22
Los aviones rara vez le transmiten a uno la sensación de aislamiento total. Incluso a bordo de aquel aparato lujosamente amueblado, con sus cómodos sillones y su amplia mesa, uno era consciente de hallarse en un avión. Sabes que te encuentras a doce mil metros de altura sobre el Atlántico, y notas las pequeñas turbulencias producidas por el viento, como si el avión fuera un inmenso barco que navegara por el mar.
Ocupaban los tres sillones agrupados en torno a la mesa, como tres puntos de un triángulo equilátero invisible. Un sillón había sido diseñado específicamente para Ash, lo cual resultaba obvio. Ash se encontraba de pie junto a él, cuando les indicó a Rowan y a Michael que tomaran asiento en los otros dos.
Otras sillas, que se hallaban junto a las paredes dotadas de ventanas, permanecían vacías. Semejaban grandes manos enguantadas dispuestas a acoger y sostener con firmeza los traseros de los pasajeros. Una de ellas, sin duda destinada a Ash, era mayor que las otras.
Todo estaba decorado en tonos caramelo y oro, y todo, hasta el más pequeño detalle, era ultramoderno y perfecto. La joven americana que les había servido unas copas, perfecta; la música de Vivaldi que sonó durante un breve rato, perfecta.
Samuel, el extraño enano, dormía en una cabina que se hallaba en la parte posterior del aparato, acostado en una cama y agarrado a la botella que se había llevado del apartamento de Belgravia, después de insistir en que le llevaran un bulldog, un capricho que los empleados de Ash no pudieron satisfacer.
—Les dijiste que me dieran todo lo que quisiera, Ash —se quejó Samuel—. Oí cómo se lo ordenabas a tus sirvientes. ¡Pues quiero un bulldog, y lo quiero ahora mismo!
Rowan permanecía sentada en el sillón, recostada hacia atrás y con las manos apoyadas en los brazos del mismo.
No sabía cuánto tiempo llevaba sin dormir. Antes de que llegaran a Nueva York procuraría descabezar un sueñecito. En aquellos momentos se sentía profundamente intrigada, observando a los dos hombres que se hallaban frente a ella.
Michael estaba fumando un cigarrillo y sostenía la colilla entre dos dedos, con el extremo humeante dirigido hacia él.
Ash vestía una de sus holgadas chaquetas cruzadas de seda, muy a la moda, con las mangas arremangadas, mostrando los puños de la camisa adornados con unos gemelos de oro y unas piedras que a Rowan le recordaban a los ópalos, aunque ella no fuese experta en piedras preciosas ni semipreciosas, ni nada por el estilo. Ópalos. Los ojos de Ash poseían una cualidad opalescente, o al menos eso le parecía a ella. Llevaba un pantalón ancho, como el de un pijama, un estilo que también estaba muy de moda. Mantenía uno de los pies apoyado de modo informal en el borde del sillón, y en la muñeca derecha lucía un fino brazalete de oro que constituía simplemente un adorno, sin una función específica, una delgada banda de metal que a Rowan le pareció extraordinariamente sugerente, aunque no sabía muy bien por qué.
Ash alzó la mano y se la pasó por su oscuro cabello, deslizando el meñique a través de las canas no como si quisiera olvidar que las tenía, sino para incorporarlas al resto de su espesa y ondulada cabellera. Ese pequeño gesto confirió a su rostro cierta animación. Luego, sus ojos recorrieron la habitación y se detuvieron en Rowan.
Rowan apenas se había fijado en lo que había sacado apresuradamente de la maleta: algo rojo, algo suave, algo holgado y corto que apenas le rozaba las rodillas.
Michael le había colocado las perlas alrededor del cuello, un pequeño y hermoso collar. Ese gesto la sorprendió. Se sentía confusa por todo lo sucedido.
Los sirvientes de Ash se habían encargado de preparar todo el equipaje.
—No sabía si usted quería que le proporcionáramos a Samuel un bulldog —había repetido Leslie, la joven secretaria, por enésima vez, con la preocupación de haber disgustado a su jefe.
—No tiene importancia —había respondido Ash al fin, como si la oyera por primera vez—. Le compraremos uno en Nueva York. Podrá acomodarlo en el jardín de la azotea. ¿Sabes, Leslie, que algunos perros viven en las azoteas de Nueva York y que jamás han pisado la calle?
