona en la que Mona confiaba plenamente.
—Mona Mayfair.
Era Eugenia, la muy pelmaza.
—Mona, Rowan al teléfono desde Inglaterra.
No paraba de gruñir. Lo que necesitaba Eugenia era una buena cucharada de ese helado, aunque Mona casi había terminado con él y ya sólo quedaba un cartón.
¿A quién pertenecían esos diminutos pies que avanzaban de forma apresurada desde el comedor? Morrigan chasqueó su pequeña lengua al compás de las pisadas.
—Pero si es mi querida prima, Mary Jane Mayfair.
—Silencio —dijo Mary Jane, llevándose un dedo a los labios—. Eugenia te anda buscando. Ha llamado Rowan, quiere hablar contigo, le dijo a Eugenia que te despertara.
—Coge el teléfono en la biblioteca y que te dé el recado. Prefiero no arriesgarme a hablar con ella. Procura disimular. Dile que nos encontramos perfectamente, que me estoy dando un baño, y pregúntale por todos. Pregúntale si Michael, Yuri y ella están bien.
—De acuerdo —contestó Mary Jane, y salió de la cocina. Sus tacones resonaron de nuevo sobre las baldosas.
Mona engulló las últimas cucharadas de helado y arrojó el envase al cubo de la basura. ¡«Qué porquería de cocina! Yo, que siempre he sido tan ordenada, me he dejado corromper por el dinero». Acto seguido, abrió el último cartón de helado que quedaba.
De nuevo sonaron las mágicas pisadas. Mary Jane atravesó el office con rapidez e irrumpió en la cocina, con su cabello rubio pálido, sus delgadas piernas bronceadas, su cintura de avispa y su falda de encaje blanco balanceándose como una campana.
—¡Mona! —murmuró Mary Jane.
—¿Qué? —respondió ésta en voz baja, llevándose otra generosa cucharada de helado a la boca.
—Rowan dice que tiene que darnos una noticia increíble —dijo Mary Jane, consciente de la importancia del recado que transmitía a su prima—. Dice que ya nos lo contará, pero que en este momento está muy ocupada y no puede entretenerse. Michael tampoco puede ponerse al teléfono. Yuri está bien.
—Lo has hecho estupendamente. ¿Y los guardias de seguridad?
—Rowan dijo que debían seguir vigilando la casa, que no cambiáramos nada. Dijo que ya había llamado a Ryan para decírselo. Insistió en que te quedaras en casa descansando y cumplieras las indicaciones del médico.
—Una mujer inteligente y práctica. Hummmm… —Mona había vaciado el segundo cartón de helado. Era suficiente. Al cabo de unos instantes empezó a tiritar. ¡Qué frío! ¿Por qué no se le habría ocurrido despedir a los guardias?
Mary Jane le frotó los brazos y preguntó:
—¿Estás bien, cariño?
Luego dirigió su mirada hacia el vientre de Mona y se puso pálida. Extendió su mano derecha con la intención de palparle el vientre, pero no se atrevió.
—Escucha, ha llegado el momento de explicarte toda la verdad —dijo Mona—. Así tú misma podrás decidir lo que quieres hacer. Pensaba decírtelo poco a poco, pero no es justo ni necesario. Yo haré lo que deba hacer, aunque no quieras ayudarme. Quizá sea mejor que no lo hagas. O nos vamos ahora y me ayudas, o me iré sola.
—¿Adónde?
—Nos marchamos inmediatamente. Me da igual que nos vean los guardias. Sabes conducir, ¿no?
Mona pasó junto a Mary Jane, entró en el office y abrió el armario donde guardaban las llaves. Buscaba el llavero del Lincoln. Cuando Ryan le regaló aquella limusina le dijo que no debía viajar nunca en ninguna que no fuera negra y de la marca Lincoln. Al fin encontró las llaves. Michael se había llevado sus llaves y las del Mercedes de Rowan, pero las de la limusina estaban allí, en el mismo lugar donde Clem las había dejado.
—Claro que sé conducir —respondió Mary Jane—. ¿De quién es el coche que vamos a coger?
—Mío. Es una limusina. Pero no quiero avisar al chófer. ¿Estás preparada? Confío en que el chófer esté dormido y no se entere de nada. A ver, ¿qué es lo que necesitamos?
—Dijiste que me lo contarías todo para que pudiera decidir lo que más me conviene.