¿Por quién la ha tomado?, había pensado Rowan. ¿Qué opinión tenían sus empleados de él? ¿Acaso lo respetaban por ser increíblemente rico y apuesto?
—Pero quiero un bulldog esta noche —había insistido el enano, hasta perder de nuevo el conocimiento—, y lo quiero ahora.
Cuando Rowan vio al enano por primera vez recibió una fuerte impresión. ¿Se debía quizá a sus genes de bruja? ¿O a sus conocimientos de bruja? ¿O a que los grotescos pliegues que cubrían su rostro la horrorizaban desde su perspectiva de médico? El rostro de Samuel parecía una enorme y jaspeada piedra viva. ¿Y si un cirujano eliminara esos pliegues, poniendo al descubrimiento unos ojos normales, una boca, unos pómulos y una barbilla correctamente formados? ¿Modificaría eso la vida del enano?
—El brujo y la bruja Mayfair —había dicho Samuel al ver a Rowan y a Michael.
—¿Es que acaso nos conoce todo el mundo? —había preguntado Michael, malhumorado—. ¿Es que nuestra reputación nos precede allá adonde vamos? Cuando vuelva a casa, me dedicaré a leer obras sobre brujería para estudiar el tema a fondo.
—Una idea excelente —había respondido Ash—. Con tus poderes, podrás conseguir lo que te propongas.
Michael se había echado a reír. Rowan observó que ambos se habían caído bien desde el principio. Compartían determinados criterios y actitudes frente a la vida. Yuri era demasiado nervioso, impulsivo, demasiado joven.
Durante el trayecto de regreso, tras la macabra visita a Stuart Gordon en su torreón, Michael les había contado la larga historia que le había relatado Lasher sobre una vida vivida en el siglo XVI, sus primeros y extraños recuerdos y la sensación que tenía de haber vivido otra existencia anterior.
No había sido un relato frío y desapasionado, sino una emotiva confesión que sólo él y Aaron conocían. Michael se lo había contado una vez a Rowan, y ésta lo recordaba más bien como una serie de imágenes y catástrofes que de palabras.
Al oírlo de nuevo en la limusina negra, mientras conducía a gran velocidad por la carretera hacia Londres, le pareció contemplar de nuevo aquellas imágenes con mayor detalle. Lasher el sacerdote, Lasher el santo, Lasher el mártir, y luego, cien años más tarde, la figura de Lasher como presencia constante junto a la bruja, una voz invisible en la oscuridad, un viento huracanado que arrasaba los campos de trigo y arrancaba las hojas de los árboles.
—La voz del valle —había dicho el enano en Londres, señalando a Michael con el pulgar.
¿Sería cierto?, se había preguntado Rowan. Ella conocía el valle, jamás olvidaría su estancia allí como prisionera de Lasher, el cual la arrastró a través de las ruinas del castillo; jamás olvidaría los momentos en que Lasher «evocaba» lo sucedido, cuando su nuevo cuerpo se apoderó de su mente y borró de ésta los conocimientos que pueda poseer un fantasma.
Michael no conocía el valle. Quizá irían a visitarlo juntos un día.
Mientras se dirigían al aeropuerto, Ash le había aconsejado a Samuel que intentara dormir un rato.
El enano se había bebido otra botella de whisky, entre protestas y eructos, y lo habían tenido que subir al avión en un estado próximo al coma.
Ahora volaban sobre el Ártico.
Rowan cerró y abrió los ojos. La cabina estaba inundada de luz.
—Jamás le haría daño a Mona —dijo Ash de improviso, sobresaltando a Rowan y haciendo que se despejara, mientras observaba fijamente a Michael.
Michael dio una última calada a su cigarrillo y lo apagó en el cenicero de cristal mientras se retorcía como un gusano. Tenía los dedos grandes, recios, cubiertos de vello negro.
—Ya lo sé —respondió Michael—. Pero hay cosas que no comprendo. Es lógico. Yuri estaba muerto de miedo.
—Eso fue culpa mía, una estupidez por mi parte. Es por eso por lo que tenemos que hablar largo y tendido los tres, aparte de otras razones.
—Pero ¿por qué te fías de nosotros? —preguntó Michael—. ¿Por qué te interesa nuestra amistad? Eres un hombre muy ocupado, un multimillonario…
—También tenemos eso en común, ¿no es cierto? —contestó Ash.
Rowan sonrió.
Ambos ofrecían una fascinante posibilidad de estudio de contrastes: el hombre de voz profunda, con los ojos azules y unas cejas negras y tupidas; y el otro, increíblemente alto y esbelto, con un movimiento de manos en extremo grácil y elegante. Dos exquisitos ejemplos de virilidad, dotados de un cuerpo perfectamente proporcionado y de una acusada personalidad, y ambos —como todos los hombres importantes— hacían gala de una aplastante seguridad en sí mismos y de una profunda calma interior.
Rowan miró hacia el techo. Estaba tan cansada que veía las cosas distorsionadas. Tenía los ojos resecos y necesitaba dormir, pero no podía hacerlo. Todavía no.
—Conoces una historia que sólo yo puedo oír —dijo Ash—. Y deseo oírla. Yo también te contaré una que sólo tú debes oír. ¿Acaso no confías en mí? ¿Es que no quieres mi amistad ni, posiblemente, mi amor?
Michael reflexionó unos instantes.
—Creo que sí quiero esas cosas, ya que me lo preguntas —contestó, encogiéndose de hombros y sonriendo—. Puesto que me lo preguntas.
—Bien —dijo Ash con suavidad.
Michael soltó una breve y profunda carcajada.
—Pero tú sabes que maté a Lasher, ¿no? Te lo dijo Yuri. ¿No me guardas rencor por haber matado a uno de los tuyos?
—No era uno de los míos —respondió Ash, sonriendo de forma amable.
La luz puso de relieve las canas de su sien izquierda. Un hombre de unos treinta años, con unas canas que le conferían un toque de distinción, una especie de niño prodigio del mundo empresarial con el cabello prematuramente gris. Un hombre que contaba siglos e infinitamente paciente.
De pronto Rowan recordó con cierto orgullo que había sido ella quien había matado a Gordon. No él.
Sí, lo había matado. Era la primera vez en su desgraciada existencia que había gozado al usar ese poder, condenando a muerte a un hombre por medio de su voluntad, destruyendo sus tejidos, confirmando lo que siempre había sospechado: si quería hacerlo, si colaboraba con ese poder en lugar de tratar de sofocarlo, éste actuaba de forma rápida y eficaz.
—Quiero contarte algo —dijo Ash—. Quiero que conozcas la historia de lo que sucedió y cómo llegamos al valle. Ahora no, pues todos estamos demasiado cansados; hablaremos más adelante.
—Sí —contestó Michael—, quiero saberlo. —Introdujo la mano en el bolsillo, sacó el paquete de tabaco hasta la mitad y extrajo un cigarrillo—. Quiero conocer tu historia, por supuesto. Quiero estudiar el libro, si es que no has cambiado de opinión y nos lo dejas ver.
—Desde luego —respondió Ash, acompañando sus palabras con un gesto de la mano, mientras la otra permanecía apoyada en las rodillas—. Sois una auténtica tribu de brujos. Nos parecemos mucho, vosotros y yo. En el fondo, no es muy complicado. He aprendido a vivir con una profunda sensación de soledad. Durante años consigo olvidarme de ella, pero luego surge de pronto el deseo de que alguien me coloque en el debido contexto. El deseo de ser conocido, comprendido, juzgado moralmente por una mente sofisticada. Eso fue lo que me atrajo desde el principio de Talamasca, el hecho de poder acudir allí y sincerarme con los eruditos, conversar con ellos hasta bien entrada la noche. La Orden ha atraído a numerosos seres no humanos. No, soy el único que ha recurrido a ellos.
—Eso es lo que necesitamos todos, ¿no es cierto? —dijo Michael, mirando a Rowan. Se instauró otro de esos momentos silenciosos, secretos, como un beso invisible.
Rowan asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí —contestó Ash—. Los seres humanos no suelen sobrevivir sin ese tipo de intercambios, de comunicación. Amor, en definitiva. Nuestra especie era amable y cariñosa. Nos costó mucho comprender el significado de la agresividad. Al principio, cuando nos conocen, los humanos nos toman por niños, pero se equivocan. Somos de temperamento dulce y apacible, pero también testarudos, caprichosos, impacientes, y nos gustan las cosas simples.