Mona se detuvo. Ambas se hallaban de pie entre sombras. La casa estaba en penumbra, iluminada sólo por la luz que penetraba del jardín, un amplio resplandor azul que provenía de la zona de la piscina. Los ojos de Mary Jane se veían más grandes y redondos que de costumbre, lo cual hacía que su nariz pareciera aún más diminuta y sus mejillas más suaves y tersas. Unos mechones rubios, como hebras de seda, se agitaban sobre sus hombros. La luz le iluminaba el escote.
—¿Por qué no me lo dices? —preguntó Mona.
—De acuerdo —contestó Mary Jane—. Vas a tenerlo, pase lo que pase.
—Desde luego.
—Y, suceda lo que suceda, no dejarás que Rowan y Michael lo maten.
—Y el mejor lugar para refugiarnos es donde nadie pueda dar con nosotras.
—Tienes razón.
—El único lugar seguro que conozco es Fontevrault. Y si soltamos todos los esquifes del embarcadero, sólo podrán entrar en la dársena a bordo de su propia embarcación, suponiendo que se les ocurra ir allí.
—¡Eres un genio, Mary Jane!
Te quiero, mamá.
«Yo también te quiero, mi pequeña Morrigan. Confía en mí. Confía en Mary Jane».
—¡Eh, no vayas a desmayarte! Escucha, voy a buscar unas almohadas, mantas y algunas otras cosas. ¿Tienes dinero?
—Tengo un montón de billetes de veinte dólares en el cajón de la mesilla de noche.
—Anda, entra en la cocina y siéntate un rato —dijo Mary Jane, conduciendo a Mona hasta la mesa de la cocina—. Apoya la cabeza entre las manos.
—No me dejes en la estacada, Mary Jane, pase lo que pase.
—Descansa hasta que vuelva.
Mary Jane se alejó apresuradamente, con un marcado taconeo sobre las baldosas de la casa.
De pronto Mona empezó a oír de nuevo la canción, la bonita canción que hablaba de las flores del valle.
«Basta, Morrigan».
Háblame, mamá. El tío Julien te trajo aquí para que te acostaras con mi padre, aunque no sabía lo que ocurriría. Pero tú lo comprendes, mamá, dijiste que comprendías que en este caso la hélice gigante no está relacionada con un antiguo maleficio, sino que es la expresión de un potencial genético que tú y papá siempre habéis poseído.
Mona trató de responder, pero no fue necesario; la voz siguió hablándole de forma cantarina, cantando suave y rápida.
«Eh, más despacio. Suena como el zumbido de una abeja».
… una inmensa responsabilidad, sobrevivir y dar a luz, y quererme, mamá, no te olvides de quererme, te necesito, necesito por encima de todo tu cariño, pues soy frágil y sin él perdería las ganas de vivir…
Estaban todos reunidos en el círculo de piedras, temblando, llorando. El individuo alto y moreno había ido a tranquilizarlos. Se acercaron al fuego para entrar en calor.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué quieren matarnos?
Ashlar respondió:
—Ellos son así. Son gente guerrera. Matan a quienes no pertenecen a su clan. Para ellos eso es tan importante como para nosotros comer, beber o hacer el amor. Gozan con la muerte.
—Mira —dijo Mona en voz alta. La puerta de la cocina acababa de cerrarse con estrépito. «Silencio, Mary Jane. No traigas a Eugenia aquí. Tenemos que actuar de forma científica. Debería escribir todo esto en el ordenador, tal como lo estoy viendo, pero es casi imposible registrar algo con precisión cuando estás sumida en un trance. En Fontevrault podremos utilizar el ordenador de Mary Jane. Mary Jane, mi gran amiga y confidente».
En ese momento regresó Mary Jane y, por fortuna, esta vez cerró la puerta con suavidad.
—Lo que los otros deben comprender —aseveró Mona—, es que esta criatura no proviene del infierno, sino de Dios. Lasher procedía del infierno, en el sentido metafísico o metafórico, es decir, religioso o poético, pero cuando una criatura nace de la unión de dos seres humanos, que poseen un genoma misterioso, entonces procede de Dios. ¿De dónde iba a proceder sino de Él? Emaleth fue el fruto de una violación, pero mi hija no. Al menos, no fue la madre quien resultó violada.
—Calla, larguémonos de aquí. Les dije a los guardias que había visto a alguien con aspecto sospechoso rondando cerca de aquí, y que iba a acompañarte en coche a tu casa para que recogieras un poco de ropa y luego a la consulta del médico. Anda, vamos.
—Mary Jane, eres un genio.
Pero cuando Mona se levantó, sintió que la habitación empezaba a dar vueltas como un tiovivo.
—¡Dios mío! —exclamó.
—Agárrate a mí. ¿Te sientes mal?
—Tanto como si se estuvieran produciendo unas explosiones nucleares en mi matriz. Anda, vámonos.