Ash se detuvo. Luego preguntó con tono sincero:
—¿Qué es lo que os inquieta? ¿Por qué dudasteis en aceptar cuando os pedí que me acompañarais a Nueva York? ¿Qué fue lo que pensasteis en aquellos momentos?
—Maté a Lasher por una cuestión de supervivencia —respondió Michael—, ni más ni menos. Había un testigo, un hombre capaz de comprender y perdonarme, suponiendo que alguien deba perdonarme por ello. Ese hombre ha muerto.
—Aaron.
—Sí, quería llevarse a Lasher, pero comprendió por qué no se lo permití. En cuanto a los otros dos individuos… podríamos decir que fue en defensa propia.
—Y esas muertes te atormentan —dijo Ash con suavidad.
—Maté a Lasher deliberadamente —respondió Michael, como si hablara consigo mismo—. Ese ser había lastimado a mi esposa, me había arrebatado a mi hijo. Aunque quién sabe lo que hubiera sido de esa criatura. Existen numerosos interrogantes, numerosas posibilidades. Lasher había atacado a varias mujeres. Las había asesinado en su afán de perpetuarse. No podía vivir con nosotros, como tampoco habría podido hacerlo una plaga o un insecto. La coexistencia era impensable, y luego estaba —para utilizar el término que has empleado tú— el contexto, la forma en que se había presentado, bajo la apariencia de un fantasma, la forma en que… me utilizó desde el principio.
—Te comprendo perfectamente —dijo Ash—. De haber estado en tu lugar, yo también lo habría matado.
—¿Estás seguro? —preguntó Michael—. ¿No le habrías perdonado la vida por ser uno de los pocos de tu especie que aún quedaban en la Tierra? ¿No habrías sentido ninguna lealtad hacia él?
—No —contestó Ashlar—. Creo que no me comprendes, te hablo en un sentido general. He pasado toda mi vida tratando de demostrarme a mí mismo que soy prácticamente un ser humano. ¿Recuerdas? En cierta ocasión intenté convencer al papa Gregorio de que teníamos alma. No soy amigo de las almas errantes que ambicionan el poder, un alma vieja que usurpa un nuevo cuerpo. Eso no suscita en mí la menor lealtad.
Michael asintió con un movimiento de cabeza, dando a entender que lo comprendía.
—De haber hablado con Lasher —prosiguió Ash—, de haber hablado de sus recuerdos, quizá eso me habría hecho reflexionar. Pero no, no habría sentido ninguna lealtad hacia él. Los cristianos y los romanos jamás creyeron que matar fuese asesinar, tanto si se trataba de un ser humano como de uno de nuestra especie. Pero yo sí lo creo. He vivido demasiado como para caer en el error de creer que los seres humanos no son dignos de compasión, que son «distintos». Todos estamos relacionados; todo está relacionado. Cómo y por qué, no lo sé. Pero es así. Lasher asesinó para alcanzar sus fines, y si era posible acabar con esa maldad para siempre… —Ash se encogió de hombros y sonrió con amargura, o quizá con una mezcla de tristeza y amargura—. Siempre creí, imaginé, soñé, que si regresábamos algún día, si teníamos otra oportunidad en la Tierra, quizá podríamos borrar ese crimen.
—Y ahora ya no lo crees —dijo Michael, esbozando una sonrisa.
—No —respondió Ash—, pero tengo mis motivos para no pensar en esas posibilidades. Lo comprenderás cuando nos sentemos a charlar con calma en mis aposentos de Nueva York.
—Yo odiaba a Lasher —dijo Michael—. Era perverso y cruel. Se reía de nosotros. Tal vez fue un error fatal. No estoy seguro. Por otra parte, estaba convencido de que había otras personas, vivas y muertas, que deseaban que yo lo matara. ¿Crees en el destino?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes?
—Hace siglos me dijeron que mi destino era convertirme en el único superviviente de mi especie. La profecía se ha cumplido. Pero no sé si fue el destino. Yo fui muy hábil, logré sobrevivir a inviernos durísimos, batallas y todo tipo de avatares. Continúo sobreviviendo. ¿Fue cosa del destino o de mi propia capacidad de supervivencia? No lo sé. Pero, en cualquier caso, ese ser era tu enemigo. ¿Por qué necesitas que te perdone por lo que hiciste?
—Ése no es el problema —terció Rowan, antes de que Michael pudiera responder. Se encontraba cómodamente sentada en el sillón, con la cabeza apoyada en el respaldo. Podía verlos a los dos, y ambos la observaban a ella—. Al menos, no creo que sea eso lo que le preocupa a Michael.
Michael no la interrumpió.
—Lo que le preocupa es algo que yo he hecho, algo que él no podría haber hecho jamás.
Ash y Michael aguardaron sin interrumpirla.
—He matado a otro Taltos, a una hembra —dijo Rowan.
—¿Una hembra? —preguntó Ash suavemente—. ¿Un auténtico Taltos hembra?
—Sí, una auténtica hembra, la hija que tuve de Lasher. La maté. Disparé contra ella. La maté en cuanto comprendí qué y quién era, y que estaba ahí, conmigo. La maté. La temía tanto como a Lasher.
Ash parecía fascinado ante aquella revelación, pero en absoluto disgustado.
—Temía una unión entre un macho y una hembra Taltos —prosiguió Rowan—. Temía las crueles profecías que él había hecho, así como el siniestro futuro que había descrito. Temía que Lasher hubiera engendrado un hijo entre las mujeres Mayfair, un macho, y que éste hallara a mi hija y así se perpetuaran. Ésa habría sido la victoria de Lasher. Michael y yo, y las otras brujas Mayfair, habíamos sufrido tanto desde el principio por esa… esa unión, ese triunfo del Taltos.
Ash asintió con un ademán de la cabeza.
—Sin embargo, mi hija vino a mí llena de amor —le dijo Rowan.
—Sí —murmuró Ash, impaciente por oír el final de la historia.
—Maté a mi propia hija —dijo Rowan—. Disparé contra mi vulnerable e indefensa hija. Ella me curó, me regaló su savia y me liberó del trauma del parto.
»Eso es lo que nos preocupaba a Michael y a mí, el hecho de que tú lo supieras, que tú, que deseas ser amigo nuestro, descubrieras horrorizado que pudiste haberte unido con una hembra de tu especie de no haberla matado yo.
Ash se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas y un dedo sobre el labio inferior. Miró a Rowan con las cejas arqueadas y el ceño levemente fruncido.
—¿Qué hubieras hecho de haber descubierto a mi Emaleth? —preguntó Rowan.
—¿Era ése su nombre?
—El nombre que le impuso su padre. Él me violó repetidas veces, aunque los abortos que sufría continuamente me estaban matando. Hasta que al fin esa criatura, Emaleth, consiguió ver la luz.
Ash suspiró. Se reclinó de nuevo en el sillón, apoyó su mano en el borde del brazo de cuero y estudió a Rowan. No parecía entristecido ni enojado por la noticia. De cualquier modo, resultaba imposible adivinar su reacción.
Durante una fracción de segundo Rowan pensó que había sido una locura contárselo ahí, sentados en su avión particular, mientras volaban silenciosamente por los aires. Pero luego comprendió que era inevitable, que no había tenido más remedio que hacerlo de ese modo si quería sincerarse con él para cimentar su amistad, para no enturbiar el amor que había nacido entre ellos a raíz de lo que habían presenciado y oído.
—¿Habrías intentado unirte a ella? —preguntó Rowan—. ¿Habrías sido capaz de remover cielo y tierra con tal de dar con ella, de salvarla, de llevártela para procrear y fundar con ella una nueva tribu?
Rowan observó en los ojos de Michael que éste temía por ella. Al mirarlos a ambos, comprendió que no estaba revelando esas cosas en beneficio de ellos, sino de ella misma, de la madre que había matado a su hija, que había disparado contra ella.
De improviso, Rowan cerró los ojos y se estremeció. Luego volvió a abrirlos y se reclinó en el sillón, con la cabeza ladeada. Había oído el ruido del cuerpo al caer al suelo, había visto cómo se desintegraba su rostro bajo el impacto del proyectil, había probado el sabor de su savia, una savia dulce y espesa como un jarabe, que ella había bebido con avidez.
—Rowan —dijo Ash suavemente—, no dejes que esos recuerdos te atormenten de nuevo, no quiero que sufras por mi culpa.
—¿Acaso no habrías removido cielo y tierra para encontrarla? —insistió Rowan—. Es por eso por lo que viniste a Inglaterra cuando te llamó Samuel, cuando te relató la historia de Yuri. Viniste porque habían visto a un Taltos en Donnelaith.
Ash asintió con un ademán lentamente.