Bajaron sigilosamente por el callejón. Mary Jane sujetaba de vez en cuando a su prima para que ésta no se cayera, pero Mona se agarraba a la verja, en busca de mayor seguridad. Cuando llegaron al garaje vieron la inmensa y flamante limusina. Mary Jane, siempre tan previsora, había puesto el motor en marcha y había abierto la puerta. Se encontraban listas para partir.
—¡Deja de cantar, Morrigan! Tengo que pensar para explicarle a Mary Jane cómo se abre la verja. Hay que oprimir el pequeño botón mágico.
—¡Ya lo sé! Venga, sube.
Mona escuchó el rugido del motor y el chirrido que producía la verja al abrirse.
—Sabes, Mona, debo preguntarte algo. No tengo más remedio. ¿Y si esta criatura no puede nacer sin que tú mueras?
—Calla y muérdete la lengua, prima. Rowan no murió, ¿verdad? Los parió a los dos. Descuida, no voy a morirme. Morrigan no dejará que eso suceda.
No, mamá, te quiero. Te necesito, mamá. No hables de morirte. Cuando hablas de la muerte, basta puedo olerla.
—Chitón. ¿Crees que Fontevrault es el lugar más apropiado? ¿Estás segura? ¿Has estudiado otras posibilidades, quizá un motel…?
—La abuela está allí, y la abuela es de fiar. Ese chico que le hace compañía se largará de allí zumbando en cuanto le dé uno de estos billetes de veinte dólares.
—Pero no debe dejar su bote en el embarcadero, para que alguien lo coja y…
—No te preocupes, tesoro, no lo hará. No viene en bote. Vive algo más arriba, cerca de la población. Ponte cómoda y descansa. Tenemos un montón de cosas en Fontevrault. Podemos instalarnos en el ático, que es seco y calentito.
—Es una idea estupenda.
—Y cuando sale el sol por las mañanas, penetra por todas las ventanas del ático…
Mary Jane pisó bruscamente el freno. Habían llegado a la avenida Jackson.
—Lo siento, tesoro, este coche es muy potente.
—¿Tienes problemas para manejarlo? Cielos, nunca me había sentado aquí delante, con esta gigantesca limusina extendiéndose detrás de mí. Es una sensación muy extraña, como pilotar un avión.
—No, no tengo ningún problema —contestó Mary Jane, enfilando la calle St. Charles—. Excepto con estos conductores borrachos de Nueva Orleans. Es medianoche, ya sabes. Pero es muy fácil manejar este coche, sobre todo cuando has conducido un monstruo de dieciocho ruedas, como he hecho yo.
—¿Dónde fue eso, Mary Jane?
—En Arizona, tesoro, tuvieron que hacerlo, tuvieron que robar el camión, pero ésa es otra historia.
Morrigan reclamaba su atención, había empezado a cantar de nuevo de aquel modo tan rápido que parecía el zumbido de una abeja. Quizá cantara para entretenerse.
«Estoy impaciente por verte, por sostenerte en mis brazos. Te quiero por lo que eres. Es el destino, Morrigan, esto lo eclipsa todo, el mundo de los orinales, los sonajeros y los papás satisfechos. Cuando él acabe comprendiendo que las condiciones han cambiado totalmente seremos felices».
El mundo no cesaba de girar. El frío viento barría la planicie. Pese a ello, estaban bailando, tratando de entrar en calor. ¿Por qué les había abandonado el calor? ¿Dónde estaba su patria?
—Ésta es ahora nuestra patria —dijo Ashlar—. Debemos acostumbrarnos al frío, del mismo modo que nos acostumbramos al calor.
No dejes que me maten, mamá.
Morrigan yacía en el diminuto espacio, llenando la burbuja de fluido, su cabello flotando a su alrededor y las rodillas apretadas contra los ojos.
—¿Qué te hace pensar que quieren hacerte daño, cariño?
Lo pienso porque tú también lo piensas, madre. Yo sé lo que tú sabes.
—¿Estás hablando con el bebé?
—Sí, y ella me contesta.
Los ojos de Mona empezaban a cerrarse cuando alcanzaron la autopista.
—Duerme un rato, tesoro. Vamos tragando millas; estamos circulando a ciento cuarenta y cinco kilómetros por hora y ni siquiera se nota.
—Procura que no te multen.
—¿Crees que una bruja como yo no sabe manejar a un poli? No le daría tiempo ni a terminar de escribir el papelito.
Mona se echó a reír. Todo funcionaba a la perfección. No se podía pedir más.
Y aún faltaba lo mejor.