—No puedo responder a tu pregunta. No conozco la respuesta. Habría venido, sí. Pero no sé si habría tratado de llevármela. Sinceramente, no lo sé.
—No te creo. ¿Cómo no ibas a desearlo?
—¿Te refieres a procrear y fundar una nueva tribu?
—Sí.
Ash sacudió la cabeza con aire pensativo, apoyando de nuevo el índice en su labio inferior, el codo sobre el brazo de la silla.
—Sois unos brujos muy extraños —murmuró.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Michael.
Ash se levantó de repente y su cabeza casi rozó el techo de la cabina.
Estiró los brazos y las piernas, se volvió de espaldas a ellos y dio unos pasos, con la cabeza agachada, antes de girarse de nuevo.
—No podemos responder a las preguntas que nos estamos haciendo mutuamente —dijo—. Lo único que puedo deciros en estos momentos es que me alegro de que la hembra haya muerto. De veras. —Ash hizo un ademán para reforzar sus palabras y apoyó la mano en el respaldo del sillón. Alto y enjuto, con la mirada perdida en el infinito y un mechón de pelo cayéndole sobre la frente, mostraba un aspecto misterioso y dramático, semejante al de un mago—. Os juro que me alegro de saber que esa criatura existió pero ya ha muerto.
Michael asintió con un movimiento de cabeza y dijo:
—Creo que empiezo a comprenderte.
—¿De veras? —preguntó Ash.
—No podemos compartir esta Tierra, ¿no es cierto? Somos dos tribus aparentemente similares, pero totalmente distintas.
—No, no podemos compartirla —contestó Ash, sacudiendo la cabeza para dar mayor énfasis a sus palabras—. ¿Qué raza puede convivir con otra? ¿Qué religión puede coexistir con otra? Hay guerras en todo el mundo, unas guerras tribales, de exterminio, tanto si se trata de los árabes contra los kurdos, como de los turcos contra los europeos o de los rusos contra los orientales. Jamás cesarán. La gente sueña con que un día finalicen las guerras, pero eso es imposible. Naturalmente, si un día aparecieran de nuevo los de mi especie y eliminaran a los humanos de la Tierra, mis gentes conseguirían al fin vivir en paz, que es lo que pretenden todas las tribus.
—No tiene por qué haber guerras —replicó Michael—. Es concebible que algún día las tribus dejen de luchar entre sí.
—Concebible, sí, pero no posible.
—Una especie no tiene por qué dominar a otra —insistió Michael—. Una raza no tiene por qué conocer siquiera la existencia de la otra.
—¿Insinúas que debemos vivir en secreto? —preguntó Ash—. ¿Sabes a qué velocidad se duplica, triplica y cuadruplica nuestra población? ¿Tienes idea de lo fuertes que somos? No puedes saberlo, jamás has visto nacer a un Taltos, no lo has visto desarrollarse hasta alcanzar su plena estatura durante los primeros meses u horas o días de su existencia. Ni siquiera puedes imaginarlo.
—Yo sí lo he visto —terció Rowan—. Lo he vivido en dos ocasiones.
—¿Y qué opinas? ¿Qué pasaría si deseara unirme con una hembra?, ¿si pretendiera hallar una sustituta de Emaleth?, ¿si copulara con tu inocente Mona y la dejara preñada con una semilla capaz de engendrar un Taltos y matar quizá a la madre?
—Sólo puedo decirte esto —contestó Rowan, deteniéndose un instante y respirando hondo—. En el momento de disparar contra Emaleth, no tuve la menor duda de que representaba una grave amenaza para mi especie y que por ello debía morir.
Ash sonrió e hizo un gesto de aprobación.
—Tenías razón —dijo.
Los tres guardaron silencio. Al cabo de unos minutos, Michael dijo:
—Ahora ya conoces nuestro terrible secreto.
—Sí, ya lo sabes —apostilló Rowan suavemente.
—Me pregunto si alguna vez descubriremos el tuyo —apuntó Michael.
—Lo sabréis a su debido tiempo —respondió Ash—. Creo que ahora deberíamos dormir un rato. Me escuecen los ojos, y en cuanto llegue tengo que resolver un centenar de pequeños problemas en la empresa. Id a dormir, y cuando estemos en Nueva York os lo contaré todo. Conoceréis todos mis secretos, desde el más oscuro hasta el más inocente.